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XVIII
EN QUE EL REY ENCUENTRA OTROS DOS HERMANOS
EL rey se precipitó en su cámara, y se arrojó á los brazos de un hombre, que con la misma efusión le salió al encuentro; era al anciano conde de Salisbury.
– ¡Oh! ¡por San Jorge! gritó el rey; he de perpetuar la memoria de este día en un monumento; ha sido muy feliz para mí.
– Y aun puede serlo más, señor, porque podéis cumplir la última voluntad de vuestro padre.
– ¡Oh! sí, la cumpliré, dijo el rey; pero estoy impaciente por conocer tu historia, milord: te escucho.
Salisbury refirió al rey lo que ya había referido á su hija; Corazón-de-León escuchaba absorto la relación de los infortunios que su lealtad había arrojado sobre el buen caballero.
– Y bien, Salisbury; los degollaré, los ahorcaré, los quemaré, los exterminaré. ¡Mi madre! ¡oh! ¡mi madre me ha vendido también! la encerraré en un convento; mandaré descuartizar á Artus de Bretaña, y si mi hermano Juan abusa de su posición, ¡por San Huberto! no le ha de valer dos veces ser mi hermano.
– Al contrario, señor, sed clemente; la sangre que un rey vierte en los patíbulos, es un germen de enemigos, es un lago funesto, de cuyo fondo se levantan sombras vengadoras; la sangre vertida fructifica, robustece al partido perseguido.
– ¡Oh! que fructifique en buen hora. En todo caso, doblaremos, triplicaremos, centuplicaremos el número de los patíbulos.
– Tened en cuenta, señor, que todo vuestro poder no os librará de un golpe traidor.
– Y bien, moriremos como debe morir un rey, sin cejar ni volver la espalda. Pero pensemos en tí. ¿De qué modo te puede mostrar tu agradecimiento el rey? Ayuda á mi deseo, pídeme, exígeme… ¡Por San Jorge! te daría la mitad de mi corona.
– ¡ Oh! señor, guardadla; pero no por eso dejaré de pediros una gracia.
– Concedida, sea cual fuere.
– Meditad, señor, que puedo tal vez pediros vuestro asentimiento para un enlace en que vuestra sangre se uniría á la mía.
– ¡Oh! conde; ¿has pensado unirte á mi hermana Matilde? Sea. Seremos hermanos. Afortunadamente mi compromiso con el príncipe Malek-Adel está roto, y ella es libre. Se lo rogaré; se lo mandaré. Será tu esposa.
– ¡Ah, señor! contestó Salisbury sonriendo á la interpretación del rey; ¿ha olvidado vuestra gracia que tengo sobre mis canas setenta años?
– Entonces, añadió el rey vacilando, querrás unir tu hermosa hija con un hombre á quien haría pedazos antes de consentir que la hiciese infeliz. ¡Rayos de Dios! valiera más entregarla á Satanás en persona, milord.
El conde miró fijamente al rey.
– ¿Sabéis de quién hablo? le preguntó.
– Si ha de unirse tu sangre á la mía, ¿cómo puede ser sino enlazando á lady Ester con el príncipe Juan?
– ¡Ah! ¡señor! ¡nunca! murmuró con desdén Salisbury.
– Pues no comprendo…
– Existe un hombre que ama á Ester, y que es amado de ella. Ese hombre es el noble y valiente Ricardo Espada-larga.
– ¿Y se une mi linaje al tuyo con el enlace de tu hija y de mi hermano de armas? preguntó el rey con extrañeza.
– Entended, señor, que Espada-larga tiene derecho á que le nombren, como á vos, Ricardo Plantagenet.
– ¿Y qué abona ese derecho?
– Esta cédula, contestó Salisbury sacando de entre sus ropas un pergamino escrito de mano y letra de Enrique II, y autorizado por Santo Tomás, arzobispo de Cantorbery, canciller del reino en la época de su fecha, y muerto después por orden de Enrique en la Torre del Traidor, que desde entonces tomó el nombre, que aun conserva, de Santo Tomás.
El rey pasó rápidamente la vista sobre el pergamino, del que pendía el gran sello de Inglaterra.
En él, Enrique II reconocía por hijos naturales, autorizándolos para llevar su blasón en la corte y en el campo, debiendo poner en él barras de bastardía á Ricardo y Godofredo, habidos en 1169 de lady Rosmunda Chifford, hija de lord Walter Chifford. Dejábales por herencia el palacio y el parque real de Wootstock-Bower, previniendo no fuesen puestos en posesión de sus Estados, ni se les hiciese sabedores de su origen hasta que cumpliesen los veinticinco años. El depositario de este secreto era lord Salisbury, conde de Salisbury, y se suplicaba al rey cumpliese la voluntad real y paternal de Enrique II.
El documento era autógrafo; la firma del arzobispo y el gran sello de Inglaterra, auténticos. No había lugar á la duda; pero el asombro estaba pintado en la mirada de Corazón-de-León, que releía el pergamino.
– Tan cumplidamente has llenado tu encargo, Salisbury, que esto es enteramente nuevo para mí. Pero sin embargo, me colma de placer. ¡Pluguiera á Dios no fuesen bastardos! Muerto yo, un Ricardo Plantagenet sucedería á otro Ricardo Plantagenet. Creo que su nacimiento está unido á una historia terrible.
– Muy terrible, señor; pero me abstendré de referirla á vuestra gracia, porque en ella me sería forzoso pintar á vuestra madre de una manera odiosa, junto á lady Rosmunda, que era un ángel.
– ¿Qué me podrás decir que yo no sepa? ¿Ignoro acaso que las locuras, y aun pudiera decir liviandades de mi madre, obligaron á repudiarla á Luis VII de Francia? ¿Que mi padre fué bastante débil para unirse á ella por razones de Estado, y que ha sido una cosa extraña que haya nacido de ella una criatura tan pura como mi hermana Matilde, cuando Enrique, Juan y yo somos tres retoños malditos? ¡Oh! todo lo sé, mi buen Salisbury; pero la historia de esa Rosmunda es para mí poco clara. Necesito saber lo que concierne á mis hermanos antes de reconocerlos.
– Si así lo queréis, señor, oiréis una historia muy triste.
– ¡Oh! no importa; te escucho.
– Vuestro padre, señor, sólo contaba veinte años cuando fué coronado en 1154; era un bizarro caballero, y partió, como vos, á Palestina. Dos años después, á despecho de su Consejo y de sus amigos, se unió á vuestra madre Eleonora de Guiena. Era un enlace desigual; Enrique II, niño aún, no podía amar, ni amaba á Eleonora, que nunca fué hermosa, y que sólo tenía en su abono un tacto exquisito y lo alegre y chistoso de su carácter. Eleonora aventajaba trece años en edad al rey, y éste, enamorado é impresionable, la hizo sufrir en infidelidades lo que ella había hecho sufrir á Luis VII. Celosa hasta el frenesí, amando hasta la locura á vuestro padre, de carácter iracundo y altivo, se hizo para él insoportable. Doce años transcurrieron después de su matrimonio en continuas desavenencias, cada una de las cuales motivaba una ausencia del rey con pretexto de caza ó guerra. En 1168 tuvo lugar una de estas expediciones; yo acompañaba al rey; el punto de partida era Wootstock. En la última jornada nos sorprendió la noche junto al castillo de Oxfford, habitado entonces por sir Walter Chifford, que salió al encuentro del rey y le rogó le honrase hospedándose en su castillo. Aquella noche conoció el rey á la desgraciada Rosmunda: era una joven de dieciocho años, cuyo semblante noble y maravillosamente hermoso aún no he podido olvidar. Figuráos, señor, una frente pálida, tersa, majestuosa, coronada por sedosos rizos de largos cabellos rubios; unos ojos azules de mirada diáfana, poderosa, en que se retrataba la paz de un alma purísima y tranquila; añadid á esto un cuerpo esbelto, de soberbias formas, de continente de reina y aéreo y vagoroso como el de un ángel; una imaginación entusiasta y un tesoro de amor en el corazón, y tendréis una pequeña idea de Rosmunda. El rey era como vos á los treinta y cuatro años; prendóse de Rosmunda y Rosmunda de él; lord Walter Chifford cerró los ojos á su honor y los abrió á su ambición. Algunos días después, Rosmunda era la dama de Enrique II, que construyó para ella el palacio y el célebre laberinto de Wootstock. Allí nacieron un año después Ricardo y Godofredo. Enrique II quiso tenerlos á su lado en la corte, y me los entregó; yo los expuse en Westminster y me oculté tras uno de los pilares de la portada para no permitir que nadie los recogiese más que el rey, que con algunos caballeros debía pasar como al acaso; pero os anticipásteis vos; volvíais de San James de una cita amorosa, y oísteis el débil baguido de los niños; llegasteis á ellos, y los contemplásteis un momento conmovido, yo os conocí á la luz del alba y os dejé hacer; tomásteis los pobres gemelos bajo la capa, y partísteis; yo os seguí: fuísteis con ellos á Withe-Tower, residencia entonces del rey, y le entregásteis los niños cuando se preparaba á ir á buscarlos: el misterio envolvió de una manera impenetrable su origen. Fueron adoptados por vuestro padre, declarados caballeros y educados como tales. Enrique II los amaba con todo el amor que sentía por su madre; y cuando Eleonora logró introducirse en Wootstock-Bower y asesinó celosa á Rosmunda, su dolor y su furor no conocieron límites; si vuestro padre viviera, aun estaría encarcelada vuestra madre. Ahora, señor, que conocéis la historia de Ricardo, que sabéis que debe llevar vuestro nombre, ¿consentís en su unión con lady Ester Salisbury, condesa de Salisbury?
– Te hubiera dado mi hermana Matilde, ¿cómo, pues, negarme al enlace de Espada-larga con tu hija?
– ¡Oh, señor! exclamó el anciano arrojándose á los pies del rey.
– Levanta, leal vasallo. Mañana quiero ver á tu hija; y ya que conoces los secretos de mi padre, busca á otra hermana mía que se nombra Ketti.
– Han venido conmigo, señor.
– Que entren, dijo el rey; ve por ellas.
Salisbury salió.
– ¡Por San Dustan! exclamó el rey; si mi padre hubiera vivido diez años más… ¡Oh! ¿quién sabe dónde hubiéramos llegado? El buen anciano no quiso privarme del consuelo de la fraternidad. ¡Rabo del diablo! una hermana beata, un hermano loco y tres bastardos por añadidura. En cambio yo no tengo hijos; y ha hecho bien Dios: me basta con los de mi padre.
Detuvo en esto el vuelo de su pensamiento, porque Salisbury entró con Ester y Ketti. La primera saludó con nobleza y gracia al rey, felicitándole por su vuelta; la segunda se detuvo, encendida de rubor y trémula de miedo, á pocos pasos de la puerta.
Ricardo la miró de alto á bajo; después dijo á Salisbury en un tono que sólo pudo ser oído por él:
– ¿Estás seguro de que es ella?
– Miradla bien, señor, contestó en el mismo tono el conde; es una semejanza perfecta de vuestra hermana Matilde.
– Adelante, niña, la dijo el rey; ¿sabes quién soy yo?
– ¡Ah, señor! tartamudeó Ketti arrojándose á sus pies, con los ojos bañados de lágrimas.
– ¿Sabéis, Salisbury, dijo el rey levantando á la niña y sellando un beso en su frente, que es lo más bello de mi familia?
Ketti se sonrojó, y se separó suavemente del rey.
– ¿Y dónde está milord Espada-larga? preguntó el rey. ¡Ola, Nortumberland!
Nortumberland apareció á la puerta.
– Haced que entre mi hermano de armas.
– Aquí estoy, señor, dijo adelantándose Espada-larga.
Nortumberland permaneció á la puerta.
– ¿Qué edad tenéis, milord? preguntó Corazón-de-León á Espada-larga.
– Veinticinco años, señor.
– Hincad una rodilla en tierra, milord, y leed.
Espada-larga dobló una rodilla, y empezó á leer en voz alta la cédula de Enrique II, que le había entregado el rey; cuando llegó á su nombre, su voz, antes segura, tembló.
– Esto no puede ser, señor; exclamó Espada-larga, fijando en el rey una mirada profunda.
– Y sin embargo, milord, contestó el rey, yo, Ricardo Plantagenet, hijo legítimo de su alteza Enrique II de Inglaterra, rey por muerte de nuestro padre del mismo reino, os reconocemos á vos, Ricardo Plantagenet, marqués de Tiro, conde de Chifford, como hijo bastardo de nuestro padre, y de lady Rosmunda, condesa de Chifford, alzad.
Espada-larga se levantó aturdido. El rey le abrazó y le besó en la mejilla.
– Y porque sabemos, añadió el rey, que es vuestro deseo tomar por mujer á lady Ester Salisbury, condesa de Salisbury, tenemos á bien concederos nuestra licencia, y señalar vuestras bodas en un plazo de tercero día.
Ester dió un grito de placer, pero se contuvo. Vió á Ketti trémula, pálida, apoyarse en la mesa, y vacilar. Espada-larga se contuvo también por la misma causa.
– Milord, continuó el rey, dirigiéndose á Espada-larga, haréis que se nos presente nuestro hermano Godofredo Plantagenet.
Espada-larga palideció, acercóse al rey y le dijo en voz baja:
– Godofredo es ejecutor de la torre.
Ricardo Corazón-de-León lanzó un voto horroroso, y golpeó el pavimento con el pie.
En aquel momento la puerta se abrió, y Godofredo se presentó en ella mostrando una cabeza cortada; había pasado la hora prefijada por el rey, y venía á cumplir su deber.
– Señor, dijo, sin pasar de la puerta, é hincado una rodilla en tierra; esta es la cabeza de Adam Wast, ejecutado por traidor.
Ketti dió un grito, y cayó desmayada; Ester sintió circular por sus venas el frió del horror, y Corazón-de-León fijó los ojos en Godofredo, como hubiera podido fijarlos en la esfinge.
– ¡Id! ¡id! dijo el rey después de un momento de estupor á Espada-larga; decidle que es nuestro hermano, que deje ese traje y que se nos presente hoy.
Espada-larga salió.
– Y tú, Salisbury, hasta luego. Quiero dar sus dos horas á mi sueño.
Salisbury, Ester y Ketti salieron.
El rey se arrojó maldiciendo, y sin despojarse de la armadura, en el lecho. Cubrióse con la piel de tigre, y un momento después dormía.
EPÍLOGO
I
EL ASESINATO
TRES meses y veintiún días después de los últimos sucesos, es decir, el 6 de abril de aquel mismo año, un extenso y pintoresco campamento se levantaba frente al castillo de Chalus, en el Limosin. Pero como sin duda saben nuestros lectores que esta es una provincia situada en el centro de Francia, nos vemos precisados á decirles por qué abandonamos á Londres y le llevamos á un campamento; para ello nos bastan pocas palabras: aquel campamento pertenecía al ejército de Ricardo Corazón-de-León.
Y no se crea por esto, que se había levantado contra Felipe Augusto aquella inmensa línea de tiendas, entre las cuales se veían á la débil luz del amanecer los bruñidos petos y las altas picas de los despiertos centinelas, guardando otra tienda mayor, sobre la cual ondeaba un pendón rojo; ni que era el monarca francés quien aguardaba en un magnífico castillo, situado sobre una eminencia á un tiro de ballesta del campamento.
Cierto es que Felipe Augusto, según había previsto el obispo de Eli, demandó á Ricardo Corazón-de-León pleito homenaje por los estados de Guiena, Poitú, Normandía y Aquitania; pero Ricardo contestó poniéndose al frente de sus normandos, y yendo con la pujanza de la fiera cuyo nombre llevaba, á embestir en el ejército de Felipe que se hallaba en Saintonges, y avistándole en Niort, le obligó á declararle único y libre señor de las provincias, por las cuales le exigía pleito homenaje. Desde entonces Ricardo y Felipe eran en apariencias los amigos más afectuosos, aunque no por eso dejaban de detestarse recíprocamente.
Por lo que Ricardo llevaba sus armas sobre la faz de Francia, era un asunto puramente señorial. Había heredado de su madre la Aquitania, llevada por ésta en dote á Enrique II, y era por tanto señor natural de Limosin, y de su capital Limoges, cuyo conde era fama había encontrado la noche de Navidad de 1193, un tesoro cuyo valor ascendía á diez millones de florines. Ricardo exigió al de Limoges una parte exorbitante del tesoro; el de Limoges negó su existencia, pero añadió de la manera más insolente, que aunque fuera cierto, ni un florín suyo entraría en las arcas del rey de Inglaterra; y este juró al oir esto, de la manera más segura, que el cráneo del conde le había de servir para medida de los diez millones de florines. Pensar y hacer eran en Ricardo dos cosas iguales; aprestó sus normandos, embarcóse, y entró en Francia por la Mancha. Un día al amanecer, el conde de Limoges vió una elevada tienda coronada por un pendón real, y en torno de ella acampado todo un ejército; aquel día era el 6 de abril de 1194.
Algún tanto preocupado y temeroso el conde, ocupábase en consultar en consejo á sus capitanes el partido que debería tomar, cuando sobre las torres del castillo sonó el toque de una corneta, y el alcaide entró diciendo que dos soldados demandaban hablar particularmente con el conde. Este mandó que fueran introducidos al momento, y en efecto, dos hombres cubiertos con tabardos y las viseras caladas sobre los ojos se presentaron demandando se les señalase un puesto para batirse en defensa del señor de Limoges contra el rey de Inglaterra.
El uno de ellos llevaba una ballesta y tres venablos: adelantóse, y dijo mostrando sus armas:
–Juro por los Santos Evangelios dar muerte al rey después de vencerlo; este, dijo mostrando uno de sus venablos, hará caer uno de sus más cercanos servidores; este, y mostraba un segundo venablo, herirá su caballo y le hará rodar por tierra; este otro se clavará en su pecho y le matará.
El conde de Limoges hizo un ademán desconfiado é incrédulo; pero el hombre que tal había jurado, llegó á una ventana, tomó una flecha del talabarte de un arquero, y señalando á la tienda real dijo:
–¿Véis la enseña del león tremolando sobre su guarida? ¿Si hago rodar esa enseña creeréis que del mismo modo podré herir al rey?
El conde y sus capitanes se acercaron á la ventana, sorprendidos por tan atrevida prueba. Aquel hombre armó la flecha en su ballesta, apuntó y disparó; el arma hendió los aires silbando, é instantáneamente el pendón cuya asta había sido cortada, rodó hasta el suelo, cayendo delante de la tienda.
–Es una casualidad, dijeron simultáneamente algunas voces.
El que tanta destreza había mostrado, tomo otra flecha, y apuntó á uno de los centinelas del campamento enemigo; un instante después el normando cayó como si le hubiera herido un rayo.
Este doble incidente produjo un movimiento hostil en el ejército de Corazón-de-León. Las tiendas se plegaron desapareciendo en un momento, y sólo se vió en su lugar una extensa línea de yelmos y picas, sobre las cuales reflejaban los primeros rayos del sol; línea que avanzaba rápidamente con las picas al hombro, arrojando nubes de flechas sobre el castillo, al son de las trompetas y de los timbales, desfilando como una serpiente, y circunvalando los fosos. Bien pronto el castillo de Chalus estuvo sitiado, y la catapulta empezó á batir sus muros.
Las almenas estaban cubiertas de archeros que arrojaban sobre el ejército sitiador una granizada de venablos, hiriendo á la descubierta á los normandos, que caían con una frecuencia que hacía rugir de rabia á Corazón-de-León.
Cabalgaba éste en un soberbio corcel con gualdrapas de batalla, ennoblecidas con el blasón de los Plantagenet: llevaba la misma armadura dorada con que entró en Londres, y bajo ella ceñía una fuerte loriga. Junto á él, armado de todas piezas, cabalgaba Ricardo Espada-larga á su derecha, y á su izquierda el conde de Surrey llevaba el pendón real.
–¡Adelante, tigres míos, gritaba el rey blandiendo su hacha de armas, y recorriendo al galope su línea que seguía avanzando; ¡adelante la normandía! es necesario que ahorquemos á esos perros franceses.
Los normandos adoraban al rey, si bien no le llamaban más que su duque; pero su duque era invencible cuando se ponía á su cabeza, cuando les aguijaba como un cazador aguija su jauría.
El ardor de los normandos era terrible; entraban sin detenerse un punto al paso de carga, sufriendo los disparos del castillo, y dejando tras sí un rastro de sangre y de cadáveres.
No se oía más que un solo grito:
– ¡Salud al duque de Normandía! ¡A Chalus! ¡A Chalus!
Y entraban cada vez con más ardor, estrechando el círculo, á la carrera, con los escudos al pecho y las picas al hombro.
De repente la corneta del rey tocó alto, y aquella valiente muchedumbre se detuvo á un mismo tiempo sin adelantar un solo paso.
Se había abierto la puerta del castillo, dando salida á una pequeña cabalgata, entre la cual ondeaba un pendón blanco, y que adelantó á la carrera llegando junto al rey, el cual se había adelantado algún tanto á los suyos, acompañado de Espada-larga y del conde de Surrey.
Los que venían del castillo, echaron pie á tierra, y doblaron la rodilla ante Corazón-de-León, á quien uno de ellos se dirigió.
– Señor, dijo mostrándole un ramo de oliva; mi señor natural, el noble conde de Chalus, me envía á hacer proposiciones de arreglo á vuestra alteza.
El rey lanzó una mirada iracunda al mensajero, y señalando los cadáveres de los normandos, gritó enfurecido:
– Es ya tarde: decid á vuestro noble señor, que Corazón-de-León no se allana á admitir proposiciones de un vasallo rebelde, y que si al momento no me abre Chalus sus puertas, no dejaré piedra enhiesta en sus muros, ni cabeza en los hombros de sus defensores.
– Cuando el conde, mi señor, contestó el enviado, negó á vuestra alteza la pertenencia del tesoro encontrado en sus Estados, no disputó más que un derecho; nunca pensó defenderlo con la fuerza, y sólo tomó las armas cuando entró vuestro ejército á sangre y fuego, talando sus tierras. Nada han respetado vuestros soldados, y un terrible azote á caído sobre el Limosin; el conde, mi señor, por la vida de sus vasallos, que también lo son vuestros, me ha enviado á vuestra alteza con un ramo de pacífica oliva; pero ha arrojado la vaina de la espada para defender á todo trance su blasón coronado de conde.
– ¿Eso es decir, gritó furioso el rey, que vuestro amo me da á escoger la paz ó la guerra?
– ¡Señor!
– ¡Basta! Cuando un vasallo rebelde como vuestro conde se atreve á empuñar las armas contra su señor natural, en vez de admitir su guante, se envían cuatro archeros acompañados de un verdugo, para que quiebre su espada y rompa su blasón; se le hace subir á una horca, y se le cuelga en ella para aviso de los traidores. ¡Idos!
–¡Señor!
–¡Idos! ¡por San Jorge! gritó el rey lanzando sobre él su caballo, y levantando el hacha de armas.
Los mensajeros del de Limoges, tuvieron por conveniente cobrar sus bridones y escapar; el rey dió la señal de arremeter; los que huían, entraron en el castillo acompañados de un vendaval de flechas.
Casi al mismo tiempo, aparecieron sobre la solitaria plataforma del torreón más avanzado dos hombres; el uno de ellos, permaneció inmóvil, el otro armó una ballesta, y apuntó; el venablo se clavó rechinando en el escudo de Espada-larga.
–¡Ira de Dios! Surrey, exclamó el joven; que Dios no me salve si aquellos dos hombres no son los que continuamente nos persiguen.
En efecto, un mes después de la llegada del rey á Londres, dos hombres le habían acometido para asesinarle; pero frustrada la tentativa, lograron huir; lo mismo había acontecido respecto á Espada-larga y á Surrey, que donde quiera que estaban, tenían ocasión de ver á aquellos dos miserables asesinos, pagados sin duda, y á quienes el diablo debía proteger, puesto no había sido posible haberlos á las manos.
Una descarga de flechas fué á estrellarse sobre las almenas del torreón donde aquellos dos hombres estaban, pero sin herirlos; el que había disparado el primer venablo, armó otro, y el caballo del rey cayó rodando por la arena; el rey se levantó empolvado, frenético, rechinando los dientes y lanzando llamas de cólera por los ojos.
Las flechas pasaban espesas como el granizo junto á los dos temerarios del castillo, y siempre sin tocarlos. En fin, el que tan buen tirador era, armó el tercer venablo; Corazón-de-León dió un grito, y cayó entre sus caballeros: el venablo le había herido en el hombro izquierdo atravesando el escudo, la coraza y la loriga; en el asta del venablo estaba atado un pergamino; el rey le arrancó y le leyó.
– «Corazón-de-León, decía; yo soy el marido de tu hermana; yo el que mandaste poner en el tormento; yo soy el sentenciado por tí y salvado por Satanás para esterminarte; soy Adam Wast, y mueres á mis manos, porque el venablo está emponzoñado.»
Los caballeros lanzaron un grito de venganza; el rey quiso montar á caballo, pero no pudo, y fué necesario conducirle á su tienda.
El castillo fué asaltado, por los furiosos normandos que pasaron á cuchillo á sus defensores. En vano Ricardo Espada-Larga buscó al asesino de su hermano; no le halló ni entre los prisioneros ni entre los cadáveres.
Cuando volvió á la tienda real, Corazón-de-León había muerto.
El rey gigante en valor, el rey aventurero, el rey indomable, había perecido, como su padre, á manos de la traición.
Agiab había cumplido su juramento á Guillermo de Longchamps, Obispo de Eli y canciller de Inglaterra.
Corazón-de-León fué enterrado en la abadía de Jontevraud.