Kitabı oku: «Orantes. De la barraca al podio», sayfa 4

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Parte de la belleza del tenis es que plantea una lucha despiadada. Dos energías opuestas pelean por un mismo objetivo. Es una guerra. La vida es un conflicto constante. Está llena de confrontaciones sin medias tintas. Lo vemos entre los animales en las violentas persecuciones de los depredadores a sus presas: el guepardo que avanza sigiloso, escondido entre la maleza, hasta arrancar explosivo y devorar a la gacela débil de la manada; o el pez grande que, sin más, engulle al pez chico con una amplia y fugaz apertura de la boca. Gana el más fuerte, el que sobrevive.

En el tenis se lleva el partido el más entero. El que más puede a nivel técnico, físico y, sobre todo, mental. El que más se lo cree en esta lucha constante entre dos fuerzas: la desafección que te aleja de la victoria y el entusiasmo que actúa como un imán cuando te acercas a ella. Sin embargo, ese imán está custodiado por un celador implacable, el punto de partido. La frontera entre la vida y la muerte está en el match-ball, el instante crucial que define el destino de los tenistas.

Más de cuatro décadas son mucho tiempo, pero Manuel sigue conservando recuerdos nítidos de aquellos instantes decisivos de su carrera. Eso, sin la ayuda de las cámaras porque, como él mismo confiesa, “intenté conseguir la película y no lo logré”. Aún así, la memoria selectiva, especialista en retener con precisión los momentos definitivos de nuestras biografías, le permite hablar de aquello como si hubiera ocurrido semanas antes: “Los dos primeros match-balls, con el marcador en 6-4, 6-1, 2-6, 5-0 y 15-40, fueron dos puntos muy buenos. Recuerdo que en el primero le sorprendí subiendo a la red con el segundo servicio y, como no se lo esperaba, pude acabar el punto con una volea sencilla. En el segundo match-ball también finalicé el punto en la red. Y aún tuvo otro más en ese juego del 5-0, que salvé con un smash”.


• Orantes espera la bola colocándose de revés, en una foto publicitaria para promocionar el polo Fred Perry y la raqueta Wilson (1970). | Cortesía de Manuel Orantes

Orantes revive aquellos momentos sin disimular la satisfacción que todavía le producen: “En el siguiente juego también tuvo otros dos puntos de partido, sacando él. Recuerdo que uno lo gané con una dejada y otro con un approach a la línea. La mayoría de los match-balls fueron puntos muy disputados y los jugué muy bien, asumiendo riesgos y siendo valiente. Se los gané y eso me animó para decirme, ‘te voy a hacer trabajar’. Y en efecto le remonté ese cuarto set desde el 0-5 hasta el 7-5”. Levantar cinco match-balls en dos juegos consecutivos es algo insólito. Más aún si sucede en una semifinal de un torneo grande. Pero el hecho de que fueran, además, puntos de mucho nivel hizo que el logro fuera aún más meritorio. Resultó, por ello, aun más determinante para decantar la balanza psicológica a favor de Manuel.

El tenis ofrece un duelo entre dos personas que se encuentran solas en la pista, aisladas de toda ayuda exterior y expuestas únicamente al torrente de emociones y pensamientos que les asaltan. Dos personas cuyo rendimiento final depende en gran medida de su fortaleza mental. Se parece mucho, en ese sentido, al ajedrez. Al mostrar tanta entereza en los puntos de partido, al domar con tanto temple los nervios y mantenerse impecable ante el vértigo de la derrota, Manuel se impuso en la mayor de las batallas, la psicológica. Sobrepasado ese instante de crisis, todo lo que sucediera en aquella semifinal había de suceder ya, necesariamente, a su favor.

El español, con la mente sintonizada en positivo, jugaba cada nuevo punto celebrando la maravilla de estar vivo, el placer de seguir jugando. Por su parte el argentino, fundido en negro y agotado física y psíquicamente, padecía una agonía cada vez más evidente, incapaz de borrar de su mente esos cinco puntos en los que la victoria se le había escurrido como arena entre los dedos. Escasos minutos atrás había estado a punto de pisar tierra firme en la codiciada orilla de la final del US Open. Ahora, sin que pudiera evitar la catarata de juegos que caían en su contra, flotaba sobre una balsa a la deriva, y esa orilla aparecía cada vez más inalcanzable.

Manuel, pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, sigue recordando aquella semifinal con una mezcla de orgullo y emoción: “El partido estuvo considerado el mejor come back o remontada hasta ese momento. Lo pasaban en las escuelas de tenis de Estados Unidos para enseñar a los niños un ejemplo de fe y capacidad de lucha ante la adversidad, teniendo en cuenta además que fue en un escenario tan importante como unas semifinales del US Open”.

Aquel épico duelo entre Orantes y Vilas arrancó tarde. A primera hora se había disputado la primera semifinal, en la que Jimmy Connors, alentado por el entusiasmo del expresivo público norteamericano, había batido por un triple 7-5 a un Björn Borg que, a sus escasos 19 años, ya contaba con dos títulos de Roland Garros. Inmediatamente antes tuvo lugar la final femenina, en la que Chris Evert, novia por entonces de Connors, se había impuesto a la australiana Evonne Goolagong por 5-7 6-4 6-2. Desde el prisma del público local, los dos platos fuertes del día, esa primera semifinal masculina con presencia norteamericana y, cómo no, la final femenina con campeona local, ya habían sido servidos. Los novios de moda del deporte norteamericano, Connors y Evert, habían cumplido con las expectativas de los aficionados. Tan solo quedaba dilucidar quién sería el rival que, si nada raro sucedía, sería incapaz al día siguiente de evitar una nueva victoria de Connors ante su gente.

El tenis, por entonces, gozaba de un enorme tirón mediático. Así que, por mucho que esa segunda semifinal presentara a priori menos alicientes para el público, las gradas estaban completamente atestadas de aficionados que esperaban disfrutar de un buen espectáculo. Por primera vez en la historia de los cuatro torneos del Grand Slam, ese año se autorizó la luz eléctrica para jugar de noche. Y fue más necesaria que nunca para concluir el programa diario porque la batalla entre Orantes y Vilas, tercer y segundo favoritos del torneo respectivamente, fue tan larga e intensa que duró casi cuatro horas y se prolongó hasta pasadas las diez y media de la noche. “Además hubo varias interrupciones por la lluvia, así que a finales del cuarto set, cuando Guillermo me iba ganando fácil, mucha gente se fue a casa”.

En efecto, el domingo al mediodía algunos espectadores que la noche anterior se habían marchado durante el cuarto parcial presagiando la inminente victoria de Vilas, se sorprendieron al ver a Orantes aparecer en la pista para disputar la final. La víspera, el partido había acabado tan tarde que los periódicos cerraron su edición sin publicar el ganador final. E incluso se llegó a anunciar por radio y televisión que la final la iban a jugar Connors y Vilas. Eran otros tiempos…

Cualquiera que entre en Google y escriba “semifinal US Open Orantes Vilas” puede acceder a unas imágenes en las que aparecen algunos puntos de aquel legendario partido. Las imágenes, en blanco y negro y distorsionadas, son muy deficientes. Apenas se puede distinguir la trayectoria de la bola. Pero lo interesante es que aparece Guillermo Vilas, años más tarde, recordando la que para él fue una de las experiencias más agrias de su carrera. Casi al final del video dice, entre solemne y melodramático: “En mi mente era invencible, invencible. No veía cómo podía perder ese partido… Imposible. Lo perdí”.

Para justificar aquella derrota, en ese mismo video Vilas dice: “En el medio del tercer set, piso y se rompe, me desgarro… Y sigo jugando y engancho… Y Orantes me tira drop shots y globos, y yo para adelante y para detrás podía correr. Lo que no podía era mover la pierna hacia el costado. Hasta que me empieza a mover y se empieza a abrir el desgarro cada vez más. Llego hasta el 5 a 0, tengo un smash muy bueno que lo juego al lado errado, él tira un globo increíble, hago otro smash más, sigo el tanto, pierdo, y de repente es la única oportunidad que tuve de estar cerca de la victoria. Después el 5-1, 5-2, 5-3, 5-4, lo máximo de haber estado es 30-15 en algún game pero… ahí pierdo ese partido”.

Hay un aspecto sorprendente en esas declaraciones. Y es que habla de un desgarro que nadie más percibió. Orantes nos da su versión: “Después del partido hizo unas declaraciones diciendo que había perdido porque se había roto en la pista. Y él podría haber dicho que estaba lesionado, y con razón, si hubiera perdido el último 6-0 o 6-1, pero fue 6-4. Es decir que... ¿tan lesionado estaba? Podría haber dicho perfectamente: ‘Te felicito, he perdido el partido pero te felicito. Manuel ha acabado jugando muy bien, y las cosas son como son’”.

Capítulo 2

“Ni sabía lo que era el tenis”

La persona detrás del tenista

Situados a uno y otro lado de la red, dos tenistas luchan por la victoria. El duelo plantea una batalla en la que la única arma permitida es una raqueta. Esta sencilla fórmula atrae al público desde que el tenis se inventó a finales del siglo XIX en Inglaterra. Sin conocer la circunstancia personal de los contendientes, el juego divierte y a menudo emociona a los asistentes. Pero si se conoce esa circunstancia, si se está al corriente de la historia personal que arrastra el deportista que pelea por su vida en una pista de tenis, el atractivo del espectáculo se multiplica.

Se da la paradoja de que, pese a ser uno de los mejores tenistas españoles de la historia, Manuel Orantes es un gran desconocido para los aficionados. Se ignora que sus 33 títulos le distinguen como el segundo tenista español más laureado de la historia. Muy por detrás, obviamente, de los 90 de Rafa Nadal (febrero 2022). Pero también muy por delante de los 20 títulos de Manuel Santana y Carlos Moyá, sus inmediatos perseguidores. Tampoco se sabe que es el segundo jugador de la historia con más partidos ganados en tierra batida, con 544. El primero es Guillermo Vilas con 679. El tercero Nadal con 459.

En su momento, Manuel Orantes fue eclipsado por la alargada sombra de Santana. Posteriormente su recuerdo se difuminó por la irrupción de éxitos que logró el tenis español a partir de los años noventa, hasta desembocar en la figura todopoderosa de Nadal. Por eso, descubrir la historia personal de Orantes, además de ser una aventura sorprendente y muy entretenida, es un desagravio necesario con uno de los mejores tenistas que ha dado nuestro país.

Mudanza y asentamiento en el Carmel

Manuel Orantes, tercer hijo varón de una familia humilde de Granada, nació el 6 de febrero de 1949. Enseguida empezó a perfilarse su destino, a raíz de la decisión familiar de abandonar Andalucía para recalar en Barcelona, a la que llegaron, por aquellas casualidades de la vida, el día exacto en que Manuel cumplió dos años. Ese trayecto fue un recurso muy habitual en las décadas de los cincuenta y sesenta, cuando millares de personas emigraron desde distintas zonas de Andalucía, una comunidad eminentemente agrícola que apenas ofrecía oportunidades de trabajo, a los alrededores de una Barcelona más moderna y dinámica.

Como miembro de una familia de inmigrantes, no solo tuvo que abrirse paso en un lugar que no era el suyo, sino que pronto se encontró dentro de un entorno resquebrajado. “Mi madre había muerto por unas complicaciones en el pulmón y los riñones cuando yo tenía solo seis meses. Y mi padre, que en Granada fue guardia civil, se marchó por su cuenta con otra mujer poco después de llegar a Barcelona, cuando yo tenía cuatro años”. Sin la referencia moral de unos padres, y en un entorno de pobreza extrema, Manuel tuvo claro desde pequeñito que nadie iba a sacarle las castañas del fuego. Y asumió, por puro instinto de supervivencia, que debía ser él quien agarrara las riendas de su vida.

“El motivo de la mudanza fue económico porque la cosa estaba mal en Granada. Y se eligió Barcelona porque por aquel entonces era la zona donde había más oportunidades de trabajo. De hecho, la prueba está en la cantidad de andaluces que en aquella época vinieron a Barcelona. Si vas a l’Hospitalet u otras zonas periféricas cercanas puedes comprobar que casi el cien por cien de la gente procede de Andalucía. Nos instalamos en Can Baró, una zona de montaña que estaba junto al barrio del Carmel, a unos diez minutos del Club Tennis de La Salut, y allí nos fabricamos una barraca para la familia en la que convivía con mis dos hermanos mayores, la tía Purificación, que se quedó soltera y ejerció de madre a efectos prácticos, y mis abuelos”.

España, por aquel 1952, todavía era un país deprimido por el severo azote de la Guerra Civil. Habían transcurrido 13 años desde el fin de las hostilidades, y la dictadura del general Franco, de espaldas a la democracia, a Europa y a todo lo que sugiriera algún atisbo de modernidad, subsistía con unos niveles de pobreza deprimentes. En ese panorama de hambre y precariedad, la creación espontánea de suburbios marginales en las grandes ciudades, consecuencia del masivo movimiento migratorio del campo a la ciudad, era cada vez más frecuente. En uno de esos poblados insalubres e ilegales que lindaba con el barrio del Carmel apareció el bueno de Manuel a sus dos añitos. Quién iba a decir por entonces que aquel chiquillo desamparado daría tantas alegrías al tenis español.

Como barrio periférico, el Carmel fue desarrollándose a partir de una creciente inmigración originaria del resto de España. Los focos principales provinieron de Andalucía, aunque también hubo muchos que llegaron desde Galicia y en menor medida desde Castilla y Extremadura. El fenómeno migratorio tuvo una primera eclosión con motivo de la Exposición Internacional de Montjuïc de 1929, que atrajo mucha mano de obra. Pero siguió propagándose al concluir la Guerra Civil, cuando gran parte de la población que subsistía de mala manera en entornos rurales miserables decidió probar suerte en las ciudades. Tal y como estaban no tenían nada que perder, así que se liaban la manta a la cabeza en busca de una vida mejor. Muchos lo conseguían.

“Recuerdo que con los años fueron llegando cada vez más familiares procedentes también de Granada, hasta que nos juntamos toda la familia de la parte de mi madre. Algunos tíos míos se instalaban momentáneamente en nuestra barraca, por lo que siempre había movimiento y animación en casa. Pero con el tiempo cada tío fue formando su propia familia y se construyeron sus propias barracas manualmente. Eso sí, todas las barracas estaban en el mismo descampado, así que vivíamos todos juntos. Las barracas eran ilegales, no tenían agua ni ningún tipo de instalación, y se construían de modo improvisado con materiales que encontraban por la calle”.

La masiva llegada de inmigrantes fue configurando un suburbio de chabolas hechas con techos de uralita y paredes que podían ser de ramas y barro o, en el mejor de los casos, de fragmentos de ladrillos que sus improvisados constructores encontraban desperdigados aquí o allá. De este modo, el poblado de Can Baró, encaramado en la ladera del montículo que se levanta encima del actual túnel de la Rovira, sufrió una enorme degradación. Tanto por la precariedad de las construcciones como por el abandono y la desidia de las instituciones públicas, que no se preocuparon por acondicionar elementos básicos de salubridad como el suministro de agua, el alcantarillado, la recogida de basuras o el asfaltado e iluminación de las calles.

La adaptación a ese entorno no fue sencilla. “Los primeros meses mi abuelo y mis tíos salían a buscar papel. Hacían lo que fuera para ganarse la vida, como los vagabundos que ahora buscan por las basuras. Perseguían objetos de valor para intentar venderlos luego porque no tenían un trabajo fijo”. Al cabo de un tiempo, sin embargo, fueron encontrando poco a poco su sitio. “Algunos de mis tíos más jóvenes empezaron a encontrar trabajos mejor cualificados. Recuerdo, por ejemplo, que mi tío Joaquín entró en la Renfe. Era el marido de mi tía Herminia, que, al igual que otras tías mías, ganaba lo que podía limpiando casas de la gente de clase media que vivía en los barrios urbanizados más cercanos”.

La historia de Orantes, tanto en sus orígenes más primarios como en muchos otros episodios de su vida adulta, está estrechamente relacionada con lo que en argot psicológico se conoce como resiliencia, es decir la habilidad para adaptarse positivamente a situaciones adversas. Nada le fue dado de un modo sencillo. Todo se lo fue ganando a contracorriente, a base de esfuerzo y buena actitud. Esa cualidad, la de adoptar la mejor actitud posible ante la vida, fue integrándola en su mente hasta aplicarla años más tarde de un modo natural en muchos de sus éxitos deportivos:

El hecho de compartir el escaso espacio de una barraca entre tantos, y el hecho de vivir en unas condiciones de pobreza tan extrema, no lo viví con sufrimiento. Siempre lo he dicho, tengo muy buen recuerdo de cuando vivía allí. Yo siempre he sabido adaptarme mentalmente a donde estaba, a lo que tocaba en cada momento. Viví en esas barracas desde los dos años hasta los 13. Para un niño como yo era bonito porque estábamos en la montaña y había espacio de sobra para jugar al fútbol, correr, saltar, hacer batallas en plena naturaleza. Éramos muchos niños en la calle y además siempre estaba con mis hermanos mayores. Tengo un recuerdo feliz porque cuando eres tan pequeño y no has vivido nada más, es decir cuando no conoces otras situaciones mejores, no echas de menos nada, te conformas con lo que tienes y hasta lo ves como algo normal. Aunque luego veías que había casos raros, familias que no se llevaban bien, peleas, algunos que eran arrestados y encarcelados. Es decir que el ambiente no era el mejor para un niño.

Otro aspecto delicado que marcó aquella etapa de carencias fue la alimentación:

Hombre, llegar a pasar hambre no, pero comida sana y buena tampoco. Comíamos pan, patatas, alimentos básicos, lo más barato que hubiese. Es decir que comías, pero por supuesto no había opción de elegir cada día. Y no era una comida adecuada para un niño en crecimiento. Recuerdo que a veces iba a por pan y cogíamos tres o cuatro barras de kilo para comer, porque era lo que más hinchaba. No era una comida sana y variada, en la que hubiera algo de verdura, fruta, de todo eso no conocías nada. De hecho, no sabíamos lo que era el postre. Hasta que entré en el Club Tennis de La Salut, donde a veces me daban algún menú que estaba bien, y sobre todo luego al entrar en la Residencia Blume, no empecé a comer un poco más sano. Por eso luego, cuando empecé a enlazar lesiones como tenista, los médicos me comentaron que mi estructura no estaba bien formada por la falta de una buena alimentación de base. Veían que la musculatura estaba bien porque la había trabajado, pero a nivel óseo y de articulaciones se notaba un déficit alimentario en la infancia.

También recuerdo que desde mediados de mes en las tiendas de alimentación todo iba a crédito y te podías llevar alimentos porque la gente no llegaba a fin de mes. Comprabas lo más básico y a final de mes volvías a pagar. Como todas las familias estaban en la misma situación de pobreza había un ambiente de solidaridad, una voluntad de ayudarse unos a otros, y aquello era como un acuerdo entre todo el barrio.

Sin madre ni padre, el peso de la educación de los tres hermanos recayó en una hermana de su difunta madre, la tía Purificación. “Por un problema mental nuestra tía había sido operada de un tumor en la cabeza y a la pobre le costaba hablar y tenía dolores. Y como no podía trabajar, estaba de baja y vivía con sus padres. Ella era soltera y siempre estuvimos con ella, éramos como sus hijos”. La tía Purificación, con la escasa ayuda que podía prestarle su madre, la abuela de Manuel, delicada de salud a su avanzada edad, era la que tiraba adelante la casa. Entre otras labores, como la limpieza de la casa y de la ropa, era la encargada de cocinar. Cocinar, eso sí, sin cocina. Porque, tal como comenta Manuel, “para cocinar buscábamos leña por los alrededores y hacíamos un pequeño fuego en el exterior de la barraca”.

Las barracas eran lo que eran, sin más. No contaban con agua corriente ni luz ni calefacción:

Íbamos a una fuente que había en una plaza cercana, cargábamos agua fría en cubos y botellas y la llevábamos a casa. Hace unos años regresé a la calle Francesc Alegre, donde estaba nuestra cabaña, y traté de encontrar esa fuente pero ya no estaba. Toda esa zona ha cambiado por completo. El hecho es que no teníamos lavabo ni sabíamos lo que era bañarse o ducharse. Con una palangana nos lavábamos un poco por encima las zonas más sucias. Y los niños aún funcionábamos bien así, pero imagínate las personas mayores, no sé cómo lo hacían.

El frío era otro factor duro porque como puedes imaginar no teníamos calefacción ni tampoco ropa de abrigo buena. A veces traían el típico brasero que funcionaba con carbón y mientras cenábamos se colocaba debajo de la mesa y poníamos todos los pies ahí. Pero claro, te ibas a dormir y la cama estaba helada, eso sí lo recuerdo bien. Y siempre dormíamos los tres hermanos juntos y bien acurrucados para estar más calentitos. Pero por suerte, a pesar de que algunos inviernos pasamos mucho frío, nunca ninguno de nosotros se puso enfermo ni pasó nada grave.

Pese a todos esos inconvenientes fue una infancia feliz, lo pasábamos bien con nuestros amiguitos y nos movíamos libremente por el campo. Solíamos ir a una cantera que había allí al lado donde cogíamos piedras que parecían joyas y las intercambiábamos entre las distintas bandas del barrio. Y a veces había disputas, aunque siempre dentro de los límites del juego, por divertirnos. Pero lo que más me llenaba era todo lo relacionado con el deporte, cuando jugábamos a fútbol o al tenis con los amigos del Club Tennis de La Salut. Y si llovía y no podíamos salir jugábamos a las chapas o a las canicas, mientras que nuestros tíos solían jugar a las cartas, al julepe, o al dominó, y nos enseñaban a jugar. También coleccionábamos cromos, y éramos muy aficionados a los tebeos; recuerdo que nos encantaba El capitán Trueno y El Jabato.

En aquella España franquista de los cincuenta, aún sin televisión en los hogares, los tebeos tuvieron un enorme protagonismo en el imaginario colectivo. El capitán Trueno fue la serie de aventuras más exitosa de la historia del cómic español. Apareció en 1956, con altísimos picos de popularidad, de la mano de la editorial Bruguera, que dos años después lanzó El Jabato, con muchas similitudes con su antecesor.

Manuel continúa enfatizando los aspectos positivos de su infancia en el Carmel y alude con orgullo a lo que vivió en el núcleo duro de su atípica familia. Un núcleo en el que tuvieron un gran peso específico las mujeres: tanto su tía Purificación como su abuela:

Nosotros siempre tuvimos un ejemplo positivo en mi tía y mi abuela, que nos educaron con cariño y respeto. Nuestra tía Purificación fue como una madre para nosotros. Ella, pese a sus problemas de salud, llevaba la casa, se encargaba de todo y se preocupaba por nosotros. Y era cariñosa como una madre más, porque ni mis hermanos ni yo hemos tenido ningún problema mientras que la mayoría de chicos de nuestro entorno solían meterse en algún lío de robos o solían tener padres que bebían, que estaban en entornos complicados, y ellos lo acusaban. Por suerte, nuestra familia era muy buena, muy cercana y nos educaban bien.

Da gusto escuchar a Manuel ensalzar la buena educación que recibieron. Y no hace falta ser un lince para deducir que el cariño y respeto de su tía y su abuela es el mismo que él dispensa en su día a día a cualquiera que se cruce en su camino. Manuel, por encima de sus éxitos profesionales, es una persona agradable, sensible, atenta y empática. Y esas cualidades propias del mundo femenino que mamó junto a su tía y abuela desde pequeñito, son las que hicieron de él una valiosa rara avis en el entorno competitivo, y a menudo altivo, del tenis profesional.

Tal como sucede en el caso de Rafa Nadal, cuya estabilidad familiar ha sido el eje angular alrededor del cual se han forjado sus éxitos deportivos, para Manuel la familia también fue clave en su formación personal y en su posterior éxito profesional. A pesar de no haber conocido a su madre y de no haber tenido relación alguna con su padre, la unidad y los buenos valores que vivió en su entorno más cercano fueron decisivos para moldear su carácter:

Mi madre tenía ocho hermanos y poco a poco todos fueron viniendo desde Granada con sus familias para instalarse en las barracas del Carmel. La relación entre todos los miembros de mi familia era excelente. Nos dieron una educación muy buena, y nos enseñaron a comportarnos siguiendo unas reglas. Piensa que en el barrio la gente era bastante anárquica, y eso hacía que los niños a veces no se comportaran del todo bien. Recuerdo una vez que al salir del colegio me fui por la montaña con unos amigos, y mis tíos vinieron a buscarme, y como tardaron mucho en encontrarme me cayó una bronca y un castigo ejemplar. Me explicaron que tenía que estar a una hora determinada en casa, que no podía irme por ahí, y que lo pasaban muy mal si no sabían dónde estaba.

• Manuel Orantes a los siete años con una prima y un tío en la plaza Catalunya de Barcelona (1956). | Cortesía de Manuel Orantes

Padre ausente

Otro de los aspectos característicos en la historia personal de Manuel fue el no convivir jamás con su padre. De nuevo en este punto, como en la cuestión de las condiciones pésimas de vida que experimentó en las barracas del Carmel, se aprecia su habilidad para tomarse la vida de un modo pragmático y positivo:

No había vivido nunca la experiencia de tener un padre. Según me han explicado cuando vino aquí, vivía con nosotros y entonces conoció a otra mujer. Mi madre acababa de morir un año y medio antes, y se ve que a esta mujer el tener que empezar a convivir con tres hijos que no eran suyos se le hizo cuesta arriba. Y al final él se fue a vivir a un piso con ella. El único recuerdo que tengo fue una vez que fuimos a comer con ellos, y como nosotros no estábamos acostumbrados a comer bien en una casa, yo no sé qué hice, si se me cayó algo al suelo, y ella me castigó a comer en la cocina. Y a mí me sentó muy mal porque mi padre lo aceptó y tampoco hizo nada para defenderme. Así que a partir de entonces ya no quise ir más.

Cuando el padre de Manuel, influenciado por su nueva mujer, se desvinculó de sus hijos, Manuel era muy pequeño. “De hecho yo no tengo ningún recuerdo de convivir con él”. A parte del episodio desagradable de la comida en la que fue apartado de mala manera por la madrastra, Manuel repasa toda su infancia y solo recuerda otro momento junto a su padre.

Un día vino a protestar. Resulta que una prima mía trabajaba con él en una fábrica y lo denunció porque el dinero que estaba cobrando en calidad de padre de tres hijos no nos lo pasaba, cuando nosotros lo estábamos pasando mal y lo necesitábamos. Y entonces la fábrica le retiró ese dinero y se generó ese conflicto entre mi padre y la familia. Y nunca sabrás bien qué pasó porque cada familia tiene su versión. El hecho es que él vino a casa a quejarse, y aunque era pequeño recuerdo que hubo una discusión fuerte. y él decía que era la familia de mi madre la que había hecho las cosas mal. Supongo que mentalmente él tenía que buscar alguna excusa para justificar lo que estaba haciendo.

Manuel se muestra hasta cierto punto comprensivo respecto a la decisión de su padre de marcharse. Cualquiera con cierto sentido común entiende que, para aquella mujer, la perspectiva de adoptar tres hijos que no eran suyos, trasladándose a unas barracas insalubres y en muchos aspectos inhumanas junto a toda la familia de su difunta mujer, no era para nada apetecible. Lo que no entiende es que dimitiera como padre de un modo tan drástico:

Nunca vino a vernos solo. Entiendo que quizás su pareja no quisiera relacionarse con nosotros, pero él podría haber venido algún día a recogernos del colegio o lo que fuera. Pero tampoco. El único contacto que tuve con él, siendo ya más mayor, también fue una experiencia negativa. Tuve que ir a verle cuando tenía 16 años porque yo necesitaba el pasaporte para viajar a Montecarlo a jugar mi primer torneo internacional, y él tenía que firmar el permiso. Y fuimos a su casa y lo firmó pero fue un puro trámite, un encuentro muy frío. Así que no he tenido nunca una relación de hijo a padre, nunca tuve una ocasión de hablar con él, o de comentar aspectos del pasado o el porqué de las cosas.

En las palabras de Manuel se detecta un leve poso de tristeza, derivado de la lógica decepción que en su momento supuso constatar que su padre no ejerciera como tal. Pero lo que uno percibe al escucharle es que esa tristeza, con el paso del tiempo, se ha ido rebajando paulatinamente hasta convertirse en indiferencia. Haciendo buen uso de su inteligencia emocional, entiende que así fueron las cosas y que de nada sirve lamentarse ni recriminar nada a nadie:

Murió hace unos 10 años y vivió hasta muy mayor. Y cuando murió nos enteramos por una cuestión de la herencia, porque había tenido una hija con su segunda mujer y había que aclarar quién se quedaba con una casa que él tenía. Era un trámite legal necesario, y yo simplemente dije que no quería saber nada. Y mis hermanos dijeron lo mismo. Piensa que con mis hermanos la situación fue la misma o peor, porque cuando pasó lo del conflicto del dinero que cobraba y no nos pasaba, mis hermanos eran más mayores y por tanto más conscientes de lo mal que se estaba portando con nosotros. Él sabía que lo estábamos pasando mal y estaba llevando una vida mejor, cobrando un dinero que no era poca cosa y viviendo en un piso, y aun así se negaba a pasarnos ese dinero.

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