Kitabı oku: «Lituma en los Andes y la ética kantiana», sayfa 9

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1. El imperativo hipotético

El adjetivo “hipotético” procede etimológicamente de dos palabras griegas: hypo (en latín = sub; en castellano = “debajo de”), y thesis (en latín = positio; en castellano = posición). Una hipótesis, considerada etimológicamente, es una sub-positio, y significa “lo que hay debajo de la posición”, lo que la sustenta y fundamenta. Se convierte, de este modo, en la condición imprescindible (conditio sine qua non) de la tesis, ya que sin la hipótesis la tesis “se caería”, no se sostendría como tal. Este carácter condicionante (que en castellano se expresa con el antecedente: “si…”, y el consecuente: “entonces…” (que, como se sabe, puede omitirse), va a aparecer muy claro en el imperativo que Kant denomina “hipotético”14, de cuyas principales características (todas, por cierto, equivalentes e interrelacionadas entre sí) se ofrece ahora una breve descripción.

a) El imperativo hipotético es siempre “un medio para…”

Este imperativo expresa –como dice Kant– “la necesidad práctica de llevar a cabo una acción como medio para algún otro fin”. Ejemplo: “Si quieres adelgazar, entonces nada dos horas diarias”. El imperativo es “¡nada!”, pero la acción que se ordena en dicho mandato está subordinada a la hipótesis, esto es, al “adelgazamiento”. Como se verá más adelante, la política es un auténtico semillero de imperativos hipotéticos: “Si deseas un Perú mejor –será la consigna unitaria de SL y de todos los partidos políticos–, erradica las causas que atentan contra ello”.

Empleando el lenguaje kantiano, el imperativo hipotético resulta ser un medio para conseguir lo que se propone en la hipótesis y no, desde luego, un fin en sí mismo. Consiguientemente, en el imperativo hipotético lo más importante no resulta ser el “imperativo”; lo decisivo es, por el contrario, la “hipótesis” o “condición”.

b) En el imperativo hipotético sí puede hablarse de “bondad” o “maldad” de las acciones

En la ética kantiana (que no se basa, desde luego, en imperativos hipotéticos) no puede hablarse de “bondad” en las acciones, sino solamente de una “voluntad buena”. En los imperativos hipotéticos, sin embargo, si la acción u omisión prescritas en el modo verbal del consecuente conducen a lograr el fin (esto es, se convierten en “medio para” conseguir lo que la “hipótesis” propone), entonces la acción será calificada de “buena”; si, empero, se cumple el imperativo y no se alcanza lo que se contiene en la hipótesis, la acción es “mala”. El dicho político atribuido a N. Maquiavelo (1469-1527): “El fin justifica los medios”, simboliza, a no dudarlo, una descripción apropiada del imperativo hipotético.

c) El imperativo hipotético puede convertirse en máxima subjetiva, y viceversa

La hipótesis depende del sujeto y, por ende, es relativa a sus peculiaridades, gustos e inclinaciones, es decir, está “sujeto” a la subjetividad. Así, pues, la máxima –al igual que sus sinónimos “lema”, “consigna” o motto–, resultan fácilmente transformables en un imperativo hipotético, exceptuando el caso en que la “máxima”, desposeída de su componente de subjetividad, se identifique de lleno con la “idea del deber”15.

d) El imperativo hipotético no posee un carácter necesario de obligatoriedad

Al ser el dueño del imperativo hipotético el “sujeto” individual, la obligatoriedad de la acción de dicho imperativo ha de depender del sujeto mismo. Si cesa la condición, simultáneamente cesa el imperativo. La acción ordenada por este puede ser interrumpida, cambiada y definitivamente suspendida. Ejemplo: “Hoy es mi cumpleaños y no deseo nadar tres horas diarias, tal como se establecía en un imperativo hipotético que yo me impuse a mí mismo”. En consecuencia, la ley del imperativo hipotético puede ser infringida sin sentirse culpable, ya que lo “sujeto a la subjetividad” posee, como la subjetividad misma, características flexibles y no moralmente obligatorias.

Ahora bien, si como sucedió en SL, la hipótesis del imperativo se convierte, violando flagrantemente el formalismo kantiano, en un dogma incondicionado e incondicional, entonces también el imperativo estará premunido, por lo menos en sus pretensiones, de tales características.

e) El imperativo hipotético es a posteriori

Las múltiples hipótesis que pueden comandar los imperativos hipotéticos son extraídas de la experiencia de cada individuo (en general, de lo que para cada uno consiste la “felicidad”). Tienen, pues, un origen a posteriori. Y como la experiencia es siempre individual, ningún imperativo hipotético puede aspirar a universalizarse como norma de comportamiento.

f) Los imperativos hipotéticos son prácticamente infinitos

Al emerger de la red interminable de peculiaridades que configuran a la subjetividad, el número de imperativos hipotéticos (o, lo que es lo mismo, el número de hipótesis que pueden condicionar a los imperativos de las acciones), equivaldrá a tales peculiaridades. Así, pues, imperativos hipotéticos y máximas no tienen, en rigor, un límite cuantitativo16.

2. El imperativo categórico

Resulta muy útil, para un mejor entendimiento del imperativo categórico, comparar antitéticamente sus características –esto es, mediante la denominada oppositio o via negationis– con las características propias del imperativo hipotético. Se trata, por de pronto, de un imperativo que carece de “condición” (es “incondicionado”); ha de presentarse, por tanto, como “sola” y “puramente” racional, extraído a priori de la razón pura práctica y sin ningún débito con la subjetividad. Sería radicalmente contraria al formalismo kantiano una fundamentación de la moral efectuada sobre imperativos hipotéticos. En cuanto ética metafísica, Kant se ve impelido a cimentarla sobre una norma (¡una sola!) que sea a priori, universal y necesaria. Al imperativo investido de estas tres características lo llama imperativo categórico.

a) El imperativo categórico es un “fin en sí mismo”

Expresa, por lo tanto, una acción o una omisión de la acción que son un fin en sí mismas. Puesto que no contiene condiciones previas o hipótesis mediatizadoras, tampoco ha de servir de “medio” para alcanzar algo a lo que esté subordinado. La acción por él ordenada se presenta como “objetivamente necesaria” y, por ende, como universalmente obligatoria para todos los seres racionales y no dependiente de característica “subjetiva” alguna. El imperativo categórico es, per se, un “fin”, y ello debido a que su sujeto y su objeto son idénticos: el ser racional. Y este “debe tratarse a sí mismo y a los demás seres racionales no como simples medios, sino siempre y simultáneamente como fines en sí mismos” (FMC, p. 123; Ak IV, núm. 433)17.

b) El imperativo categórico “representa” una acción como buena en sí misma

La acción ordenada por el imperativo categórico tiene que ser “vista” (“representada”) como buena en sí misma, no como “buena para”…, por todo ser racional que inspecciona los contenidos de su razón pura práctica. Así, pues, es la razón la que “ve” (juzga) la posible acción como “buena”. Se trata, claro está, de poner en juego la facultad de introspección y, mediante ella, re-presentarse (“ver con los ojos de la razón”) la ley moral. En la práctica, como ya se ha dicho, no puede dictaminarse si la acción fue “buena”, pero sí es posible concordar en que la acción que prescribe u ordena el imperativo categórico ha de ser “buena” –y así se la re-presenta la razón– para todos los seres racionales. La acción, en cuanto acción, no admite calificativos morales, pero la “representación” de la acción sí tiene que aparecerse como necesariamente buena a la razón introspectiva; de lo contrario, no podría aspirar a convertirse en norma universal de conducta de todos los seres racionales.

c) El imperativo categórico es un principio objetivo de la razón práctica

“Objetivo” significa “universal”, y lo “universal” es en Kant lo que nos identifica como seres humanos, esto es, la “racionalidad”. Esta universalidad ha de interpretarse en un doble significado: es universal porque el imperativo categórico pertenece por igual a todos los seres racionales, y lo es también porque todos los seres racionales, si emplean correctamente el método introspectivo, encontrarán un imperativo idéntico.

d) El imperativo categórico posee un carácter necesario

Kant llama juicio apodíctico al que su negación implica contradicción, de ahí que el imperativo categórico, al ser siempre obligante, sea también apodíctico. No admite, en consecuencia, casos concretos en los que pueda, moralmente hablando, ser transgredido.

e) El imperativo categórico es a priori

Si este imperativo, al contrario de lo que sucedía con el hipotético, es universal y necesario, se debe a que reside tan solo en una razón igual e inmutable en todos los seres racionales y sin conexión alguna con las peculiaridades de la experiencia. En este sentido, la ética kantiana no es una “moral de imitación” y su imperativo categórico no podrá ser enunciado mediante analogías éticas: “Pórtate como se comportó fulano o mengano”. Todos los “ejemplos”, por más modélicos que puedan parecer, se estatuyen a posteriori y, por lo mismo, no se identifican con la idea pura del deber.

f) El imperativo categórico es uno

Kant concede al imperativo categórico el carácter de “principio supremo” y, por ende, de uno y único. El contenido de la conciencia moral se reduce, en última instancia, a este único imperativo categórico; en él se unifican todas las expresiones de la idea del deber.

Módulo 5. La triple formulación del imperativo categórico kantiano18

El múltiple contenido de la conciencia moral kantiana se sintetiza en “una ley para toda voluntad del ser racional”: el imperativo categórico. Se trata de un principio propio de la naturaleza racional (racionalidad = “humanidad”), aplicable también a todos los seres racionales y, por tanto, no derivado de la experiencia (“no hay experiencia que alcance a determinar tanto”). Todos los imperativos contenidos en la conciencia moral se derivan de este único imperativo, y de este “principio supremo” se deducen los restantes deberes (FMC, p. 82; Ak IV, núm. 403). Pero el theorein contemplativo (esto es, la aprehensión intelectual) con que se capta el imperativo categórico es el mismo que posibilita encontrar en él todas las leyes propiamente morales, lo cual –tal como señaló Max Scheler en su Ética (1913)– hace imposible que pueda hablarse de una deducción semejante a la de la relación entre teoremas y axiomas. Kant presenta tres “fórmulas de una misma ley” y afirma que “cada una contiene en sí a las otras dos” (FMC, p. 126; Ak IV, núm. 436), de ahí que la primera, denominada también “fórmula universal” del imperativo categórico, ostente claramente dicha identificación de contenido19.

Antes, sin embargo, de exponer la triple representación del “principio de moralidad” (o “imperativo categórico”), es preciso, para una comprensión menos incierta del mismo, definir el término “naturaleza”, ya que interviene, velada o explícitamente, en los tres enunciados.

1. La doble acepción kantiana del término “naturaleza”

En Kant, como sucedió desde sus inicios en la filosofía occidental, “naturaleza” implica un doble significado. En primer lugar, “naturaleza” (del latín natura, que es la traducción del griego physis) significa lato sensu (en sentido lato o genérico) la totalidad de las cosas físicas. En cuanto tal, está sometida a las leyes universales de la física y hace referencia a lo que ocupa un lugar en el espacio, posee un volumen y afecta a la quíntuple red sensorial externa. En sentido específico (stricto sensu), “naturaleza” se identifica con “esencia”, esto es, con lo que hace que algo sea lo que es y no otra cosa. Podría afirmarse, entonces, que la “naturaleza” stricto sensu (esencia) de la “naturaleza” lato sensu (o physis) consiste en ocupar un lugar en el espacio, ser volumétrica y accesible a la experiencia sensorial, mientras que la “naturaleza” (esencia) de la “naturaleza humana” ha de identificarse con aquello que hace que el ser humano sea lo que es y no otra cosa: el logos (la razón = la “humanidad”). En consecuencia, kantianamente hablando, “naturaleza humana” y “ser racional” son lo mismo.

Kant habla de un “sentido material” y de un “sentido formal” en la comprensión de la naturaleza. Interpretada en el primero como la suma total de los fenómenos, su “sentido formal” equivale también a otra suma total: la de las leyes que gobiernan la existencia de los fenómenos naturales. Dichas leyes, todas ellas subsumidas en la ley de causalidad, son conformes a un fin, y Kant concebirá también la “humanidad” o naturaleza humana de manera teleológica, de suerte que su propósito o fin habrá de entenderse como una analogía entre la ley universal de la naturaleza lato sensu y la ley universal de la moralidad. En consecuencia, podrá hablarse de un doble “reino”: el de la naturaleza y el de los fines (FMC, p. 129; Ak IV, núm. 438).

Se trata, entonces, de un procedimiento analógico, ya que, en consideración ontológica, Kant sigue siendo cartesiano: al ser racional no le pertenece, en cuanto tal, nada que tenga que ver con la naturaleza lato sensu y, por ende, la razón pura es una idea totalmente autónoma sin relación alguna con el mundo natural. En este se obedecen leyes ciegamente, mientras que la voluntad, en cuanto característica exclusiva de los seres racionales, es una facultad que puede, en su dimensión de “voluntad humana”, adecuarse o no adecuarse a las representaciones de la razón práctica (FMC, p. 95; Ak IV, núm. 412).

2. Primera formulación y variable de la primera formulación

Primera formulación: “Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.

Variable de la primera formulación: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”.

El primer enunciado del imperativo categórico se encuentra antecedido, en solemne presentación, por este marco introductorio: “El imperativo categórico es, pues, solo uno y es este”. Y la variable, relacionada con él, incluso en su aspecto formal, de modo muy saltante, introduce un elemento nuevo que no se presta fácilmente a la unanimidad interpretativa: la “naturaleza”. Ni en la formulación ni en la variable aparece el contenido concreto del imperativo –es decir, cuál es la máxima que ha de convertirse en ley universal–, de ahí que pueda hablarse, juntando ambas, del enunciado abstracto del imperativo categórico.

Examinando de cerca los términos en que se expresa, ha de decirse que son tres los conceptos fundamentales que lo determinan: la máxima, la voluntad y la naturaleza. Tanto en la primera formulación como en su variable, el imperativo obra está vinculado a una máxima, la cual, como se sabe, es un principio subjetivo. Ahora bien, no habría imperativo categórico si la máxima estuviese “inficionada” de la “influencia de lo contingente” o “injertada” en una “naturaleza” que pudiese ser calificada de “empírica”. El imperativo categórico será tal solo si la máxima puede mutarse en “norma universal”, pero no, desde luego, en una norma apta para la “naturaleza” lato sensu, esto es, para la totalidad de las cosas físicas, sino para una “naturaleza” en sentido “restringido” o “específico”: la naturaleza racional. Consiguientemente, el imperativo categórico consiste en liberar a la máxima de su componente de subjetividad y, de este modo, convertirla en ley universal del ser racional o, lo que es lo mismo, de una “naturaleza” tomada en su sentido de “esencia” humana.

Ahora bien, para que la máxima se convierta en ley universal ha de intervenir la voluntad y, más específicamente, la “buena voluntad”, esto es, el querer que todos los seres racionales, comenzando por el sujeto agente que acata la ley, se comporten así. Una convicción ha de presidir este querer libre de toda contingencia subjetiva: la de que todos los seres racionales, al disponer de idéntica razón práctica, deben querer, por la actuación de la buena voluntad, exactamente lo mismo20.

Pero el concepto de “naturaleza” que figura, como aspecto inédito, en la variable, ofrece más problemas que su formulación matricial. En efecto, Kant deja sentado que “la universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto está determinada por leyes universales” (FMC, p. 107; Ak IV, núm. 421). Se trata de la naturaleza concebida lato sensu como la totalidad de las cosas físicas y, en ella, prima como rasgo esencial una universalidad nomológica agrupada en torno a la relación necesaria entre causa-efecto. No resulta extraño, entonces, que pueda afirmarse que la variante de la primera formulación, al fundamentarse en las leyes universales de la naturaleza física, sintonice más con el determinismo newtoniano que con la libertad propugnada por Rousseau.

La máxima es un principio práctico y, en cuanto tal, solamente puede atribuirse a seres racionales, pero no es un principio puramente racional, sino que está mezclado de subjetividad. En las máximas se trata, entonces, de principios subjetivos (“máximas materiales”) que reflejan la manera (o “materia”) en que los seres humanos se comportan realmente, mas no la “forma” en que los seres humanos deberían comportarse. Ahora bien, la máxima se torna en principio objetivo (“máxima formal”) cuando, desembarazada de sus elementos subjetivos, se afirma que el hombre debe comportarse como lo que realmente es (un agente racional) y cuando se quiere que, mediante la intervención de la buena voluntad, todos los seres humanos se comporten de acuerdo a un principio práctico así estatuido. Se actúe o no conforme a él, dicho principio es siempre objetivo, ya que el “deber ser” queda universalizado como “máxima” coincidente con el imperativo categórico. Consiguientemente, desaparece todo signo contradictorio cuando Kant, en la primera formulación del imperativo categórico, emplea, como términos cruciales, los de “máxima” y “voluntad”.

La variable de la primera formulación, referida a una ley de la naturaleza y no de la libertad, ha de presuponer, para ser correctamente interpretada, que existe una analogía entre la ley universal de la naturaleza y la ley universal de la moralidad (Paton, 2005, pp. 157-164). Dicha analogía permite aseverar que las máximas deben ser consideradas como si fueran leyes de la naturaleza lato sensu y, por lo mismo, dotadas de un propósito invariable. Así, pues, la teleología de la naturaleza física es trasladada por Kant a la de la naturaleza humana mediante una suerte de simetría que, en principio, parece paradójica: la existente entre la necesidad y la libertad, entre un reino natural y un “reino de los fines” cuyo factor determinante, como se verá después, es la autonomía. No se trata en la primera formulación de vincular la voluntad a una ley proveniente de algún medio o fin distintos a la voluntad misma. De ser así, no podría hablarse de la autonomía de la voluntad, y dicha ley vinculante sería tan solo un imperativo hipotético incapaz de generar, mediante su cumplimiento, valor moral alguno. Por el contrario, el ser humano solamente podrá ser calificado de bueno si actúa movido por un principio impersonal –y, en este sentido, similar a las leyes de la naturaleza– que necesariamente tiene que ser válido para todos los otros seres humanos.

La fórmula de la denominada “ley de la naturaleza” exige, sin embargo, en aras de su comprensión, ser ubicada en un espacio gnoseológico más amplio. En la filosofía kantiana el mundo sensible es el mundo de lo fenoménico, esto es, de “lo que aparece ante los sentidos”, mientras el mundo inteligible es el de la “cosa en sí”. Ahora bien, como sin la puesta en marcha de la red sensorial no hay conocimiento, ha de afirmarse que el mundo inteligible solamente puede ser pensado, pero no conocido. El método introspectivo, propio del racionalismo, no emplea los sentidos externos; está constituido, antes bien, por una experiencia o “sentido interno” que conoce el mundo del yo tal como este se “aparece”. Claro está que en la introspección se sigue siendo parte del mundo sensible, pero si se asume que detrás de lo presentado por ella ha de existir un “yo” en sí mismo, entonces se reconoce que se es capaz de una actividad separada de la experiencia sensorial y que se pertenece ontológicamente al mundo inteligible. También aquí puede afirmarse, como en Platón, que el ser humano es un habitante de dos mundos: el del entendimiento, vinculado a las experiencias de los sentidos externos y del sentido interno; y el de la razón, que consiste, más bien, en una actividad pura separada de los susodichos sentidos. Merced a la espontaneidad de la razón –es decir, a su independencia frente al mundo sensible–, el hombre se concibe a sí mismo como perteneciendo al mundo inteligible, pero, contemplado introspectivamente mediante el sentido interno, se ve como miembro del reino natural. De todo ello se deduce que si el hombre fuera tan solo razón, o si fuera tan solo sentidos, no podría definirse como participando en ambos mundos. Puesto, empero, que es un ser racional finito, puede “verse” desde ambas perspectivas.

Aplicada a la razón pura práctica, esta teoría kantiana del conocimiento ha de implicar lo siguiente: si yo me pienso como formando parte del mundo inteligible, tengo también que concebir mi voluntad como exenta de determinación por causas ligadas a la naturaleza lato sensu, y sujetarme, más bien, a leyes, que tienen su fundamento en la sola razón. Dicha sujeción, en tanto promotora de acciones causales, no podrá ser comprendida sin interpretarla como necesariamente vinculada a la libertad frente a la parte sensible. Si no se presupone esta libertad, si el ser humano es esclavo de su componente material, no podría existir ningún principio práctico autónomo y, por consiguiente, tampoco un imperativo categórico.

En Kant el concepto de libertad es una idea de la razón, mientras que el concepto de necesidad natural, expresado en la relación causa-efecto, es una categoría del entendimiento, imprescindible para conocer la naturaleza física. Ambos conceptos, incompatibles entre sí, constituyen una de las antinomias kantianas, puesto que toda acción humana es libre y también, al mismo tiempo, no puede evadirse de las leyes de causa-efecto que imperan en el mundo sensible. Cabría, en esta coyuntura, una posición dilemática: o se demuestra que entre libertad-necesidad no existe contradicción, o se abandona el concepto de libertad a favor del concepto de necesidad natural, el cual –como reconoció H. J. Paton– “tiene al menos la ventaja de estar confirmado en la experiencia”. La “dialéctica natural” entablada entre el mundo sensible y el inteligible, entre la subjetividad de lo que implica en el ser humano la naturaleza lato sensu y la objetividad de su naturaleza stricto sensu –dialéctica que puede ser registrada por la “razón humana vulgar”–, es la misma que impele a esta última a “pedir ayuda a la filosofía” (FMC, p. 85; Ak IV, núm. 405) para que, sin recurrir a ejemplos empíricos, establezca que el verdadero “original” de la ley moral reside en una razón independiente de todo fenómeno y no en una “física”, sino en una “metafísica de las costumbres” (FMC, pp. 85, 89-90, 63; Ak IV, núms. 405, 408-409, 389).

Salir de la situación aporética planteada por la referida “dialéctica natural” entre ambos mundos exige la combinación de los conceptos de libertad y necesidad. El ser humano no puede concebirse libre y a la vez determinado en el mismo sentido y en la misma relación, o, lo que es equivalente, a él no se le pueden aplicar del mismo modo las leyes del mundo sensible (el hombre es “fenómeno”) y las leyes del mundo inteligible (el hombre es “cosa en sí”). Como parte del mundo sensible, no es responsable de sus deseos e inclinaciones, pero sí lo es si cede a su dominio en detrimento de la ley moral. El problema (irresuelto) de fondo radica, sin duda, en que, por el antagonismo entre naturaleza y libertad (Colón, 2006, p. 99), no puede explicarse por la razón el hecho de que la razón pura pueda ser práctica, es decir, mostrarse libre en las acciones. La libertad es una idea y, al serlo, no puede ser explicada racionalmente, ya que dicha explicación atañe solamente a todo lo que está regido por la naturaleza sensible, y a una acción libre no se le puede fijar una causa necesaria (Paton, 2005, pp. 250-255).

Al considerarse éticamente meritorio que la voluntad humana, de por sí imperfecta, se identifique con la perentoria necesidad de las leyes naturales, se vislumbra, en opinión de Manuel Garrido (2005a), una de las más ambiciosas concepciones kantianas: “La idea de que la capacidad decisoria de nuestra libre voluntad moral tiene tanto poder como la causalidad natural en la determinación del curso del mundo” (p. 40). Dicha idea coincide con la “buena voluntad”, esto es, con la “intención de obrar por puro deber”, intención que no podría efectuarse sin recurrir a un “querer libre”. Como este último no puede atribuirse a una naturaleza interpretada lato sensu, queda en claro el como si analógico entre el comportamiento humano y la actuación del mundo natural.

El testimonio más elocuente de que el ser humano no puede ser conceptuado como enteramente racional es la máxima, es decir, el principio subjetivo del querer, el cual demuestra que la razón no ejerce un dominio pleno sobre la facultad de desear. Aun cuando resulta fácil, desde una perspectiva teórica, definir como “objetivo” el principio práctico de la razón pura, en la práctica no puede encontrarse una acción que reivindique totalmente para sí el cumplimiento de dicho principio. En efecto, la máxima es el principio según el cual los seres humanos obran, pero no puede constituirse en ley práctica, esto es, en el principio según el cual los seres humanos deben obrar (FMC, p. 106; Ak IV, núm. 421), a no ser que quede eximida por completo de sus adyacencias subjetivas. De ello ha de deducirse que solo las acciones concordantes exhaustivamente con el principio objetivo pueden ser calificadas de moralmente valiosas.

La conversión de las máximas materiales en normas universales no parece deberse a una estrategia deductiva llevada a cabo a partir del imperativo categórico. Este, más bien, actuaría –al igual que sucedía con la “primera verdad” cartesiana– de paradigma que mide la aproximación o eventual concordancia entre él y las máximas subjetivas. Al tratarse, en último término, de convertir la denominada “razón práctica ordinaria” en razón práctica pura, ha de ser la filosofía la responsable de guiar el cambio. Resulta comprensible, en consecuencia, que John Rawls (2001) afirmase que la primera formulación del imperativo categórico coloca focalmente al hombre como sujeto agente que, mediante la conversión del principio subjetivo en imperativo categórico, acata libre y racionalmente la ley (pp. 43-44).

En el primer enunciado hay una suerte de identificación con la necesidad de las leyes naturales y, derivada de ello, una equiparación del poder de la voluntad humana con el de la causalidad natural. Pero el carácter nomológico de la naturaleza, que en el empirista Hume admitía excepciones y contradicciones, se manifiesta en el imperativo categórico (“ley de todas las leyes”) con una necesidad irrestricta que no tolera contradicción. Se afirma en Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (1793): “Aun cuando jamás hubiera existido un solo hombre que haya obedecido de un modo incondicional esta ley, la necesidad objetiva de hacerlo no disminuye por eso ni deja de ser evidente de suyo” (Ak VI, p. 62).