Kitabı oku: «Lituma en los Andes y la ética kantiana», sayfa 7

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3. Las diferencias entre “razón teorética” y “razón práctica”

De la filosofía de Aristóteles –y de buena parte de la que en Occidente fue, de un modo u otro, su continuación– pueden deducirse cinco diferencias fundamentales entre la “razón teorética” y la “razón práctica”, las cuales se ubican concretamente en el punto de partida, en el método, en el punto de llegada, en el objetivo final y en el modo de expresión.

Ha de partirse del hecho de que tanto Aristóteles como Kant sostienen que la razón humana es una sola (Kant habla de “una y la misma razón”, FMC, p. 67; Ak IV, núm. 391), solo que su uso o desenvolvimiento pueden aplicarse a los dos ámbitos mencionados: el de la “teoría” y el de la “praxis”, recibiendo en cada caso, respectivamente, la denominación de razón teorética o razón práctica. En efecto, cuando se trata de buscar la verdad (tanto en física como en metafísica), entonces se habla de una razón teorética, y cuando de lo que se trata es de encontrar en la razón las normas que deben dirigir las acciones que el hombre hace libre y deliberadamente, entonces la razón es denominada razón práctica. Esta última recibe también, como ya se ha dicho, el nombre de conciencia moral.

He aquí, descrito de manera comparativa, el diferente itinerario que siguen ambas razones.

El punto de partida de la razón teorética (aplicado aquí a una ciencia que no es “práctica” ni “creadora”, sino teórica: la física) (Metafísica, E 1025b-1028a) es lo específico, lo cambiante, lo empírico (es decir, el caso particular concreto registrado en la experiencia, teniendo en cuenta que el concepto de experiencia irá adquiriendo históricamente connotaciones que van más allá de lo sensorial). Se trata, entonces, de algo susceptible de ser observado (sensorial o vivencialmente) y de ser sometido –tal como sostendrá más tarde la ciencia moderna– a la repetición y al control matematizado.

En segundo lugar, el método inductivo3 se encargará de “elevar” el caso particular hacia una generalización teórica o, lo que es lo mismo, al rango de una teoría científica (del griego theorein, que significa “abarcar el todo” con la mirada de la razón, premuniéndolo de la “universalidad” y de la “necesidad” no existentes en la experiencia del “caso concreto”). La “teoría”, que es el punto de llegada de la razón teorética, posee la atribución de “ley” (carácter nomológico) y se contrasta sometiéndola a nuevas observaciones no incluidas en el punto de partida. La contrastación, sin embargo, no era tan importante en el mundo griego, aunque se convertirá en la modernidad en la característica decisoria de la metodología científica. En efecto, en el proceso de la razón teorética la validez “universal” de la teoría se pone a prueba (“se muestra” = “se demuestra”) en el caso particular propio de la experiencia, por lo que puede afirmarse que toda teoría científica, merced a la “demostración” en las ciencias formales y a la “mostración” u “ostensión” en las ciencias fácticas, es de naturaleza universal, necesaria y contrastable. Tales son los atributos que la razón impone al conocimiento para que este sea científico.

El objetivo final de la razón teorética estriba en conseguir la verdad en lo que se investiga y, por ello, su forma de expresión se realiza mediante juicios o proposiciones que se formulan en el “modo indicativo” de los verbos y que poseen, necesariamente, un carácter lógico de verdad o falsedad. Dicha formulación, independientemente de su complejidad expresiva, puede reducirse al enunciado atómico: sujeto, cópula (tercera persona singular o plural del presente de indicativo del verbo “ser”, en forma afirmativa o negativa) y predicado.

Este quíntuple paso de la razón teorética en el método científico puede esclarecerse mediante el ejemplo de la ley newtoniana de la gravedad.

Tal como se pone de manifiesto en las Memorias de la vida de Sir Isaac Newton (1752), de W. Stukeley, Newton estaba sentado a la sombra de unos manzanos, envuelto en sus reflexiones, cuando vio desprenderse una manzana de uno de ellos. Este hecho concreto, que seguramente fue enriquecido con otras variables (por ejemplo: caída de manzanas colocadas más arriba o más abajo de la que cayó y medición diferenciada del tiempo de caída) originó en él varias preguntas relacionadas entre sí: ¿por qué las manzanas caían siempre perpendicularmente al suelo, hacia el centro de la Tierra, y no iban hacia arriba o hacia un costado? Los hechos sobre un mismo fenómeno le conducían a una explicación teórica que podía expresarse en proposiciones hipotéticas: la manzana era atraída por la materia terrestre y, por lo tanto, la suma de dicha fuerza atraccional tenía que estar situada en el centro de la Tierra, lo cual explicaba que la manzana cayese indefectiblemente de manera perpendicular hacia él. Ahora bien, la materia de la manzana posee fuerza de atracción, de ahí que haya de suponerse que la fruta atrae también a la Tierra, pero si cae hacia su centro, tendrá que aceptarse, de igual modo, que la fuerza atraccional está en proporción a la cantidad de su masa. Tales proposiciones pueden contrastarse en todo el universo. A Newton le interesaba conocer la verdad sobre la naturaleza física y porque estaba convencido, a la manera de Leonardo da Vinci, de que el mejor modo de conocerla era estudiando el movimiento, contribuyó con su ley matemática de la gravitación universal (lex gravitationis universalis) (1687) a unificar la física terrestre y la física celeste. Su teoría fue expresada mediante esta proposición: “Todos los objetos se atraen unos a otros con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa sus centros”.

La razón práctica (o “conciencia moral”) procede de manera opuesta a la de la razón teorética. En efecto, su punto de partida consiste en la ley (en este caso, un enunciado legaliforme consensuado universalmente como “bueno”). Es, por consiguiente, no una ley científica (matemática, física, psicológica, social, aplicable a las diferentes clases de ciencias), sino una ley moral (concerniente solo a las acciones humanas en tanto que objeto de la ética). Luego, siguiendo un método deductivo de “descenso” hacia lo particular, se adviene precisamente al caso concreto (que es siempre una acción que constituirá su punto de llegada), aplicándole la ley. Dicho punto final se identifica, en consecuencia, con una acción u omisión que deben hacerse o dejar de hacerse y, por tanto, vinculadas siempre a la pregunta: “¿Qué debo hacer (o no hacer) yo en esta circunstancia concreta?”. El punto de llegada es llamado también hic et nunc, una expresión latina que significa precisamente “aquí y ahora”.

El objetivo final de la razón práctica radica en la bondad (o “valor moral”) de las acciones humanas, siendo su vehículo expresivo un modo verbal que no está relacionado intrínsecamente con la verdad: el imperativo. Y así como las proposiciones pueden reducirse al enunciado atómico expuesto arriba, así también cabe sintetizar todos los imperativos, por más numerosos y diversos que sean, en estas dos leyes éticas: ¡Haz esto! (imperativo de acción) y ¡Evita hacer esto! (imperativo de omisión).

Un ejemplo de la actuación de la razón práctica: acéptese el mandato o ley moral “no robar” como bueno (no importando, en este caso, que la extracción del mismo sea a priori o a posteriori, es decir, independiente o dependiente de la experiencia). Supóngase que alguien se encuentra un día solo en casa y con hambre, y que la única posibilidad de saciarla es robando las tentadoras manzanas que, en cercanía cómplice, se le ofrecen desde la huerta del vecino. El procedimiento moral de la razón práctica ha de consistir, en principio, en aplicar la ley a “este” caso concreto y, por lo tanto, en no robar. Dependerá de la ética que se practique –formal o material–, que deba actuarse sin excepciones o, por el contrario, que el cumplimiento de la ley moral, al depender de la situación, las admita. El objetivo final es, por consiguiente, la bondad de las acciones humanas, y su expresión se lleva a cabo mediante el modo verbal imperativo.

Nótese, finalmente, que en ambas “razones” hay un elemento legislativo, un deber ser “natural” o “moral”. Sin embargo, la ley no implica en el ámbito teorético obligación ética alguna, sino una adecuación del caso concreto a la teoría; si la adecuación no se da, la ley ha de ser o bien descartada (Karl Popper), o bien reformulada mediante hipótesis auxiliares para que, en su reformulación, acoja dentro de sí al caso rebelde. “Todos los cuerpos caen” implica, desde luego, que “todos los cuerpos deben caer” hacia el centro de la Tierra con la constante de aceleración predicha por Newton, pero no se trata, en rigor, de ninguna imposición a priori y dogmáticamente universal. En cambio, la ley moral, siempre que esté vinculada a una razón práctica pura (Kant), se impondrá con carácter indiscutible y, por ello, estará en capacidad de “normar” o “regular” universal y necesariamente los casos concretos en los que la acción humana se manifieste.

El término “deber” –tal como sostiene Adela Cortina (1986)– expresa simultáneamente dos acepciones:

Es signo de que al menos una parte del lenguaje práctico utilizará expresiones prescriptivas; pero, sobre todo, indica que la realidad humana no se reduce a la teórica monotonía de lo que es, sino que se muestra verdaderamente humana cuando exige, a pesar de la experiencia, que algo debe ser. (p. 32)

Consiguientemente, la ética ha de tener por objeto el deber, y este se expresa mediante el imperativo propio de los juicios morales. Mas el deber, traducido de modo inmediato en “qué debo yo hacer aquí y ahora”, ha de ser justificado racionalmente, esto es, mediante la apelación a un logos que, entiéndase como innato o como derivado de la experiencia, tendrá que enfrentarse al interrogante: “¿Por qué debo hacerlo?”. En palabras de Paul Lorenzen, “nos encontramos con que ya hemos aceptado algunas normas morales. La cuestión es ahora: ¿por qué las aceptamos?”4. Así, pues, una vez que se ha acogido “especulativamente en conceptos lo que hay que saber en lo práctico”, resta “esclarecer si es acorde a la racionalidad humana atenerse a la obligación universal expresada en los juicios morales” (Cortina, 1986, pp. 62-63). La justificación racional del porqué una acción es calificada de buena o de mala se torna, en consecuencia, en parte inherente de la ética y constituye sin duda, tal como ha subrayado Pierre Blackburn (2005, pp. 17-28, 30), su componente esencial.

Ahora bien, esta dimensión crítica de la ética ha de llevarse a cabo mediante el recurso a una idea (“forma”) moral, la cual tendrá también que ser legitimada racionalmente. La razón expresará aquí un juicio lógico, esto es, relacionado con la verdad y no con las prescripciones propias del modo imperativo en que se enuncian los juicios morales. La distinción entre “moral como forma” (o “moral como estructura”, en expresión de J. L. Aranguren) y “moral como contenido” es fácil de advertir en gran parte de la historia de la ética. Al respecto, A. Cortina (1986) escribe: “La forma representaría en las distintas versiones el elemento universalizador, mientras que el contenido sufriría las variaciones históricas y culturales de que da fe la diversidad moral” (pp. 63-64).

En Kant la idea del deber (forma, eidos), sintetizada en el imperativo categórico, es el fundamento, por identificarse con la naturaleza de todo ser racional, de las pretensiones de necesidad y universalidad que acompañan a las leyes morales. Tampoco se acepta en la ética kantiana un contenido nomológico moldeado por las circunstancias; es, más bien, la “forma” (esto es, la idea del deber) la que ha de obligar al “contenido”, mediante el constreñimiento de la voluntad, a concordar con ella, a sabiendas, empero, de que la coincidencia jamás se llevará a cabo de manera exhaustiva.

En toda ética, finalmente, los principios prácticos se ponen a prueba en el caso concreto. El formalismo kantiano, al igual que la ética marxista, tendrán como fin lograr que las acciones humanas posean bondad, expresada en términos de valor moral adherido a la conciencia individual, o de valor revolucionario, del que se hace responsable la conciencia de clase. Mas una idéntica teleología no supone igualdad en el método para conseguirla, pues aunque la casuística se constituye en componente fundamental de las teorías éticas, su ejercicio será, por lo general, un elemento diferenciador. En Kant los principios morales no conceden ni la más mínima excepción a la inflexibilidad de su aplicación. ¿Sucederá lo mismo en la ética marxista de SL?

4. Aproximación al concepto general kantiano de ética

La gran cuestión de la filosofía, interrogante que engloba a las preguntas o problemas restantes, es para Kant la que hace referencia a lo que el ser humano es (Was ist der Mensch? = ¿Qué es el ser humano?). Hay, sin embargo, otras tres “cuestiones” (Fragen) que marcan también el derrotero por el que ha de conducirse la filosofía. Estas tres cuestiones se encuentran en la Crítica de la razón pura (1781), mientras que la pregunta sobre el hombre, que las sintetiza asumiéndolas en sí como tarea fundamental del quehacer filosófico, aparecerá en una obra póstuma de Kant titulada Lógica (1812).

La primera cuestión que Kant plantea en la obra de 1781 está de lleno insertada en la razón teorética: “¿Qué puedo yo saber?” (Was kann ich wissen?). A dicha pregunta trata de darle respuesta, según Kant, la metafísica (equivalente, más bien, en la actualidad a lo que denominaríamos “teoría del conocimiento”, “gnoseología” o “epistemología”). Una vez que se hayan establecido los contenidos y los límites reales del saber, así como su origen y su estructura procesual, Kant plantea una segunda cuestión: “¿Qué debo yo hacer?” (“Was soll ich tun?”), y afirma que es cometido de la ética (o “filosofía moral”) intentar dar respuesta a lo que el ser humano debe hacer, pero teniendo en cuenta previamente lo que “puede saberse” de él. En consecuencia, la ética ha de estar precedida por una gnoseología antropológica que defina lo que el ser humano es. (No interesa, en este contexto, hacer referencia a la pregunta kantiana sobre la “esperanza” –“¿Qué me cabe esperar?”: Was darf ich hoffen?– y a su consiguiente estudio por medio de la “religión racional”).

Resulta ilustrativo, empero, advertir que la obra kantiana aquí puesta en juego es la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Grundlegung zur Metaphysik der Sitten) (1785), título que reúne de alguna manera lo anteriormente dicho. En efecto, la “metafísica” supone, en la terminología kantiana, una teoría del conocimiento como instancia previa al estudio de las “costumbres” o “acciones humanas”, pero, al mismo tiempo, apunta también hacia una ética metafísica, esto es, alejada de lo que Kant va a considerar “impuro” en el estudio de la regulación de las costumbres, y fundamentada, más bien, en principios a priori, universales y necesarios de una razón liberada de la “subjetividad”. Por subjetividad entenderá Kant todo aquello que en los seres humanos no es racional y que, de manera sintética, podría incluirse en la res extensa cartesiana (lo corpóreo, lo material, lo físico), y también en lo que, siglos más tarde, en Meditaciones del Quijote (1914), José Ortega y Gasset denominará “circunstancias”.

La principal obra de Kant en lo tocante a la ética es la Crítica de la razón práctica (1788), pero la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (llamada también, a secas, Grundlegung) contiene ya, si bien de manera embrionaria, muchas de sus ideas principales, por lo que puede considerarse como un muestrario anticipador de la obra de 1788. Ostenta, según se lee en el Prólogo, un “nombre difamado” y un “título atemorizador” (FMC, pp. 92, 37; Ak IV, núm. 410, p. 391), pero fue redactada, según Kant mismo, “para el gran público”, esto es, para obtener un acceso mayoritario de lectores.

5. El significado de una “crítica de la razón práctica” en Kant

Algunas veces puede pensarse que el título de la obra más importante de Kant en lo referente al ámbito de la ética (Crítica de la razón práctica) representa, por así decirlo, la antítesis o reverso de la Crítica de la razón pura, la obra clave de Kant en filosofía teorética. Expresado de otro modo: habría una “crítica de la razón pura” y, paralela o complementariamente, una “crítica de la razón impura”. Nada más falso que eso.

“Crítica” es una palabra derivada del griego krinein, que significa una reflexión minuciosa y comparativa (es decir, jerarquizadora) de la tríada filosófica clásica: verdad-bondad-belleza, efectuada a través del logos (ratio, Vernunft = razón). Légein y krinein aparecen, por consiguiente, unidos entre sí, de ahí que quepa hablar aquí de una jerarquización racional de la razón humana (entendida como sujeto y objeto de conocimiento) en su dimensión teorética y práctica.

Así, pues, ambas Críticas kantianas son “puras”, esto es, tendientes a eximirse por completo de la subjetividad y a cimentarse sobre principios extraídos de la “sola” razón (en ello consiste su “pureza de origen”). Deberían, por lo tanto, denominarse, respectivamente, “Crítica de la razón pura teorética” y “Crítica de la razón pura práctica”, dependiendo su título del diferente campo temático al que van dirigidas. Efectivamente, mientras que la primera crítica es un estudio jerarquizador y pormenorizado de la razón en el ámbito teorético o especulativo (la razón, en la filosofía teorética, se contempla a sí misma como en un espejo) (speculum = espejo), la “Crítica de la razón pura práctica” se impone como cometido la regulación ética de las acciones humanas, manteniéndose, eso sí, en la misma “pureza” de criterios que la razón teorética, solo que ahora la reflexión va dirigida a lo que el ser humano “debe” hacer y, por ende, a encontrar principios racionales (a priori, universales y necesarios) como “cimientos” de una ética deontológica.

En ambas Críticas se trata, por consiguiente, de una autoexploración de la razón sobre ella misma, con el fin de encontrar principios puros en los que basar, respectivamente, su posición frente a la verdad y frente a la praxis moral. Es, desde luego, la misma y única razón, aplicada, sin embargo, a ámbitos distintos. En efecto, cuando la razón tiene como objetivo final la verdad, tratará de encontrar en sí misma principios a priori que, enunciados en forma de proposiciones, sean el fundamento de todo lo que se afirme. Ahora bien, la misma razón (die menschliche Vernunft kantiana), empleando idéntico método introspectivo, ha de encontrar en sí misma, en lo tocante a la praxis, principios a priori orientados a normar las acciones humanas. Tales principios no son ni verdaderos ni falsos y, por ello, no están enunciados en el modo indicativo de las proposiciones; son de naturaleza distinta. La razón práctica, entonces, detecta en su propio interior los principios que deben regir el comportamiento humano, y dichos principios han de formularse en el modo imperativo: “¡haz esto!; ¡no hagas esto!”. Su expresión es objeto de una “visión” intelectual (theorein) que puede tornarse, metafóricamente, en una “voz” interior que enuncia a priori y de manera imperativa la idea del deber (deón) para normar las acciones humanas. Que a esta suerte de vigía racional que, desde lo alto y profundo de la conciencia moral, discrimina el valor moral de los actos e incrimina, en no pocos casos, al agente de ser sujeto de culpa, se le preste en la práctica la atención debida es un problema que diferenciará lo que es de lo que debería ser. No hay en la ética un problema mayor que este.

Módulo 2. Características fundamentales de la “razón ilustrada”

La Ilustración fue un movimiento cultural –y, como tal, abarcador también de la filosofía–, que, desarrollado principalmente en el siglo XVIII, pretendió dirigir las actividades humanas (literarias, artísticas, éticas, religiosas, políticas y educativas) de los países en los que se hizo presente (Inglaterra, Francia y Alemania), aunque sin renunciar nunca a irradiar su influencia en todo el mundo. Aspiraba, por consiguiente, a “ilustrar” (es decir, “esclarecer”, “iluminar”) por medio de la razón la totalidad de las ideas y quehaceres humanos. También la filosofía, desde sus inicios, tuvo como una de sus misiones fundamentales la de clarificar racionalmente los problemas cosmológico-antropológicos, aspecto que heredó, desde perspectivas diversas, la educación. Sin embargo, la Ilustración moderna, pese a que no puede ser sintetizada en un concepto unitario (Sloterdijk, 1983, p. 160), poseyó contenidos y alcances peculiares que es pertinente subrayar aquí.

No interesa, en este contexto, delimitar el movimiento ilustrado ni geográfica, ni histórica, ni sociopolíticamente. Desde luego que, como todo logro o factum intelectual, la Ilustración forma parte de un proceso histórico que recogió, por negación y selectividad, aspectos que venían incubándose en los siglos anteriores. Su producto final, sin embargo, va a caracterizarse por tres señales determinantes: el uso esclarecedor de la razón, un liberalismo político de marcada tendencia hacia la tolerancia y una emancipación de tutelas políticas y religiosas contrarias al dominio exclusivo de la racionalidad.

Se trataba en primer término –y Kant es aquí un ejemplo paradigmático– de someter a la razón a un análisis crítico, confiándose en encontrar en su interior un sistema de principios que fundamentase y dirigiese, desde ella misma, todo el saber y obrar humanos: tanto las teorías científicas, filosóficas y teológicas, como las acciones morales y políticas. En este sentido, la naturaleza (physis) y el hombre (ánthropos) quedaban supeditados, en su conocimiento y en su dimensión nomológica, al poder de la razón. El espíritu ilustrado se expresará, por tanto, mediante el “uso correcto” de la razón humana.

A continuación se describen las características más significativas de la razón ilustrada5:

a) La razón humana es autónoma

La autonomía de la razón (autós: “uno mismo”; nómos: “ley”) se define etimológicamente como una “razón que se dicta a sí misma sus propias leyes”. Dicha característica, heredada de la filosofía griega, se convierte ahora en el sello distintivo de la racionalidad humana. Esta no reconoce otras instancias (ni superiores: Dios, la Revelación, la ideología política; ni inferiores: el sentimiento, el instinto, las inclinaciones, es decir, “lo otro de la razón”) para juzgar acerca de la verdad o falsedad de las proposiciones y acerca de la bondad o maldad de las acciones. La razón humana se constituye en el tribunal máximo de apelación para dictaminar lo que es verdadero, lo que es bello y lo que es bueno. Se traza, así, una línea demarcatoria entre la ciencia y la metafísica teológica, entre la ética racional y la teología moral.

b) La razón humana es una

También este supuesto metafísico tiene ascendencia griega. La razón posee una misma naturaleza, una idéntica esencia, de modo que, empleada correctamente, llegará a los mismos logros o resultados. Tal constatación significa, en principio, que la razón no está sujeta al devenir histórico ni a ninguna clase de evolución: permanece siempre igual a sí misma y es, a su vez, también “la misma” en todos los seres humanos, de suerte que lo que fue verdadero (o bueno, o bello) para un griego del siglo III a.C. tendrá que serlo también necesariamente para un ser humano de cualquier época o nacionalidad. Esta universalidad de la razón, en la que se identifican todas las diferencias, es lo que constituye al ser humano como ser racional y, por ende, le otorga una igualdad ontológica con sus semejantes.

c) La razón humana es crítica

La crítica, como facultad constitutiva de la razón humana, ha de entenderse desde tres dimensiones recíprocamente complementarias:

– La razón como instrumento (órganon), esto es, como sujeto crítico que lleva a cabo la “acción de criticar” (krinein), la cual se manifiesta, ante todo, como una labor jerarquizadora que concede gradación a las ideas y a las obras humanas.

– La razón como función crítica (en especial, contra los prejuicios de la ignorancia, contra el peso de la tradición, contra la autoridad irracional, contra la idolatría, la superstición y la intolerancia religiosa y política).

– La razón como objeto crítico, es decir, como sujeta ella misma al autoanálisis, a la autocorrección, a la crítica de sí misma. (Recuérdese que dos obras importantes de Kant llevan por título Crítica de la razón, y ha entenderse en ellas, efectivamente, una reflexión jerarquizadora y comparativa llevada a cabo por una razón que es sujeto y objeto de dicha crítica). Esta dimensión será propia de la Ilustración alemana y, más particularmente, de la filosofía kantiana.

d) La razón humana es analítica

La razón, para conocer lo otro de sí y para conocerse a sí misma, ha de proceder analíticamente, esto es, de manera inductiva: partiendo de la experiencia (“caso concreto”) y luego, en enlace de lo empírico con lo racional, formularse en una “ley” que se exprese en proposiciones hipotéticas. Pero la ley tiene que ser consecuencia del “análisis de lo dado” y, por ende, la referencia empírica se convertirá en el inicio cronológico de todo saber.

e) La razón humana es secular

Ya no se atribuirá la razón (su origen, sus contenidos, sus funciones) a una fuente extrarracional (Dios), como lo habían hecho tanto la filosofía escolástica como el racionalismo cartesiano. Precisamente porque la razón humana es autónoma, ha de convertirse en “secular” (esto es, en cismundana y terrena). “Secularizar” la razón significa, ante todo, interpretar todas las cuestiones reduciéndolas a un estado secular (saeculum es la contraposición latina de “cielo”). Así, pues, como secuela de la Ilustración, el teocentrismo se tornará en un fisiocentrismo o en un antropocentrismo; el providencialismo dejará paso a la fe (racional) en el progreso; la redención sobrenatural se convertirá en la idea de la salvación terrena o, lo que es lo mismo, en un traslado del paraíso celestial a un mundo en el que la historia humana se constituirá en el único marco de su realización. En consecuencia, “secularizar” implica reducir racionalmente lo sobrenatural a lo natural, lo trascendente a lo inmanente, lo divino a lo humano.

f) La razón humana es limitada

La Ilustración comienza teniendo una fe ciega (y, por ende, difícilmente identificable con lo racional) en el poder y el alcance ilimitados de la razón, Sin embargo, será Kant el filósofo que, sometiéndola a una crítica exhaustiva, le hará consciente de la finitud de sus alcances. Dicha finitud, sin embargo, posee, en su expresión, rostros complejos e incluso contradictorios entre sí. Por ejemplo, y merced a su filiación ilustrada, el marxismo depositará en el género humano perspectivas y logros de un progreso que sobrepasará los límites de lo individual, pero tal optimismo político se fundamentará en la implementación de una metodología que el formalismo ético kantiano no podría legitimar racionalmente6.