Kitabı oku: «Los hermanos Plantagenet», sayfa 8
XV
EL PRÍNCIPE JUAN
EL rey entre tanto había revistado á sus normandos, que le habían recibido en medio de las más frenéticas aclamaciones; había recorrido los puestos, y entraba en la sala del Consejo.
Junto al trono, á poca distancia, había una gran mesa cubierta por un mantel de púrpura, sobre el cual se veían multitud de manjares; en el centro de ella había un objeto extraño, por lo que permitía descubrir el paño negro que lo cubría, y dos candeleros de oro con velas de cera colocados sobre la mesa irradiaban su resplandor, recortándolo en los cornisamentos de las ocho columnas de madera, forradas de terciopelo que sostenían la magnífica ensambladura de la Sala del Consejo.
A alguna distancia de la mesa había ocho pajes jóvenes vestidos de brocado, como si esperasen la llegada de su dueño para servir el banquete; más atrás estaba el verdugo de pie é inmóvil; algo más allá Glow el llavero, junto á un hombretón que era el atormentador, y más atrás, en fin, inmóviles como estatuas de hierro, había una veintena de archeros apoyados en sus picas.
Al mismo tiempo que el rey observaba en silencio todo este aparato, una cabalgata de jóvenes señores entraba en Tames-Square. Todos iban silenciosos, escepto uno que reía, cantaba ó apostrofaba á sus silenciosos compañeros, que detuvieron sus caballos junto á la primera entrada de la plaza, desde donde se alcanzaba á ver la Torre.
– ¡Hola, valientes! gritó el joven soltando una estrepitosa carcajada; ¿con qué es verdad que os causa miedo mi castillo?
– Y terrible contestó uno de ellos.
– Pánico; repuso otro.
– Glacial; añadió un tercero.
– ¿Qué piensas de esto, Huberto? dijo el que había hecho la anterior pregunta.
– Lo que pienso, príncipe, es que os dejo para esconderme, y vos debéis hacer lo mismo, porque el diablo anda suelto.
– ¿Y tú que dices, Sidney?
– Exactamente lo mismo que el justiciero.
– ¿Y tú, Oxfford?
– En cuanto á mí, si estuvieran abiertos los embarcaderos, desde que oí el primer pregón, hubiera ganado una barca y estaría hace una hora con rumbo á Francia.
– Será necesario creer que Dik2 está en Londres.
– ¡Pues no! contestó el nombrado Huberto; ¿quién sino él hubiera sofocado el motín de esta noche? ¿á qué habían de ir esos heraldos pregonando su nombre á son de trompeta por la ciudad?
– ¡Bah! ¡Bah! sois muy crédulos, milores; apostaría mi cabeza contra un penique á que está ahora durmiendo muy tranquilo en su calabozo de Francfort.
En aquel momento dejóse oir á lo lejos sonido de trompetas, que se aproximaban con rapidez. La brillante cabalgata se dispersó á la carrera en distintas direcciones, como obedeciendo á un impulso simultáneo, dejando solo á aquel á quien habían llamado príncipe, que puso al trote su caballo atravesando á Tames-Square en dirección al rastrillo de la Torre. Pero de repente el caballo se detuvo asombrado, sin que bastasen los repetidos espolazos del jinete para hacerle adelantar, y de tal modo, que éste se vió precisado á echar pie á tierra para inquirir la causa del asombro del caballo. Nada vió; la niebla era densísima, y en vano pretendió hacer avanzar á su caballo asiéndole del diestro; por el contrario el bruto dió un bote, se desasió y huyó lanzando un relincho de espanto.
– Tú también me abandonas, dijo el joven; en un bruto, pase; pero ellos… ¡Oh! son unos cobardes, y no merecen que yo les dé más festines.
Después se dirigió al rastrillo, pero antes de llegar tropezó en un bulto y cayó; levantóse lanzando un juramento, y palpó el objeto que le había hecho caer; su mano se posó sobre el frío rostro de un cadáver, y se tiño de sangre.
– ¡Diablo! murmuró el joven, ya no extraño el asombro del animal; el lance ha sido caliente.
Y entonando á grito herido una balada escocesa, llegó al borde del foso.
– ¿Quién va? gritó una voz desde la almena.
– Inglaterra, gritó el joven con acento alegre; yo, el príncipe Juan; abajo el rastrillo.
Las pesadas cadenas rechinaron y el puente cayó con estruendo sobre el foso. Juan-sin-tierra le atravesó saltando, entonando siempre su balada.
Tras él se cerró el rastrillo, y atravesando patios, pasadizos y escaleras, llegó á la Sala del Consejo y se arrojó en uno de los sillones.
– ¡Ola! Smiht, Slow, Sunderi, Kewin, mis buenos capitanes, dijo, venid á hacerme compañía. ¿Qué es esto? añadió notando que nadie le contestaba; ¿y qué hacéis vosotros, canallas, que no me servís? insistió dirigiéndose á los pajes.
Ninguno se movió; pero Glow adelantó hasta la mesa, y tirando del paño negro, quedó descubierta una reluciente hacha en el centro de ella.
– ¿Qué significa esto? gritó poniéndose de pie y empuñando la espada.
– Esto significa, gritó Ricardo Corazón-de-León saliendo de detrás de una columna y asiéndole de un brazo; esto significa, gobernador de Normandía, que el rey ha añadido una pieza más á vuestro banquete. Pero comed, si tenéis hambre; bebed, si tenéis sed. El rey espera.
Juan-sin-tierra lanzó una larga y alegre carcajada al reconocer al rey, y exclamó:
– ¡Ah! ¿eres tú, Dik? ¿y yo no lo había querido creer? Me alegro, me acompañarás; ¡me han abandonado mis cobardes amigos!
Y sin inmutarse, sin contraerse, de la manera más natural, se sirvió un enorme pedazo de lomo de jabalí.
Corazón-de-León enmudeció de asombro; los circunstantes miraron con respeto y aun con miedo aquel loco, que así se chanceaba con la muerte. Juan-sin-tierra era el hombre inalterable, que más tarde debía decir á sus cortesanos, que le anunciaban la ocupación por Felipe Augusto de los Estados de Guinea, Poitú y Normandía; dejadle hacer, yo le tomaré en una hora doble tierra que la que él me ha robado en tres meses.
El rey despidió á la servidumbre y á los soldados con un ademán imperioso, y quedaron solos los dos hermanos.
– ¿Sabes, Juan, dijo el rey, que me siento inclinado á hacer contigo un escarmiento?
– Y bien, no pasará de ahí, contestó tranquilamente Juan engullendo un tasajo: soy tu hermano menor, y no te expondrías á que Dios te diga como á Caín: «Ricardo, ¿qué has hecho de tu hermano Juan?»
Corazón-de-León dudó si debía mandar sepultar en un calabozo ó abandonar como á un loco aquel joven gallardo y frívolo que de una manera tan original desafiaba su cólera.
– Sin embargo de eso, observó después de un momento de silencio el rey, nosotros hemos provocado alguna vez la justicia de Dios; ¿crees que el que se rebeló contra su padre y en unión con sus hermanos le destronó y causó su muerte, no se atreverá á poner tu cuerpo en el tormento, tu cabeza en manos del verdugo?
– Y bien; prefiero eso, contestó el príncipe llenando tranquilamente una copa, á verme reducido á la nada, encerrado en una torre, sin mujeres, sin cortesanos, sin vino: lo prefiero mil veces.
– Pues bien; eso será, gritó el rey, eso será si no me revelas tus cómplices.
– ¿Cómplices? yo no tengo cómplices, ó si los tengo no los conozco; no sé si se trata de mí más que cuando oigo gritar: viva el rey Juan, ó abajo Juan-sin-tierra. ¡Abajo, vive Dios! es una originalidad; ¿qué más abajo quieren á Juan, que sin tierra?
– Paréceme, Juan, que eres un traidor consumado.
– ¿Traidor? No por cierto. Tú estabas ausente; tu trono vacío, enteramente vacío, y dije para mí: «El pueblo cree muerto al rey, y me elige por su sucesor. Aceptemos, gocemos un momento su corona, y cuando vuelva mi hermano devolvámosela.» Yo hubiera deseado tu vuelta á los dos meses de mi coronación, porque todo me cansa pronto; pero tú te has encargado de que no tenga tiempo para fastidiarme; pues bien, ahí tienes tu corona: en cuanto á mí, dame lo suficiente para poder tener de vez en cuando un festín, y no quiero más.
Este razonamiento, pronunciado con la mayor sangre fría, puso el colmo al furor de Ricardo.
– Príncipe Juan, nos os quitamos, dijo, el gobierno de Normandía, os declaramos reo de alta traición, y sólo os dispensaremos nuestra clemencia cuando pongáis en nuestra noticia el nombre de vuestros cómplices.
– ¿Y qué más? dijo el príncipe con una sonrisa picaresca.
– ¡Juan! gritó el rey exasperado.
– ¡Dik! contestó Juan-sin-tierra remedando al rey.
– Está borracho; ¡voto á…! el rey se detuvo y meditó.
– ¡Hola! añadió dirigiéndose á la puerta; ¿está ahí el atormentador?
– Sí, señor, contestó Glow apareciendo en el umbral.
– ¿Y el ejecutor?
– También.
– Seguidme, príncipe, dijo el rey.
Juan-sin-tierra se levantó casi ebrio, y asió un brazo del rey, siguiéndole así hasta el recinto de los calabozos donde estaba la sala del tormento, en la cual entraron.
XVI
EL CONDE DE SALISBURY
CREEMOS que el lector no habrá olvidado al extraño personaje que se había presentado en el aposento de la condesa de Salisbury, bien á tiempo por cierto para cortar la desagradable escena que tenía lugar entre ésta y Agiab, ni la profunda impresión que la vista del desconocido produjo en Ester, haciéndola arrojarse á sus pies.
Nosotros no queremos ser misteriosos por más tiempo, y nos apresuramos á decir que aquel hombre de hermosa y noble fisonomía era el conde de Salisbury.
Era el valiente y leal caballero amigo de Enrique II; el que había presenciado su agonía; el poseedor de sus secretos y el que, muerto el padre, había servido al hijo con la misma adhesión, con la misma lealtad.
Es cierto que Ricardo había observado una conducta criminal con su padre, rebelándose contra él y siendo en cierto modo cómplice de su muerte; pero había sido engañado; Salisbury, que no hubiera podido tolerar la vista de Enrique el joven, halló en el dolor y en el arrepentimiento de Ricardo motivo bastante para perdonarle como hombre, lo que Enrique II le había perdonado como padre.
Ricardo, por su parte, indomable y feroz para todos, se dejaba dirigir por el conde; le consultaba sus actos de gobierno, los proyectos que le sugería su genio guerreador y aventurero, y se doblegaba á sus consejos: en una ocasión, empero, fueron inútiles los esfuerzos y las súplicas de su viejo amigo. Ricardo resolvió partir á Tierra Santa, y partió dejando su reino abandonado en manos extrañas, avezadas de viejo á la traición, y que tal vez pretendían arrancarle traidoramente la corona de sobre su yelmo de combate. Una doble causa impulsaba á Ricardo: estaba entonces á la orden del día (digámoslo así) que los reyes cristianos fuesen á derramar sangre sobre el sepulcro del Salvador, y por otra parte, el joven Felipe Augusto de Francia, ya con gloria por el feliz éxito de algunas empresas arriesgadas, y enemigo, por tanto, aunque simulado, de Ricardo, acababa de partir con gran pompa, y seguido de una falanje de caballeros, á arrancar de manos de los infieles la Santa ciudad, conquistada por Saladino al débil Guido de Lusiñán. Ricardo aprestó, como sabemos, lo mejor de sus caballeros, y partió dejando la condestablía de la Torre á Salisbury con quinientos normandos para su defensa, en cuya adhesión tenía gran seguridad. Poseer la Torre era poseer á Londres; poseer á Londres era ser rey de Inglaterra.
Pero no tardaron en mostrarse los resultados que Salisbury había temido á la partida del rey. Guillermo de Longchamps, canciller del reino, se atrevió á decir en el seno del Consejo que era necesario declarar el derecho de sucesión al trono para el caso probable de que Ricardo muriese en Palestina; halló apoyo, y Artus de Bretaña, sobrino del rey, fué declarado su heredero: de aquí resultó que Juan-sin-tierra, apoyado por su madre Eleonora de Guiena, regente del reino, interpusiese su mejor derecho, y la nobleza se dividió en tres bandos; los unos en pro de Artus, bajo la bandera de Juan los más, quedando muy pocos en el partido del rey, á pesar de los esfuerzos de Salisbury.
Ester era enemigo respetable; la Torre estaba en su poder, y su posición pesaba de una manera notable en la balanza política. Tratóse, pues, de comprarle por entrambas partes, y Salisbury desechó con indignación la primera propuesta. Sabemos el resultado de su negativa: desapareció un día que había sido llamado por el Obispo canciller, y como no se volviese á saber de él, Apsley fué nombrado condestable de la Torre. A esto siguió el encarcelamiento de los adictos á Ricardo, y los sucesos de que ya tienen conocimiento los lectores.
Cuando Salisbury fué arrojado al Támesis por la compuerta de la Torre del Traidor, ganó silenciosamente la orilla, tomó tierra y se dirigió al monasterio de San Bridge, cuyos monjes eran adictos al rey, habiendo sido uno de ellos confesor de Enrique II, al par que lo era aún del conde de Salisbury, y los muros del monasterio ocultaron también al fugitivo: fué éste tan prudente, que su muerte se dió por cierta, y su hija fué puesta en posesión de su herencia.
Sin embargo, el conde, una vez en el monasterio, observaba las prácticas religiosas de una manera rígida, y se había hecho un modelo de austeridad para con los monjes más severos. Jamás salía del convento, ni hablaba con otro que con el padre Williams, su confesor, y que lo era á la sazón de su hija.
Ester era religiosa y practicaba; una vez arrodillada ante el confesonario, desplegaba su alma y la mostraba hasta en lo más recóndito.
Los monjes no se veían en el confesonario; llegaban á él por el interior del monasterio, y sólo comunicaban con el penitente al través de una pequeña reja abierta en un nicho profundo y oscuro que correspondía á la iglesia.
Una vez allí, el misterio y la oscuridad presidían al solemne acto; y la voz del monje, partiendo desde lo profundo, parecía en cierto modo la voz de Dios desde la eternidad.
Siempre que Ester confesaba, su padre asistía al confesonario junto al padre Williams, esto podía ser sacrílego y malo; pero así sucedía.
Por este medio Salisbury conocía la sed de venganza de Ester, sus padecimientos, sus alegrías, su amor á Espada-larga, la conciencia de su hija estaba abierta ante él como un libro, y por lo tanto, cuando pasada la primera sorpresa contó á su hija el modo milagroso con que había salvado su vida; cuando llegó el caso de que Ester quisiese referirle su historia, la interrumpió pronunciando estas solas palabras:
– Todo lo sé, y me alegro de saberlo tal como es; porque de otra manera, lo que ahora encuentro noble y grande, me hubiera parecido criminal y vergonzoso.
– ¡Ah, señor! murmuró Ester.
– Y bien, ¿nada tenéis que pedirme?
– Nada, si todo lo sabéis, señor, contestó Ester, fijando sus hermosos ojos en su padre.
– Comprendo… Ricardo Espada-larga… Y bien, es pobre, sin nombre, un aventurero en toda la fuerza de la expresión; ¿pero sabes tú si cuando conozca su origen será para él un objeto de ambición tu amor?
– ¡Señor…!
– Su nombre es un misterio semejante al nacimiento de una mujer por cuya causa estoy aquí.
– ¡Cómo!
– Desde que la peste aflige á Londres, paso las noches auxiliando moribundos; necesito hacer bien para consolarme del daño que me han hecho los hombres. Pues bien; esta noche volvía de auxiliar á un desgraciado, cuando al pasar por entre la horca del collado de la Torre y la iglesia de All-Hallow, llegó á mi oído el acento de una mujer que cantaba, aquella voz me era muy conocida: á poco la puerta de aquella casa se abrió, y la joven que había cantado salió. Entonces del sótano de la horca salió un hombre y siguió á la mujer, yo les seguí también. Aquel hombre y aquella mujer entraron en tu casa.
– ¡Ketti! ¡Ricardo! exclamó Ester.
– Cabalmente, esperé y salieron; seguíles de nuevo, y entraron en una taberna en Sowttwark.
– ¡En una taberna! dijo Ester con una amargura en que se traslucían el orgullo ofendido y los celos.
– Sí, en una taberna. Pero en aquella taberna murió Enrique II de Inglaterra, y los jóvenes que entraron en ella eran hijos de Enrique II…
– ¿Con que son…? dijo Ester, no atreviéndose á proseguir.
– Hermanos, contestó el conde.
– ¡Ricardo! ¡Ketti! hermanos.
– Sí; él es hijo del rey y de lady Rosmunda; ella debe la vida á Enrique II y á una bailarina. Más tarde te referiré esas historias.
El estupor no permitía hablar á Ester; su padre prosiguió:
– Yo conservaba una llave que tenía el rey para visitar á la bailarina, y corrí á buscarla á San Bridge. Volví con ella, y entré sin ser notado.
– ¡Oh! sí, recuerdo, dijo Ester, que un día, cuando confesaba con el padre Williams, éste me pidió una llave que debía existir en el lugar de vuestro aposento que me indicó: al día siguiente le llevé la llave.
– Sí, dijo el conde; necesitaba derramar lágrimas, necesitaba consuelos, y en aquel aposento los hallaba; parecíame estar en él junto á Enrique II, teniendo sobre sus rodillas á su pequeña hija, y cuando arrojaba una mirada al lecho, mis lágrimas corrían; porque aquel fué el lecho de muerte del rey.
Salisbury suspiró, calló un momento, y después contó á su hija la historia de los amores del rey con Ketti, y la escena que aquella noche tuvo lugar en la taberna.
– ¿Y dónde está Ketti? preguntó Ester cuando su padre hubo concluído.
– En esa cámara inmediata.
– ¡Oh! ¡que entre! ¡que entre!
– Sí; pero tened cuenta, hija mía, con que esa desgraciada ama á Ricardo, y si sabe por mí que es su hermano.
Ester abrió la puerta y llamó á Ketti; la niña entró pálida y llorosa y se arrojó á los pies de Ester.
– ¡Oh! ¡perdón señora! ¡perdón! yo no sabía que era mi hermano, exclamó arrojándose á sus pies y juntando sus manos.
La expresión de dolor, de amargura y de amor del hermoso semblante de Ketti, era sublime como la del rostro de la Virgen del Descendimiento de Rubens.
Ester levantó apresuradamente á la joven, y contestó á la súplica de Ketti abrazándola conmovida y sellando un beso en su frente. Ketti reclinó la cabeza sobre el hombro de Ester y rompió á llorar; Salisbury caló la capucha de su manto sobre los ojos para ocultar su conmoción.
En aquel momento, en el mismo sitio que se detuvo el heraldo que pregonaba la cabeza de Ricardo Espada-larga, se detuvo otra cabalgata; sonaron otra vez trompetas, y la voz del mismo heraldo se elevó proclamando la vuelta del rey y su estancia en la Torre.
Salisbury se puso de un salto en la ventana; el primer objeto que vió fué el rostro del conde de Surrey alumbrado por las antorchas.
– ¡Milord! ¡conde de Surrey! gritó.
A aquella voz las antorchas se elevaron iluminando la ventana, y Surrey vió la noble cabeza de Salisbury, que había arrojado atrás la capucha.
Surrey se arrojó del caballo, entró en el zaguán, y siempre con el pendón real, entró instantáneamente en la cámara donde se hallaba Salisbury.
Miró un momento con sorpresa al conde y le abrazó.
– ¡Por San Jorge! dijo; ¿aun vivís?
– Sí, exclamó Salisbury, y quiero ver al momento al rey.
– ¡Pues á la Torre! contestó Surrey.
– ¡A la Torre! sí, vamos; y vosotras también, hijas mías.
Diez minutos después, Salisbury cabalgaba llevando sobre su caballo á Ester, junto á Surrey que conducía de igual manera á Ketti. Había concluido la proclamación, y los archeros apagaron sus antorchas para evitar lo extraño que debía parecer un caballero llevando sobre su cabalgadura una hermosa joven y en la diestra el pendón real.
Deberemos decir que esta precaución era inútil: llegaron á la Torre sin haber encontrado un alma viviente en el camino.
XVII
LA SALA DEL TORMENTO
ERA esta, en la Torre de Londres, un ancho recinto abovedado, oscuro y profundo, bajo la Torre de Roberto el diablo á la cual servía de cimiento.
Era horrible el aspecto de esta sala; colgaban de las paredes sierras, gárfios, ruedas, poleas, mazas, tornillos y otros instrumentos aterradores; en el centro estaba el potro, y junto á él el aparato para el tormento denominado de los borceguíes.
Era éste un lecho de cuero algún tanto inclinado; en su parte inferior, sobre un barrote, había clavada una especie de caja ancha y larga, lo bastante para dar cabida á los pies de un hombre hasta más arriba de los tobillos.
Cuando entró el rey con el príncipe Juan, encontró el tormento preparado, y los hombres indispensables para él colocados en sus puestos, á la manera que la servidumbre de una pieza próxima á entrar en fuego.
Frente al tormento preparado, había una mesa con recado de escribir y pergaminos en blanco; sentado tras esta mesa había un hombre de fisonomía severa, vestido con una hopalanda talar, cubierta la cabeza con un birrete, y ciñendo una estrecha y larga espada pendiente de una banda roja; era el jefe de la prebostía de la Torre, y su misión allí era la de anotar la declaración del reo puesto á la prueba del tormento.
Junto á este hombre había otro vestido de negro, de fisonomía indiferente y glacial; era un médico destinado á marcar el momento en que el paciente no pudiese tolerar la prueba sin peligro de su vida.
Inmediatamente junto al aparato de los borceguíes había un negro etiope, vestido de amarillo, de expresión estúpida y estatura atlética y membruda: el verdugo de la Torre, Godofredo, teniendo á sus pies un saco de cuero y su hacha al hombro, estaba tras la mesa del preboste. Junto á un tosco altar en que ardían dos velas, estaba arrodillado el clérigo destinado á auxiliar á los que morían en la Torre; últimamente, Glow con algunos hombres de armas estaba junto á la puerta.
Corazón-de-León miró con repugnancia todo éste aparato, en tanto que el príncipe seguía inalterable sin dejar de dispensar una horrible chanzoneta á cada uno de aquellos aterradores aparatos, á cada uno de aquellos rostros sombríos, que se fijaban en el príncipe Juan, creyéndole destinado á representar la parte del protagonista; pero no debía suceder así. El rey buscó á Glow con la vista, y al encontrarle dijo:
– Que bajen los reos.
– ¿Quiénes, señor?
– Adam Wast y Robín.
Glow salió con algunos archeros, y volvió con los presos trascurridos algunos segundos.
Adam Wast entró con paso reposado y continente altivo, y se detuvo entre los guardias cuando hubo entrado en la sala; Robín, al notar el extraño aparato del tormento, palideció y hubieron de sostenerle.
– Adelante los reos, dijo el rey.
Adam Wast adelantó hasta llegar al tormento, como si concibiese que de allí no debía pasar; Robín fué traído á la fuerza hasta cerca del rey.
– ¿Cómo te llamas? preguntó Corazón-de-León á Adam Wast.
Este pronunció en voz clara su nombre, añadiendo el de su profesión y el de su país.
– ¿A quién reconoces por tu señor natural?
– A las leyes inglesas.
Ricardo frunció el gesto y adelantó un paso.
– ¡Vive Dios, traidor! gritó; en Inglaterra no hay más ley que la voluntad del rey.
Adam Wast no contestó; pero fijó una mirada terrible en el rey.
– ¿Por qué estás aquí? continuó el rey reprimiéndose.
– No lo sé, contestó Adam Wast.
– ¿Conoces á este hombre? dijo Ricardo señalando á su hermano Juan.
– No, señor, contestó con la mayor impudencia Adam.
– ¿Y vos, príncipe, le conocéis? preguntó el rey á Juan-sin-tierra.
Este, que estaba distraído contemplando con faz burlona la original catadura del preboste, que sudaba de angustia no pudiendo seguir cómodamente el interrogatorio sobre el pergamino en que estampaba con mano temblona enormes caracteres, volvióse al escuchar la pregunta, y contestó:
– ¿Me preguntabas, Dik?
El rey, con una paciencia inusitada en él repitió acentuadamente su pregunta.
Juan-sin-tierra fijó su vista en Adam Wast, detúvose un momento contemplando con una insolente expresión su rostro, y dijo extendiendo hacia él su brazo y señalándole con el dedo:
– ¿Quién? ¿ese tuno? ¡vaya si le conozco! Conózcole tanto, como que le mandé encerrar en la Torre, por no sé qué parentesco que tuvo el villano atrevimiento de alegar entre nosotros y una mujerzuela. Me acuerdo de que en aquel momento le predije que vendría á parar en manos del verdugo.
El acento de Juan sin-tierra era tan burlón, tan seguro, que el rey hubiera dudado, á no ser por la severa mirada de reconvención que brilló en los ojos de Adam Wast.
– El príncipe asegura que te conoce, dijo el rey: ¿qué tienes que oponer á eso?
– El príncipe miente ó se engaña, dijo agriamente Adam Wast.
A una seña del rey, aquél fué sujeto por la cintura y por los brazos con correas unidas á él; á pesar de su carácter bravío, Adam Wast palideció y murmuró una plegaria pidiendo fuerzas, no sabemos si á Dios ó al diablo.
– ¿Te obstinas en callar? preguntó Ricardo.
– Nada tengo que decir acerca de eso, más que lo que he dicho.
– ¡Una cuña! gritó el rey al atormentador.
Los pies de Adam Wast fueron colocados en el cajón; entre ellos puso el negro dos tablas, y entre las tablas introdujo una cuña de encina que hizo entrar á golpes de maza en la juntura.
Una convulsión agitó los miembros de Adam Wast, y su semblante se contrajo devorando una expresión de dolor.
El rey se volvió á Robín.
– Empieza tu acusación, le dijo.
Un sudor frío, sudor terrible, como debe ser el de la agonía, pasó por Robín, á quien el miedo enmudeció.
– ¡Al potro! dijo el rey.
– ¡Ah! ¡no, señor! gritó llorando Robín y arrojándose á los pies del rey; ¡yo lo diré todo, señor!
El atormentador, que se lanzaba ya sobre Robín como un tigre hambriento sobre su presa, se detuvo á su despecho á un ademán del rey; Robín, trémulo, sin levantarse del suelo, acusó á Adam de violencia contra Ketti, de traición al rey; dió á conocer los detalles de la conspiración hasta que fué llevada á cabo; nombró los cómplices que conocía, hombres todos oscuros, y calló.
– ¿Qué tienes que oponer á eso? dijo el rey á Adam Wast.
– Que es falso; dijo el paciente.
– ¡Otra cuña! gritó el rey.
El atormentador introdujo una segunda cuña, y Adam no pudo reprimir un ligero grito de dolor; sus pies se habían amoratado al principio, y al entrar la cuña en su lugar, brotó de ellos sangre.
Adam Wast era valiente; otros lo hubieran revelado todo á la segunda prueba; él, sin embargo, no contestó á una nueva pregunta del rey.
– ¡Dos cuñas más! gritó furioso Corazón-de-León.
Al primer golpe del mazo, los huesos crujieron y la sangre manchó el suelo; Adam, no pudiendo sufrir más, lanzó un grito que estremeció de espanto al sacerdote, al preboste, á Glow y á los archeros; el rey y el verdugo se mostraban impasibles; Juan-sin-tierra gozaba, el etiope descargaba frenético con inmensa y cruel satisfacción furibundos golpes sobre la tercera cuña, que rechinaba al par que los huesos crujían; el tigre devoraba su presa.
– ¡Perdón! ¡perdón! gritó con horrible acento de dolor Adam; ¡yo lo revelaré todo, toto!
El rey mandó sacar la tercera cuña. Adam, doblegado, vencido por el tormento, lo confesó todo, y nombró por cómplices al príncipe Juan, al gran justiciero Huberto, al judío Saul y á los condes de Sidney y Oxfford.
Cuando hubo concluido, pidió gracia al rey.
– Concedida, contestó Ricardo; en vez de morir ahorcado como un villano, serás degollado como un noble.
– ¡Perdón; señor!
– ¡Miserable! si sólo hubieses atentado á nuestra corona, si sólo á nos hubieses herido, podría el rey perdonarte; pero tú has violado una mujer, la has adoptado como un medio á tu ambición, la has hecho desgraciada, á pesar de que sabías el secreto de su nacimiento; después has conspirado, y el incendió de Sowttwark y la sangre de algunos inocentes pesan sobre tu cabeza. ¡Ola, sacerdote! preparad á este hombre para que muera en el término de una hora; Glow, haz que se prepare su ejecución en la Torre del Traidor; ejecutor de la Torre, dentro de una hora me presentarás su cabeza.
El atormentador desató las ligaduras del reo; sentáronle en un sillón, y conducido por dos archeros, siguió al verdugo, que caminaba delante llevando un saco de cuero y el hacha al hombro con el filo vuelto hacia él.
El rey y el príncipe quedaron solos.
– En cuanto á tí, Juan, esta misma noche partirás en la galera que me ha traído á Francia, donde el rey te señalará una renta digna de un príncipe real.
– ¡Oh! ¡muchas gracias, querido Dik! me acabas de dar un brillante espectáculo, y concluído me envías á París. ¡ Muchas gracias! Bien mirado, ya estoy hastiado de Londres.
Llegaban á la puerta, cuando un hombre armado se precipitó en la sala; era Surrey.
– Señor, dijo; el conde de Salisbury está en la cámara de vuestra alteza.
– Bien, bien; os doy las gracias por vuestra eficacia, querido Surrey; pero aguardad.
El rey fué á la mesa, y escribió tres pergaminos que selló con su anillo.
Después los entregó á Surrey, y dijo á Juan-sin-tierra.
– Príncipe, quedáos con el conde de Surrey.
Tras esto salió precipitadamente de la sala del tormento.
– El rey me manda conduciros á París, dijo el conde, bajo la protección de Felipe Augusto.
– ¿Y si yo no quisiera ir?
– Seríais un loco, príncipe, añadió señalando un segundo pergamino; porque el rey os ama; manda al obispo de Eli os entregue cincuenta mil florines para vuestros gastos en este año.
– ¡Ah! en ese caso, contestó el príncipe soltando una alegre carcajada, es un partido aceptable.
Y apoderándose del brazo de Surrey, salió.
El tercer pergamino que el conde había guardado decretaba el arresto de los condes de Sidney y Oxfford.