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Kitabı oku: «Los hermanos Plantagenet», sayfa 7

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– Hemos luchado mucho tiempo buscando la fortuna; ¿por qué hemos de dejarla pasar cuando se nos presenta? Si yo me caso con esa mujer, haré de modo que el rey la reconozca, y seré rico; entonces tú dejarás de ser un mendigo.

– Pero esa mujer ama á mi capitán, le contesté.

– En efecto, Ricardo, nuestro capitán, observó Robín abandonando por un momento su relación, había dicho cuatro galanterías á Ketti, y ésta las había creído hasta el punto de enamorarse locamente de él.

– Si yo consigo casarme con ella, prosiguió Adam Wast, me importa poco tu capitán. Si me ayudas, seremos ricos.

– Señor, el demonio de la codicia se apoderó de mí, y la casualidad nos protegió. Ketti conoció que era madre; Ricardo, perseguido por los archeros del canciller, pasó por muerto, y al fin la hija de Enrique II fué la esposa de Adam Wast.

–¿Y su hijo?

–Murió, apenas dado á luz. Adam Wast, luego que se efectuó su matrimonio, se presentó al príncipe Juan-sin-tierra y le reveló el secreto del nacimiento de Ketti, exigiendo que fuese reconocida. El príncipe se negó y le arrestó en la Torre. Por aquel tiempo estuvo también arrestado un judío que venía de Tierra Santa, y que no tenía otro delito más que ser riquísimo y haber declarado su amor á la joven condesa de Salisbury, de quien estaba perdidamente enamorado el obispo canciller. Allí se conocieron Adam Wast y Saul. Los dos eran ambiciosos, y no tardaron en unirse, vendiéronse á la facción del príncipe Juan, contra la facción de Artus de Bretaña que alentaba el canciller; y engañando á éste y comprándolo á fuerza de oro, fueron puestos en libertad. Desde entonces, señor, Saul es el alma de Juan-sin-tierra, y Adam el alma de Saul. Saul derramaba su oro; Adam se mentía amigo del pueblo y se hacía su jefe, el alboroto de esta noche, sólo era con pretexto para proclamar al príncipe Juan.

Robín calló, porque había llegado al cabo de su revelación.

– De la verdad de lo que me has dicho me responderá tu cabeza, dijo el rey. ¿Pero quien me podrá probar que esa Ketti es mi hermana?

– Señor; el único que podía era el conde de Salisbury y ha muerto.

Corazón-de-León recordó entonces lo que el llavero Stek había dicho era causa de su prisión. Aquellas palabras: El obispo de Eli se empeñó en creer que no se había derramado sangre en el calabozo donde murió el conde de Salisbury… yo había lavado la compuerta después de la ejecución, hicieron nacer una vaga sospecha en el pensamiento del rey.

– ¿Y vive aún el verdugo que ejecutó al conde de Salisbury? preguntó á Robín.

– Sí, señor; aun es ejecutor de Estado de la Torre.

– ¡Ola! ¡Nortumberland! exclamó el rey.

Nortumberland, que por el momento desempeñaba las funciones de gentil-hombre, entró.

– Haz que lleven este hombre á una torre que le pongan un lecho, y le traten bien. Ve, continuó el rey dirigiéndose á Robín; sí pruebas que es cierto lo que dices, el rey te recompensará.

Nortumberland llamó á Glow, y le trasmitió la orden del rey. Glow condujo á su destino á Robín.

– Milord, añadió el rey, haz que se me presente el ejecutor de Estado de la Torre; asimismo que un atormentador prepare los borceguíes.

Nortumberland salió; el rey quedó paseándose agitado por la cámara.

La relación de Robín había despertado sus más crueles recuerdos; había escuchado terribles revelaciones, y tras ellas el remordimiento levantaba su faz inplacable y amenazadora. Corazón-de-León, el hombre sin miedo y sin piedad, sintió pavor de sus mismos pasos, se estremeció al ver su sombra interpuesta á la luz en los muros, creyéndola un fantasma vengador.

Reinaba el más profundo silencio. El rey se asomó á una de las ventanas de la cámara, desde donde se veía el Támesis y Sowttwark; nada quedaba del alboroto más que la roja llama del incendio del arrabal, tiñendo con reflejos rojos la ancha y serena corriente del río.

Un ruido acompasado y monótono vino á interrumpir el silencio; eran los pasos de los archeros normandos que entraban formados, con sus antiguos capitanes á la cabeza, en el terraplén á que correspondían las ventanas de la cámara. Formaron en tres filas, según la costumbre de aquel tiempo, y esperaron en silencio.

Poco después se oyeron nuevos pasos; cien archeros, á cuya cabeza cabalgaba Espada-larga, llevando á su lado otro hombre también á caballo, se detuvieron á la entrada del portal que conducía á la escalera de la Torre; Espada-larga descabalgó, y á poco después se presentó en la puerta de la cámara real.

– Y bien, dijo Corazón-de León ¿has preso á esos traidores?

– Al obispo canciller, contestó Espada-larga, sí; el príncipe Juan no estaba ya en Whitehall; había terminado el festín, y se dirigía sin duda por distinto camino á la Torre, donde he sabido tenía preparado un banquete.

– Que suba el obispo de Eli. ¡Nortumberland!

El duque entró, volviendo á salir tras algunas palabras que Corazón-de-León murmuró á su oído.

Un momento después estaban solos el rey y el canciller obispo de Eli.

XII
EL REY SE VENDE

ERA este magnate un hombre como de cuarenta y cinco años; se llamaba Guillermo de Longchamps, y su apostura más era de soldado que de obispo, perteneciendo su traje á ambos estados. Llevaba un ropón morado y un sombrero verde, mientras en su mano se ostentaba el anillo episcopal; pero esta mano se apoyaba en una desmesurada espada, y su pecho estaba protegido por una fuerte coraza, sobre la que pendía una cadena de oro con el gran sello de Inglaterra, símbolo de su categoría de canciller; unos borceguíes de punta aguda y retorcida, armados de dos resonantes espuelas, completaban el aspecto militar del obispo.

Su semblante era uno de esos semblantes sin expresión fija, en que una expresión desaparecía reemplazada por otra, según convenía al lugar ó á las circunstancias. Este hombre, que según las crónicas de aquel tiempo era soberbio, iracundo y duro en sus palabras, cuando nada había en torno superior á él, delante del rey ostentaba un semblante sereno, noble, con una mirada en que no se leía miedo ni turbación; aun más, era el semblante alegre de un buen vasallo delante de un rey á quien es enteramente adicto, ó más bien el de un amigo que vuelve á ver á otro amigo querido tras una larga ausencia.

– ¡Cuánto habéis tardado, señor! exclamó hincando una rodilla ante el rey y apoderándose de una de sus manos, que besó, á pesar de estar armada de un fuerte guantelete.

– O por mejor decir, contestó el rey levantándole y fijando en él una profunda mirada; ¡qué pronto habéis venido!

– Y sin embargo, os esperaba, señor.

Una nube sombría de amenaza pasó por la mirada del rey.

– ¡Me esperabas, canciller! gritó el rey; ¡y me esperabas armado como para dar batalla! ¡Me esperabas arrojando, para recibirme, un motín entre las puertas de la ciudad y de la Torre! ¡Me esperabas como un traidor, Obispo!

– Vea vuestra gracia lo que dice. Estoy armado… Preguntad al capitán Ricardo Espada-larga cómo me ha encontrado en Westminster. Os dirá que mis hombres de armas estaban también armados hasta los dientes, que la abadía estaba defendida como un castillo, y que sin embargo, á vuestro nombre, sus puertas se abrieron y el canciller, traidor como vos decís, se dejó prender, porque así era la voluntad de su rey, á pesar de que hubiera podido defenderse con ventaja tras los muros de la abadía.

– ¿Y por qué, teniendo fuerzas, no corriste á sofocar una sedición en que se proclamaba por rey á Juan-sin-tierra?

– Tened presente, señor, que el condestable de la Torre es lord Apsley, que está vendido al príncipe Juan, y que necesitabais un puesto de guerra que yo debía conservaros.

El rey dulcificó un tanto su acento, y dijo:

– Guillermo; tengo que hacerte grandes cargos.

– Empezad, señor.

– En primer lugar, ¿sabes qué ha sido del valiente conde de Salisbury?

Ricardo, al hacer esta pregunta, fijó una mirada intensa sobre el semblante del canciller, del cual ni un solo músculo se contrajo.

– Ignoro qué ha sido de él, contestó; preguntadlo á Apsley, porque de seguro, cuando un noble desaparece, los calabozos secretos de la Torre deben conocer su suerte, y sólo por orden de Apsley pueden cerrarse sobre un hombre.

– Mis capitanes normandos te acusan de haberles depuesto y preso, por haberse negado á reconocer por mi sucesor en el reino á mi sobrino Artus de Bretaña.

– Cierto es que los invité á que reconocieran al príncipe Artus por sucesor; pero también es cierto que sin duda fueron presos porque su adhesión á vuestra gracia importunaba al príncipe Juan y á su hechura Apsley.

El rey movió incrédulamente la cabeza.

– ¿Y pretender la declaración de derecho á sucederme en favor de Artus, viviendo yo, gritó el rey, no es una traición?

– Vuestra gracia estaba preso en Alemania, señor, y era de temer una alevosía por parte del cobarde y cruel emperador Enrique VI. La declaración de derecho en favor de Artus de Bretaña, era una medida previsora. Yo hubiera volado al frente de un ejército á rescataros; pero contando con lo feroz del carácter del emperador; era exponerse á causar vuestra muerte.

– Acabaremos por creer que tras todo lo sucedido, gritó el rey, debemos agradecerte lo que has hecho, canciller.

Guillermo de Longchamps inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

– Esto es ya demasiado, milord, contestó el rey, cuyo furor estalló; ¿y ese alboroto en que el pueblo pedía tu cabeza, en que te maldecía, en que te echaba en cara el hambre de sus hijos, á quién se debe? ¿Crees tú que un rey puede permitir que desuellen á su pueblo, para que otro se abrigue con su piel?

– Os digo, señor, que en esto, como en todo, me condenan las apariencias: si he gravado al pueblo con tributos, ha sido por vos señor.

– ¡Por mí! murmuró el rey con extrañeza.

– Por vos, señor. ¿De dónde hubiéramos sacado los doscientos cincuenta mil marcos de plata que se han entregado por vuestro rescate al emperador, que se había desentendido de los ruegos de vuestra madre la reina Eleonora, de las excomuniones de nuestro Santo Padre Celestino, y de los amagos de guerra que yo le mostré en nombre del reino? ¿De dónde sacar los dos millones de florines que ha costado el fallo favorable de la Dieta germánica, en la acusación que os señalaba reo del asesinato de Conrado, marqués de Tiro?

–Pero yo me he justificado de esa infame acusación.

–Desengañáos, señor; sin los dos millones hubierais sido condenado.

–Mi madre ha vendido sus joyas…

-Las joyas de la reina no valían mil tarines. En fin, señor, yo he creído, que si para que se salvase un rey debe perecer un pueblo, el rey es lo primero1. Además, estoy pronto á entregar á vuestra gracia diez mil marcos de oro, que os servirán de mucho para hacer la guerra á Felipe Augusto de Francia, que os exigirá, á no dudar, pleito homenaje por los Estados del Poitú y la Normandía.

El canciller, viéndose en un apuro, abandonaba su rapiña, y compraba al rey su cabeza á peso de diamante.

El rey meditó un momento; conoció sí, toda la infamia que se ocultaba tras el relato del canciller; conoció que no haciendo justicia al pueblo, el pueblo le maldeciría; pero como al mismo tiempo una mirada al acaso al través de una ventana le mostrase á sus normandos, en cuyas picas y corazas, reflejaba la luz del incendio de Sowttwark, se encogió de hombros, y dijo al canciller:

– Milord, bien hecho está lo hecho. Veté y sigue siendo leal al rey.

El negocio estaba terminado; el rey se vendía.

El canciller salió tras de haber besado la mano al rey, y murmuró para sí mientras bajaba la escalera:

– Me cuestas un tesoro; pero yo lo recobraré vendiendo tu cabeza.

Al atravesar el portal, un hombre conducido por cuatro archeros entraba. Aquel hombre iba vestido de colorado.

Era Godofredo el verdugo.

XIII
AGIAB

EL canciller montó á caballo, y partió acompañado de su servidumbre á Westminster. Al llegar á la gótica portada de la abadía, un hombre salió de entre sus pardos pilares y se detuvo junto al caballo del canciller.

–Necesito hablaros, monseñor, dijo, y con urgencia.

El Obispo detuvo su caballo, midió de alto á bajo con una mirada particular al hombre alumbrado por las antorchas de su servidumbre, y contestó tres solas palabras:

–En buen hora.

Después echó pie á tierra y entró por medio de sus hombres de armas, que le saludaron chocando sus escudos, y llegó á su cámara, donde quedó solo con el hombre á quien había concedido aquella intempestiva entrevista, y que no era otro que el judío Saul ó Agiab.

Estos dos hombres se lanzaron una mirada sombría y amenazadora; entrambos guardaron silencio, esperando que el uno de ellos le rompiese.

– Y bien, dijo al fin el canciller; ¿qué me queréis?

– Extraño os parecerá, Guillermo, contestó el judío sentándose en un sillón, con una insolencia que hizo fruncir el entrecejo al Obispo; extraño os parecerá ver á vuestro mayor enemigo frente á vos, en una entrevista solicitada por él. Y nada tiene de extraño; he venido á proponeros unas treguas, en que ambos acometeremos á un enemigo común que se cruza á nuestro paso. Después, vencido ese enemigo, volveremos á nuestra lucha. Ese enemigo es fuerte, más fuerte que otros, porque tiene la fuerza en sí mismo. Es el rey.

El canciller miró de una manera recelosa al judío.

– No os comprendo, dijo.

– Procuraré ponerme al alcance de la inteligencia de monseñor. Ambos, vos y yo, amamos á una mujer, que no podía ser más que de uno de los dos, y que ahora no puede ser de ninguno, porque pertenece á otro. Esa mujer es lady Ester, condesa de Salisbury; ese otro es un aventurero llamado Ricardo Espada-larga, á quien vos habéis tenido la necedad de pregonar, y que siendo favorito de Corazón-de-León tiene para vos un doble derecho de muerte. Hacer desaparecer á Espada-larga no sería difícil; pero Corazón-de-León se cobraría de seguro en nuestras cabezas. ¿No os parece, monseñor, que haciendo de manera que el rey muriese, lograríamos el doble objeto de desembarazarnos de Espada-larga y dejar franco el trono para el príncipe Juan?

– Paréceme que no habéis olvidado vuestros antiguos hábitos, amigo Agiab, contestó el canciller mirando de una manera maligna al judío, que palideció al oir el nombre con que le designaba el Obispo.

– No os comprendo.

– Os toca la vez de no comprender, prosiguió el Obispo, y procuraré ponerme al alcance de vuestra inteligencia. Vos erais hace algo más de dos años un miserable judío, que moraba en uno de los barrios más retirados de Jerusalén. Vos creísteis que, venido de la Siria, dejabais allí oculta vuestra historia en el valle de Josafat. Pero no recuerdo por qué, me interesó algo conocerla, y supe que no erais vos el rico y virtuoso hebreo Saul, sino un miserable que se nombraba Agiab y que debía sus tesoros á un asesinato.

– Monseñor…

– Si no os basta mi palabra, puedo presentaros pruebas. Había en el ejército cristiano un bravo y valiente caballero; uno de esos hombres cuya virtud sin tacha y su valor sin límites lo ponían á la altura de los héroes de la fábula. Este hombre era Conrado, marqués de Tiro, que por razones que no vienen al caso, arrojó sobre sí el odio de un terrible y misterioso personaje cuyo nombre figura en la historia de las Cruzadas oculto tras el del Viejo de la montaña. Sea como quiera, vos, que poseíais todo el valor de un asesino, fuisteis encargado de asesinar á aquel valiente caballero. Sois un hombre de mérito en esa parte, y Conrado fué muerto mientras dormía; aun más, le robasteis, Agiab, y huísteis con vuestra presa no tan pronto, sin embargo, que no pudieseis ser conocido por un hombre, valiente también, que acudió á los gritos del infortunado Conrado. Aquel hombre era Ricardo Espada-larga, de cuyas manos escapasteis por la casualidad, feliz para vos, de haber sido arrojado por su caballo cuando os perseguía. Vos, por vuestra elección, hubierais permanecido en Jerusalén, pero tuvisteis miedo. Seamos, pues, francos. El motivo que os impele á querer deshaceros de Espada-larga es de todo punto independiente del amor; una rivalidad no os hubiera detenido; tenéis suficiente oro para hacer robar á lady Ester, y…

– Os engañáis, monseñor; soy tan pobre ahora como el más miserable. El pueblo me ha robado y ha incendiado mi casa.

– Es decir…

– Que vengo á pediros una alianza; vos me daréis oro; yo compraré un hombre.

– ¿Y habéis pensado en él?

– Sí.

– ¿Es valiente?

– Es ambicioso.

– ¿Cómo se nombra?

– Adam Wast.

– Pero ese hombre está preso, y yo no respondo de su cabeza.

– Compraré al verdugo.

– Es aventurado.

– Dejadme hacer. Cuento con vos.

– Creo que si alguien hay aquí que pueda imponer condiciones, soy yo, dijo el canciller. Tú, miserable instrumento, no tienes que elegir. O salvarte conmigo, ó perecer solo. Una sola palabra mía haría caer tu cabeza.

– Bien, balbuceó Agiab levantándose; ¿y qué he de hacer?

– Invertir bien este oro, dijo el canciller, abriendo un armario y arrojando una bolsa á los pies del judío, que la alzó; y ahora salir por aquí.

El canciller tomó la lámpara que alumbraba sobre la mesa, llegó á uno de los muros y oprimió un resorte. El muro se rasgó como obedeciendo á un conjuro, dejando descubierta una oculta salida, por donde se perdieron el hebreo y el canciller.

Media hora después, Agiab llegaba á la horca del collado de la Torre al mismo tiempo que Godofredo. Saul habló algunas palabras al oído del verdugo, y éste le hizo entrar en el sótano de la horca, cuya puerta se cerró tras ellos. Algún tiempo después se abrió; el judío se dirigió á la puerta de Lions-Gatte, y la hizo abrir á fuerza de oro. Bajó á la ribera del río, llamó á una cabaña de pescadores, y á precio exorbitante compró una pequeña lancha. Poco después, protegido por la niebla se ocultó bajo el arco de la Torre del Traidor.

XIV
EL VERDUGO DE LA TORRE

LA escena que había tenido lugar entre el rey y el verdugo fué muy corta.

Godofredo entró y se arrodilló ante el rey, permaneciendo en aquella postura.

–¿Cómo te llamas? le preguntó el rey.

–El verdugo de la Torre, contestó Godofredo sin levantar la vista del suelo.

–Tu nombre, insistió el rey.

–No tengo nombre.

–¿Cuánto tiempo hace que ejerces tu profesión en la Torre?

–Dos años, señor.

–¿A qué clase pertenecías antes de ser ejecutor?

–Lo he olvidado, señor.

Nublóse el semblante del rey, cuya mirada estaba fija hacía algunos momentos en el semblante de Godofredo; creyó reconocer en él á un antiguo amigo; pero estaba tan desfigurado Godofredo, que rechazó esta idea como un delirio.

– ¿Fuiste el ejecutor del conde de Salisbury?

– Para el rey y los hombres sí; para Dios no.

– ¡Cómo!

– La Torre donde se preparó la ejecución, tenía salidas secretas que me eran conocidas, y le dejé escapar.

– ¿Y te atreves á decir eso al rey?

– Poderoso señor; desde entonces guardo un secreto para vuestra gracia, que me fué confiado por el conde de Salisbury.

– Y ese secreto…

– Cuando entré, señor, en el calabozo, el conde hacía su confesión, que escuché, porque no repararon en mí y me protegía la oscuridad. En la confesión oí revelaciones en que entraba por mucho el nombre de vuestra gracia. El conde moría asesinado por la traición. Cuando salió el sacerdote, yo me adelanté; creía encontrar un hombre débil, y encontré un valiente; esto acabó de interesarme en su favor. Estaba conmigo Stek el llavero.

– Lástima es que este hombre muera, me dijo.

– ¿Quieres que le salvemos? contesté.

– ¿Qué órdenes tienes?

– Arrojar por la compuerta la cabeza y el tronco, contesté, encerrados en un saco, con una piedra á los pies.

– ¡Ah! ¡ya! me contestó; es una ejecución secreta. Luego dijo al conde; caballero, ¿sabéis nadar?

– Sí, contestó.

– Pues bien; si nos dais vuestra palabra de honor de huir sin revelar á nadie que os hemos salvado, os salvaremos.

– ¿Y le salvasteis? esclamó con ansiedad Corazón-de-León.

– Sí, señor; abrimos la compuerta de hierro, y antes de arrojarse al Támesis, me dijo: «has hecho un servicio al rey, y el rey te lo recompensará. Voy á encerrarme en un monasterio mientras el rey está ausente. Yo no podré fiarme de nadie sino de vosotros; mi espada está en la conserjería de la Torre: dí que te la dejo, y exige que te la entreguen; cuando venga el rey preséntate á él con la espada y afírmale sobre ella, que estoy retirado en el monasterio de San Bridge.»

– ¿Y dónde está la espada?

– La he perdido, señor.

– ¿Tenía alguna seña particular?

– Sí, señor; entre los gavilanes un blasón con un león rapante en campo de oro.

– ¡El es! ¡El es! gritó con alegría Corazón-de-León. Alza, añadió dirigiéndose al verdugo, y pídeme una gracia.

– ¡Una gracia, señor! Pues bien; deseo ejecutar á los reos que se sentencien por resultado de la traición de esta noche.

– ¡Sólo eso me pides! exclamó el rey asombrado.

– Sólo eso, señor.

– Pues bien, concedido. Ve por tu hacha; porque pronto harás falta en la Torre.

Cuando Godofredo llegaba á su sótano en busca del instrumento fatal, fué cuando encontró junto á la puerta á Agiab.

Concluida su corta entrevista con éste, volvió á la Torre y se puso á las órdenes de Glow.

1.Téngase presente la época, la situación y el carácter de los personajes, y no se hallará monstruoso este pensamiento.
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27 eylül 2017
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