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Humildemente, Natacha

La simpleza se convirtió en filosofía y en estilo. Ahora, había que simplificar a la mismísima María. Los Delgado Parker espulgaron el mercado argentino hasta dar con otro argumento ganador. María Sombra, relectura del radioteatro Valentía de quererte que a su vez inspiró a Nuestra galleguita (1966) y a Carmiña (1973), todas de Abel Santa Cruz, narraba el choque cultural y el mal de amores que sufría una muchacha venida de Galicia —región capital de la ingenuidad española— a trabajar en una mansión porteña. La mucama se enreda de por vida con el señorito de la casa, pero la novela se ahorra el drama del hijo bastardo para seguir el hilo grueso de los chantajes sociales y sentimentales que separan a los amantes hasta la víspera del happy-end.

En la transcripción peruana, Natacha viene de la selva a enrolarse de doméstica en una casona limeña. Los créditos —una hoja arrastrada por el turbulento río— y el tema musical del loretano Raúl Vásquez recordaban a diario ese viaje desde la pureza del bosque hacia el enjambre de iniquidades de la metrópoli. El libreto adaptado por varias manos locales estimó que el celo universalista de María había sido excesivo y el nombre de Lima se coló en los diálogos junto a algunos platos típicos. El acento sí se liberalizó de referentes: a Ofelia Lazo le bastó alargar algunas sílabas graves, al modo charapa; el galán mexicano Gustavo Rojo, actor trashumante, era ducho en engolar dejos neutros. La consigna era naturalizar los procedimientos aún más que en María y eso incluía la forma de comunicarse. La pose declamativa y el volumen alto estaban proscritos.

Los exteriores fueron prescindibles; por tacañería pero también por una razón esencial: el hogar era concebido como si fuera el universo. Los dueños de la casa dominaban la planta alta, se lucían en la planta baja e irrumpían soberbiamente en la cocina. Natacha se reservó la intimidad de su cuarto humilde donde lloraba sola y apachurraba a su muñeca, pero tenía libertad relativa en la cocina y permiso de trabajo para pasear por los otros ambientes. Las visitas se quedaban en la sala, el espacio central de las confrontaciones dramáticas y el decorado más extenso y laborioso de todos. Las sorpresas fraguadas en el mundo exterior irrumpían con solo abrir la puerta. Dentro de poco la dramaturgia folletinesca será un constante abrir y cerrar de puertas, desafiando la credibilidad con tanta imprudencia.

Cuando Rojo, incapaz de resistir presiones y chantajes familiares viaja a Nueva York, se sigue percibiendo el mismo encierro. Natacha, pese a no haber experimentado el radical cambio de personalidad de María Ramos, saca un poco de valor bajo la manga y viaja a liberar a su hombre de los afectos de la doctora interpretada por Meche Solaeche. En un decorado indigente, un par de mesas de mantel largo y floreros con rosas de plástico, se produce el encuentro casual. Una ventana abierta a una cartulina negra con rascacielos silueteados nos dice de refilón que estamos en Manhattan.

La tacañería queda corta para explicar tamaña austeridad en una novela que se vendió al continente antes de nacer; la razón es más profunda. Volvemos a la filosofía de la simpleza doméstica. La ciudad, sea Lima o la mismísima Nueva York, son reflejos ampliados, ondas concéntricas alrededor del remolino del hogar. El decorado se prolonga de la cocina de Natacha, al hall de la mansión que en realidad no es una mansión sino un chalet o departamento parecido al de miles de televidentes, y de allí a un rincón íntimo de la gran cosmópolis del planeta. El encierro se vierte hacia afuera y persigue a Natacha hasta Manhattan. La charapa se consume entre sus cuatro paredes y, con señorito finalmente atrapado y mentón en alto, nunca triunfa, nunca llega a ser otra que ella misma. Las únicas diferencias son un mandil guardado, un plumero perdido, y un beso del señor al llegar del trabajo. Natacha se convierte en ama de casa para sentarse, sin hacer nada, a ver otras telenovelas, al lado de otra chola que sueña con ser Natacha.

Cuando terminaba el turno de grabación de Simplemente María a las 3 de la tarde en la Feria del Pacífico, entraban Natacha y su gente a trabajar de 3 a 10 de la noche. La fábrica prácticamente se limitó a estas dos novelas durante 1970, pues rendían bastante y la amenaza estatizante disuadía de invertir en el género. Barrios Porras y Cefferino Pita se encargaban de la dirección y las cámaras y Radovich supervisaba el producto. Leonardo Torres también ofició de director. La audiencia aumentaba con el número de televisores vendidos y las ventas al exterior marcaban varios azules; dos estímulos para el afán de superación... o para el facilismo.

En 1970 el boom exportador empieza a replegarse sobre sí mismo, economiza lenguaje e inspiración, retacea y prolonga sus obras. Vlado Radovich nos contaba de su profunda depresión cuando su jornada se agotaba en María y Natacha, dos productos de factura cada vez más inmediatista y rating cada vez más espectacular. El pequeño star-system se desperdiciaba en pequeños papeles y los directores se aquilataban por su velocidad, no por su calidad. El prolífico Tito Davison, el realizador chileno afincado en México, fue importado para dirigir el largometraje a colores Natacha. El casi era el mismo de la novela: Ofelia Lazo, Gustavo Rojo, Alfredo Bouroncle, Inés Sánchez Aizcorbe, Luis Álvarez, Alberto Soler, Fernando de Soria, Nerón Rojas, Miguel Arnáiz, Eduardo Cesti y las “actuaciones especiales” de dos miembros del inactivo clan Ureta-Travesí, Gloria y Gloria María. A Blume le iba a tocar el pequeño papel de un flirt de Gloria María Ureta que cumplió Cesti, pero protestó por la minimización a que lo pretendía someter el canal tras el boom de María. El impasse se resolvió en un juicio que ganó Blume y cuyo testigo, Cesti, fue vetado unas temporadas por el 5.

Lo único que podía colorear la agonía de la fábrica telenovelera de los Delgado Parker en vísperas del golpe estatizador, eran las joint-ventures con otra industria novelesca de la región.

El barrio y el salón de clase

Desacelerar el ritmo de producción para mejorar la calidad con el concurso de talentos importados. Era lo último que se podía hacer por la telenovela inafecta. Pronto la reforma militar llegaría a la televisión y entre lo poco que se sabía de su plan televisivo estaba la condena del género a la hoguera. Los Delgado Parker decidieron coproducir capítulos con la televisión extranjera, grabando en Perú mientras se pudiera. Antes, dejaron una inconclusa Rosas para Verónica, grabada con gran apuro para aprovechar el estrellato de Saby Kamalich y el prestigio del mexicano Ignacio López Tarso, acompañados del argentino Carlos Estrada y de Gloria Travesí; y Un verano para recordar, encargo para Ofelia Lazo apenas terminada Natacha, en doble papel de buena y de mala. Mejores resultados obtenía con el primero. La acompañaban el argentino Estrada y el mexicano Miguel Palmer.

El adorable profesor Aldao era un libreto del argentino Alberto Migré que entusiasmó a los amigos mexicanos del 5. Traía dos novedades que valían oro: Un nuevo espacio, lejos del hogar, para un género que ya no soportaba la claustrofobia doméstica de Natacha, y personajes adolescentes para captar, por primera vez, la atención de la platea juvenil. El salón de clase donde se producen los primeros arqueos de cejas y juegos de pestañas entre el maestro Julio Alemán y la discípula huérfana Regina Alcóver (Viviana Ortiguera), cuya tía tutora está también enamorada de Aldao; era flamante en el folletín de la región aunque desde décadas atrás el cine lo empleaba con suceso en dramas generacionales y comedias sentimentales. La historia de amor dispar rompía la solemnidad folletinesca, y creaba un coro juvenil de risitas, chismes, envidias y malentendidos, hasta acabar en matrimonio con un galán culto como puede ser un profesor de secundaria, lo que no era poco en el mundo de la telenovela patriarcal.

Las aulas y pasillos del colegio tenían un cargamento dorado: chicas coquetas, sumisas aunque a veces altaneras, caracteres desinhibidos que deshielaban a los académicos. Alemán, hermano mayor de los nuevaoleros del cine mexicano, era una estupenda apuesta para el papel. Un galán duro con reacciones suaves. Con Patricia Aspíllaga, la tía Constancia, sí hubo desavenencias. Genaro Delgado Parker la hizo regresar de México para que se incorporara como tía mandona y finalmente perdedora a un cast que el productor Radovich ya había dispuesto en torno a Alemán y a su sobrina de ficción Regina Alcóver. Con Patricia se perdería el tufo adolescente de la historia para ganar gravedad y estilización folletinesca; el desprejuicio del affaire amoroso entre profesor y alumna no saldría tan triunfante con la irresistible Patricia pretendiendo también a Alemán. A Radovich no le interesaba como a Genaro Delgado Parker el lado de Patricia en la novela, así que abandonó su puesto y entró en escena el argentino Martín Clutet para dirigir los dos capítulos semanales de esta novela antimaratónica. Ya sin Alemán, muerto por atropello como en tanta novela de remate desesperado (como en este caso que el galán debía regresar a México por urgencias familiares) y reemplazado por su compatriota Miguel Palmer, Aldao motivó en junio de 1971 la secuela La inconquistable Viviana Ortiguera, dirigida por José Vilar.

Los negocios mexicanos de los Delgado Parker empezaron con el flujo exportador de telenovelas a mediados de los años sesenta. Los Delgado Parker no compraban a México tanto como el 4 y, por el contrario, sí vendían. El boom de Simplemente María remeció la identidad folletinesca de los mexicanos y fue gran carta de presentación cuando se fundó Panamericana Televisión de México en 1970, asociada al canal 8 Televisión Independiente, de Eugenio Garza Laguera. Héctor Delgado Parker se trasladó al Distrito Federal para vigilar el negocio. Con el Telesistema Mexicano del omnipotente Emilio Azcárraga ningún trato hubiera sido posible. Los Delgado Parker intentaron subirle el precio por capítulo de Simplemente María a fines de 1969, pero Azcárraga no solo se negó a revisar el trato sino que se vengó vendiendo los derechos de transmisión del Mundial México 70 al canal 4 por una suma irrisoria. Y cuando la asociación de Panamericana con canal 8 empezó a rendir frutos con los éxitos de Los hermanos Coraje y La señora joven, sumados al suceso de los enlatados peruano-argentinos como Nino, se apuró la gran maniobra política que dio nacimiento a Televisión Vía Satélite S.A. (Televisa) en diciembre de 1972. El gobierno priísta de Echevarría obligó a la fusión del Telesistema de su amigo Azcárraga con la inquieta competencia. Así se liquidaron las expectativas de los Delgado Parker en México.48

En mayo de 1970 los Delgado Parker fundaron en Buenos Aires la empresa Panamericana Televisión Sociedad Anónima Comercial e Industrial, con el afán de producir desde Argentina para toda América las novelas que su olfato les desaconsejaba planear en Lima. Tuvieron a su cargo la programación del canal 2 de La Plata y pusieron en operación uno de los primeros convertidores electrónicos de normas existentes en América. José Enrique Crousillat, ex vendedor de Procter & Gamble que se había dejado ver ante cámaras encarnando al “Mister Ace” de un spot comercial, ex gerente de Radio Programas del Perú y entonces hombre de confianza de los Delgado Parker, vigiló los negocios porteños hasta la nacionalización peronista de la televisión en 1974. En 1972 la Panamericana argentina produjo Mi dulce enamorada y en 1973 el éxito regional Papá corazón, telenovela con espíritu de sit-com escrita por Abel Santa Cruz, que internacionalizó a Andrea del Boca pronunciando “tú” en lugar de “vos”,49 como ya se había hecho, para escándalo de sus connacionales, en Nino. Si en el Perú los Delgado Parker habían ordenado reprimir peruanismos, ¿cómo no hacerlo con los argentinismos?

Hasta que en 1971 la sucursal argentina de la fábrica acometió su proyecto más ambicioso y creativo. El guión Nino, o italianinho de Geraldo Vietri y Walter Negrao extraía una lección dorada de la novela carioca: había que pintar un barrio donde la tradición y el progreso se dieran la mano y convivieran en tensa armonía. Fue un universo propio porque al género le había costado mucho tiempo y esfuerzo dar con él; y a la vez ajeno, pues su realismo social y psicológico existía con cierta independencia de los formulismos de la novela y obligó a tomar varios desvíos, a respetar el derrotero arribista de varios personajes, aunque el espíritu declarado del folletín fuese el de un humanismo inmaterial a ultranza.

Nino fue la novela naturalista que el público pedía a gritos. “Las cosas simples de la vida” fue predicado, subtítulo y eslogan cantado a diario en los créditos de presentación. La simpleza fue llevada al nivel de la revelación porque en realidad se trataba, paradójicamente, del asomo de la complejidad en un género que parecía condenado a la indigencia expresiva; fue casi una iluminación filosófica en una tradición que solo conocía dos conceptos de medio lado que se anulaban sin poder convivir jamás: el dolor y la felicidad, la fatalidad o los buenos designios de Dios. Las “cosas simples de la vida”, en cambio, según el inolvidable tema musical de la novela, “provocan penas y alegrías” que nadie puede disociar. Nino había descubierto la dialéctica y la cantaba todos los días, con orgullo y con candor.

Los procedimientos, novedosos para el género ya habían sido puestos en escena en la comedia televisiva. Pero, si ella, proclive a humores y caricaturas, daba rienda suelta al costumbrismo, Nino optó por un templado naturalismo, por un universalismo de oficios y psicologías donde las peculiaridades nacionales se limitaron a describir el carácter expansivo de los italoamericanos y la mayor sobriedad y eclecticismo de los criollos porteños. La locación fue Buenos Aires y la inspiración vino de Río y Sao Paulo, metrópolis de fuerte influjo italiano, pero Lima y cualquier capital latina podían sentirse fácilmente involucradas. Que la apuesta por la abstracción de los referentes tenía sus riesgos quedó demostrado en que el entusiasmo por Nino en disímiles mercados como el peruano, el portorriqueño o el boliviano contrastó con la frialdad de su recibimiento en su “sede técnica” porteña.50

El oficio de carnicero es el peor pagado en el naturalismo. Fatiga, ensucia y, para colmo, la carne es un bien elástico a los vaivenes de la demanda. El carnicero puede ser odiado por los consumidores a quienes el costo de la vida obliga a ajustar la correa. En Nino se solía hablar de dinero, de ahorros, de objetos empeñados, pequeñas cosas que informan los temas mayores. La historia de amor es triangular, romántica y socialmente: Nino (Enzo Viena) está comprometido con Natalia (María Aurelia Bisutti) pero ella, una trepona aunque no una víbora, pues la novela no es maniquea, está ocupada en conquistar al dueño de la joyería donde trabaja, dejando a su novio un amargo sabor a impotencia. Como el libreto no apunta a la generalización del arribismo, entra a tallar la lisiada Bianca (nuestra Gloria María Ureta), que ampara sentimentalmente a Nino y sin ser una ambiciosa ella lo reconcilia a él con sus ambiciones. El mandil manchado de sangre y de sebo y el mostrador de los collares de diamantes hacen una elocuente polaridad para estos dramaturgos brasileños, maestros del contraste. Anotemos otro doble juego de contrastes: la inconsistencia de carácter de la soberbia Natalia versus la cojera y la firmeza espiritual de Bianca.

Alrededor del triángulo, un coro de 27 personajes, ninguno de ellos un tipo social posible de definir en un par de trazos; por el contrario, ocupaciones y gentes con bastante vida propia. En Nino apreciamos la difícil facilidad, el arte de hacer pasar por auténtico lo meramente funcional, por armar la dramaturgia con una sucesión de clímax de cada subplot alterno. Las lí-neas secundarias van robando pantalla mientras el conflicto principal toma cuerpo. Vietri y Negrao toman prestado del policial la intriga de los anónimos amenazantes; el humor les inspira diálogos y personajes enteros y en felices ocasiones vemos a todo el cast masculino jugar fútbol en la mítica quinta. El arte de la novela carioca se dio por primera vez a conocer al resto de América en Nino, ocho años antes del boom exportador que encabezó El bienamado.

Pese a sus raíces brasileñas-porteñas, la audiencia peruana se apropió de Nino. Se le percibía como una joint-venture donde el Perú llevaba buena parte y tenía emisarios de lujo: la “Bianca” de Gloria María Ureta, la Doña “Santa” de Elvira Travesí y Fernando Gassols. El capítulo climático número 169, en que Nino da el primer y larguísimo beso a Bianca fue repetido porque el público de veras lo pidió. Además de su propia elocuencia sentimental, ese beso tenía otro significado, se lo arrancaba una peruana maltrecha a una porteña altanera y para colmo miscast, pues la Bisutti tenía más de 40 años cuando encarnaba a la veinteañera Natalia. Pero no se vaya a pensar mal, el universalismo y la bonhomía promedio de los personajes, diluían cualquier revanchismo cultural, cualquier asomo de xenofobia. Esa corriente de simpatía generada por Nino favoreció el rápido estrellato en el Perú del argentino Osvaldo Cattone, el pretendiente de Natalia, y en menor medida, de la actriz Noemí del Castillo. Ambos migraron a Lima entusiasmados por el éxito local de sus personajes.

Nino no podía tener sucedáneos hechos en Lima. La estatización cayó sobre la televisión peruana en plena novela. Pero su suceso animó a los Delgado Parker a ensayar una nueva joint-venture, sobre otro argumento brasileño de Janete Clair, Os irmaos coragem, y esta vez con la teleindustria mexicana. Antes de liquidar lo que no comprendía, el gobierno militar exportó la reforma del melodrama urdida entre Brasil, Argentina y Perú hacia México, donde le sería casi imposible prosperar. En 1999 la novela fue audazmente repuesta en horario meridiano, fracasó y pasó a la madrugada de Panamericana.

Música y letra
Nuevaoleros

Cuando la televisión empezó a balbucear lo hizo en forma musical; pero por más armónica que sonara, la música se oponía a la continuidad y la serialidad dramática que tanto ansiaban los canales en búsqueda de audiencia fija. Los shows se montaban un día para desmontarse la noche siguiente, forzando una variedad que se trocaba en monotonía. Las estrellas extranjeras eran caras, imprevisibles y duraban a lo sumo una semana. El primer canal 2 se había hundido con ellas. Una de dos: o había que encajar el son en una estructura para nada musical, o había que privilegiar un género musical por sobre todos los demás.

La nueva ola siguió rodando luego de 1965 por varias razones de peso. Nicanor González, socio de América y dueño de la disquera Sono Radio, rizaba el rizo cuando los ídolos Coco Montana, Pepe Miranda o Pepe Cipolla anunciaban sus últimos lanzamientos en El clan del 4, conducido por Rulito Pinasco. La música natural de la televisión lo era también de la radio y del flamante mercado de los tocadiscos pick-up. La ola se expandía a los dormitorios, a las fiestas y a la calle a partir de su impulso televisivo, y en él entró a tallar el más animado concurso juvenil de Panamericana: Cancionísima (véase, en este capítulo, el acápite “Para empezar, música y concursos”).

Carrera de consumistas de los aires populares (los mismos que 30 años después Raúl Romero convertirá en espléndidos personajes de cinco minutos en la secuencia “Canta y gana” de De dos a cuatro), la acción musical de los participantes de Cancionísima sí calza en una estructura ajena, la de un programa de concurso con reglas y premios gordos. Pero la ola tuvo tal acogida que merecía números y sets propios, libretos para sus estrellas y, aunque oculto tras su obediencia a las modas imperantes, su propio folclor. En El hit de la una conducido por el chileno Enrique Maluenda y en El hit de la noche, intermitente versión estelar del longevo espacio del mediodía, se empezó a ponchar con insistencia a ciertas estrellitas con capacidad de memorizar libretos y mensajes de alegría, actores-cantantes la mayoría de ellos: A César Altamirano, Connie Philip, Lalo Bisbal o Los Doltons se sumaron Fernando de Soria y Anita Martínez, que se habían formado en la nueva ola porteña que encabezó Palito Ortega; la pareja en ciernes Joe Danova y Regina Alcóver; la peruana Betty Missiego, la más estilizada, ambiciosa y lírica del lote, que había debutado en Bar Cristal y antes de partir a “hacerse la España”, cantó a diario en la televisión local. Betty estaba en las estribaciones de la ola; su estilo de cantar “mirando al techo” le demandó un semblante más que rígido, un moño bien ceñido jalándole las cejas y tupiendo elegantemente su voz. Fue pionera del videoclip autóctono, pues pidió turno de videotape para grabar en 1965 algunas afectadas performances. Así estrenó en Cancionísima, María Sueños, expresión de una Chabuca Granda que ya no se sentía criolla, que no era romántica, pues nunca supo serlo, y sí quería participar del idealismo sesentista de esta generación pagada por la televisión para inducir jolgorio sano a la juventud.

La salubridad aludida correspondía más a la juventud de la televisión que a la de una ola que no podía estar desinformada de las revueltas existenciales del Norte. Por eso, las inquietas matinales del cine Tauro fueron en realidad su epicentro antes que los sets del 4 y del 5. Queda como trágica anécdota, que por discreción y desconcierto la prensa no atinó a colocar en primera plana, la del suicidio del cantante “Rolly” en el mismísimo local de América Televisión, utilizando la pistola del guachimán del canal. Tratándose de un nuevaolero limeño de los sesenta es más probable que el motivo haya sido una depresión amorosa que el furor psicodélico de vivir.

De Soria y Martínez, Alcóver y Danova, Altamirano y Cuchita Salazar, fueron una suerte de “matrimonios y algo más” a ritmo nuevaolero, expandiendo su performance en la televisión musical hacia otros géneros y escenarios liberales. De Soria, por ejemplo, había sido contratado en 1967 por Juan Silva para cantar en el Sky Room del Hotel Crillón que este regentaba, y para los shows de Rulito Pinasco en el 4. Terminó el contrato y Genaro Delgado Parker lo enroló como actor en su fábrica de telenovelas. Se reencontró con el país de su madre y de su abuelo, el coplista Fernando de Soria, de quien tomó su nombre, pues en realidad el actor se llama Fernando Strauss de Soria. Su esposa Anita (madre de la actriz Gaby Strauss y del cantautor Jean Paul), también tenía background actoral y le fue muy útil para darle la réplica a Pepe Vilar en sus temporadas televisivas. Con él prosiguió su carrera en Chile, donde actuó en telenovelas. La nueva ola estaba por morir en la orilla y sus estrellitas tenían que seguir nadando como Regina Alcóver, protagonista hasta el empalago en novelas de los setenta y primera actriz de la compañía de Osvaldo Cattone.

En sus buenos tiempos, tan bien manejaban el micro, para conducir el espacio o para hacer la mímica tramposa del playback, que se hizo innecesario ocupar a Pablo de Madalengoitia y a Kiko Ledgard en Cancionísima, y buenas temporadas fueron conducidas por los propios nuevaoleros que de las tardes se expandieron a los ómnibus de los fines de semana y a El hit del momento, sustituto del Hit de la una, cuya primera temporada en octubre de 1968 se grabó y enlató en el canal 11 de San Juan, Puerto Rico, emisora con la que Panamericana tenía un contrato para ocupar cuatro horas de programación. El canal 4 también llevaba la ola a los weekends y tuvo un pretensioso Estudio 4 producido por el español Fernando Luis Casañ. Pedrín Chispa produjo y escribió los libretos de otro musical promocional: Ritmo en el 4, con marcado predominio go-go y conducción de la diskjockey Diana García. Semejante onomatopeya, señal de un ritmo dinámico pero modulado y reiterativo, cundió en los programas infantiles, hizo furor en los “cuatronautas” de Cachirulo y en la secuencia “El tío Johnny a go-go”.

El playback hacía prescindible las orquestas y dejaba cancha libre a la expresividad de los cantantes, pero aplatanaba las escenografías, restaba dimensión coral y, sobre todo, coreográfica a la nueva ola. Un musical ambicioso tenía que ser una fiesta orquestada y, de ser posible, con chicos y chicas bailando en el set. Así lo entendieron los productores pero ninguna estrella hizo nada por formarse en lo que hoy es requisito esencial: el baile. Sólo recordamos a una danzante que nació para la televisión, Elena Cortés, que pretendió encauzar el desmelenamiento de la ola con disciplina de cuerpo danzarín. Cuando en el 4 le dieron alas y espacio propio —notoriamente en el sabatino Carrusel, inaugurado en noviembre de 1968 por su esposo, el productor chileno Mario Spector— le entró la comezón de las “luces de Broadway” y fue la primera y única exponente de la moderna ópera musical televisiva. En verdad, se trató de esbozos dentro de espacios ajenos o ficciones con pie musical (Mi tía y yo en 1967), pues tuvo que retirarse al teatro para satisfacer su ambición con un aparatoso Hair en 1970 y recién volver con La discoteca de Elena (1979, canal 4). La nueva ola nunca se reeditó y su pariente más cercano, el rock nacional cocinado en los ochenta, salvo por dos cantantes-entertainers como Raúl Romero y Gianmarco Zignago, será rebelde al encuadramiento televisivo.

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