Kitabı oku: «Nuestro maravilloso Dios», sayfa 9

Yazı tipi:

1° de marzo

El poder de las heridas

“Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).

Jessica era un bebé de apenas 18 meses cuando accidentalmente cayó en un pozo en Midland, Texas, el 14 de octubre de 1987. Gracias a la cobertura que los medios de comunicación le dieron al hecho, el mundo entero presenció en detalle los frenéticos esfuerzos de los rescatistas para salvarle la vida. Después de 58 horas de ardua labor, y mucha tensión, Jessica fue finalmente rescatada. Todavía hoy se puede ver la foto de su rescate (que, de paso, obtuvo el premio Pulitzer en 1988); donde aparece ella en brazos de uno de los rescatistas.

La experiencia que vivió la pequeña Jessica fue documentada y conservada para la posteridad en periódicos y revistas, canciones, libros y películas. Pero son las cicatrices que quedaron en su cuerpo las que cuentan su historia. No puede ser de otra manera. ¿Qué mejor que una cicatriz para traer a nuestra memoria experiencias que preferimos no haber vivido? ¿Qué mejor que una cicatriz para recordarnos que, a pesar de la dolorosa experiencia que vivimos, todavía estamos vivos? Esto es precisamente lo que Jessica McClure dijo en una ocasión en la que se celebraba un aniversario de su milagroso rescate: “Estoy orgullosa de mis cicatrices. Ellas me dicen que sobreviví” (“Stories in the Scars”, Signs of the Times, enero de 2000, p. 32).

¿Hay cicatrices en tu cuerpo, en tu corazón? ¿Qué historias cuentan? ¿La historia de un accidente que casi te quita la vida? ¿Historias de sueños rotos? Sea lo que fuere, lo importante es que todavía vives. Y porque hoy vives, puedes agradecer a Dios, no solo por esas cicatrices, sino también por las de su amado Hijo; las que Jesús padeció para perdonarte y darte vida eterna. De esas heridas habla nuestro texto de hoy: “Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Isa. 53:5).

¡Gracias, Jesucristo, por las heridas del Calvario! ¡Gracias porque, pudiendo permanecer en el cielo, preferiste sufrir con tal de salvarnos! Además de declarar el elevado precio que pagaste para salvarnos, por “las edades eternas, las heridas del Calvario proclamarán su alabanza y declararán su poder” (El conflicto de los siglos, p. 732).

Gracias, Jesús, porque tus heridas nos dicen lo mucho que nos amas; y porque por tus llagas “fuimos nosotros curados”. ¡Bendito sea tu nombre, Señor, hoy y siempre!

2 de marzo

Dios continúa siendo fiel

“Dichoso aquel a quien se le perdonan sus transgresiones, a quien se le borran sus pecados” (Salmos 32:1, NVI).

¿Quién queda más agradecido al perdonársele una deuda: al que se le perdona poco o al que se le perdona mucho?

La respuesta la encontramos en el siguiente caso de la vida real, que relata Mark Finley. Es la historia de Steve y Kim, una pareja con problemas. Kim, la esposa, tenía un amante, y se proponía abandonar a Steve cuando ocurrió un hecho inesperado: Steve se ganó el premio de la lotería valuado en dos millones de dólares.

La noticia colocó a Kim frente a un verdadero dilema: ¿dejaría a su esposo millonario, o terminaría la relación ilícita con su amante? Kim decidió seguir con su esposo, pero sin dejar al amante. Sin embargo, ¿cómo lo haría? Decidió contratar a un asesino a sueldo. Solo le costaría 500 dólares.

Un día, mientras Kim discutía con su amante los detalles del plan, su hijo, de 21 años escuchó la conversación telefónica. Sin pérdida de tiempo, notificó a su padre, Steve, quien de inmediato contactó a la policía, y Kim terminó en la cárcel por intento de homicidio.

Entonces ocurrió lo inaudito: Steve retiró los cargos contra Kim. No solo eso; además, hizo cuanto pudo para reducir su sentencia, y al final terminó pagando la fianza que le dio la libertad. Cuenta Finley que el perdón de Steve no solo quebrantó el corazón de Kim, sino también le dio el valor que necesitaba para poner fin a su aventura y salvar su matrimonio (“Million Dollar Love”, Signs of the Times, noviembre de 1999, p. 20).

¿Cómo pudo Steve perdonar tanto? Solo hay una explicación: Steve le perdonó mucho porque la amaba mucho. Kim, por su parte, que hasta entonces había estado ciega, pudo conocer la magnitud del amor de su esposo: un amor que se puso en evidencia cuando ella menos lo merecía y más lo necesitaba. Fue así como el amor a su esposo revivió en su corazón, porque a quien mucho se le perdona, mucho ama.

¿Cuánto te ha perdonado Dios? ¿Y cuánto lo amas? A mí me ha perdonado mucho. Por eso hoy quiero invitarte para que juntos pidamos a Dios que nos permita conocer cada vez más de ese gran amor, que no merecemos, pero que desesperadamente necesitamos. Ese amor que prefirió sacrificarse antes que abandonarnos.

Gracias, Señor Jesús, porque a pesar de nuestra infidelidad y nuestras rebeliones, tú continúas siendo fiel. Gracias porque con tu muerte en la Cruz nos diste el perdón que no merecíamos, pero que tanto necesitábamos.

3 de marzo

¿Primero el abrazo?

“Muchos recaudadores de impuestos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, de modo que los fariseos y los maestros de la ley se pusieron a murmurar: ‘Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos’ ” (Lucas 15:1, 2, NVI).

¿Por qué murmuraban los fariseos y los maestros de la ley contra Jesús? Nuestro versículo para hoy nos da la respuesta: porque el Señor recibía a los pecadores.

Sin que se dieran cuenta, cuando esos maestros de la ley declararon que Jesús recibía a pecadores, con sus palabras expresaron la misión que trajo al Señor a nuestro mundo: “Llamar pecadores al arrepentimiento” (Mat. 9:13). Por supuesto, Jesús no los contradijo; más bien, por medio de tres parábolas, confirmó que Dios no solo recibe, sino además celebra con gozo cuando un pecador decide “regresar a casa”. Según el relato de Lucas 15, el hijo menor reclamó la parte de su herencia y abandonó el hogar de su padre. “Cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia y comenzó él a pasar necesidad. Entonces fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, quien lo envió a su hacienda para que apacentara cerdos. Deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Volviendo en sí, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!’ ” (vers. 14-17).

Cuando el hijo errante volvió a casa, ¿cómo lo recibió el padre? Dice el relato que “cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello y lo besó” (vers. 20).

¿Nos damos cuenta de lo que sucede en ese encuentro? El padre no pide explicaciones; ni tampoco hace recriminaciones. Abraza y besa al hijo que estaba perdido, sin siquiera esperar que primero pida perdón. Y luego celebra en familia a lo grande. Por lo menos esta vez, acertaron los fariseos: ¡Dios recibe a los pecadores! Hoy quiero dar gracias porque nos abraza, incluso antes de que le pidamos perdón; y porque celebra a lo grande cuando, arrepentidos, regresamos a casa. Sobre todo, alabo su nombre porque “él es bueno, [y] porque para siempre es su misericordia” (Sal. 107:1).

¿Verdad que no es difícil amar a quien tanto nos ha amado?

Gracias, Padre celestial, porque me aceptas sin recriminarme el mal que he hecho; y porque me amas, incluso antes de que te pida perdón. Quiero comenzar este nuevo día alabándote, y pidiéndote que me ayudes a vivir hoy de un modo que glorifique tu santo nombre.

4 de marzo

“Dios es amor”

“El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4:8).

Si has leído Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, recordarás la peste de insomnio que azotó a Macondo, el pueblo donde se desarrollan las escenas de la obra.

Aunque la peste fue inicialmente bienvenida, bajo la creencia de que tendrían más tiempo para disfrutar de la vida, los estragos de la enfermedad se hicieron evidentes cuando los pueblerinos se percataron de que estaban sufriendo de un mal aún mayor: el olvido. Preocupados ante la posibilidad de olvidar incluso los nombres de los artefactos cotidianos básicos, los pueblerinos recurrieron al método de marcarlos por nombre: mesa, silla, puerta, pared, cama... De esta forma, el problema estaría solucionado. Sin embargo, luego cayeron en cuenta de que podría llegar el día en que, aunque recordaran los nombres de las cosas, no recordaran para qué servían. Entonces decidieron ser más específicos. El letrero de la vaca, por ejemplo, decía: “Esta es una vaca. Hay que ordeñarla cada día para que produzca leche...”.

Al cabo de un tiempo, todo el pueblo estaba lleno de carteles. El más grande, en la calle central de Macondo, decía: DIOS EXISTE (Cien años de soledad, pp. 49-53). Por muy extendida que estuviera la peste del olvido, una cosa estaba clara en Macondo: aunque olvidaran todo lo demás, el letrero de la calle principal siempre les recordaría que Dios existe.

A nosotros, que vivimos en la era de la información –en la que literalmente nuestro cerebro registra muchísimos más estímulos de los que puede procesar e interpretar–, quizá también nos convendría definir qué cosas no podemos darnos el lujo de olvidar. E incluso podríamos pensar en escribir letreros que nos ayuden en este sentido. Yo sugeriría, por ejemplo, un cartelito con nuestro versículo de hoy: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.

Y a su lado, o un poquito más abajo, colocaría esta cita explicativa; como hicieron en Macondo:

“ ‘Dios es amor’ está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los preciosos pájaros que llenan el aire de melodías con sus alegres cantos, las flores exquisitamente matizadas que en su perfección perfuman el aire, los elevados árboles del bosque con su rico follaje de viviente verdor; todo testifica del tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y de su deseo de hacer felices a sus hijos” (El camino a Cristo, p. 15).

Gracias, Padre celestial, porque en toda la creación podemos leer de tu gran amor por cada uno de nosotros, y porque en tu Palabra nos recuerdas que somos tus hijos amados.

5 de marzo

Cuando Dios llora

“Entonces Jesús, al ver llorar a María y a los judíos que la acompañaban, se conmovió profundamente y, con su espíritu turbado, dijo: ‘¿Dónde lo pusieron?’ Le dijeron: ‘Señor, ven a verlo’. Y Jesús lloró” (Juan 11:33-35, RVC).

¿Por qué lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro? Algunos de los presentes en la escena dijeron que lloraba por lo mucho que lo amaba; pero sabemos que el Señor no lloraba por Lázaro, ya que sabía que lo iba a resucitar. Entonces ¿por qué lloró el Señor?

Jesús lloró porque “su corazón tierno y compasivo se conmueve siempre de simpatía por los dolientes”; porque, “aunque era Hijo de Dios, había tomado sobre sí la naturaleza humana y lo conmovía el pesar humano” (El Deseado de todas las gentes, p. 490).

Aquí estamos hablando de un Dios que “llora con los que lloran y se regocija con los que se regocijan”. Es decir, un Dios muy cercano a tu corazón y el mío.

La idea de un Dios compasivo tuvo que haber sido totalmente incomprensible para la mentalidad griega de aquel tiempo. En opinión de ellos, sus dioses no compartían el pesar de sus adoradores. Pero lo que para ellos era inconcebible, para nosotros es el corazón de las buenas nuevas. ¿Cuáles son esas buenas nuevas? Que Dios, además de ser infinitamente poderoso, es también supremamente compasivo. ¡Y que ese Dios, nuestro amante Padre celestial, se identifica plenamente con todo lo que suceda a sus hijos!

Hay, además, una segunda razón: Jesús lloró por el pesar que le causaba saber que “muchos de los que ahora estaban llorando por Lázaro pronto maquinarían la muerte de quien era la resurrección y la vida” (ibíd.). Aquí, de nuevo, tenemos una vislumbre del carácter de Dios; de ese Dios que “es tardo para la ira y grande en misericordia” (Núm. 14:18); del Dios que no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped. 3:9).

Quiero comenzar este nuevo día dando gracias porque el Dios todopoderoso, que hizo los cielos y la tierra, es tu Padre celestial y también el mío. Quiero agradecer, además, porque a Jesucristo, su amado Hijo, lo conmueven profundamente nuestras aflicciones, y porque no permanece indiferente ante nuestros pesares. Finalmente, quiero dar gracias porque un glorioso día, quizás hace ya mucho tiempo, ese bendito Salvador nos invitó a darle nuestro corazón.

¿Qué le diremos hoy a nuestro maravilloso Salvador?

Gracias, Jesucristo, porque, además de poderoso, eres un Salvador compasivo. Te consagro de nuevo mi vida, y te pido que la uses para que otros también conozcan de tu incomparable amor.

6 de marzo

“¿Quieres ser sano?”

“El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’ ” (Apocalipsis 21:5).

“¿Quieres ser sano?” Esta fue la pregunta que hizo el Señor Jesús a un hombre que había estado imposibilitado durante 38 años, y que, según su propio testimonio, esperaba que las aguas del estanque de Betesda lo sanaran.

Siempre me ha llamado la atención esta pregunta. A simple vista, pareciera no tener sentido. Sin embargo, ¿hizo Jesús alguna vez una pregunta sin sentido? Bien podría haber sucedido que el paralítico ya se hubiese “acostumbrado” a su enfermedad; es decir, ya se hubiese acostumbrado a vivir sin responsabilidad alguna porque, debido a su condición, otros cuidaban de él. Si ese era el caso, ¿por qué cambiar la seguridad que le brindaba su condición de enfermo por un futuro desconocido?

Por supuesto, estas son solo suposiciones. Sin embargo, hay otra pregunta que conviene considerar: así como existe la posibilidad de que un enfermo no quiera ser sanado, ¿podría darse el caso de un pecador que no desee ser perdonado? La respuesta es, de nuevo, sí; porque el perdón tiene implicaciones. Una de ellas es que el pecador perdonado debe cambiar el rumbo de su vida, y ¿cuántos están dispuestos a cambiar?

Este punto nos trae de regreso al caso del paralítico de Betesda. Según el relato bíblico, después de haber sido sanado, Jesús lo encontró en el Templo. ¿Qué le dijo el Señor, entonces? “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te suceda algo peor” (Juan 5:14). En otras palabras, la enfermedad del hombre había sido producto de una vida de pecado. ¿Habrá sido esta la razón por la que el Señor le preguntó si deseaba ser sanado? Ser sanado significaba que se abría la posibilidad de volver a la vida antigua, la clase de vida que lo había llevado a su deplorable condición. ¿Deseaba él eso?

Hoy el Señor se acerca a ti y a mí, y nos pregunta: “¿Quieres ser sano?” “¿Quieres ser perdonado?” Obviamente, la respuesta debería ser sí. Pero… Desear ser perdonados significa que no hemos de seguir viviendo como antes. Significa que ahora odiamos lo malo que antes amábamos. Significa, en resumen, que la vida antigua quedó atrás, porque ahora somos nuevas criaturas.

¿De verdad quieres ser sano? ¿De verdad quieres ser perdonado? Si este es tu deseo, ahora mismo puedes pedir a tu Padre celestial que transforme tu corazón.

Padre celestial, concédeme hoy tu sanidad, y también dame tu perdón. Pero ayúdame, por favor, a vivir como es digno de un hijo tuyo que ha sido perdonado por la preciosa sangre del Cordero que fue inmolado.

7 de marzo

Las primeras lecciones

“Instruye al niño en su camino, y ni aun de viejo se apartará de él” (Proverbios 22:6).

¿Cuán temprano en su vida ha de comenzar el niño a aprender las primeras lecciones relativas a su desarrollo espiritual?

Algunos padres consideran que primero se han de suplir las necesidades básicas del niño: alimentación, aseo, sueño... para luego, años después, suplir sus necesidades espirituales. No debe ser así, escribe Donna Habenicht, psicóloga y exprofesora de la Universidad Andrews, en Míchigan, Estados Unidos. Según ella, mientras la madre alimenta al niño, y suple sus necesidades básicas, ya le está enseñando las primeras dos lecciones de su vida espiritual: el amor y la confianza (How to Help Your Child Really Love Jesus, p. 7).

Las palabras de la doctora Habenicht no deberían sorprendernos. Muchos años antes, Elena de White ya había escrito que el amor de la madre representa ante el niño el amor de Cristo, y que los niños que confían y obedecen a su madre están aprendiendo a confiar y obedecer a Dios.

Recordé estas palabras cuando leí lo que, según Corrie Ten Boom, la ayudó a soportar las terribles experiencias que vivió en un campo de concentración nazi. Cuenta Corrie que cuando ella era todavía muy niña, su padre, Casper, era quien la acostaba a dormir, siguiendo un acostumbrado ritual: la acostaba, la arropaba, oraba con ella, le daba un beso de buenas noches y finalmente le decía: “Que duermas bien, Corrie... Te amo”.

¿Qué hacía Corrie, a todas estas demostraciones de amor? “Me quedaba muy quietecita, porque temía que si me movía, podía dejar de percibir el toque de su mano”.

Nunca imaginó el señor Casper lo mucho que el toque de su mano, y sus oraciones, significarían para Corrie mientras estaba recluida en Ravensbruck, un campo de concentración para mujeres. Cuenta ella que, durante las noches, le parecía sentir sobre su rostro el toque cariñoso de la mano de su padre. Entonces, mientras estaba “acostada en un inmundo colchón, en esa prisión deshumanizante, oraba: ‘Oh, Señor, permíteme sentir tu mano sobre mí [...]. Déjame esconderme bajo la sombra de tus alas’. En medio de mis sufrimientos, así encontraba seguridad en mi Padre celestial” (In My Father’s House, p. 78.).

Como padres, ¿estamos representando ante nuestros hijos el amor de Cristo? Nuestro versículo para hoy nos recuerda que esas primeras lecciones no se perderán. En el momento de la prueba, las recordarán.

Padre celestial, ayúdanos a compartir con “los más pequeñitos del rebaño” el amor de Cristo. Que ese amor llegue a ser tan real en sus vidas, que en los momentos difíciles ellos puedan encontrar seguridad bajo “la sombra de tus alas”.

8 de marzo

El poder de las promesas

“¿No ha quedado nadie de la casa de Saúl, para que yo lo favorezca con la misericordia de Dios? Respondió Siba al rey: ‘Aún queda un hijo de Jonatán, lisiado de los pies’ ” (2 Samuel 9:3).

En opinión de Lewis Smedes, el ser humano posee dos singulares poderes con los que puede crear un futuro mejor. Uno, el poder de perdonar, nos capacita para librarnos de un pasado que no podemos cambiar. El otro, el poder para cumplir nuestras promesas, nos ayuda a establecer relaciones estables en un mundo cambiante (Caring & Commitment, p. 147).

De estos dos poderes echó mano el rey David cuando, ya consolidado como rey de Israel, preguntó si había quedado algún descendiente de Saúl a quien él pudiera mostrar misericordia (2 Sam. 9:1-3). La práctica usual en aquellos tiempos de monarquías y dinastías era eliminar todo vestigio de la familia real depuesta. Pero David quiere hacer todo lo contrario.¿Por qué? Pues, ¡porque a él Dios lo había tratado con misericordia! Y porque, además, David nunca olvidó las promesas que había hecho, no solo a Jonatán, sino también a Saúl, en el sentido de no destruir su descendencia una vez que llegara al trono (ver 1 Sam. 20:12-15; 24:20-22).

¿Había algún descendiente de la casa de Saúl? Según el relato, sí: Mefi-boset, “un hijo de Jonatán, lisiado de los pies” (2 Sam. 9:3). Sin pérdida de tiempo, el rey envió a traerlo a su presencia. Temiendo por su vida, Mefi-boset se presenta en el palacio listo para escuchar su sentencia de muerte. Pero en lugar de su condena, escuchó: “No tengas temor”, le dijo David, “porque a la verdad yo tendré misericordia contigo por amor de Jonatán tu padre. Te devolveré todas las tierras de tu padre Saúl, y tú comerás siempre a mi mesa” (vers. 7). ¡Mejor, imposible! Viviría en la casa del rey y comería a su mesa, “como uno de los hijos del rey” (vers. 11); aunque era lisiado de los pies.

¿Algún parecido con lo que Dios ha hecho contigo y conmigo? Por nuestra rebelión perdimos todo derecho a estar en el palacio real, pero gracias a que Dios es “misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad” (Éxo. 34:6), ¡hemos sido invitados a vivir en la casa del Rey, y a comer a la mesa del Rey!

¿Se puede pedir más?

Te alabo, Padre, porque, fiel a tus promesas, me has tratado con misericordia; y porque a pesar de no merecerlo, me has invitado a comer a la mesa del Rey. ¿Cómo puedo expresarte, oh Padre, lo mucho que agradezco este honor?