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Kitabı oku: «Antología portorriqueña: Prosa y verso», sayfa 8
CARTA DE JUSTO DERECHO AL CARIBE
Héme ya otra vez, Sr. Caribe, por estos mundos de Dios, con la pluma detrás de la oreja y el biberón en los labios, dispuesto á seguir ocupando las columnas del Museo, á pesar de los peligros que corrió mi pobre persona al dar á luz mi último artículo, escrito lejos de aquí.
Al empezar el que hoy me ocupa, muéveme ante todo contestar la atenta carta que me dirigió Ud. en 17 de Febrero último, sintiendo que mis muchas ocupaciones no me hubiesen permitido hacerlo antes. Quizás le causará extrañeza saber que un liberal reformista esté ocupado, pero esa es la verdad, Sr. Caribe. Sin parientes ricos que me dejasen una herencia, y sin apercibir sueldo del Estado, cuéstame para ganar la vida trabajar sin descanso, hasta ver si reuno un capitalito, para perderlo con las Reformas, las cuales, según los vaticinios de los modernos Isaías, vendrán en forma de crecientes, inundándolo todo y dejando al país en completa ruina.
Créame, Sr. Caribe; cuando pienso que las libertades se han de tragar el fruto de nuestro trabajo, casi me dan tentaciones de pasarme al otro partido, y á fe que si no lo hago es porque me acuerdo de los tiburones.
Pero dejando al tiempo que resuelva si hemos de hallar en las reformas nuestra felicidad ó nuestra ruina, pasaré á tratar de su citada carta, en la cual me invita Ud. á entablar una correspondencia, con el fin de revelarnos mútuamente el resultado de las observaciones que hagamos en nuestras respectivas localidades. Acepto gustoso, Sr. Caribe, semejante proposición; pero no olvide que para lograr nuestro objeto tenemos que preparar de antemano nuestros aparatos fotocríticos, á fin de obtener copia exacta de innumerables tipos que nos rodean.
¡Si viera Ud. cuántas especies nuevas he encontrado á mi regreso á esta Villa, y las transformaciones que han sufrido algunas de las que ya conocía!
Los hombres patos, por ejemplo, que á mi salida frecuentaban los dos partidos aquí existentes, parece que no han podido sostenerse por más tiempo en la política anfibia, y han tenido que declararse. Unos, convertidos en verdaderos zaramagullones, se han lanzado por completo á la laguna conservadora; y otros, por temor del agua, han alzado el vuelo y recorren ahora las campiñas liberales. Huya Ud., Sr. Caribe, de los hombres patos, huya de una especie que, como ésta, es susceptible de vivir y engordar en dos elementos tan opuestos.
Otra de las que más han llamado mi atención, es la de los hombres boyas, individuos que sin conocimiento alguno de la geografía hidrográfica, se han colocado por sí mismos en el mar de nuestras reformas, para indicar á nuestro Gobierno los escollos que en él se encuentran y los peligros que corre la nave del Estado que los cruza en estos momentos.
Entre ellos, unos creen de buena fe en los peligros de la nación, y merecen nuestro respeto; otros temen los de sus intereses, y hay que dejar al tiempo que los desengañe; los menos, en fin, fervientes devotos de San Hermenegildo, desean crearlos para medrar y obtener una posición que por sus méritos no llegarían jamás á obtener.
Y ¿qué diría Ud., Sr. Caribe, si viese á los hombres gusarapos, esos que presentándose rara vez en la superficie, se agitan constantemente en el fondo, y allí sin ser vistos fomentan con sus maquinaciones los odios que deberían esforzarse en aplacar?
Y ¿qué diría Ud. de los hombres triquitraques, que hacen muchísimo ruido en todas partes, pero son incapaces de hacer daño? ¿De los hombres Janos, de esos que tienen dos caras en un solo cuerpo, y estrechan hoy vuestra mano y os llaman amigo, para injuriaros mañana, sólo por saciar su vil mordacidad?
Si no fuera por temor de extenderme demasiado y de cansar su paciencia, le iría presentando uno por uno los tipos de mi variada colección.
Hombres actores, que aparecen solos ante el público ocupando el escenario, pero que en realidad representan el papel que les asigna la comparsa que se agita tras de bastidores.
Hombres caracoles, que salen á insultar á los demás, lanzándoles epítetos injuriosos, y que tan pronto se ven combatidos por la razón y la justicia, corren á refugiarse en la concha de la nacionalidad.
En fin ¡son tantos y tan variados los personajes que van apareciendo desde hace poco en el campo de los partidos! ¿Y para qué? ¿No sabemos por experiencia que la política de nuestra isla es un organillo cuya manigueta está en manos del Ministro de Ultramar, y el registro en las del Gobierno, y que á merced de ambos está que el instrumento deje oir las notas de la marcha Real ó del himno de Riego?
Y si nuestro porvenir depende del porvenir de la madre patria, ¿por qué ese encarnizamiento entre nosotros? ¿Se necesita, por ventura, un juicio despejado para comprender que si aquella continúa en la marcha de regeneración y de progreso hemos de seguir los reformistas de acá pegados al biberón, mal que les pese á los conservadores, y que si viceversa el pueblo español retrocede, si vuelven los aciagos tiempos borbónicos, hemos de continuar comiendo conserva, mal que nos pese á los liberales? Si comprendemos todo esto; si unos y otros estamos como los muchachos jugando al catre, ¿por qué no correr cada uno por su lado, sin necesidad de insultarnos, hasta ver cuál llega primero?
Pero ¡ah! Sr. Caribe, para esto sería indispensable desterrar de la política á los hombres intransigentes, y esto es imposible.
Á nosotros nos llaman el partido de Ponce de León, porque creemos que las Reformas serán la fuente de Biminí que vendrá á rejuvenecer nuestra vida política. Á ellos les llamamos el partido el Calipso, porque acostumbrados á vivir en la gruta de las prerrogativas sin ser molestados, empiezan á ver en el horizonte algo que no les conviene, y porque á semejanza de aquella diosa, pasan su vida llorando á lágrima viva, ne pouvant se consoler du départ d'Ulysse.
En esta dilatada lucha, Sr. Caribe, ¿cuál partido triunfará, el de Ponce de León ó el de Calipso? El tiempo, cuya mano de hierro rasga el velo de la incertidumbre, vendrá pronto á disipar nuestra duda. Mientras tanto, luchemos llenos de fe y de confianza; pero luchemos con lealtad y con nobleza, dejando que otros menos escrupulosos sigan esparciendo en todas partes la semilla de la odiosidad.
Me he extendido, Sr. Caribe, más de lo que debiera, y á fe que si me dejase guiar por la comezón que siento de escribir, áun llenaría muchos pliegos de papel.
Siento no poder dar á mis lectores los atolitos liberales que les había ofrecido; pero ¿cómo soltar el biberón cuando las Reformas no han llegado aún todas?
Yo á veces, al ver la manera con que van llegando, me he figurado que siendo el Sr. Ministro un tanto aficionado al arte dramático, quizás haya concebido la idea de enviárnoslas en cuatro actos. Faltando solamente el último, que es nada menos que el desenlace, pronto podremos conocer el mérito de la obra.
Se me olvidaba decirle que los empleados de por acá, Sr. Caribe, están de enhorabuena, pues se acabaron los sueldos mezquinos, y hoy el que menos gana tres ó cuatro mil pesetas, y según va nuestro sistema monetario, el año entrante nos metemos en reales de vellón, y al siguiente, sin saber cómo ni cuando, nos encontramos con las papeletas.
¡Y luego nos quejaremos de que no se hacen reformas!
No terminaré mi artículo, Sr. Caribe, sin aconsejarle que cuando escriba sus observaciones, tenga, como, yo, mucha sangre fría, y se prepare á oir los injuriosos epítetos que nos lanzarán mezquinos contrarios. En cuanto á mí, ya sabe Ud. que me llaman mamalón, aunque no acostumbro vivir del prójimo ni pertenezco á la especie de hombres Telémacos, de esos náufragos que se presentan en la isla de Calipso, para vivir allí regaladamente, á costilla de la diosa, contando sus pasadas aventuras. Ya sabe Ud. que me llaman injusto y torcido, aunque soy partidario de la igualdad y á pesar de andar derecho, sin que mi cuerpo revele defectos físicos.
Así, pues, con la cabeza erguida y á despecho de ciertas capacidades que sólo deslumbran á unos pocos, continuaré impertérrito mi camino, esperando que Ud., Sr. Caribe, haga lo mismo, pues de este modo nos hemos de divertir mucho con las miserias de este mundo.
GABRIEL FERRER HERNÁNDEZ
Nació en San Juan, el día 5 de Octubre de 1847. Aunque hijo de padres pobres, logró á fuerza de aplicación y constancia graduarse de Bachiller en Artes en el Seminario Conciliar, y á los 21 años de edad ejercía en Bayamón el cargo de maestro de instrucción primaria.
Aspiraba Ferrer á mayores triunfos intelectuales, y reunió algunos recursos para trasladarse á Europa, con el propósito de estudiar Medicina. Estudió con admirable empeño, se graduó en la Universidad de Santiago de Galicia, y regresó luego á su país, en donde se hizo pronto notable en la práctica de su profesión.
Prestó también importantes servicios políticos y administrativos como Diputado provincial y miembro del Directorio del partido autonomista y de la Cámara de Representantes; fué catedrático de Física y Química en el Instituto civil, y de Anatomía en la Institución de Estudios Superiores. Cooperó con verdadera eficacia á los progresos del Ateneo, del que fué Vicepresidente; dió en él conferencias importantes; colaboró en los principales periódicos del país y en algunos del extranjero, y prestó ayuda entusiasta á casi todas las empresas de utilidad pública que se iniciaron en el país desde 1875 hasta el día de su fallecimiento.
Era muy aficionado á los estudios literarios en prosa y verso; cultivó también el género dramático, y de sus aficiones educativas nos quedan como recuerdo un valioso estudio acerca de La Mujer puertorriqueña, y la mejor Memoria que se ha escrito bajo la soberanía de España sobre La Instrucción pública en Puerto Rico.
Publicó un poema titulado Consecuencias, y deja inédito un tomo de poesías líricas.
Era hombre de arranques generosos, algo apasionado y vehemente, pero de inteligencia muy clara y de noble corazón.
Á EMILIO CASTELAR
Sin tempestad que en los espacios brame
Fuera menos querida la bonanza,
Y la paz del espíritu se alcanza
Cuando se vence á la pasión infame.
Quien á las puertas de la gloria llame,
Tome primero la guerrera lanza,
Entre en la lucha con viril pujanza,
Y antes la acción que la molicie ame.
Así la patria que angustiada gime
Bajo el pie de la odiosa tiranía,
Con palabras de amor no se redime.
Si el hambre fiera, demacrada y fría,
Siempre en Egipto su segur no esgrime…
¡Es porque el Nilo se desborda un día!
LA EDUCACIÓN DE LA MUJER
Decía Napoleón I, y la experiencia ha confirmado su dicho, que el porvenir de un hijo es siempre la obra de su madre. Nosotros, parodiando al invicto Emperador, consignamos que la felicidad del hombre será siempre la resultante de una buena educación de su compañera. Pues qué, ¿no son patrimonio de la ignorancia y el escándalo las palabras mal sonantes, la falta de prudencia, el olvido, en fin, de todas las conveniencias sociales? El buen ejemplo de una madre, es el bello cuadro en que deben recrearse constantemente los hijos. Y ¿cómo ha de servir de modelo la que empieza por desconocerse á sí misma?
El hombre, siempre ávido de nuevas sensaciones, y con tendencia natural á satisfacerlas con lo que mejor se aviene á su carácter; más culto, más ilustrado, llega á cansarse de la conversación insulsa de la esposa. Sus modales ásperos, su desenvoltura quizás, le repugnan; el no poderla pedir consejo, le desespera; lo impertinente de sus exigencias le llena de ira; y ¿qué sucede con semejantes defectos? El cariño se convierte en indiferencia; los momentos de permanencia en la casa son como siglos que no pasan nunca, y surgiendo el encono, naciendo la disidencia, tomando forma el despecho, la dulce tranquilidad del hogar y la dicha que en él reinaba desaparecen para no volver. Todo ha sufrido un horrible cambio; escombros sólo quedan del magnífico edificio que el amor había levantado, y los hijos ¡oh! los hijos, esos pedazos del alma que todo esto debieran ignorar, recogen el fruto de tanta discordia; connaturalizándose con lo que de sus padres aprendieron, tocando más tarde en la vida práctica las tristes consecuencias del mal ejemplo, llegan á maldecir, no lo dudéis, á los autores de tantos sufrimientos.
La educación, fuente inagotable de bondades, ha de ser la piscina sagrada en donde, bebiendo la mujer el puro néctar de la ciencia, regenere sus naturales inclinaciones, modere las tendencias de sus caprichos.
"La mujer ilustrada, dice el Doctor Salustio, está exenta de las supersticiones que degradan el alma, de la charlatanería y de la murmuración.
"Con el cultivo de las ciencias y las artes, ejercitará su inteligencia, enriquecerá su entendimiento y podrá comprender al hombre, colocándose á su nivel.
"La mujer debe ser iniciada por su madre en los importantes deberes que está llamada á cumplir en sociedad; debe ser hacendosa, casta, benéfica, sincera y trabajadora; necesita conocer la economía doméstica, la higiene, la fisiología, la botánica, la medicina doméstica, que la cariñosa madre echa tanto de menos al velar junto á la cuna de su niño enfermo, viéndolo sufrir, sin poder hacer nada para aliviarlo, en un accidente repentino ó desgraciado.
"La madre debe saber además, que de la habitación que un niño ocupa, de la apreciación bien ó mal hecha de tal ó cual predisposición hereditaria ó adquirida, de los alimentos y de los ejercicios, pueden resultar la salud ó la enfermedad y el estancamiento de su organización física; las afecciones escrofulosas, raquíticas, etc., de la infancia, que según la opinión unánime de todos los médicos son susceptibles de ser ahogadas en sus gérmenes, no harían tantos estragos, si llamados aquellos oportunamente por madres previsoras, opusiesen á su desarrollo los medios que la ciencia aconseja."
Todos estos conocimientos, que tan sabiamente reconoce como necesarios en la mujer el Doctor de referencia, y que indudablemente le son de absoluta é indispensable necesidad, ni puede adquirirlos hoy en Puerto Rico, ni en manera alguna son conocidos de la mayoría.3
Con el sistema de enseñanza tan deficiente en nuestra Isla, no diré ya de las niñas, sino de los mismos jóvenes, imposible de todo punto se hace el llenar la obligación que de educarlos tenemos, cuando ni siquiera el número de las escuelas primarias es suficiente á cubrir las más apremiantes necesidades.
Sin saber leer ni escribir, es imposible de todo punto dar un solo paso en el camino de la ilustración; y como de aquella base han de arrancar los conocimientos que en adelante puedan adquirirse, de aquí el que, siendo preciso empezar por establecer esa base, haya necesidad de crear número suficiente de escuelas, hasta llenar el defecto que hoy acusamos.
No nos cansaremos de manifestar una y mil veces, que para poner remedio á tantos males se necesita centuplicar los centros de instrucción, haciéndola de todo punto obligatoria, sin que tengamos por despotismo ni tiranía, sino más bien como práctica digna de todo encomio, el que se castigue severamente á los padres, tutores ó encargados que, teniendo un deber de conciencia que cumplir, no aprovechan los medios que se hallan á su alcance para llenar la noble misión que les está encomendada.
Dado este importante paso, echados los primeros cimientos del suntuoso edificio de la regeneración de la mujer, vencidos los primeros inconvenientes, las futuras generaciones, más ricas, más fecundas en bienes, ofrecerán al hombre una digna y virtuosa compañera.
Pero no basta todavía que haya escuelas; es preciso ante todo, para que el resultado corresponda á lo que deseamos, que las profesoras, educadas expresamente para este objeto, reunan dotes indispensables para dirigir á la juventud.
Creemos que las señoras ó señoritas encargadas de guiar á las niñas, habiendo adquirido sus títulos en escuelas normales, deben unas dirigir á la infancia amoldando su tierno corazón á los principios de la sana moral, robusteciendo otras esa educación moral recibida, por medio de los conocimientos superiores.
Pero como además de estos que pudiéramos llamar indispensables, necesítanse otros que completen la educación femenina, las profesoras de primera enseñanza, convenientemente preparado el terreno, pueden ampliarlo con las labores propias del sexo, sin abandonar un solo instante la educación moral, sobre la que debe cimentarse todo cuanto la mujer aprenda, sea cualquiera el oficio, arte ó profesión á que cada una piense dedicarse.
Los conocimientos llamados de adorno, y que tanto se avienen con su carácter, no se les deben escasear en modo alguno; la música, depurando los sentimientos más delicados del corazón; la pintura, despertando el sentimiento de lo bello; la escultura enseñando á percibir las imperfecciones del cuerpo, remedo de las del alma, además de la actividad intelectual que desarrollan, facilitan la manera de matar el ocio, causa muchas veces del olvido del deber.
Es preciso, por otra parte, tener muy en cuenta que no conviene exigir á las niñas nada que no se avenga con su edad y naturales disposiciones.
El olvido de este consejo, altamente práctico, tiende positivamente á sofocar las más envidiables dotes, facilitando la manera de contraer enfermedades que consumen los más privilegiados organismos.
¿Cómo obligar á una niña á permanecer horas enteras guardando un silencio mortificante á su edad? ¿Cómo exigir de su naciente inteligencia progresos incompatibles con su desarrollo? No siempre el que marcha más de prisa llega el primero al término deseado.
Entreténgase solamente á la niña en los primeros años, permítasele la distracción y el juego; hágase que los mismos objetos de entretenimiento sirvan de medios para irla disponiendo al estudio, y no se la obligue á ejercitarse en labores inmediatamente, pues ni tiene fijeza para observar lo que se le enseña, ni sus manecitas están todavía preparadas para manejar la aguja, como equivocadamente se supone.
¿Por qué no poner en práctica, para la educación de las niñas menores de siete años, el recomendado sistema de Froebel, sustituyendo la demostración material con la enseñanza intuitiva á la tan difícil abstracta y teórica?
JOSÉ GAUTIER BENÍTEZ
Fué uno de los poetas portorriqueños de más exquisita sensibilidad, y el que ha exteriorizado hasta ahora mayor intensidad de sentimiento en sus composiciones.
Nació en Caguas, el año 1850, y fueron sus padres Don Rodulfo Gautier y Doña Alejandrina Benítez, poetisa de notable inspiración y cultura. Huérfano de padre en la adolescencia, quedó su educación y dirección social á cargo de la inteligente madre, y ésta influyó de manera decisiva en la vocación literaria y sentimental de su hijo.
No poseía muchos bienes de fortuna la familia Gautier Benítez, por lo cual José, que era el único varón de ella, tuvo que pensar en ganarse la vida, antes de dar cima á una carrera literaria, como eran sus propósitos. Ingresó en una Academia Militar establecida en San Juan, obtuvo el grado de cadete de infantería hacia el año 1867, y se trasladó á Toledo (Castilla) en donde fué graduado subteniente.
Pero á pesar de la libre, bulliciosa y pintoresca vida de la oficialidad militar en España, sentía Gautier Benítez una profunda nostalgia, un anhelo vehementísimo, irremediable, de volver á su patria querida, de hollar y besar el suelo siempre floreado de su Boriquén.
Se disculpaba entre sus compañeros de la abstracción y añoranza en que vivía, en sentidísimas estrofas como ésta:
Perdonadle al desterrado
este dulce frenesí:
pienso en mi mundo adorado,
y yo estoy enamorado
de la tierra en que nací.
No pudo permanecer mucho tiempo en esta tensión de espíritu, y el amor á Puerto Rico venció bien pronto al amor á la carrera militar y aun á la gloria de las armas. En 1872 renunció su nueva profesión, se embarcó para su amada tierra, y al divisarla desde el horizonte improvisó una de sus más tiernas y populares composiciones.
Formó parte de la Redacción de El Progreso, que dirigía entonces Don José Julián Acosta; pero no era apto para la lucha política, á que se reducían entonces casi todos los trabajos de la prensa. Escribió una serie de sátiras en versos contra ciertos errores y malas costumbres sociales, y luego desempeñó algunos cargos administrativos en los centros oficiales de San Juan.
En el año 1878 fundó, en unión de Don Manuel Elzaburu, la Revista Puertorriqueña, repertorio mensual de literatura y ciencias, que gozó de gran estimación; pero que duró poco tiempo, á causa de la enfermedad del pecho que ya minaba aquella naturaleza excepcionalmente delicada y poética.
Recluído en su hogar, donde le acompañaban amorosamente su esposa é hijos, escribió en sus últimos años, muy enfermo ya, las mejores poesías que de él nos quedan, como el canto Á Puerto Rico, laureado en certamen público, y que se inserta á continuación; La Barca, Insomnio, Apariencias, y algunas estrofas amargas de su canto de cisne, Renacimiento, del que sólo ha dejado algunos fragmentos notabilísimos.
También escribió en los últimos días de su vida las siguientes estrofas dirigidas á sus amigos:
Cuando no reste ya ni un solo grano
De mi existencia en el reloj de arena,
Al conducir mi gélido cadáver,
No olvidéis esta súplica postrera:
No lo encerréis en los angostos nichos
Que llenan la pared, formando hileras,
Que en la lóbrega angosta galería
Jamás el sol de mi país penetra.
El campo recorred del cementerio
Y en el suelo cavad mi pobre huesa;
Que el sol la alumbre y la acaricie el aura
Y que broten allí flores y hierbas;
Que yo pueda sentir, si allí se siente,
Á mi alredor, y sobre mí, muy cerca,
El vivo rayo de mi sol de fuego
Y esta adorada borinqueña tierra.
Falleció en 24 de enero del año 1880, y sus amigos, como los de Alfredo de Musset, cumplieron al pie de la letra esta súplica del poeta moribundo. En un sitio céntrico de la necrópolis de San Juan, completamente bañado por el sol, y entre flores y hierbas de perpetua lozanía, se alza un elegante túmulo coronado por un bien esculpido busto del poeta, en mármol de Carrara, y allí, en contacto con la tierra que tanto amó, yacen los restos del dulce cantor de Puerto Rico. En su lápida principal están grabados los anteriores versos, como á manera de epitafio.
