Kitabı oku: «Nuestro maravilloso Dios», sayfa 11

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17 de marzo

El tema “favorito” de Cristo

“En aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama” (Juan 16:26, 27).

¿Cuál era el tema favorito de nuestro Señor, mientras caminó entre nosotros? Según Elena de White, era “el carácter paternal y el abundante amor de Dios” (Testimonios para los ministros, p. 210).

El amor infinito y siempre accesible del Padre celestial: de esa fuente el Señor “bebía” diariamente. De ahí obtenía fuerzas y sabiduría para lidiar con los líderes religiosos del pueblo, que a diario buscaban entramparlo. De ahí recibía poder para relacionarse con las multitudes que tan a menudo lo acosaban. Ese era su “secreto”, tal como lo expresa Peter van Breemen: “Debido a que sus raíces penetraban tan profundamente en el amor del Padre, sus ramas podían extenderse para alcanzar a todo ser humano” (Called by Name, p. 53).

Nada de esto, por supuesto, debería sorprendernos. ¿No dice la Escritura que Jesús se levantaba “muy de mañana, siendo aún muy oscuro”, para ir a un lugar desierto, y allí orar? (Mar. 1:35). ¿No dijo el mismo Señor a sus discípulos, cuando se acercaba la hora de su prueba, que lo dejarían solo, pero que en realidad no estaría solo, porque el Padre estaría con él?

Hay aquí una preciosa lección para nosotros. Si para Jesús su relación con el Padre lo era todo; si para él la presencia del Padre era una realidad indiscutible, al punto de que nunca se sentía solo, ¿qué implicaciones tiene este hecho para ti y para mí? Si nuestro Salvador encontraba consuelo y paz en la comunión con su Padre, ¿qué nos dice este hecho, siendo que su Padre es también nuestro Padre?

Lo que esto significa, simple y sencillamente, es que no importa la magnitud de las pruebas que te toquen enfrentar, nunca estarás solo, sola, porque el Padre estará contigo. Nunca te abandonará, por el simple hecho de que te ama. Es lo que dice nuestro versículo para hoy.

Resuelve hoy, por lo tanto, en el bendito nombre de Jesús, que cada día beberás de esa fuente inagotable que es el amor de nuestro Padre celestial. El resultado será que “tus raíces” penetrarán profundamente en su amor, y “tus ramas” se extenderán para compartir con quienes te rodeen el incomparable amor de nuestro maravilloso Salvador.

Gracias, Señor Jesús, por enseñarme que tu Padre es también mi Padre; y porque, en tu nombre, puedo tener acceso al Trono celestial. Al comenzar este nuevo día, quiero tener la seguridad de que siempre estarás conmigo, y de que tu gozo y paz inundarán en todo momento mi corazón.

18 de marzo

El valor de un regalo

“De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

¿Qué determina el verdadero valor de un regalo? En opinión del profesor Robert A. Emmons, el valor de un regalo, y el correspondiente sentimiento de gratitud que despierta en quien lo recibe, depende mayormente de dos factores (Thanks!, p. 126).

El primer factor se refiere al costo del obsequio, no en términos monetarios, sino cuánto le “costó” al dador en términos de esfuerzo personal, de haberse privado de algo que necesitaba, para darlo a alguien como expresión de amor o como muestra de aprecio.

Este primer aspecto del verdadero valor de un obsequio me recuerda una experiencia de mi boda. Esther, que para entonces trabajaba en la Administración Pública, envió tarjetas de invitación a varios ministros del gobierno nacional, aunque sabía que no asistirían a la ceremonia. Varios ministros nos enviaron obsequios de muy buena calidad. La pregunta aquí es: ¿Cuánto “costó” a estos funcionarios públicos, en términos de esfuerzo personal, el regalo que nos enviaron? No quiero aparecer como ingrato, pero me temo que no fueron ellos los que compraron personalmente los regalos.

El segundo factor, escribe Emmons, tiene que ver con el motivo que impulsa al dador. ¿Regalo solo para cumplir con una formalidad? ¿Para salir del paso? ¿Para no quedar mal? ¿O porque “esta persona ya me había dado un regalo”?

¿Puedes pensar en un ejemplo bíblico que ilustre bien lo que venimos diciendo? El primero que viene a la mente es la ofrenda de la viuda pobre, puesto que en esas dos moneditas ella dio “todo el sustento que tenía” (Luc. 21:4).

Sin embargo, mi mente se traslada al Calvario. Ahí contemplo la mayor de todas las ofrendas, el supremo regalo, que el Cielo nos dio en la persona de nuestro maravilloso Salvador, Cristo Jesús. ¿Cuánto le costó al Padre entregar a su amado Hijo? Las palabras no lo pueden expresar. ¿Y con qué motivo lo entregó? “Para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna”.

Lo más sorprendente en todo esto es que ese precioso regalo lo recibimos, no porque amábamos a Dios, sino porque “él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados” (1 Juan 4:10, NVI).

¡Gracias a Dios por su Don inefable! (2 Cor. 9:15).

Te alabo, Padre, porque en el don de tu Hijo diste todo el cielo con tal de salvarme. Ayúdame a compartir este supremo don con todos aquellos con quienes me relacione hoy.

19 de marzo

¿Precio de admisión?

“Sobre todo, ámense los unos a los otros profundamente, porque el amor cubre multitud de pecados” (1 Pedro 4:8, NVI).

¿Cuál es la diferencia entre amor incondicional y amor condicional? En opinión de la doctora Rachel Naomi Remen, la pregunta está mal formulada. Debería decir, la diferencia entre amor y aprobación. Por naturaleza, dice ella, el verdadero amor siempre es incondicional. La aprobación, en cambio, implica que la otra persona primero debe cumplir con ciertas condiciones para “merecer ser amada” (Kitchen Table Wisdom, p. 47).

Si, por ejemplo, mis hijos sienten que primero deben traer a casa excelentes calificaciones para ser amados, entonces lo que de mí están recibiendo es aprobación. Si para recibir muestras de cariño mi esposa primero debe cumplir con ciertas condiciones, pensar como yo, comportarse como a mí me gusta... entonces, lo que está recibiendo es aprobación.

¿Amamos a nuestros familiares y amigos por lo que son como personas, o por lo que hacen? ¿Podría suceder que, sin darnos cuenta, le estemos “poniendo precio” a nuestro amor, y ellos, en su deseo de agradarnos, se estén esforzando por pagarlo? El siguiente relato, publicado originalmente por Reader’s Digest, y comentado por John Powell, servirá de ilustración (Unconditional Love, p. 75).

Powell cuenta la historia de Katie, una joven considerada por sus padres y amigos como la joven perfecta. Sin embargo, una noche, mientras su madre estaba en la iglesia, Katie trató de quitarse la vida. Gracias a Dios, la joven sobrevivió. Según el psiquiatra que la atendió, Katie nunca había sido “ella misma”, sino que creía que tenía que ser todo lo maravillosa que sus padres pensaban que ella era.

Cuando su madre le preguntó al psiquiatra por qué Katie había llegado a esa conclusión, él respondió que, al actuar de manera agradable, ella pensaba que se hacía merecedora del amor de la gente.

John Powell concluye el relato diciendo que, por un lado, los padres de Katie habían edificado un pedestal, al cual ella había logrado subirse; y ella, por su parte, durante años había desempeñado ese papel creyendo que era el precio de admisión requerido para merecer su amor.

“Precio de admisión”. ¿Es eso lo que, quizá sin darnos cuenta, estamos cobrando a nuestros seres queridos para amarlos? Pero no es así como nos ama Dios. Por su gracia, él nos acepta como somos; y por su gracia, nos trasforma en lo que debemos ser. ¡Sin precio de admisión! ¿Por qué entonces ponerle precio a nuestro amor?

Padre celestial, quiero amar como tú me amas, sin requisitos previos ni condiciones. Te pido que hoy tu Santo Espíritu me llene del amor de Cristo, pues solo así podré reflejar su carácter ante quienes me rodean.

20 de marzo

¿Sacrificio o privilegio?

“Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 16:24).

Tomar la cruz de Cristo y seguirlo: ¿Es esto un sacrificio? Dejemos que David Livingstone, el célebre misionero y explorador británico, responda. Livingstone ya era un héroe nacional cuando en marzo de 1866 decidió regresar al continente africano, con el objeto de continuar con la misión que había comenzado en 1840. ¿Cuál era esa misión? En una carta a su hermano Charles la menciona: “Soy un misionero de todo corazón. El Hijo de Dios fue misionero y médico. Yo soy, o deseo ser, una pobre imitación de lo que él fue. En su servicio deseo vivir, y en su servicio deseo morir” (God’s Witnesses. Stories of Real Faith, p. 205).

El caso es que, durante años, nada se sabía de él. “¿Dónde está Livingstone?”, era la pregunta que la gente se hacía. Entonces James Gordon Bennett, fundador y editor del New York Herald, decidió comisionar a su reportero estrella, Henry Morton Stanley, para que viajara al África y encontrara a Livingstone, sin importar el tiempo ni el dinero que debiera emplear.

Stanley llegó al África el 21 de marzo de 1871, pero fue el 10 de noviembre de ese año cuando pudo encontrar a Livingstone en una pequeña aldea en las orillas del Lago Tanganica. Lo encontró, pero no logró convencerlo de que regresara a casa. Al contrario, las provisiones y las medicinas que Stanley llevó solo sirvieron para que Livingstone continuara haciendo su obra en favor de las almas necesitadas. Hasta aquel 1˚ de mayo de 1873 cuando, de rodillas y en actitud de oración, fue encontrado muerto junto a su cama.

¿Por qué Livingstone no regresó con Stanley? ¿No podía, acaso, servir al Señor desde su hogar, estando cerca de sus parientes? Las siguientes palabras, escritas en su diario después de que Stanley regresara a Inglaterra, hablan por sí mismas:

“La gente habla del gran sacrificio que yo he hecho al dedicar tanto tiempo de mi vida al servicio en África. ¿Puede llamarse ‘sacrificio’ a lo que simplemente es un pequeño retorno de la gran deuda que tenemos con nuestro Dios? [...] Enfáticamente digo que no es un sacrificio. Más bien, digo que es un privilegio”. Y luego agrega: “Nunca he hecho un sacrificio. De esto no hemos de hablar, [sobre todo, al considerar] el gran sacrificio que hizo Aquel que dejó el Trono de su Padre en las alturas para entregarse a la muerte por nosotros”.

¿Un sacrificio llevar la Cruz de Cristo? ¡Es el mayor de los privilegios!

Gracias, amado Jesús, por el honor que nos das de llevar tu Cruz y servirte. ¡Por nada del mundo lo cambiaría!

21 de marzo

Del “botín” participamos todos

“Del botín participan tanto los que se quedan cuidando el bagaje como los que van a la batalla” (1 Samuel 30:24, NVI).

Tratemos de imaginar la escena. David y sus soldados regresan a Siclag, la ciudad que Aquis, el rey filisteo de Gad, les asignó como refugio temporal contra la fiera persecución de Saúl. ¿Qué encuentran al llegar? Encuentran que los amalecitas han quemado la ciudad y se han llevado cautivos a las mujeres y a los niños (ver 1 Sam. 27:1-7).

Después de “llorar hasta que les faltaron las fuerzas”, los soldados de David buscan a alguien a quien culpar. Y ese alguien es nada menos que... el mismo David, a quien quieren apedrear. Sin embargo, mientras sus hombres hablan de apedrearlo, David cobra ánimo y consulta a Dios (1 Sam. 30:6): “¿Debo perseguir a esa banda? ¿Los voy a alcanzar? ‘Persíguelos –le respondió el Señor–. Vas a alcanzarlos, y rescatarás a los cautivos’ ” (vers. 8).

Dice la Escritura que David salió con sus seiscientos hombres, a perseguir a los amalecitas, pero al llegar al arroyo de Besor, “se quedaron rezagados doscientos hombres que estaban demasiado cansados” para cruzarlo (vers. 9, 10). Con los cuatrocientos que aún tenían fuerzas, David derrota a los amalecitas, libera a los cautivos, recupera todo lo robado, y además, toma un cuantioso botín. Entonces se presenta un incidente de lo más interesante: “Entre los que acompañaban a David había gente mala y perversa que reclamó: ‘Estos no vinieron con nosotros, así que, no vamos a darles nada del botín que recobramos. Que tome cada uno a su esposa y a sus hijos, y que se vaya’ ” (vers. 22).

Notemos la respuesta de David: “No hagan eso, mis hermanos –les dice–. Fue el Señor quien nos lo dio todo. [...]. Del botín participan tanto los que se quedan cuidando el bagaje como los que van a la batalla” (vers. 23, 24).

“Fue el Señor quien nos lo dio todo”, dijo David. ¡Por lo tanto, todos hemos de participar del “botín” por partes iguales! ¿No suena eso a puro evangelio? Sea que prediquemos la Palabra desde el púlpito o que participemos en un grupo de oración detrás de los bastidores, todos participaremos del gozo de la salvación “por partes iguales”. ¡Porque es el Señor quien nos da la victoria!

Todos somos importantes en el pueblo de Dios: pastores, tesoreros, secretarias, evangelistas, maestros, enfermeras, médicos, amas de casa... y todos, por igual, recibiremos una corona inmortal.

Gracias, Señor, porque me has dado una obra que hacer en tu viña. No importa lo pequeña o grande que sea, quiero cumplirla fielmente, para la gloria de tu nombre.

22 de marzo

Dios al principio, y también al final

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1).

Son apenas cinco palabras, pero dicen tanto: “En el principio creó Dios...”

¿Qué significado han de tener para un cristiano esas milenarias palabras? Especialmente, ¿qué utilidad práctica pueden tener hoy para quienes vivimos en un mundo que dista mucho de ser lo que era cuando salió de las manos del Creador? ¿Qué sentido pueden tener para el padre que no sabe de dónde vendrá el dinero para alimentar a sus hijos? ¿Para el joven que ahora mismo está luchando por vencer una adicción? ¿Para el enfermo, el afligido, el solitario?

Estas cinco palabras significan que todo comienza con Dios. La Escritura no explica cómo, pero basta con saber que el principio del universo, y particularmente de la vida en este planeta, es personal. No somos el producto de un principio impersonal que durante millones de años, regido por las leyes del azar, culminó con la aparición de la vida. No. Un Ser todopoderoso pensó en nosotros, y nos creó a su imagen y semejanza. ¿Por qué nos creó, siendo que no nos necesitaba él para existir? Porque “Dios es amor” (1 Juan 4:8). Y ese amor consiste, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero (vers. 10).

“En el principio creó Dios”. ¿Cuáles son las implicaciones que se derivan de estas cinco palabras? Dos, entre muchas. Una la menciona John Stott cuando escribe que la religión de la Biblia es la religión de un Dios que siempre toma la iniciativa; un Dios a quien nunca podemos tomar por sorpresa, porque siempre está ahí “al principio” (Basic Christianity, p. 1).

Antes de que existiéramos, escribe Stott, ya Dios estaba ahí, “al principio”. Antes de que lo buscáramos, ya él nos buscaba. ¿No es esto maravilloso? Cuando por nuestros pecados merecíamos la muerte, ya Dios estaba ahí, “al principio”, proveyendo un Sustituto, el “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apoc. 13:8, RVC). Cuando, cansados de vagar por este mundo, decidimos buscar a Dios, ya él había tomado la iniciativa de buscarnos. ¡Y nos encontró! La otra implicación: si Dios estuvo “al principio” de todas las cosas, ¿no es razonable pensar que también estará al final de la historia de este mundo? Y si, como dice la Escritura, fue Dios quien comenzó en nosotros su buena obra (ver Fil. 1:6), ¿no es razonable pensar que él mismo se asegurará de terminarla?

Gracias, Padre, porque siempre estás “al principio” de todo lo bueno. En el nombre de Cristo, te pido que completes la obra que comenzaste en mí.

23 de marzo

Cuando la sal pierde su sabor

“Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada?” (Mateo 5:13).

¿Qué imágenes acuden a tu mente cuando piensas en Abraham? La verdad, no es difícil imaginar al patriarca colocando su tienda en un lugar desierto, para luego construir un altar donde adorar a Dios junto con su familia.

¿Y qué imaginas cuando piensas en Lot? No sé en cuanto a ti, pero tiendo a asociarlo con Sodoma. Una diferencia del cielo a la tierra. ¿Por qué?

Hablar de Abraham es hablar de la tienda y el altar. La tienda identificaba a Abraham como peregrino y extranjero en este mundo, “porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb. 11:10). Por su parte, el altar testificaba del Dios a quien adoraba. Alrededor de ese altar se reunían sus familiares y sus siervos, día tras día, para recibir instrucción que los prepararía como representantes de la verdadera fe.

En el caso de Lot, por el contrario, ni tienda ni altar. Por ello, no sorprende que cuando Lot quiso avisar a sus yernos de la inminente destrucción de Sodoma, ellos “pensaron que bromeaba” (Gén. 19:14).

¿Cómo explicar algo tan insólito? La única explicación posible para la actitud de los yernos es que Lot, para ese momento de su vida, había perdido, en gran medida, su credibilidad. Podía hablar o quedarse callado, el efecto era el mismo. Dicho en palabras del Señor, la sal había perdido su sabor. Y cuando esto ocurre, “no sirve más para nada” (Mat. 5:13).

Me pregunto qué habrá pasado por la mente de Lot después de haber perdido a su esposa y todo lo que había acumulado en Sodoma: cuando recordaba los días en los que moraba en tiendas con Abraham; cuando, alrededor del altar, adoraba a Dios; y sobre todo cuando, pudiendo establecerse en Canaán, prefirió vivir en la llanura del Jordán. ¡Grande ha de haber sido el sentimiento de pérdida que experimentó! El problema comenzó cuando, gradualmente, fue “poniendo sus tiendas hasta Sodoma” (Gén. 13:12). Hasta que llegó el día en que la sal perdió su sabor.

¿Cómo podemos tú y yo evitar el mismo error? Por un lado, nunca perdamos de vista que “nuestra ciudadanía está en los cielos” (Fil. 3:20); por el otro, procuremos que nada nos impida tener un encuentro diario con Dios alrededor del altar.

Amado Señor, al igual que Abraham, te pido que nada en este mundo me haga perder de vista que soy solo un peregrino, y que mi ciudadanía está en los cielos. Y que nada me impida tener un encuentro personal contigo, diariamente, alrededor del altar.

24 de marzo

¡Ciento por ciento limpios!

“No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Mateo 9:13).

¿Puede un pecador orar a un Dios del cual la Biblia dice que es justo y santo? Esta pregunta se la planteó una señora, miembro de iglesia, a Kent A. Hansen, abogado estadounidense y autor.

¿Cuál fue la respuesta de Hansen? “Si Dios solo se comunica con individuos de mente clara y de corazón exageradamente puro, que guardan los Diez Mandamientos sin falla alguna, entonces estamos en un verdadero aprieto” (Cleansing Fire, Healing Streams, p. 28).

Tiene mucha razón. Si Dios solo escucha a los que están limpios de pecado, ¿qué haríamos entonces con 1 Juan 1:9? Ahí dice la Escritura que “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad”. Y ¿qué haríamos con nuestro texto de hoy: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”?

Para ilustrar su respuesta, Hansen cuenta la historia de una joven que acudió a una clínica para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades de transmisión sexual. Dice el relato que desde el primer momento en que la chica entró al cuarto de exámenes, lo hizo cabizbaja. Cuando el médico le preguntó si tenía algún problema, ella solo se limitó a decir: “No he debido hacerlo”.

Se refería a su conducta sexual. Luego dijo que era cristiana. El médico, que también era cristiano, le preguntó si había orado pidiendo perdón. Ella dijo que sí, pero sin mucho entusiasmo. Entonces él, tomando en sus manos un ejemplar del Nuevo Testamento, le leyó la promesa de 1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados...”

–¿Crees que Dios te está mintiendo en esta promesa? –le preguntó.

–No –respondió ella.

–¿Qué crees que hizo Dios cuando le confesaste tu pecado?

–Me perdonó –dijo ella, por primera vez levantando su rostro.

–El texto de 1 Juan 1:9 –añadió el médico– dice que, además de perdonarnos, Dios nos limpia de toda maldad. ¿Cuán limpios crees que quedamos después de su perdón? ¿Cincuenta por ciento limpios? ¿Noventa por ciento?

–Ciento por ciento limpios –respondió ella.

–Entonces, ¿en qué condición has quedado tú al creer en su promesa?

–Ciento por ciento limpia –dijo, mientras su rostro exhibía, por primera vez, una sonrisa.

¡Ciento por ciento limpios! Eso es lo que Dios hace cuando, en el precioso nombre de Jesucristo, confesamos nuestros pecados. ¿Por cuánto tiempo seguiremos arrastrando la carga de pecados que ya han sido perdonados? ¿Por cuánto tiempo seguiremos pensando que no somos dignos del perdón?

Gracias, Señor Jesús, porque tu sangre es poderosa para perdonarme completamente.

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