Kitabı oku: «Nuestro maravilloso Dios», sayfa 4

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20 de enero

Número dos

“Es necesario que él crezca, y que yo disminuya” (Juan 3:30).

En una cultura como la nuestra, en la que casi se idolatra al ganador y se subestima al perdedor, ¿a quién podría agradarle ser el número dos, pudiendo ser el número uno? Por esta razón, siempre que pienso en el ejemplo de Juan el Bautista, no puedo evitar sentir una gran admiración hacia este héroe de la fe.

Según se desprende del relato bíblico, el ministerio de Juan el Bautista atrajo tantos seguidores que, en un momento dado, la gente llegó a preguntarse si él era el Cristo (ver Luc. 3:15). De hecho, de acuerdo con el libro El Deseado de todas las gentes, “la influencia del Bautista sobre la nación había sido mayor que la de sus gobernantes, sacerdotes o príncipes” (p. 150). ¿Podemos imaginar lo que habría ocurrido si Juan hubiera declarado ser el Mesías? Sin lugar a dudas, multitudes lo habrían seguido; pero los resultados habrían sido desastrosos.

Doy gracias a Dios porque Juan el Bautista sabía no solo quién era él, sino especialmente quién no era. Él sabía que no era el Cristo, sino uno enviado delante del Mesías para prepararle el camino (ver Juan 3:28, Mat. 3:3). Y también estaba consciente de que no era el Esposo, sino el amigo del Esposo (Juan 3:29). Y, precisamente porque sabía quién no era, pudo decir con referencia al Señor Jesucristo: “Es necesario que él crezca, y que yo disminuya” (Juan 3:30). ¡Esto es grandeza en su máxima expresión! La grandeza de un hombre que no tuvo problemas en ocupar el segundo lugar.

¿Quieres ser grande? Descubre cuál es tu lugar en la viña del Señor, y ocúpalo. Conoce cuál es tu misión, y cúmplela. Por sobre todo, cualquiera que sea la obra que realices, hazla fielmente y para la gloria de Dios, sin preocuparte por ser el número uno ante la vista de los demás. A fin de cuentas, ¿cuál es la razón de ser de nuestra vida: ser número uno o esforzarnos para que Cristo sea el número uno?

Haz de Cristo el centro y, al igual que el Bautista, serás llamado grande en el Reino de los cielos.

Padre celestial, ayúdame hoy y siempre a dar a Cristo el primer lugar, pues solo él es digno de honra y gloria. Además, destierra de mi corazón esa tendencia tan poderosa de querer ocupar siempre los primeros lugares, de esperar el aplauso y el reconocimiento de los demás. Al igual que Juan el Bautista, que mi mayor gozo sea cumplir mi obra de un modo tal que Cristo sea glorificado.

21 de enero

“El Salmo de Lutero”

“Estad quietos y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra” (Salmo 46:10).

“El salmo de Lutero”. Así llaman algunos eruditos al Salmo 46, porque en él se basó el gran reformador para escribir su conocido himno “Castillo fuerte”.

De John Wesley se dice que, antes de morir, durante toda la noche repitió el versículo siete del Salmo 46: “¡Jehová de los ejércitos está con nosotros! ¡Nuestro refugio es el Dios de Jacob!” Y, según el libro Profetas y reyes, muchos siglos antes los israelitas cantaron este salmo cuando, en tiempos de Josafat, Dios los guio en una contundente victoria sobre los moabitas y los amonitas (cap. 15).

¿Qué hay en el Salmo 46 para que a este hayan acudido los creyentes en busca de seguridad a lo largo de las edades? Si lo lees desde su inicio, notarás que la primera imagen que transmite es de turbulencia: la tierra se agita, las aguas se turban y tiemblan los collados. ¿Dónde encontrar seguridad en medio de tanta agitación? El Salmo responde: “Dios es nuestro amparo y fortaleza” (vers. 1), “nuestro refugio es el Dios de Jacob” (vers. 7, 11). Por lo tanto, hemos de “estar quietos” y conocer al Dios que es digno de ser exaltado entre las naciones (vers. 10). Pero ¿cómo “estar quietos”, cuando alrededor hay tanta conmoción?

El caso es que la expresión “estar quietos” no significa aquí “cruzarse de brazos”, sin hacer otra cosa. Más bien quiere decir “desistir”, “dejar tranquilo”, “entregarse”. Lo que este Salmo nos está diciendo en nuestro texto de hoy es que en medio del caos reinante en el mundo y de lo agitada que pueda estar nuestra vida, hemos de permitir que Dios sea nuestro refugio. ¡Dejemos que sea nuestro Dios!

¿Hay conmoción en tu vida ahora mismo? La buena noticia es que el Dios poderoso, refugio en tiempo de angustia, es también un Dios personal, que quiere que lo conozcamos como el Padre amante que él es.

Esta es, por lo tanto, mi propuesta para ti: ¿Qué tal si, comenzando hoy, te propones en la quietud del amanecer, cuando todas las demás voces están acalladas, oír la voz de Dios hablando a tu corazón?

Dios de Jacob, gracias porque eres no solo mi refugio en tiempo de angustia, sino también mi Consejero y Amigo en tiempos de paz. Comenzando hoy, resuelvo tener un encuentro personal contigo en la quietud del amanecer. Quiero conocer más y más del Dios que es exaltado entre las naciones.

22 de enero

Perteneces a Dios

“¿Acaso no saben que su cuerpo es Templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños” (1 Corintios 6:19, NVI).

Uno de mis relatos favoritos de toda la Biblia tiene como protagonista al apóstol Pablo cuando navegaba rumbo a Italia para comparecer ante el César. Un centurión de nombre Julio representaba a la autoridad romana, y la nave trasportaba a unas 276 personas.

Según el relato de Lucas, la nave se desplazaba bajo una suave brisa, cuando repentinamente se desató un viento huracanado procedente de Creta. La tempestad embistió con tal fuerza a la nave que los marineros nada pudieron hacer, excepto dejarse arrastrar hacia donde los vientos los llevaran. Pasaron varios días sin que pudieran ver el sol ni las estrellas, y la situación se tornó tan crítica que en un momento dado tuvieron que arrojar al mar la carga, con el fin de aligerar la nave.

Ya habían pasado catorce días en medio del agitado mar, cuando el apóstol Pablo, poniéndose de pie, se dirigió a los descorazonados viajeros. ¿Qué les dijo, en un momento en el que toda esperanza de salvación se había extinguido?

“Ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, y me ha dicho: ‘Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; además, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo’. Por tanto, tened buen ánimo, porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho’ ” (Hech. 27:23-25).

“El Dios de quien soy y a quien sirvo”. ¡Qué declaración tan poderosa! Recordemos que Pablo era uno de los prisioneros a bordo. ¿Y qué dice este “prisionero”? Dice: “Soy de Dios y sirvo a Dios. Y ese Dios a quien obedecen los vientos me ha comunicado, por medio de su ángel, que ninguno de ustedes va a morir. Por lo tanto, ¡anímense!”

¿Sabes lo que más me gusta de este relato? Que tú y yo también podemos, en este instante, decir como Pablo: “Soy de Dios, y sirvo a Dios”.

Sea que sople la brisa fresca o que nos golpee la tempestad, pertenecemos a Dios por creación y por redención. Este es nuestro mayor privilegio. Un privilegio que ningún poder en esta Tierra nos puede arrebatar.

¿Se puede pedir más?

Padre, hoy te doy gracias porque te pertenezco, y porque es mi privilegio servirte. No importa cuán difíciles o desalentadoras parezcan las circunstancias que me rodeen hoy, que en todo momento yo pueda abrigar la convicción de que estás conmigo, y de que no hay en esta vida un privilegio que se compare con el gozo de servirte.

23 de enero

“¡Nunca me cansaré!”

“Oren también por mí para que, cuando hable, Dios me dé las palabras para dar a conocer con valor el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas” (Efesios 6:19, 20, DHH).

Las palabras de nuestro texto de hoy fueron escritas por el apóstol Pablo mientras estaba preso en Roma, alrededor del año 62 d.C., siendo Nerón el emperador. ¿Qué pide el valiente guerrero a sus hermanos efesios? Les pide que oren por él; quiere recibir el poder de Dios, de modo que pueda proclamar valerosamente el nombre de Jesucristo.

¿No es esto asombroso? No pide que oren por su liberación; tampoco pide que oren para que mejoren las condiciones en el lugar donde está recluido. ¡Nada de eso! Pide a sus hermanos que oren para que él pueda proclamar el nombre de Cristo “sin ningún temor” (Efe. 6:20, RVC), como conviene a un “embajador en cadenas”. Lo que el apóstol está diciendo es que no había en este mundo circunstancia alguna que le pudiera impedir hablar de Cristo. ¡Porque en la misma cárcel improvisó un púlpito! Y desde ese púlpito improvisado dio a conocer “el misterio de la piedad” (1 Tim. 3:16). Los resultados no se hicieron esperar, como lo indican sus palabras a los filipenses: “Hermanos”, les dice, “quiero que sepan que, en realidad, lo que me ha pasado ha contribuido al avance del evangelio. Es más, se ha hecho evidente a toda la guardia del palacio y a todos los demás que estoy encadenado por causa de Cristo” (Fil. 1:12, 13, NVI). ¡Qué interesante! ¡Hasta los integrantes de la Guardia Imperial llegaron a saber de Cristo y de su plan de salvación!

Cuenta el pastor H. M. S. Richards que a un niño, de nombre Guillermo, lo hospitalizaron para extraerle un pedazo de hueso de un brazo. La operación fue todo un éxito, después de varios días el niño se recuperó. Antes de ser dado de alta, Guillermito pidió hablar con el médico que lo había operado.

–¿Querías hablar conmigo? –le preguntó el cirujano a Guillermito.

En lugar de responder, Guillermito alzó su brazo todo lo que pudo, hasta alcanzar el hombro del cirujano. Luego, con su rostro radiante de felicidad, dijo:

–Nunca me cansaré de hablarle de usted a mi mamá.

¡Así habla un corazón agradecido! Por esa razón el apóstol Pablo nunca se cansó de hablar de su Salvador, cualesquiera que fueran sus circunstancias. Y por esa misma razón yo también digo hoy: “Bendito Salvador, nunca me cansaré de hablar de ti”.

Amado Jesús, no importa dónde me encuentre, o cuáles sean mis circunstancias, nunca me cansaré de decir que siempre serás mi mayor tesoro.

24 de enero

Amor que libera y a la vez cautiva

“El amor de Cristo se ha apoderado de nosotros desde que comprendimos que uno murió por todos y que, por consiguiente, todos han muerto” (2 Corintios 5:14, DHH).

Cuenta Ty Gibson que, en una ocasión, él se encontraba viajando con su esposa Sue cuando Will, su hijo adolescente, decidió usar sin permiso el automóvil nuevo de la familia. Will no tenía licencia para conducir, y el automóvil no tenía seguro contra accidentes. Al parecer, Will había recibido el llamado de una amiga para “salvar” a un perro del ataque de un puerco espín. Con la desdicha de que chocó contra un árbol. Pérdida total. Y sin seguro.

Ahora le tocaba a Gibson y a Sue decidir cómo manejar la situación. Su primera reacción fue que Will pagara los daños, pero entonces experimentaron lo que ellos llaman “el dilema del amor”: ¿Absorber los daños y “liberar” al cautivo, o exigir el pago? Decidieron tomar el camino del perdón.

Cuando llegaron a casa, Will confesó su culpa, y les prometió pagar la deuda, aunque para ello tuviera que dejar sus estudios. Entonces Gibson lo interrumpió.

–Will, tu deuda es más grande que tú, pero no más grande que nosotros. Tu madre y yo estamos contentos de decirte que no nos debes absolutamente nada.

–¡De ninguna manera! –respondió Will–. ¡No pueden hacer eso!

–Claro que podemos, y ya lo hemos hecho –replicó Gibson.

Con lágrimas en sus ojos, el muchacho aceptó el perdón, y así fue liberado de su enorme deuda. Pero entonces ocurrió algo interesante: “Antes de saber que había sido perdonado”, escribe Gibson, “el sentido de culpabilidad impulsaba a Will a pagar una deuda impagable; pero ahora que el perdón lo había liberado de toda obligación, el sentido de gratitud lo impulsaba a restaurar el daño que nos había causado”. Fue así como, por gratitud, Will se las arregló para conseguir un trabajo durante el verano que le permitió comprar un automóvil a sus padres (Shades of Graces, p. 125).

¿Algún parecido con lo que Dios ha hecho por ti y por mí? Por nuestros pecados, adquirimos una deuda que era más grande que nosotros, pero no más grande que su amor. Por eso Dios, en lugar de darnos el castigo que merecíamos, entregó a su Hijo, y nos otorgó el perdón que no merecíamos. Ahora lo obedecemos por amor, al haber comprendido lo que ha hecho por nosotros.

Gracias, Jesús, porque tu amor es más grande que mi deuda de pecado. Ahora que estoy libre de culpa, quiero entregarte mi vida y servirte de todo corazón. ¡Es lo menos que puedo hacer!

25 de enero

Usa lo que tienes

“El sucesor de Aod fue Samgar hijo de Anat, quien derrotó a seiscientos filisteos con una vara para arrear bueyes. También él liberó a Israel” (Jueces 3:31, NVI).

Cuando Samgar salió de su casa para arrear la yunta de bueyes de su familia, nunca imaginó la magnitud del desafío que le tocaría enfrentar. Ese día, el hijo de Anat se enfrascó en una lucha desigual con los filisteos, y apenas con una aguijada de buey hirió a seiscientos enemigos del pueblo de Dios.

Una aguijada de bueyes es una “vara larga que en un extremo tiene una punta de hierro con que los boyeros pican a la yunta”. ¿A quién se le puede ocurrir enfrentar a un ejército con solo una vara? A Samgar. Su acción heroica liberó a Israel del yugo opresor y, de acuerdo con el Diccionario bíblico adventista, permitió que “los caminos, que habían estado bajo el control de los opresores, pudieran ser transitados libremente por los hebreos” (p. 1046).

El nombre de este desconocido personaje bíblico solamente se menciona en dos versículos (Juec. 3:31; 5:6), ¡pero qué lecciones tan valiosas nos enseña! La primera lección que salta a la vista es que cuando le llegó el llamado de Dios para liberar a su pueblo, Samgar estaba listo. No pidió pruebas ni señales, ni tampoco alegó ningún tipo de excusas para liberarse de la responsabilidad. Hizo lo que debía hacer, ¡y en qué forma!

La segunda lección no es menos importante. Samgar usó lo que tenía a la mano: “Una vara para arrear bueyes” (Juec. 3:31, NVI). Y con ella hirió a seiscientos filisteos. Aunque se trataba de un arma ordinaria, esa aguijada de bueyes logró más con la bendición de Dios de lo que sin la bendición de Dios logró la espada de Goliat (Matthew Henry’s Commentary in One Volume, p. 245).

No dudo en absoluto de que, ese día, fue el poder de Dios lo que permitió a Samgar lograr semejante proeza. Pero tampoco dudo de que ese día el poder de Dios se manifestó de manera tan portentosa en Israel porque encontró en Samgar un instrumento dispuesto e idóneo.

¿Puedes imaginar todo lo que Dios podría hacer si estuviéramos listos cada vez que él nos necesitara? ¿Todo lo bueno que sucedería si, al igual que Samgar, echáramos mano de los pocos o muchos recursos que Dios ha puesto en nuestras manos?

¿Qué tal si dejamos de quejarnos por lo que no tenemos, y comenzamos a usar los recursos que tenemos, con el poder de Dios, para la gloria de Dios?

Señor, no importa si mis talentos son poco o muchos, capacítame para usarlos hoy de un modo que glorifiquen tu nombre.

26 de enero

“Él se deleita en misericordia”

“¿Qué Dios hay como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en la misericordia” (Miqueas 7:18).

”¿Hay algún Dios como el nuestro?”, pregunta el profeta Miqueas. ¿Algún Dios para quien perdonar no sea una obligación, un simple trámite judicial, o parte de una rutina?

La pregunta de Miqueas se encuentra en la conclusión del libro que lleva su nombre, y cuán importante debió haber sido para él responderla. Por un lado, porque le recordaba el significado de su propio nombre (Miqueas significa “¿Quién se asemeja a Dios?”); por el otro, porque le recordaba al pueblo cuán ingrato habían sido al darle la espalda a un Dios compasivo “que se deleita en la misericordia”.

¿Puede haber mejor noticia para el pecador que saber que su caso será revisado no por un juez implacable, sino por un Dios misericordioso? Esta preciosa lección la encontramos en un antiguo relato que cuenta H. M. S. Richards (“The Promises of God”, Review and Herald, 2004, p. 207). Es la historia de un buen hombre que, en medio de una severa crisis espiritual, había acudido al pastor Alexander Whyte (1836-1921) en busca de ayuda.

–¿Tiene usted alguna palabra de ánimo para un viejo pecador? –preguntó el hombre.

El pedido sorprendió al Pr. Whyte, porque esta persona era muy activa en su iglesia, y había ayudado a mucha gente en necesidad. Entonces Whyte se le acercó y, poniendo la mano sobre su hombro, simplemente le dijo: “Dios se deleita en misericordia”.

Al día siguiente, el Pr. Whyte encontró una carta sobre su escritorio. Decía:

“Querido amigo, nunca dudaré de Cristo otra vez. Yo estaba al borde de la desesperación, pero esa palabra de Dios me consoló. Nunca más dudaré de él otra vez. [...]. Si el enemigo restriega mis pecados en mi rostro, le diré: ‘Todo eso es verdad, y ni siquiera son la mitad de todo lo que he hecho, pero yo he confiado mi vida a Uno que se deleita en misericordia’ ”.

Comencemos este nuevo día no recordando nuestros pecados –que son muchos–, sino las misericordias de Dios, ¡porque cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia!

“Debiéramos recordar siempre que todos somos mortales que cometemos errores, y que Cristo actúa con mucha misericordia hacia nuestras debilidades, y nos ama aunque erremos” (Testimonios para la iglesia, t. 1, p. 341).

Padre celestial, cuando pienso en lo mucho que te he fallado, y en lo mucho que me has perdonado, pregunto al igual que Miqueas: “¿Qué Dios como tú, que perdonas mis pecados y los sepultas en lo profundo del mar?”

27 de enero

Ver rostros

“Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento” (Juan 9:1).

Una de mis historias favoritas de la Biblia es el relato de la curación del ciego de nacimiento, registrada en el capítulo 9 del Evangelio de Juan. Aunque parezca extraño, me gusta especialmente por la manera en que comienza el relato: “Al pasar Jesús vio a un ciego de nacimiento”.

¿Qué de especial tiene el hecho de que el Señor haya visto a este ciego? Lo especial es, precisamente, que Jesús lo haya visto; es decir, que se haya fijado en él. Es verdad que también la gente veía a este ciego cada día, ¿pero quién se fijaba en él?

Jesús vio en este hombre lo que los demás no veían: su rostro. Y en ese rostro pudo ver el dolor y el sufrimiento de un ser que era prácticamente invisible para la multitud. Este es uno de los atributos singulares de nuestro Señor: nadie es invisible para él. No importa cuán grande fuera la multitud, o cuán difíciles las circunstancias que lo rodearan, él siempre veía rostros; veía seres humanos; veía a hijos e hijas de Dios.

No hace mucho leí una experiencia que vivió el autor Mark Buchanan que ilustra bien este punto. Mark había sido invitado para que hablara a personas que estaban luchando con diferentes adicciones. Como pastor, él había planificado predicar un sermón apropiado para ese tipo de público y al final, como de costumbre, hacer una aplicación espiritual.

Cuenta Mark que, cuando llegó al salón, solo vio a un grupo de adictos al sexo, al alcohol, a las drogas... Entonces ocurrió algo que cambió radicalmente su percepción. El director del grupo pidió a cada persona que dijera su nombre y la razón por la cual estaba ahí. Cada uno dio su nombre y brevemente habló de sus luchas, de sus fracasos, de sus aspiraciones. Al instante, el cuadro cambió; en lugar de un grupo de adictos, Mark vio rostros, vio seres humanos con profundas necesidades. Entonces también cambió por completo el enfoque de su sermón. En lugar de hablar a un grupo de adictos, habló a personas, a hijos e hijas de Dios que desesperadamente estaban tratando de encontrar un punto de apoyo para su vida (Your God Is Too Safe, p. 156).

¿Qué vemos en nuestros familiares, en nuestros vecinos, en nuestros compañeros de trabajo? ¿Qué vemos en la gente que nos está haciendo la vida imposible? Que Dios nos ayude para ver en cada ser humano a un hijo, una hija, de Dios.

Padre amado, por medio de tu Santo Espíritu, capacítame para ver en cada ser humano un ser valioso por el cual Cristo sufrió y murió.