Kitabı oku: «Lituma en los Andes y la ética kantiana», sayfa 8

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Módulo 3. Esquema, características esenciales y fundamento de la ética formal kantiana
1. Esquema de la ética kantiana

Antes de comenzar a definir algunos aspectos importantes de la ética kantiana, será útil detenerse en el esquema conceptual que la articula y estructura. Un análisis del formalismo kantiano descubre en él, con claridad, cuatro componentes:

Razón pura práctica - Facultad introspectiva para “conocer” el interior de la razón pura práctica - Voluntad - Acción.

A fin de evitar que el concepto de “razón pura” corra el riesgo de convertirse en una abstracción que, al no poseer contenido empírico, se preste a diversos juegos de interpretación, se impone señalar que Kant otorga, aunque no de manera directa, al ser racional (esto es, al ser al que ya su naturaleza lo define como tal) (FMC, p. 116; Ak IV, núm. 428) tres características que lo esencializan y en las cuales consiste su “humanidad”: razón pura práctica, facultad introspectiva y posesión de una voluntad. El componente de la acción –es decir, “el caso concreto”, el hic et nunc en el que la ética se pone a prueba– es inherente no solo a la ética kantiana sino a toda ética.

a) La razón pura práctica7

Kant parte en su ética del “hecho” de la razón pura práctica. En ella se encuentran, como en su continente originario, los principios prácticos (y su correspondiente formulación en normas, reglas, preceptos, imperativos), es decir, todas las respuestas a la pregunta ¿qué debo yo hacer aquí y ahora? Dicha razón tiene que ser “pura” para que su ética sea universal y necesaria; no relativa, por tanto, a ningún condicionamiento subjetivo.

b) La facultad introspectiva8

Solo el ser racional posee la facultad de re-presentarse las leyes morales mediante el uso del método introspectivo, que es propio del racionalismo gnoseológico. En concordancia con ello, para encontrar el modo de comportamiento no ha de recurrirse a instancias exógenas a la razón práctica, ni a experiencias ajenas o modelos de conducta extraídos de la experiencia. La ética kantiana no es una ética de imitación o de ejemplos, ya que –según Kant mismo– nadie puede estar seguro (ni siquiera el propio agente de la acción) de haber actuado siguiendo exclusivamente principios prácticos puramente racionales (FMC, p. 88; Ak IV, núm. 407). Pero la facultad introspectiva posee un correlato necesario: no podría ser calificado de “humano” el que no ubique dentro de la razón pura práctica el mismo imperativo categórico que, como fuente y síntesis de todos los preceptos morales, encuentran los demás seres racionales en su buceo introspectivo. Así, pues, sin la facultad de la representación de la ley moral el imperativo categórico será inubicable, por lo que puede afirmarse que el hallazgo del imperativo categórico común implicará su universalidad y, por lo mismo, permitirá dar el salto de una ética individual a una ética política, representada en Kant por el “reino de los fines”.

c) La voluntad9

Pero la razón pura práctica, como resultado de esta contemplatio en el interior de sí misma, presenta los principios prácticos a la voluntad, facultad también exclusiva de los seres racionales, y la voluntad es la que transforma en acción (o en omisión) lo re-presentado como ley.

La voluntad es un concepto clave de toda ética. En Kant hay que distinguir dos clases de voluntad: la voluntad buena (idea) y la voluntad humana (tal como la voluntad actúa, de hecho, en la praxis). La “imperfecta” voluntad humana no refleja totalmente en la acción el contenido moral (es decir, la coincidencia exhaustiva entre lo que ordena la razón pura práctica y su transformación en acción), sino que está influenciada por factores no racionales, a los que Kant denomina de diversas maneras (ignorancia, impulsos, apetencias), y que se sintetizan en el concepto de “subjetividad”. A Kant le interesa, sin embargo, subrayar el aspecto moral de la voluntad, afirmando que puede ser autónoma y, por lo tanto, no dependiente de normas sujetas a fines ajenos a ella. Cuando esto sucede, la voluntad no está determinada por, sino, más bien, se autodetermina a sí misma, recibiendo entonces el calificativo de “buena voluntad”.

La “buena voluntad” es una idea, un “pensamiento” que se traduce en “libre querer”. En efecto, Kant afirma: “Ni en el mundo ni fuera del mundo es posible pensar nada que pueda considerarse como absolutamente bueno, a no ser tan solo una buena voluntad”. Todas las otras cualidades humanas, tanto internas como externas, no son buenas en sí mismas, sino que su bondad o maldad dependerá del uso que de ellas decida hacer la voluntad, del “carácter” que esta les imprima. Es la voluntad buena la que “rectifica” y “acomoda” dichas cualidades a un “fin universal” (la “completa satisfacción” del deber cumplido), convirtiéndose en condición indispensable para hacer al ser humano digno de una “felicidad” así concebida.

No se trata aquí de una “felicidad” basada en satisfacer los deseos e inclinaciones del componente humano empírico, sino, más bien, de un objetivo que requiere ser abordado desde los “principios de una buena voluntad”. Esta voluntad no es estimable por lo que mediante ella puede ser llevado a cabo (“la utilidad o la esterilidad” de lo que efectúa no la privan de su valor); es una “joya brillante por sí misma”, “muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar” y, por ende, no calificable por sus consecuencias. Es buena solo por el querer, es decir, es buena en sí misma.

El “querer” de la voluntad ha de identificarse con el “querer ser solamente determinada por la razón”, una “razón práctica” que es la sede de las leyes morales por ella misma instauradas (“autonomía”). Las leyes morales tienen, pues, su origen en la naturaleza de la razón, y no en la naturaleza empírica del ser humano o del mundo. De ahí que una “voluntad buena” se identifica con la intención de obrar por puro deber y siempre “quiere” orientar su obrar guiándose en exclusiva por una razón que, al ser autolegisladora, concede a la voluntad la cualidad de ser “autónoma” como ella. Ahora bien, puesto que la voluntad humana no se atiene estrictamente a lo que le ordena la conciencia moral (no es “enteramente buena”), ha de ser objeto de coacción o constreñimiento en su determinación por fundamentos racionales, a los cuales, por su naturaleza, no es necesariamente obediente. El “deber ser” y su correspondiente constricción no tienen lugar en una voluntad “santa” o divina; son signo, más bien, de la finitud de un querer humano que testimonia su imperfección en el no acoplamiento exhaustivo entre él y la razón pura práctica.

La representación de un principio objetivo en tanto que es constrictivo para la voluntad se llama mandato y se formula mediante el modo verbal imperativo, sea como acción o como omisión. Así, pues, obligar a la voluntad a que sea movida tan solo por las representaciones de la razón y no por causas subjetivas, sino objetivas –esto es, “por fundamentos válidos para todo ser racional como tal”–, implica la universalización de la norma. En efecto, los móviles subjetivos, vinculados casi siempre a lo agradable, son válidos solamente “para este o aquel”, pero no pueden constituirse en “un principio de la razón válido universalmente”. Desde esta perspectiva, es fácil detectar in nuce la triple jerarquía kantiana de los principios prácticos: principios subjetivos o “máximas”, principios objetivos condicionados (imperativos hipotéticos) y el imperativo categórico incondicionado, absolutamente autónomo, no atrapado en la red de subjetividades tendida por “lo otro de la razón” y, en consecuencia, teóricamente coincidente con una voluntad libre.

Esta voluntad se constituye en diferencia específica de lo no racional. Escribe Kant: “Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes”, pero “solo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad”. Todas las “cosas naturales” (la naturaleza es interpretada aquí en su sentido lato) obedecen leyes, también naturales, de manera ciega, vale decir, sin intervención de una facultad que no les es connatural: la voluntad. Así, por ejemplo, el cuerpo humano, incapaz, como tal, de mirar dentro de sí y de re-presentarse leyes morales, está sometido a una legislación que atañe a su naturaleza somática: ha de obedecer, sin posibilidad de transgresión, leyes físicas (gravedad, procesos de metabolismo, circulación de la sangre, finitud de la vida). De la eventual contradicción de dichas leyes solo sería responsable, en último término, la voluntad humana, poder que la configura como jerárquicamente superior a cualquier ordenamiento físico.

d) La acción10

La acción (u omisión de la acción) es el punto de desembocadura de la praxis moral, y en ella se pondrán en juego los tres componentes anteriores. En la ética kantiana la acción puede ser calificada teóricamente de buena, pero en la práctica tal calificativo resultará de imposible aplicación, ya que nadie –ni siquiera el propio agente– puede estar seguro de que en ella no se hayan inmiscuido elementos subjetivos. El ser humano “es capaz de concebir la idea de una razón pura práctica”, pero, al estar “afectado por tantas inclinaciones” (H. J. Paton las llamó “deseos habituales”), “no puede tan fácilmente hacerla eficaz in concreto en el curso de su vida” (FMC, p. 65; Ak IV, núm. 389). Ello no obstante, a la metafísica de las costumbres le incumbe investigar “la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones del querer humano en general, las cuales en su mayor parte se toman de la psicología”, esto es, de una antropología empírica que se hace cargo, en el plano ético, de lo que ocurre, mas no de lo que debería ocurrir (FMC, p. 66, 151; Ak IV, núms. 390, 455). En una ética metafísica no son, entonces, las consecuencias –o, lo que es lo mismo, las acciones– su criterio de verdad. Las acciones son, más bien, fenómenos que aparecen ante los sentidos y, por ende, empíricamente registrables a posteriori; y, precisamente por serlo, no podrán nunca adjetivarse de “puras”. Por el contrario, “cuando se trata del valor moral”, lo que ha de primar son “aquellos íntimos principios” que han de regir las acciones y que son invisibles incluso para el propio agente (FMC, pp. 89, 88; Ak IV, núms. 407, 408).

De todo ello ha de colegirse que resulta fácil definir teóricamente una acción buena (lo es si concuerda íntegramente con lo ordenado por la razón pura), pero en la práctica será imposible señalar una acción que esté investida de tal prerrogativa.

2. Tres características esenciales de la ética kantiana11

Como ya se ha dicho, Kant pretende que sea la razón la que determine, en orientación esclarecedora, la vida privada y la pública y, en dicho afán, comienza afirmando que es de “urgente necesidad” la elaboración de una “filosofía moral pura”, esto es, liberada de toda adyacencia empírica. Lo “puro” se identifica con lo exclusivamente “racional”, de ahí que una ética metafísica no deba tomar en cuenta a la “antropología”.

Parecería haber aquí una contradicción con el concepto general de ética anteriormente propuesto (“una rama de la filosofía práctica que estudia lo que el ser humano debe ser, pero fundamentándose previamente en lo que el ser humano es”), puesto que de dicho concepto se infiere con claridad la necesidad de una antropología filosófica como antecedente ineludible de la ética. Mas la “antropología” a la que en este contexto hace referencia Kant no es, en modo alguno, la antropología filosófica –puesto que esta, kantianamente considerada, no es otra cosa que una reflexión racional sobre el ser del hombre–, sino la antropología estructurada con base en el método científico (antropología física, antropología cultural, por ejemplo), a la que puede llamarse también antropología empírica. Como su nombre lo indica, sus teorías necesariamente tienen que estar fundamentadas en la experiencia proporcionada mediante los datos sensoriales, cosa que Kant tratará de erradicar en su ética. En consecuencia, la “antropología” no está relacionada con la “metafísica” sino, más bien, con una “psicología empírica” y con una “física de las costumbres”.

Luego de poner de manifiesto el carácter a priori que debe poseer la ética, Kant subraya, como segunda característica, su ‘universalidad’. Una ética metafísica solo es posible si sus principios prácticos se deducen de la “idea común del deber” (“común” posee aquí, obviamente, el significado de universal). Ahora bien, para los pensadores de la Ilustración el único denominador común que tienen los seres humanos, y que realmente los “universaliza”, es la razón; de ahí que la “idea del deber”, al ser puramente racional, se convierta en el fundamento de una ética no empírica. Esta “idea común del deber” garantiza que pueda hablarse de una ética válida universalmente para todos los seres racionales. Pero la universalidad no sería tal si sus leyes no estuviesen premunidas de necesidad. Así, pues, de la “idea del deber”, como de su matriz originaria, proceden las “leyes morales”, las cuales, si es que han de erigirse en “fundamento de una obligación”, deben implicar una “necesidad absoluta” que no admite contradicción en ningún caso. Por “fundamento” entiende Kant lo que él llama “principio práctico”, es decir, una “ley” que norme las costumbres de manera racional. Y tal fundamento, para que sirva de base a una ley necesaria, no debe buscarse en la naturaleza (empírica) del hombre ni en “las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto”, ya que la referida naturaleza y el mundo circundante constituyen “lo otro de la razón” y, por lo mismo, se identifican con lo perteneciente a las peculiaridades de cada sujeto (subjetividad). Se trata, en definitiva, de una ética en la que la voluntad sea movida exclusivamente por el concepto del deber. Solo así las acciones humanas adquirirán valor moral o, lo que es lo mismo, serán “buenas”, independientemente del fin o propósito que, mediante ellas, se desee lograr.

La razón humana, carente de crítica, ha intentado primero, según Kant, el recorrido de todos los “caminos ilícitos, antes de encontrar el único verdadero”. Por “caminos ilícitos” han de entenderse aquí las leyes empíricas, derivadas todas ellas del “principio de felicidad”, mientras que el “camino verdadero” es el que coincide con el “principio de perfección”, un concepto racional que se convierte en autónomo si se encuentra determinado en exclusiva por la razón pura práctica. Los principios empíricos, al derivarse de “la peculiar constitución de la naturaleza humana”, son heterónomos y no pueden erigirse en fundamento de las leyes morales. De ellos el más rechazable es el principio de la propia felicidad porque borra las fronteras entre el vicio y la virtud. En consecuencia, la ética kantiana ha de basarse en “conceptos de la razón pura” y no en principios derivados de la experiencia. La “ley moral”, para diferenciarse de la “regla práctica”, debe fundamentarse, entonces, sobre la “idea del deber”, derivándose de esta cimentación que la ética kantiana asuma las tres características propias de los principios lógicos, extraídos, en este caso, de la “razón pura práctica”. Los principios prácticos, al igual que la ética formal kantiana, son, por consiguiente, a priori, universales y necesarios.

3. El fundamento del deber12

Por colisionar con la lógica interna de la razón práctica, está claro que no constituyen fundamento del deber las acciones hechas en contra de este. Son descartadas, asimismo, las ideas que, aun cuando sean “conformes” al deber, proceden, más bien, de la “inclinación inmediata” (es decir, de una inclinación desinteresada y aparentemente racional), y de otros tipos de inclinación subjetiva. En todo lo ejecutado por “inclinación a…” se trata siempre, según Kant, de acciones “mediadas” por el ego y, por tanto, hechas con “intención egoísta”. Puede haber, sin embargo, acciones que se llevan a cabo “conforme al deber” y que, además, el sujeto siente hacia ellas una “inclinación inmediata” (por ejemplo: cobrar a todos el mismo precio por el mismo producto, a fin de evitar el castigo de algún funcionario de la Sunat que podría hacerse pasar como cliente). Pero dicha conducta es muestra de un egoísmo más refinado y, por ende, sus actos, aunque “conformes al deber”, no se hacen “por deber”.

Aparece aquí una célebre distinción kantiana: “obrar conforme al deber” y “obrar por deber”. El comportamiento “conforme al deber” coincide con lo que puede denominarse “legalidad” y, por consiguiente, se atiene al cumplimiento de la acción no por convicción de la bondad de la misma, sino por “inclinaciones” subjetivas (miedo, amor propio, adecuación a lo prescrito por la ley para sentirse a gusto, aplauso social, etcétera). La traducción de “conformidad al deber” es siempre, en último término, coincidente con la de “conformidad a inclinaciones” (subjetivas) (Polo, 2009, p. 49). Las obras surgidas mediante tal conformidad, aun cuando puedan merecer alabanzas y reconocimientos, no poseen “valor moral” porque sus móviles no procedieron exclusivamente de la razón pura práctica y los actos perpetrados no fueron llevados a cabo por una “voluntad buena”. La ley –tal como ha señalado J. Aleu Benítez (1987)– puede ser interpretada en Kant como principio moral y como principio legal. Si la ley se observa “por mor de la ley”, entonces es objeto de la “doctrina de la moral”, pero si se cumple por otros motivos, entonces será objeto de “la doctrina del derecho” (pp. 237-238). De ello se infiere que el “deber” tenga que definirse como “la necesidad de una acción por respeto a la ley”. El “respeto” no ha de tenerse por el “objeto” (que es el “efecto” de la acción que uno se propone realizar); por él solamente puede mostrarse “inclinación”, y por esta tampoco ha de sentirse respeto: “Objeto del respeto, y por ende mandato, solo puede serlo –afirma Kant (2012)– aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto…, esto es, la simple ley en sí misma” (p. 78).

En consecuencia, descartados el influjo de la inclinación y el objeto hacia el que tiende la voluntad, lo que ha de determinar a esta última es, objetivamente, la ley, y subjetivamente, el respeto puro a la ley, obedeciéndola sin excepción ni contradicción alguna, ya que la carencia de universalidad y de necesidad implicaría estar movido por las inclinaciones. La idea del deber se convierte, por consiguiente, en el fundamento del deber, y este ha de ser “categóricamente” formulado. Dicho con palabras de Kant: “… la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber”, y es dicha necesidad la que se convierte en “la condición de una voluntad buena en sí” misma (FMC, p. 83; Ak IV, núm. 403). Así quedan inseparablemente vinculados los componentes del esquema, las características y el fundamento de la ética formal kantiana.

Módulo 4. Los imperativos hipotéticos y el imperativo categórico13

Tal como se vio en el esquema de la ética formal kantiana, la razón pura práctica presenta la ley a la voluntad. Ahora bien, prescindiendo del efecto que se espera de su aplicación, la voluntad solo podrá ser considerada como buena si es determinada totalmente por la ley moral. Dicho de otro modo: el único principio que ha de mover a la voluntad a actuar es la ley pura, liberada de toda contaminación subjetiva. Pero la ley pura, al ser inherente a la naturaleza de todos los seres racionales, tendrá que formularse de acuerdo a dicha universalidad. Kant la enuncia así: “Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal”. Ahora bien, para que se dé esta conversión no habrá que referirse a una “ley determinada a ciertas acciones” (esto es, a un imperativo en concreto), sino a una ley universal que sirva de principio objetivo a la voluntad. Se descarta entonces, por “reprobable”, toda máxima subjetiva que se mantenga renuente a erigirse en norma universal del conocimiento humano.

A esta ley universal que debe, como “forma”, unificar todos los principios prácticos de la conciencia moral, Kant le da el nombre de imperativo categórico. Ahora bien, para comprender en qué consiste dicho imperativo, resultará pedagógicamente útil dedicar primero la atención al imperativo hipotético, el cual, como su nombre lo indica, es “condicionado” y, por tanto, no puede saberse nada acerca de su contenido hasta que no se revele su “condición”.