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Kitabı oku: «Los hermanos Plantagenet», sayfa 4

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VI
UNA TRAICIÓN INVOLUNTARIA

DIK arrastraba tras sí á Ketti, y bien pronto salieron del cuartel de San James. Atravesaron á Westminster, á Walter-Streed, y deslizándose junto á los muros de la Torre, pasaron el puente de Londres y se perdieron á través del arrabal Sowttwark.

Ketti no sabía adonde la llevaban, pero iba contenta porque iba con Dik; ni una sola vez recordó su casita de la plaza del Mercado.

Al cabo Dik se detuvo en un oscuro callejón al fin del arrabal y llamó á una puerta; la casa estaba sumida en el mayor silencio; nadie contestó, pero el joven creyó escuchar pasos leves en el interior.

– Abre, Robín, con una legión de diablos, gritó; soy yo, Dik.

Un momento después se abrió la puerta, y apareció tras ella un jayán alumbrándose con una tea.

– ¡Ah! ¿sois vos, capitán? adelante; dijo el hombre. Por San Huberto, que es difícil conoceros con ese ropón de señor… adelante… siento no poderos ofrecer nada… los aldermens se me han bebido mi último vino, que por supuesto no me han pagado, y un solo pedazo de pan que me quedaba le he vendido por un florín al hombre colorado.

Dik se estremeció; así era como nombraba el populacho al verdugo. Su hermano había buscado pan para él, y él se había olvidado de su hermano. Casi se avergonzó.

– ¿Hay alguien?

– Entre nosotros, capitán, el sótano está lleno. Si no fuese porque están cien escalones bajo tierra los oiríais. Con ellos está el hombre colorado, que volvió furioso después de haberse llevado mi pan. Más de una vez os he oído nombrar, y os esperan según creo. Pero por San Dustan os aconsejo que no bajéis con esta paloma, añadió señalando á Ketti, pudiera tener un mal encuentro.

Ketti se inmutó, y se cubrió apresuradamente con su velo.

– Silencio, dijo Dik, ¿está abajo Adam Wast?

– Sí.

– Pues bien, llévanos á otro aposento cualquiera.

Robín cerró la puerta y les precedió á través de una escalera, diciendo para sí:

– Cáspita no es la ocasión más oportuna para burlar maridos, cuando es necesario sacar trigo de la cabeza del obispo.

Cuando hubieron llegado al piso superior, Robín abrió una puerta desvencijada, y los jóvenes entraron en un miserable aposento á teja vana.

A pesar de su estado miserable, aquel aposento tenía algo de extraño.

Robín, que sin duda era algo hablador, se encargó, sin consultar la oportunidad del momento, de referir á Dik una historia que sin duda había narrado un millón de veces á sus huéspedes, porque es de advertir, que aquella casa era una especie de taberna-mesón, donde la gente perdida, las rameras y los estudiantes solían pasar las noches al abrigo de las rondas de los aldermens, que daban con ellos en la cárcel del condado de Surrey, ó en la picota de la plaza de Guy, si por acaso los encontraban vagando después del cubre-fuego. Robín, pues, hizo notar á Dik una cama de encina cubierta por un mal gergón y cerrada por unas cortinas de color dudoso, dos sillones de baqueta y una mesa mugrienta.

– ¿Véis todo eso, capitán? añadió tras su indicación; en esos muebles se ha sentado todo un alto personaje; este miserable aposento ha visto morir á un rey.

Dik dispuesto á despedir de una manera brusca á Robín, pareció interesarse en su cuento, y dijo con interés:

– ¡Diablo! ¿y qué rey era ese?

– ¿Qué rey? Confúndame Dios, capitán Dik, si no me habéis hecho una pregunta que me embaraza, porque yo no debo engañaros: cuando yo era montero y vos mi capitán me habéis salvado la vida.

– Pero ese rey, repuso Dik impaciente.

– Ese rey era… cuando otros me han hecho esa pregunta, he contestado sin vacilar: el rey Offa (este nombre en aquel tiempo, en Inglaterra, equivalía lo que ahora en España el de Wamba), y he desfigurado una historia que pasó hace sólo once años.

– Luego ese rey era…

– ¡Enrique II de Inglaterra!

Ketti se levantó del sillón en que se había dejado caer, y repitió con sorpresa:

– ¡Cómo! aquí en este miserable desván ha muerto…

– Sí, hermosa niña, el padre del rey. Pero tened presente, capitán Dik, que yo á nadie he contado esto, y que vos sois y vuestra compañera los primeros que entráis en este cuarto, que no sean un monje y yo.

– ¿Y á qué viene aquí ese monje? preguntó con interés Dik.

– A rogar á Dios por el alma del rey muerto, y por la salvación del rey vivo.

– ¿Luego conocía á Enrique II?

– Era su confesor.

– ¿Y cómo se llama ese monje, á qué monasterio pertenece?

– ¡Llámase!.. lo ignoro; ¿su rostro?.. jamás le he visto. Un día le seguí y le ví entrar en la ciudad en el monasterio de San Bridge.

Dik escuchaba con la mayor atención; cada palabra de Robín despertaba en él un nuevo interés. Robín conoció que era escuchado, tal vez con más atención que nunca, y sentándose sobre la cama calló un momento como preparándose para un largo relato; Dik creyó oportuno sentarse, y se colocó en uno de los sillones. Ketti, que sólo pensaba en su amor, maldijo en su interior al importuno hablador y se sentó también.

– Vosotros, hijos míos, seríais niños aún, dijo Robín dándose toda la importancia satisfecha del hombre que es escuchado con atención por primera vez; sí, muy niños, cuando acontecieron los terribles trastornos del año ochenta y tres; yo era más joven, y pasaba mejor la vida… Karl… mi buena Karl…

Dik se agitó en su sillón con impaciencia.

– Es necesario que os refiera esto, continuó Robín notando el movimiento de Dik; es el principio de la historia. Karl, pues, era una buena muchacha de las montañas de Escocia, que bailaba como una hada y cantaba como un bardo. Yo tocaba el laud y ella bailaba; los tarines llovían en mi gorra, y estábamos perfectamente; pero llegó un tiempo en que el pan estuvo escaso y en que los tributos crecieron. No gobernaba entonces el Obispo, pero lord Macclair, favorito del rey, era un soberbio sanguijuela. El populacho ya no nos arrojaba más que algunos miserables pedazos de pan; los tarines cesaron, y al fin nuestro canto y nuestro baile eran inútiles; entonces nos dijimos: pongamos una taberna y unámonos á alguno, porque no somos bastante ricos para traficar solos…

– Pero el rey…

– Paciencia, capitán, paciencia. Conocíamos á otra bailarina escocesa, y le propusimos que se uniera á nosotros.

«Acepto, nos dijo; necesito una casa donde vivir sin ser notada, y estaremos juntos si vosotros aceptáis mis condiciones. Soy amante de un gran señor, y habréis de tolerar que frecuente la casa.» Ya véis, capitán, que eran algo duras las condiciones; pero ella deshizo de tal modo nuestros reparos, que aceptamos y tomamos esta casa. Ya hace de esto dieciséis años. Todas las noches, después del toque de cubre-fuego, un hombre embozado en una larga capa, por el postigo que da á otra calle, entraba en esta habitación por esa puerta; y Robín señaló una puerta pequeña inmediata al lecho, subiendo una escalera escusada. Algún tiempo después nuestra amiga tuvo una niña. Pasaron algunos años, y al fin llegó el ochenta y tres. Fué un año terrible; el pueblo, agobiado por el hambre y los tributos, se rebelaba cada día contra el rey, y Londres era un eterno campo de batalla; Enrique el joven, Ricardo y Juan-sin-tierra, hijos de Enrique II, alentaban el fuego, y al fin se declararon en abierta rebelión contra su padre, insurreccionaron el Poitú y la Normandía, y se presentaron á las puertas de la ciudad al frente de un ejército. El rey se encerró en White-Tower; pero los normandos asaltaron la torre indefensa, porque no había un solo inglés al lado del rey, más que lord Macclair y el conde de Salisbury. Entretanto los normandos robaban á Londres, los hijos traidores partían el trono de su padre, y el infeliz viejo, perseguido por su primogénito Enrique el joven, pasaba á la carrera acompañado de sus dos últimos servidores, el puente de London Bridge, y entraba en Sowttwark. A pesar del odio que profesaba el pueblo al rey, los habitantes del condado de Surrey no se atrevieron á secundar la infamia á que habían ayudado los del condado de Middlesex; se apiñaron á la salida del puente, dejaron pasar al rey y rechazaron á Enrique el joven. Fué un horrible combate; los de Sowttwark cortaron la madera del puente, y Enrique y algunos normandos cayeron al río. La cólera de Dios cayó sobre el hijo maldito; las aguas se cerraron sobre él, y sólo se abrieron para arrojar su cadáver en la isla de los Perros.

Robín calló un momento como para observar el efecto que había producido en sus oyentes lo pomposo de su último período.

– Parte de lo que has dicho lo saben todos, dijo con impaciencia Dik; lo que no es tan claro es lo que pasó por el rey antes de que su cadáver fuese depositado en Westminster.

– Cabalmente ese es el secreto, contestó Robín con cierto misterio. Al ver á los más pacíficos vecinos armados con partesanas, palos y picas, corriendo hacia London-Bridge, cerré mi puerta, y corrí á encerrarme con Karl, en lo más profundo del sótano. Nuestra compañera estuvo en este aposento, asomada tenazmente á la ventana, á pesar de haberla nosotros invitado á ponerse en lugar más seguro. Desde el fondo del sótano oíamos los gritos de los combatientes de London Bridge, que duraron hasta la noche. Luego sucedió un profundo silencio. Me aventuré á subir, y nada oí: subí aún más, siempre el mismo silencio. Atrevíme á llegar á esa puerta para llamar á nuestra amiga, y miré por las rendijas. ¿Sabéis lo que ví? añadió Robín deteniéndose como para dar un tinte solemne á su pregunta.

Dik se encogió de hombros.

– Pues bien, ¡ví al rey!

– ¡Al rey! exclamaron á un tiempo Dik y Ketti.

– Sí, á Enrique II herido en esa cama, atravesado el pecho de un flechazo, y espirante; junto á él estaban lord Salisbury sosteniéndole, y la bailarina arrodillada en ese reclinatorio. Yo también escuchaba conteniendo mi respiración; pero nada oí, hasta el momento que el rey gritó incorporándose de repente:

– ¡Perdonarlos! ¡perdonarlos cuando ellos me han asesinado! ¡no! ¡no! ¡Maldito sea mi hijo Enrique! ¡Maldito sea mi hijo Ricardo! ¡maldito sea mi hijo Juan!

– No los maldigáis, señor, contestó el conde; tal vez alguno de ellos está ahora en presencia de Dios.

– ¡Dios mío! exclamó el rey, ¿ha muerto Ricardo?

– Señor, no, observó lord Salisbury; es de presumir que no.

– Me engañáis, milord; me engañáis.

– Pues bien, dijo el conde, perdonadlos, señor, perdonad al menos á vuestro hijo Enrique, que ha sido muerto por los habitantes de Sowttwark.

El rey dió un grito y cayó desmayado. Pocos momentos después volvió en sí, y dijo con voz débil á lord Salisbury:

– Tomad mi espada, milord, y guardadla; ya sabéis mi voluntad acerca de ella, y mis proyectos hacia ellos; tú, pobre mujer, á quien yo recogí de las calles de Londres, que has sido mi último amor, acércate y no llores; toma, y la dió un objeto que no pude distinguir; si mi Ricardo es rey, dile que muero perdonándole con sus hermanos; que proteja á tu hija, porque esa es la última voluntad de su padre moribundo. Después cayó sobre el lecho, y un momento después murió.

Robín había callado; Dik callaba, mirando, sobrecogido de terror, el lecho.

– Esa es la historia, dijo Robín; una historia muy triste en verdad, que á nadie he contado hasta ahora.

– Pero aquella mujer… observó Dik.

– ¿Qué mujer?

– La bailarina.

– Se volvió loca, huyó y no la he vuelto á ver.

– ¿Y cómo se llamaba?

Iba Robín á contestar, cuando se abrió la puerta que comunicaba con la escalera escusada que hemos indicado, y apareció una sombra en su dintel.

– Silencio, dijo una voz profunda, tras la capucha de un manto negro, demasiado habéis dicho; y me place saber que un secreto de Estado está en vuestro poder, maese Robín. Será necesario poneros á recaudo, según creo. Caballero, cualquiera que seáis, en nombre del rey, íd á avisar á los guardias de la Torre.

Dik, á quien este extraño personaje se había dirigido, no se movió; pero Robín, creyéndose perdido, quiso huir. El hombre negro le detuvo por un brazo con la fuerza de unas tenazas.

– ¡Socorro! ¡socorro! gritó Robín con todas sus fuerzas.

Una mano del hombre que le sujetaba tapó su boca, pero ya era tarde; oyéronse precipitados pasos de algunos hombres por la escalera, la puerta se abrió, y entró Adam Wast; tras él venían los otros cinco hermanos de la niebla.

La fatalidad hizo que Ketti fuese el primer objeto que se presentó á la vista de Adam Wast. Verla y arrojarse á ella puñal en mano, fué obra de un momento. Dik se interpuso, y arrojó al furioso marido en tierra de una puñada.

En menos tiempo del que empleamos en describirlo, la estancia se tornó en un campo de batalla; el hombre del manto abrió rápidamente la puerta de escape, y dió salida á Ketti, que cayó desmayada en el primer tramo de la escalera; Adam Wast se levantó furioso y embistió á aquella puerta; la espada de Enrique II lució fuera de la vaina junto al lecho de muerte del mismo Enrique II, empuñada por Dik; el hombre del manto continuaba asiendo á Robín, que gritaba como un desesperado, mientras los hermanos de la niebla, escepto el verdugo, acometían en círculo á Dik.

Justo era su renombre de Espada-larga; de una estocada tendió á John Asta-de-buey, mientras Williams Caridemus caía por otro lado, abierta la cabeza de una cuchillada; sólo quedaban tres contendientes: Adam Wast, Jorge Rak y Tom Flavi. Dik se había retirado á un ángulo, y desde allí mantenía en un ancho círculo á sus adversarios. Tom Flavi esgrimía de una manera terrible su bastón; Jorge Rak, inesperto y viejo, se arrojó en un momento en que creyó poder herir á Dik, y se atravesó en su espada; Adam Wast luchaba como un león.

Oyéronse entonces precipitados pasos por la escalera principal, y Dik, creyendo era acometido por nuevos enemigos, se tendió en una estocada, y Tom Flavi cayó para no volverse á levantar más. La puerta se abrió, y llenóse el aposento de alabarderos del rey, ó mejor dicho, del obispo canciller; Adam Wast fué cogido por la espalda, y sujeto. Dik bajó la espada, no viendo enemigos á quienes herir.

– ¿Qué es esto? preguntó á Dik el aldermen que mandaba la tropa.

– ¿Qué puede ser sino una tentativa de asesinato, cuando véis á un caballero defendiéndose de cinco jayanes?

Adam Wast arrojó una profunda mirada sobre Dik.

El aldermen miró en derredor y vió cuatro cadáveres. Dik buscó á su hermano inútilmente; había desaparecido.

El interrogado habló algunas palabras en voz baja al aldermen; éste se despojó respetuosamente de la gorra, y dijo á los alabarderos.

– Esos hombres á la Torre.

Robín y Adam Wast salieron, el uno dando gritos espantosos, el otro callado y sombrío, entre la mitad de los alabarderos; el aldermen, cuando hubieron salido, preguntó al hombre del ropón:

– ¿Os acompaño, monseñor?

Monseñor indicó al aldermen la puerta de salida; este saludó y desapareció.

– Mañana en san Bridge, al ponerse el sol, junto al atrio, dijo el hombre negro á Dik, y desapareció por la puerta escusada.

Dik permaneció un momento pensativo, mirando los cuatro cadáveres.

– ¡Bah! debía suceder así; la canalla siempre pierde.

Después tomó la tea, recorrió la casa buscando á Ketti, y no la encontró. Luego salió de la casa y se dirigió lentamente á la de lady Ester. Cuando pasaba sus umbrales, la campana de la Torre vibró, irradiando entre el silencio, los sonidos del toque de cubre-fuego.

VII
UN MOTÍN-UN FLORÍN POR UNA CABEZA

AL otro extremo de la calle, en una de cuyas tabernas acababan de tener lugar los acontecimientos anteriores, oculto tras un guardacantón estaba un hombre.

Era Godofredo, que como hemos dicho había desaparecido durante la lucha; estaba con el oído atento y la vista fija en aquella casa, de donde había huido no queriendo defender á su hermano en una causa que creía injusta, ni pudiendo tomar parte contra él en favor de los hermanos de la niebla.

Al ruido del combate, el populacho había abandonado en tropel los sótanos de la taberna, creyéndola invadida por archeros del Obispo; pero vagaban á poca distancia, siempre prontos á huir más lejos.

El ruido que surgía de las ventanas de la taberna era atronador; muebles que rodaban, chirridos de acero contra acero, juramentos y gemidos; una ronda que pasaba entró, como hemos dicho, llamada por aquel alarmante rumor; á su entrada sucedió el más profundo silencio.

Poco después, parte de la ronda salía llevando presos á Adam Wast y á Robín. El primero andaba siempre silencioso; el segundo, que no esperaba le aconteciese nada grato en la Torre, se hacía el reacio, dando grandes gritos y obligando á los alabarderos á comunicarle cierto deseo de andar con el regatón de las partesanas. Pero como sus gritos se sucedieron sin intermisión, el populacho supo á ciencia fija que Adam Wast le acompañaba á un calabozo de la Torre.

Hay momentos en que las turbas están predispuestas al motín de una manera formidable, y aquél, por desgracia, fué uno de ellos. Corrieron como frenéticos, si bien evitando ponerse al alcance de las armas de los alabarderos y dando gritos, de los cuales, los más pacíficos, atentaban á la cabeza del Obispo y de la reina regente.

En un momento el arrabal Sowttwark se insurreccionó, y el genio de los motines extendió sus alas sangrientas sobre las turbas; los más atrevidos penetraron en la taberna abandonada y la recorrieron; al llegar al aposento donde había tenido lugar la catástrofe, un aullido de indignación salió de todas las bocas; los que no podían ver bien, atropellaron á los delanteros; la muchedumbre cargó sobre la desvencijada escalera de madera, que no pudiendo tolerar aquel peso inusitado, se desplomó.

No era necesario tanto para que el alboroto llegase á todo su incremento: los parientes de los que perecieron ó se estropearon en la caída, pusieron el grito en el cielo y atribuyeron la culpa de las recientes desgracias á los gobernantes, que habían asesinado á los cuatro hermanos de la niebla. Los que se hallaban en el aposento tomaron en hombros los cadáveres ensangrentados, y hallando la comunicación de la otra escalera salieron á la calle; y para que nada faltase á lo terrible de esta escena, una tea perdida de las manos de uno de los derrumbados, prendió en el tablazón del suelo, y muy pronto la luz del incendio brotó sobre la vieja techumbre de pizarra, invadió las casas vecinas y se levantó gigante y roja sobre Sowttwark.

Difícil hubiera sido entonces querer contener el motín; las turbas corrieron llevando en hombros los cadáveres ensangrentados, y se lanzaron á London-Bridge; los archeros que lo guardaban cerraron la poterna de las torres que en aquel tiempo defendían el puente, pero en vano; las piedras y los proyectiles de todo género, lanzados contra ella por la furiosa multitud, la forzaron, y los archeros corrieron á cerrar la del otro extremo, que fué forzada también. La turba penetró en el cuartel de la Torre, y llenó la plaza de Tames-Streed.

Estacionóse allí, invadiendo la parte superior de Tower-Hill, tendiéndose á lo largo de Lombar-Streed, Fenchurch-Streed, hasta cerca de un cementerio situado donde ahora se halla el de All-Hallow-Barkurg.

Los gritos eran cada vez más sediciosos.

– ¡Abajo el Obispo! ¡abajo la reina! ¡muera el justiciero Huberto! clamaban unos.

– ¡Pan! ¡pan! ¡fuera tributos! gritaban los más.

– ¡Que suelten á Adam Wast! ¡que suelten á Robín! gritaban los cortadores, los mendigos, los estudiantes y los vendedores que habían sido pagados, y que llevaban en hombros los cadáveres de los cuatro hermanos de la niebla, en torno de los cuales ardían multitud de hachas.

– ¡Ingleses! – gritó un estudiante de derecho, subiéndose sobre los andamios de una casa que se estaba construyendo, en los cuales fueron colocados los restos de John Asta-de-buey, de Tom Flavi, de Jorge Rak y de Williams Caridemus, y alumbrados por hachones que los hacían visibles á la multitud; – ¡ingleses! la sangre de cuatro buenos habitantes ha sido vertida por los tiranos. ¡Ingleses! ¡su sangre pide sangre! Vamos por las cabezas del Obispo, de la reina, de Huberto y de Juan-sin-tierra.

Reinaba el más profundo silencio; silencio de horror, causado por la exposición de los sangrientos despojos; la voz del estudiante fué oída en todo el ámbito de la plaza y repetida por millares de voces que ya no cesaron.

El pueblo nunca profundiza: al ver los cadáveres, persuadióse que habían sido inmolados por los archeros, y la indignación llegó á su colmo.

Era un espectáculo solemne.

La Torre Blanca (White-Tower), con sus robustos bastiones y sus cuatro torres angulares, rodeada por los fuertes Biward, Lionsgate, Santo Tomás, Legmount y Brassmount, con sus almenas coronadas de ballesteros, reflejaba el resplandor de los hachones de los sublevados, y recortaba su negro perfil sobre el fondo luminoso, producido por el incendio de Sowttwark. La plaza completamente invadida, ofrecía la vista de un revuelto mar cuyas olas eran de rostros, en cada uno de los cuales aparecía un mohín de amenaza; añádase á estos gritos rabiosos, pedradas arrojadas contra la Torre, los gemidos de algunos heridos por los venablos de los archeros que la defendían, y se tendrá una idea inexacta del cuadro.

Entre tanto la gran campana de White-Tower lanzó al espacio, vibrando sobre todos los rumores, el lento y grave toque de cubre-fuego, á que contestó perdiéndose á lo lejos el sonido de la campana de San Pablo.

La multitud bramó con más fuerza. El estudiante subido en el andamio hizo un ademán de silencio, que fué obedecido á medias, y gritó poniendo en grave peligro sus pulmones:

– ¡Ingleses! Dentro de la Torre hay dos buenos y leales habitantes, que serán muertos si no los salvamos. Es necesario que nos entreguen á Adam Wast y á Robín; es…

La voz del estudiante cesó de repente; su cuerpo bamboleó un momento, y cayó en fin, manchando de sangre á los que se apiñaban á sus pies. La situación se hacía cada vez más irritante; el asalto de la Torre se formalizó entre las voces de:

– ¡Mueran los infames! ¡Que suelten á Adam Wast y á Robín!

La fatalidad se encargó de ennegrecer la situación de Adam Wast; había sido preso por una causa independiente de alboroto, é indudablemente, á no haber éste tenido lugar, su situación hubiera sido desesperada.

Un hombre solo había que no gritaba, envuelto en una larga capa, en medio de aquel tumulto. Observaba en silencio, y recorría las turbas buscando la decisión en todos los semblantes, mostrando en el suyo una marcada expresión de disgusto. Cuando la multitud se lanzó al borde de los fosos de la Torre, este hombre se dirigió al collado de ella murmurando á media voz:

– Esos locos rabiosos dejarán los dientes en la coraza de piedra de la Torre, y á no dudar, mañana hará falta mi presencia en ella. Es necesario empezar un juego arriesgado.

Diciendo esto llegó á la horca, abrió el postigo que ya conocemos, entró y encendió una tea: era Godofredo que había seguido á la multitud desde Sowttwark: una vez allí, tomó un hacha y un saco, apagó la luz, salió y se dirigió á All-Hallow-Barkurg, deslizóse junto á los muros de la iglesia, y entró en el cementerio al mismo tiempo que un carro de apestados.

– Ola, maese Tomi, dijo Godofredo á un hombre que, apoyado en el dintel de la puerta, observaba con cierta curiosidad el tumulto de Tames-Streed; ¿cuanto queréis por dejarme elegir una cabeza entre esos cadáveres?

El interrogado se tornó á Godofredo y le miró con extrañeza.

– ¡Qué cuánto quiero, habéis dicho, por una cabeza apestada! ¡Por san Dustan! ¿y para que necesitáis eso?

Godofredo no contestó; metió la mano en el bolsillo y sacó uno de los florines que no había podido repartir, interrumpido por el incidente de la taberna de Sowttwark.

El sepulturero, que tal era el personaje requerido, gustaba poco de palabras inútiles, pues contestó á la entrega del florín que guardó:

– ¡Enhorabuena! entrad; ¿necesitáis que os ayude?

– Sí, traed una luz.

El guardián de los muertos volvió á poco con una tea, y sin decir palabra, empezó á andar, indicando á Godofredo que le siguiese por la entrada de un oscuro pasadizo. Descendieron por una rampa de corta extensión, y se encontraron en un subterráneo espacioso, de bóvedas bajas sostenidas por anchos pilares.

La atmósfera estaba impregnada de miasmas insoportables; alrededor de los pilares había multitud de cadáveres desnudos y hacinados.

– ¿Dónde están los de hoy? preguntó Godofredo.

El hombre de los sepulcros, ó mejor dicho, de las sepulturas, pasó algo adelante sin responder, y se detuvo delante de un pilar en que el número de cadáveres era excesivamente mayor que en los restantes.

– Mucho aflige Dios á Londres, dijo para si Godofredo, y luego añadió alto dirigiéndose al sepulturero: – Alumbrad.

El sepulturero alumbró impasible uno tras otro el semblante lívido de más de veinticinco cadáveres.

– Basta, dijo Godofredo, que había examinado con escrupulosa atención cada uno de ellos; éste me conviene, y señaló un hombre de mediana estatura, cuyo semblante, desfigurado por la agonía, marcaba la edad de treinta y cinco años.

Lo que sucedió después fué obra de un momento; desembozóse, mostrando á los atónitos ojos del sepulturero su traje colorado; asió el cadáver por los cabellos, le tendió sobre el suelo, y de un solo golpe le cortó la cabeza, que guardó en el saco. Después se envolvió de nuevo en la capa, y desapareció. El sepulturero rompió por esta vez el silencio.

– ¡Cáspita! dijo; ¿qué bruja será la querida del verdugo?

Cavó un hoyo, enterró el tronco mutilado, y tornó al dintel del cementerio y á su pasiva observación.

El tumulto de Tames-Streed seguía en toda su fuerza.

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Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
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