Kitabı oku: «Los hermanos Plantagenet», sayfa 2
II
EL HERMANO DEL VERDUGO
EL hombre que de una manera tan intempestiva se presentaba á los hermanos de la niebla, adelantó un paso; extendió hacia ellos el brazo derecho armado con un venablo, en el mismo ademán imperioso que debe preceder á veces á las órdenes de un rey; y su voz firme y sonora pronunció en un tono que en nada amenguaba lo exigente de su ademán, la palabra:
– ¡Aguardad!
Aquel hombre era el mismo que antes de la llegada de los seis hermanos, como debe recordarse, había abandonado la cabaña de una manera brusca.
La intimación de la orden que detenía á aquella asamblea, cuya misión en aquel punto había terminado, produjo durante un momento en ella una sensación de asombro; después, pasado éste, Adam Wast, conteniendo á sus compañeros que se adelantaban hacia el desconocido, le dijo:
– ¿Y quién eres tú, y con qué derecho te presentas mandándonos detener?
– ¿Quién soy yo? contestó ferozmente el interrogado. ¿Quién soy yo? Un hombre que como vosotros está ofendido; un hombre que como vosotros quiere vengarse.
– Y bien, nada tenemos que ver en eso, contestó John Asta-de-buey; lo que nos importa, sí, es sellar tu boca para que no revele lo que tus oídos han escuchado; elige entre todos nosotros, esceptuando al que por su edad no debes aceptar como contrario, y señaló á Jorge Rak, uno con quien batirte en un empeño á muerte.
El cortador pidió con una mirada á sus compañeros su opinión acerca del reto que acababa de lanzar en nombre de todos al intruso, y los cuatro cuya edad les permitía empeñar un lance de tal especie, mostraron harto claro, con una significativa inclinación de cabeza, la aprobación de la propuesta, que el del venablo rechazó, contestando:
– Os he elegido como cómplices, y no os acepto como enemigos.
– ¡Como cómplices! exclamó el estudiante adelantando un paso, al par que los demás, excepto Jorge Rak ¡como cómplices!
– Sí, porque lo que estáis meditando, bien considerado, es el proyecto de un crimen. No malgastemos el tiempo en disputas inútiles ¿me aceptáis como un igual entre vosotros? ¡Si ó no!
– Antes, respondió Adam Wast conteniendo de nuevo con una mirada á los suyos, la prudencia aconsejaba reducirte al menos á un estado que no te permitiese revelar el secreto que has sorprendido por acaso tal vez, tal vez llenando un servicio pagado; pero has añadido un motivo más para que cada uno de nosotros procure matarte: nos has ofendido.
– Si te he ofendido, repuso con sarcasmo el desconocido, porque te he dicho, Adam Wast, que proyectabas un crimen. ¿Queréis saber cuáles son mis razones? pues bien, escuchad: tú Adam, oscuro abogado, ambicioso y egoísta; tú, poseído del demonio del orgullo; tú, que has leído en la biblioteca de San Servan antiguos pergaminos; tú, que has estudiado la historia de las revoluciones de los pueblos, quieres hacerte de la miseria pública un escalón para elevarte de tu nada; has soñado, después de haber envidiado la fortuna de los tribunos romanos, que lograron por un medio semejante ser cónsules ó césares, has soñado, te digo, hacerte tribuno del pueblo inglés; has saludado con placer los tres azotes de ese pueblo, el obispo, el hambre y la peste, como poderosos aliados de la lucha de tu miseria; has procurado presentarte doquier como un santo, tú, que eres un demonio; como un mártir, tú que eres un verdugo. ¡Silencio digo!, añadió haciéndose atrás y armando su ballesta, con un gesto terrible de amenaza; he querido que aguardéis, y aguardaréis; he querido que me escuchéis, y me escucharéis.
Aquel hombre dispuesto á todo, aquel hombre mandando á otros seis hombres, acabó por dominarlos merced á su valor, á su audacia y á su fuerza de voluntad.
– Y tú, niño aun, añadió dirigiéndose al estudiante; tú que aun obedeces al influjo de los recuerdos de tu infancia, ¿quieres saber por qué te hallas comprometido en una empresa en que juegas tu cabeza llena de locos deseos, de ambiciones informes sin objeto fijo, de pensamientos necios como tu imprudencia? pues bien; es porque el demonio del orgullo se ha apoderado de tí; porque deseas crecer en estatura para que los necios te admiren; porque eres demasiado imbécil para creer en tu inutilidad; pobre instrumento que romperá el viento de la revolución como el huracán quiebra una caña. Sí: tú puedes servir de emisario, de espía, de alborotador; puedes servir de una manera admirable, porque cogido en el lazo, morirás sin nombrar tus cómplices; porque has soñado en esa gloria miserable que consiste en que el pueblo diga cuando marches á la horca: «ese es un mártir, ha muerto defendiendo nuestros fueros.» Créeme, Williams, busca tu gloria en los libros; podrás llegar á ser un teólogo insufrible; pero en el terreno que pisas, sólo puedes aspirar á ser un remedo de mártir.
El estudiante miró fijamente al que acababa de darle tan amistoso consejo, y contestó:
– Si yo me sublevo contra el poder que nos oprime, es porque ansío la paz y el orden que debe preceder á la propagación de la ciencia; no puede haber paz donde hay hambre, ergo…
– Y bien, ya véis que os conozco, prosiguió el montero desatendiendo el razonamiento del estudiante; os conozco como vosotros conocéis que cuanto os he dicho es exacto. Ahora bien; cualquiera que sea el motivo que me impulsa á presentarme á vosotros como un aliado, ¿admitís mi alianza?
– Sepamos el valor de tu ofensa, contestó reprimiéndose Adam Wast, para juzgar hasta qué punto puede interesarte el éxito de nuestra empresa.
– ¡Mi ofensa! contestó el montero, cuyo rostro se cubrió de una sombría expresión de odio; ¡mi ofensa! Yo, después de ser lo que he sido, me transformé en montero, los hombres habían quemado mi corazón, le habían desgarrado; en cada uno veía un enemigo, y no quise sufrir su vista; entonces pensé en las selvas, en su inmensa soledad, con su sombroso pabellón de verdura, con sus libres arroyos, sus profundas grutas y sus cuadrúpedos y montaraces habitantes; pensé en el aislamiento; hice retroceder mi imaginación hasta el hombre de la naturaleza, sentenciado, es verdad, á sostener su vida á costa de un trabajo asíduo y terrible; pero libre como el aire que respira, como los arroyuelos que se precipitan á su antojo, como los pájaros que anidan entre el follaje de los árboles. Salí de Londres sin volver la cabeza para mirar á la ciudad maldita, y anduve todo el día vestido como véis y armado con esta misma ballesta; al declinar la tarde me hallé en el centro enmarañado y solitario de Middlesex Wood; hacía mucho tiempo que había dejado atrás los senderos de los gamos, y había llegado allí pisando yerba que tal vez era hollada por primera vez; me hice una choza de ramas al lado de un manantial, y me dije cuando la ví bastante capaz á darme abrigo: «hé aquí mi alcázar; seré el rey de la selva; si alguna vez los hombres penetran en mis dominios, pasarán de largo con sus brillantes cabalgatas de caza ó sus humildes harapos de mendigo; si alguna vez el bandido me pide un sitio en mi hogar, un lecho de pieles y un pedazo de carne, se lo daré ¡por San Huberto! El bandido es en cierto modo un montero de fieras humanas. La caza es libre, y el gamo y el jabalí darán su carne á mi hambre; la fatiga me hará robusto; el tiempo amenguará mis dolores, y viviré tranquilo.» Ya véis, dijo el montero después de una pequeña pausa, que yo había renunciado el amor de mis hermanos, sus leyes y su protección. Y viví algún tiempo tranquilo, si no feliz; resignado, si no satisfecho. Algunos hombres que sin duda pensaban como yo, se me unieron y al cabo llegué á ser un rey con vasallos, que dominaba á cien corazones valientes, á cien brazos capaces de cortar con un venablo la carrera al gamo más corredor. Pero mis hermanos de los pueblos repararon en sus hermanos de los bosques, y no quisieron permitir continuásemos ejerciendo una profesión tan penosa; nos enviaron algunos archeros para hacernos entender que Middlesex Wood había sido declarado coto real por el obispo canciller; que si queríamos continuar persiguiendo al gamo de las selvas, libre como el aire, y como el aire propiedad de todos, era necesario que pagásemos un crecido tributo, ó someternos por el contrario á ser cazados á la vez y colgados de una encina por los prebostes de los archeros. Nos negamos á satisfacer el tributo, y fuimos declarados caza real. Entonces nos dijimos: «¿á qué luchar? Dindem-Wood es libre; vámonos á Dindem-Wood.» Pero apenas penetramos en su espesura, nuevos archeros se encargaron de hacernos saber que las selvas y las praderas de Inglaterra que no pertenecían á señores de vasallos, pertenecían al rey; en Inglaterra no existía un palmo de tierra que no perteneciese á un coto real ó señorial. Entonces nos dijimos: «la lucha es precisa; luchemos: consideremos á los archeros del obispo y á los monteros de los señores como caza libre; ballesta contra ballesta, y horca por horca.»
– Comprendo, observó Adam Wast; habéis perdido en la lucha.
– ¿Y cómo sostenerla? contestó el montero. Cuando apareció el peligro, los cobardes retrocedieron y dejaron reducido el número de mis monteros á una mitad; la otra mitad ha sido dispersada, ahorcada en parte, y en parte desarmada y azotada. ¡Ira de Dios, ingleses! ¡mi rostro está ensangrentado! ¡el talabarte de un mercenario ha macerado el rostro de un inglés!
– ¿Y quién te ha traído aquí?
– La casualidad: perseguido por los archeros, rodeado por todas partes, me ví entre mis verdugos y el Támesis: no debí dudar en la elección, y me arrojé al agua; algunas flechas pasaron junto á mí sin tocarme; la niebla me protegió, y tomé tierra en este islote, bien á punto por cierto para escucharos y saber que, como yo, había ingleses ofendidos, ingleses que querían vengarse.
Había tal fuerza de persuasión en el acento del montero, que Adam Wast desarrugó el entrecejo y le tendió la mano.
– Y bien, dijo, te creo y por mi parte acepto tu alianza. ¿Qué decís hermanos?
– Que sí.
– Bien.
– Le aceptamos, contestaron á un tiempo los preguntados, el cortador y el verdugo.
– ¿Cómo te llamas? dijo Adam Wast.
– Dik, contestó el montero.
– No le conocemos, observó el cortador; puede ser un espía.
– ¿Que no me conocéis? repuso con extrañeza Dik: ¿necesitáis que un hijo de mi madre os responda de mí? añadió dirigiéndose al verdugo y asiéndole una mano; pues bien, hermano mío, asegura á estos hombres que no tenemos sangre de traidores.
– ¡Su hermano! exclamaron con el acento de la admiración algunas voces.
– Sí; mi hermano es el verdugo de la Torre de Londres.
El verdugo se arrojó en los brazos de Dik, y ocultó el rostro sobre su pecho; algunos sollozos sofocados fueron el único ruido que turbó el silencio general.
– Y bien, amigos míos, dijo Dik, íd á vuestros puestos, que yo acompañaré á mi hermano y me veréis junto á él al toque de cubre-fuego.
Y con el mismo ademán imperioso conque al aparecer entre los cinco hombres les mandó aguardar, dijo señalando á la puerta:
– Partid.
Los cinco hombres salieron; cuando el montero y el verdugo quedaron solos, el último levantó su semblante bañado en lágrimas de conmoción, y dijo:
– ¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! ¡no has renegado de mí, hermano mío!
– ¡Renegar de tí! ¡porque eres verdugo! ¡Oh! has hecho bien; has elegido mejor caza que yo, y te envidio. Vamos.
El verdugo y el montero salieron de la cabaña asidos de las manos.
III
PRINCIPIOS DE AVENTURA
POCO después los dos hermanos saltaban en tierra en la orilla opuesta; entregaron la barca á sus dueños, subieron á lo largo de la ribera, pasaron el puente London-Bridge, y atravesando las estrechas y sombrías callejuelas del Cuartel de la Torre, se detuvieron, subieron al collado que lleva el nombre de ésta, é hicieron alto cabalmente junto á una horca de hierro, fija sobre un terraplén de mampostería, á cuya esplanada se ascendía por una pendiente escalera.
El verdugo se acercó al terraplén, abrió una puerta colocada en uno de sus costados, y que la oscuridad no dejaba percibir; entraron los dos hombres, y el verdugo volvió á cerrar.
Habían penetrado en un pequeño espacio húmedo y negro por el continuo contacto del humo, á que sin duda daba mala salida un estrecho respiradero practicado en uno de los costados.
Los muebles que se veían en esta extraña vivienda, eran dos banquillos de madera, un lecho de paja cubierto por una vieja capa colorada, un hacha y algunos dogales: todo este conjunto miserable estaba alumbrado por una lámpara de barro, encendida delante de un tosquísimo grabado representando una Virgen, pegado en el muro en un ángulo de aquella especie de caverna, sobre el miserable lecho.
Dik miró con extrañeza los objetos que le rodeaban; sentóse en un banquillo, y apoyando su rostro ensangrentado en la mano derecha, y el brazo de ésta sobre su rodilla, fijó en el pavimento empolvado su mirada sombría y pensativa.
El verdugo permanecía de pie frente á él, mirándole de una manera tenaz; la expresión de indiferencia feroz de su rostro había desaparecido, y su boca estaba fruncida por una sonrisa de amor y de amargura. Una madre hubiera mirado del mismo modo á un hijo desgraciado, vuelto á su vista después de una larga ausencia.
– ¡Qué mudado estás, Ricardo! dijo al fin el verdugo; yo no hubiera podido reconocerte.
– Muy mudado, Godofredo, ¿es verdad? añadió el montero levantándose; ¿crees tú que no me conocerán en Londres?
– ¡Oh! no; no eres tú ya el Ricardo de otro tiempo, alegre y confiado, de tez blanca, cabellos blondos, y talle esbelto encerrado en un justillo de seda; tampoco á mí me conocen; una prisión en la Torre cuando el corazón está desgarrado por desgracias tan sombrías como las nuestras, sería capaz de desfigurar al hombre más fuerte.
– ¡Con qué has estado preso, pobre Godofredo!
– Preso no; retirado á una prisión voluntaria, mi profesión de verdugo empezó por su situación más elevada. Cuando murió James Church, ejecutor del rey, corta cabezas de altos traidores, los heraldos de la prebostía llamaron á son de clarín á los que quisiesen sucederle, yo me presenté enmascarado; creí tener contendientes, pero nadie se presentó á disputar la plaza que en mi desesperación había elegido; los hombres somos unos miserables locos, que no tocamos más que extremos. Yo había querido ser un ángel salvador de la humanidad; había sacrificado generosamente mis afecciones en favor de los hombres, y sólo encontré ingratos y malvados; había soñado en el amor de la mujer, y no encontré más que infamias y traiciones. Un sueño desvanecido influye de una manera terrible en organizaciones como la mía; yo, que antes de conocerle amaba al hombre conocido le aborrecí; yo que amándole había querido ser para él un ángel salvador, aborreciéndole quise ser su azote, su demonio, y me hice verdugo.
– ¡Oh! hiciste bien, muy bien, – murmuró sordamente Dik, devorando á largos pasos la estrecha vivienda del verdugo como un tigre encerrado en una jaula.
– Cuando me presenté en la conserjería de la Torre, prosiguió el verdugo, me dieron esta espada, y me hicieron bajar á los calabozos, en uno de ellos había un tajo, junto al tajo el cadáver de un preso, muerto tal vez de desesperación. Cortar la cabeza á aquel cadáver era mi prueba; ¡oh! aquel momento fué terrible, mi espada dividió el tronco de un solo golpe, y se clavó rechinando en el tajo. Nada me dijeron; ni me preguntaron mi nombre, ni mi procedencia; me dieron este vestido colorado, una bolsa llena de monedas de cobre, y un aposento en la Torre; dos años estuve sin salir de ella; en dos años el calabozo donde hice mi prueba, me ha visto cortar muchas cabezas nobles; durante ese tiempo, la vista de la sangre desencajó mi mirada; mis mejillas enflaquecieron y se tornaron lívidas como las de un cadáver; el horror erizó mis cabellos, y cuando un día arrojé una mirada sobre mi faz, reproducida en lo acicalado del escudo de un archero, no me reconocí; Godofredo había desaparecido, sólo quedaba el verdugo.
Un silencio sombrío sucedió á esta exposición; Godofredo se dejó caer desplomado sobre un banquillo, y Dik siguió su paseo circular con paso más fuerte y apresurado. De repente se detuvo y fijó su terrible mirada en su hermano.
– Tengo hambre, le dijo.
El verdugo se estremeció como la madre indigente á quien su hijo pide un pedazo de pan.
– ¡No he comido en tres días!
Godofredo se conmovió, una lágrima ardiente y sola asomó á sus áridos párpados.
– ¡Tres días! murmuró, hace también tres días que consumí mis últimas patatas. ¡Oh! ¡tiene hambre, y su hermano no le puede dar un pedazo de pan!
Dik volvió á su silencioso paseo; el verdugo se dió un golpe en la frente lanzando una exclamación, como quien encuentra un recurso en una situación desesperada.
– ¡Oh! me había olvidado, dijo; hubo un tiempo en que teníamos trajes de seda bordados de oro, y yo debo conservar uno de esos trajes.
Levantóse y retiró el lecho, debajo del cual había un saco de cuero.
Godofredo al verlo dió un grito de alegría como quien encuentra un objeto que busca á la ventura. Abrió el saco, y lo primero que brilló á la luz de la lámpara, fué una espada.
– ¡Arma de caballero! murmuró con indiferencia Dik tomando la espada. Buen temple, añadió blandiéndola con una soltura que probaba no era la primera vez que su mano empuñaba un arma de tal género. Después, con la curiosidad de un inteligente, arrojó una mirada sobre la hoja y la empuñadura.
Sus ojos se animaron, su boca se entreabrió en un movimiento de sorpresa; devoraba más bien que miraba un escudo cincelado en una chapa de oro entre los gavilanes. El escudo estaba coronado por una diadema real, y en él, sobre una faja azul, se veía un león rapante.
– ¿Quién te ha dado esta espada? preguntó con ansiedad á Godofredo.
– Es un despojo del patíbulo, contestó fríamente Godofredo.
Dik se estremeció, soltó la espada como hubiera podido soltar un hierro candente, y siguió en su solitario paseo circular.
– Mira, dijo Godofredo mostrándole un traje de una tela verde semejante al terciopelo, pesadamente bordada de oro, es un hermoso traje que yo vestía cuando hice mi prueba de corta-cabezas; le he conservado, lo mismo que esta espada, porque cada uno de estos objetos me recuerda una historia. Antes de venderlos me hubiera dejado morir; ¡pero tú tienes hambre!
– No, no; ni este traje ni esta espada se venderán, contestó con firmeza Dik; ve si tienes otro recurso. Si no le hay, sufriré el hambre.
– No, no, exclamó Godofredo, es necesario que yo busque un pedazo de pan; ¡Dios mío! ¡pero ah! estoy loco; de todo me olvido; tengo en esta bolsa los cien florines que me dió para los bandidos de Sowttwark Adam Wast. De estos cien florines bien podré tomar uno para tí; ¿no es verdad, Dik?
– Haz lo que quieras, contestó pensativo.
Godofredo descorrió los cerrojos de la puerta, y la abrió.
– Aguarda, le dijo Dik, ¿dónde habita Adam Wast?
Godofredo llevó á su hermano al respiradero, y le dijo señalándole una pequeña casa contigua á la horca.
– ¿Ves allí una ventana iluminada por el reflejo de una luz?
– Sí.
– Allí vive Adam Wast.
– ¿Y quién vela ahora en ella? ¿él?
– No, su mujer.
– ¿Sabes como se llama su mujer?
– Sí; Ketti.
– ¿Y esa mujer tiene madre? insistió con voz profunda Dik.
– No; la loca Ketti murió hace un año, contestó maquinalmente Godofredo, y salió.
IV
DE LO QUE ENCONTRÓ DIK CUANDO MENOS LO ESPERABA
DIK permaneció en el respiradero con la mirada fija en la ventana vecina, donde brillaba el reflejo de la luz. Mucho debía interesarle, puesto que inmóvil, atento, reconcentraba en ella toda su atención, cual si pretendiese penetrar al través de sus paredes lo que acontecía en su interior.
Un momento después se separó del respiradero. Su mirada recorrió el estrecho recinto del sótano, y vió en la oscuridad de uno de sus lóbregos ángulos, un cántaro. Fué á él, lavóse el rostro y las manos de la sangre que los manchaba, y arrojando su gabán de montero, se vistió el traje de seda y oro que su hermano había dejado abandonado sobre su lecho de paja. Cuando estuvo completamente vestido, se ciñó la espada, y apareció un caballero gentil, si bien atezado, de manos membrudas, cosa en aquella época muy común entre los caballeros de mayor alcurnia, cortesanos con poca frecuencia, hombres de armas y caza siempre. Sirviéronle sus manos de peine, y sobre su larga cabellera se ciñó un gorro compañero del traje.
Era éste una túnica talar de anchos pliegues y mangas perdidas, sujeta por un cinturón del mismo género, del que pendía la espada; debajo de esta especie de sobrevesta se veía un jubón de manga estrecha ciñendo los brazos, y un pantalón de seda encarnado aparecía en la extremidad de las piernas, ceñidas en su principio hasta el tobillo por unos botines de gamuza. El deslumbre del traje que vestía Dik, desdecía de una manera enérgica del aspecto del sótano de la horca.
El joven se colocó de nuevo en el respiradero, y fijó su mirada en la ventana de la casa vecina. Un silencio profundo reinaba en la plaza del Mercado, silencio interrumpido á veces por el chirrido de alguna carreta que acompañaba algún hombre con paso lento y forzado, ó por los pasos acompasados de alguna ronda de archeros. Los archeros se apartaban cuidadosamente de la carreta, porque su carga eran cadáveres apestados. Después de estos ruidos transitorios, el silencio volvía á invadir la desierta plaza.
Una voz que cantaba dentro de la casa en que Dik fijaba su mirada, vino á interrumpir de nuevo el silencio; era una voz dulce, simpática, melancólica; cantaba una balada de triste y lánguida armonía, cuya traducción hubiera podido ser:
«¡Londres! ¡Londres! ¡ciudad coronada! tú no eres tan hermosa como las aldeas de mi país; no eres tan hermosa, orgullosa ciudad de Londres.»
«Las almenas de tus torres están envueltas por la niebla; las cabañas de mi país se recortan sobre un cielo azul, velado por blancas nubecillas.»
«¡Londres! ¡Londres! tú eres sombrío como un cementerio; mi valle es alegre como un jardín.»
«¡Londres! ¡Londres! ¡ciudad coronada! tú no eres tan hermosa como las aldeas de mi país.»
La voz calló, y el oído de Dik devoró hambriento sus últimas vibraciones. Hacía algún tiempo que había cesado el canto, y aún le parecía escucharlo.
Un momento después la luz desapareció de la ventana, é inmediatamente la puerta colocada bajo ella se abrió, y salieron dos mujeres. La una llevaba un lío en la mano, y era joven; la otra una lámpara de hierro, y era vieja. La vieja cerró; la joven se deslizó por la solitaria plaza, y pasó muy cerca del respiradero donde observaba Dik, que escuchó el crujido de un traje y el són de unas ligeras pisadas.
De un salto se puso Dik fuera del subterráneo, y empezó á seguir á la mujer.
La oscuridad era densísima, nada se veía á algunos pasos de distancia, y el leve rumor de los pasos de la mujer era lo único que servía á Dik para no perder la pista.
La joven atravesó la plaza, se deslizó por el cuartel del Temple y se dirigió á San James, sin duda reparó en que la seguían, puesto que se detuvo á la entrada del cuartel, residencia de la alta nobleza. Dik adelantó, y se detuvo junto á ella.
– ¿Quién eres? preguntó la niña con una voz argentina.
– ¡Quién soy yo!.. ¿qué te importa? contestó trabajosamente Dik, mientras su sangre circulaba con una rapidez terrible. ¿Dónde vas, Ketti?
Un grito débil, involuntario, salió de los labios de la joven, y Ricardo la sintió asida de su cuello, sintió los latidos del seno de aquella mujer; la oyó decir con acento indescribible:
– ¡Dik!..
La joven no dijo más, dobló su cabeza sobre el pecho del joven, y empezó á llorar entre sollozos.
– Aparta, la dijo Dik separándola dulcemente; no es en mis brazos donde debo recibirte. Me has hecho traición.
– No, no, me engañaron, contestó la joven llorando; ¡te creí muerto!..
– Es decir…
– Que estoy casada.
– Bien, dijo Dik; es necesario que nos alejemos de aquí. Podría encontrarnos una ronda. Necesitamos hablar despacio, y es preciso que me conduzcas á cualquier parte. Yo no conozco á nadie en Londres. ¿A dónde vas?
– Al palacio de lady Ester…
– ¡Lady Ester!.. exclamó con extrañeza Dik: ¿qué tienes tú de común con lady Ester?
– Coso sus trajes, y le llevo uno para el baile que da esta noche Juan-sin-tierra á los nobles de Whitehall.
– Y bien…
– Ven conmigo, la diré que eres mi Dik; todo lo sabe, porque es buena, y la he contado mis penas. Ella, que es fuerte y poderosa, nos protegerá, Dik.
La joven se asió del brazo de Dik, que se dejó conducir. Al doblar la esquina próxima, un vivo resplandor se dejó ver adelantando hacia ellos. El primer movimiento de entrambos fué mirarse, sin pensar en inquirir la causa de aquel resplandor: la joven era hermosísima, y en sus ojos, grandes y melancólicos, se pintó una expresión de asombro al ver el magnífico traje de Dik, deslumbrante al resplandor que cada vez se acercaba más.
– ¡Ah! ¡Dik, dijo con tristeza Ketti, eres un gran señor!
– Silencio, dijo Dik.
El resplandor se había detenido; le producían dos hachones conducidos por archeros que precedían á dos trompeteros y un heraldo á caballo. Dik y Ketti se ocultaron en el dintel de una casa, y observaron; los trompeteros hicieron sonar tres veces las trompetas, y el heraldo gritó con voz sonora:
– Habitantes de la muy ilustre y leal ciudad de Londres: El muy alto y poderoso señor obispo de Eli, canciller del reino, en nombre de su gracia el rey, os hace saber: que el nombrado Dik, montero contra los edictos en los cotos reales de Dinden-Wood, acusado de desacato á su gracia el rey, ha burlado la persecución de los archeros y se ha ocultado en Londres. En nombre del muy alto y poderoso señor obispo de Eli, cincuenta marcos de plata al inglés, noble ó pechero, que presente su cabeza. ¡Salud al rey!
– Y bien, dijo Dik para sí, la cabeza de un montero está harto pagada: pero vale más la de un caballero.
– ¡Pobre hombre! exclamó Ketti conmovida, sin sospechar que asía del brazo á aquel á quien acababan de pregonar.
El heraldo y su comitiva adelantaron pasando junto á Dik. Los archeros se apartaron con respeto al ver el rico atavío del joven, y siguieron adelante acompañados de algunos curiosos.
Bien pronto volvió la oscuridad, interrumpida un momento por aquel incidente. Nuestros dos jóvenes siguieron su camino.
– Decíamos que era traidor, dijo un hombre que á la sazón pasaba con otros, y cuya voz era igual en un todo á la de John Asta-de-buey; ¡pobre muchacho! ¡le acaban de pregonar!
– Nunca pensé que lo fuera, contestó una voz que hizo estremecer á Ketti de un modo que se hizo notable á Dik.
Era la voz de Adam Wast.
Aquellos hombres se perdieron por una estrecha y larga travesía en dirección á Whitehall.
Dik y Ketti tomaron otra calle en dirección opuesta.
– ¿Cuándo llegamos? preguntó Dik á la joven.
Doblaban entonces el guardacantón de otra calle, y en el centro de ella se veía el reflejo de las luces de un zaguán; era la única casa en la calle que se veía iluminada. Ketti la hizo notar á Dik y le dijo:
– Es allí.
Llegaron. El atrio, por decirlo así, estaba alumbrado por una lámpara en que una estopa anegada en aceite producía una gran llama, á cuyo resplandor se veían monteros, pajes y palafreneros, con el blasón de su dueño al pecho, y agrupados alrededor de una gran chimenea, bebiendo, riendo y murmurando. Un esclavo etíope estaba á guisa de centinela apoyado en el dintel de la puerta. La joven pasó sin dificultad delante de aquel cancerbero, que se interpuso al paso de Dik despojándose de la gorra y preguntándole en mal inglés, aunque con respeto:
– ¿A dónde va monseñor?
– Conduce á ese caballero á la sala de armas, contestó Ketti, que se había detenido previendo aquella dificultad.
El negro tomó la lámpara, y Dik pasó siguiéndole junto á aquella turba de hombres de armas, monteros y palafreneros, que se levantaron descubriéndose en señal de respeto, y atravesó el zaguán, mientras Ketti se perdía por la entrada de una estrecha escalera.
El esclavo hizo pasar al joven un largo patio de altos arcos góticos, subir una escalera, atravesar un largo y descubierto corredor; y abriendo una puerta, dijo señalando el interior á Dik:
– He ahí la sala de armas, monseñor.
El negro se inclinó y se alejó. Dik entró y cerró.
Se hallaba en un gran salón, alumbrado por una sola lámpara colocada sobre una mesa en el centro de él; la dudosa claridad que irradiaba á pocos pasos de distancia, se quebraba débil y medrosa en caprichosos reflejos sobre la acicalada superficie de arneses, lorigas, espadas, hachas de armas y mazas de hierro, que componían las numerosas manoplas colgadas irregularmente entre los góticos calados de los muros; las ojivas recargadas de grandes florones, estaban confundidas en la oscuridad, y sobre el embaldosado de mármol resonaban produciendo un eco sonoro los pasos de Dik, que pasaba y repasaba junto á aquellos brillantes trofeos, sin que le debiesen una sola mirada, sin que le arrancasen á su profunda meditación.
Pero al pasar junto á una pequeña puerta, se detuvo levantando su cabeza como si despertase de un letargo; había oído pronunciar su nombre á una voz de mujer, cuyo eco vino á herir en sus recuerdos lejanos: hablaba con Ketti.
Es necesario creer en las apariciones; oyó que decía aquella voz: Ve por él, Ketti: veamos si aún no ha desaparecido.
Una sonrisa ruidosa y alegre terminó aquella observación, á la que siguió un ligero altercado.
– ¿No oís que necesito franco el paso? dijo una voz junto á Dik, al mismo tiempo que una mano tocaba á la puerta.
Volvióse el joven y vió junto á sí un hombre que retrocedió al ver el semblante de Dik, que hasta entonces había estado de frente á la puerta, y que retrocedió también.
– ¡Ah! ¿sois vos, Agiab? Gracias á Dios que os encuentro, dijo Dik.
El nombrado Agiab tartamudeó algunas frases.
– No, ahora mismo no; añadió Dik dando una intención á estas palabras. Por lo que veo, sois un gran señor, y los grandes señores es difícil que se pierdan en Londres.
Dicho esto, se apartó adelantando á lo largo de la sala; el otro hombre le miró profundamente y llamó con la mano á la puerta, que se abrió como obedeciendo á un resorte. Una joven apareció tras ella con una lámpara en la mano: el que llamó pretendió entrar.