Kitabı oku: «Nuestro maravilloso Dios», sayfa 7

Yazı tipi:

13 de febrero

“A las 12:45”

“Oren en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y manténganse atentos, siempre orando por todos los santos” (Efesios 6:18, RVC).

Para los lectores de la Adventist Review [Revista Adventista en inglés], el nombre del Dr. Peter N. Landless es familiar. Durante años escribió, junto al Dr. Allan R. Handysides, la columna semanal sobre salud.

Lo que yo no sabía era que el Dr. Landless había sido condecorado por el gobierno de su país (Sudáfrica) con la Southern Cross Medal, distinción que se otorga a oficiales del ejército que han prestado a su país un servicio excepcionalmente meritorio. Tampoco sabía que, mientras prestaba su servicio, el Dr. Landless estuvo a punto de perder la vida. La historia la cuenta el pastor Don Schneider.

Dice el relato que, unos dos años después de culminar sus estudios en Medicina, el Dr. Landless recibió una carta del gobierno de Sudáfrica indicándole que debía cumplir con el servicio militar obligatorio. Debido a su entrenamiento, serviría como médico. Aunque no de muy buena gana, se enlistó, deseando que los dos años de servicio pasaran rápido. En el segundo año de servicio, el Dr. Landless fue enviado a una zona que estaba siendo duramente golpeada por la guerrilla. Ahí –cuenta él– su mayor deleite era atender a los enfermos de una población rural que estaba cerca de la base militar. Cada día, seis días por semana, atendía entre cincuenta y doscientos pacientes de la localidad.

Un día, mientras regresaba de atender a un niño que estaba muy enfermo, dos minas antitanques estallaron y el vehículo en el que viajaba voló por los aires. Eran las 12:45. El conductor del vehículo murió días después, y el Dr. Landless sufrió varias heridas. Apenas se recuperó, llamó a su esposa Rosalind. Cuál no sería su sorpresa cuando ella le dijo: “Estábamos en la iglesia, almorzando después del servicio, cuando oramos por ti. Eran las 12:45”. Después de hablar con su esposa, llamó a su mamá, para decirle que estaba bien. Al oír la voz de su hijo, la señora le preguntó:

–¿Has estado involucrado en algún accidente?

–Sí –respondió Peter.

–Hoy, a las 12:45 –dijo ella– sentí que debía arrodillarme a orar por ti.

Las 12:45. Exactamente a la hora de la explosión, su esposa y su madre, en lugares diferentes, estaban orando por él. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, Peter Landless pensó: “¡Qué bendición! Las oraciones de quienes nos aman, y en favor de quienes amamos, son eficaces” (Really Living, pp. 78-82).

¡Claro que lo son, doctor! Por eso, el apóstol nos exhorta a mantenernos atentos, “siempre orando por todos los santos”.

14 de febrero

¿Es ciego el amor?

“Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido” (1 Corintios 13:1, NVI).

¿Es ciego el amor? Esta es la pregunta que se discutía en una clase de la Escuela Sabática de una iglesia a la que asistí, precisamente cuando se celebraba el Día del Amor y la Amistad. Después de unos minutos de discusión, la conclusión fue que la ceguera no está en el amor, sino en la pasión. Muy de acuerdo. Recordemos que fue en un arrebato de pasión que Siquem violó a Dina, la hija de Jacob (ver Gén. 34); y fue también como consecuencia de una pasión descontrolada que Amnón, hijo de David, violó a Tamar, su medio hermana (2 Sam. 13). El amor, en cambio, no es ciego; todo lo contrario: ve muy bien. Ve en el ser amado lo que otros no ven; ve cualidades que para los demás pasan fácilmente inadvertidas. La razón por la que esto ocurre la expresa muy bien Jan Vanier, cuando dice que amar es revelar a una persona la belleza que hay en su corazón (The God Who Won’t Let Go, p. 98).

Ahora bien, ¿significa esto que somos ciegos a los defectos de la persona que amamos? No. Sabemos que tiene defectos, porque nadie es perfecto. Lo que sucede es que no permitimos que esos pocos defectos nos impidan percibir toda la belleza que hay en el corazón del ser amado. Para decirlo lisa y llanamente, ¿quién va a estar viendo defectos cuando hay tanta virtud, tanta bondad que ver? ¿Y quién va a querer hablar de uno que otro defecto, cuando esta persona tiene tantas cualidades?

Hoy es un buen día para dar gracias a Dios por nuestros seres amados. También lo es para decirles lo mucho que los amamos; lo mucho que significan en nuestra vida. Esto último es muy importante. No es suficiente con que percibamos la belleza que hay en su corazón, hemos de revelárselo; de hacérselo saber.

¿Por qué ha de ser así? Porque, como bien lo dice Elena de White, “el amor no puede durar mucho si no se le da expresión” (El hogar cristiano, p. 88). Claro, mañana también podríamos decírselo; pero ¿por qué dejar para mañana lo que podemos hacer hoy?

Padre celestial, dame ojos como los del Señor Jesús, para ver lo bueno que hay en las personas que están a mi alrededor, comenzando con mis seres queridos. Y dame palabras amables, palabras de aliento para hacerles saber lo mucho que significan en mi vida.

15 de febrero

Las cosas “extrañas” del amor

“Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguien tuviera el valor de morir por el bueno. Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:7, 8).

Ayer dijimos que al amor, lejos de ser ciego, ve muy bien. Hoy diremos que el amor hace cosas extrañas.

¿Qué significa esto de “las cosas extrañas del amor”? Tomemos por ejemplo el caso de Jacob, el patriarca bíblico. ¿Cómo explicar el hecho de que haya trabajado siete años por el derecho a casarse con Raquel y, sin embargo, la Escritura dice que a él “le parecieron pocos días” (Gén. 29:20)? Siete años son muchos días, ¡pero no para el que está enamorado!

¿Cómo entender que Rut, la moabita, haya dejado atrás su tierra, sus parientes, sus raíces, sus dioses... y todo, por amor a su suegra? Todos recordamos sus palabras: “No me ruegues que te deje y me aparte de ti, porque a dondequiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios” (Rut 1:16). No parece haber lógica en su decisión, pero esas son las cosas extrañas del amor.

Ya puedes imaginar el siguiente ejemplo. ¿Cómo pudo Dios enviar a su Hijo a este mundo, a sabiendas de que sería maltratado, humillado, salvajemente golpeado y finalmente crucificado? ¿Puede alguien, por favor, explicarlo? ¿Puede alguien entender cómo es que, a pesar de que somos pecadores, tú y yo seamos llamados hijos de Dios?

No hay manera de explicar este misterio. Sin embargo, hay al menos dos cosas que podemos hacer. Una, es aceptar por fe el hecho de que “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8). Es decir, aceptar que, por amor, Dios pudo ver en ti y en mí lo que nadie más había visto: seres de tanto valor como para justificar el sacrificio de Jesús, nuestro Señor.

La otra cosa que podemos hacer es ¡dar gracias a Dios por su don inefable! (2 Cor. 9:15); agradecerle por ese regalo tan precioso que nos dio en la Persona de su amado Hijo. ¡Y esto es algo que podemos hacer en este mismo instante!

Gracias, Padre celestial, porque no esperaste a que me reconciliara contigo para hacer de mí el objeto de tu supremo amor. Gracias por haber visto en mí un ser de mucho valor; de tanto valor como para que tu amado Hijo muriera en una cruz donde debí morir yo.

16 de febrero

Dios sabe

“Los ojos de Jehová están sobre los justos y atentos sus oídos al clamor de ellos” (Salmo 34:15).

“Nunca sabes lo que un nuevo día puede traer”, escribe Warren W. Wiersbe, “así que, mantén tus ojos abiertos, y tus oídos atentos a lo que el Señor te quiera comunicar” (With the Word. A Devotional Commentary, p. 49).

Muy atento tiene que haber estado Moisés cuando, mientras apacentaba las ovejas de su suegro Jetro, vio una zarza que ardía pero no se consumía. “Iré ahora para contemplar esta gran visión, por qué causa la zarza no se quema”, se dijo Moisés a sí mismo. No imaginó que, al acercarse a la misteriosa zarza, tendría un encuentro personal con “el Ángel del Señor” (Éxo. 3:2, RVC).

¡Qué cosas tan extrañas a veces hace Dios! En ese momento Moisés ya no era un príncipe de Egipto. Era, por así decirlo, un fugitivo de la justicia, que había huido a Madián después de haber dado muerte a un capataz egipcio que golpeaba a un hebreo. Ya no tenía las mismas fuerzas y, seguramente, tampoco el mismo entusiasmo. Sin embargo, en el “cronograma” de Dios había llegado el tiempo de la liberación, y Moisés había sido escogido para cumplir esa gloriosa misión.

¿Exactamente qué mensaje tenía el Ángel del Señor para Moisés? Leamos: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus opresores, pues he conocido sus angustias. Por eso he descendido para librarlos de manos de los egipcios” (vers. 7, 8).

¿Te diste cuenta de lo personal que es ese mensaje? “He visto su aflicción”, “He oído su clamor”, “He conocido sus angustias”. Es difícil leer este pasaje y no experimentar cierta emoción. ¡Dios oye los clamores de sus hijos, y conoce sus angustias! Este es precisamente el mensaje de nuestro texto bíblico para hoy: “Los ojos de Jehová están sobre los justos y atentos sus oídos al clamor de ellos”.

¿Estás pasando por pruebas difíciles ahora mismo? ¿Has clamado por ayuda sin que veas respuesta alguna? He aquí el mensaje del Señor para ti: “He visto tu aflicción”; “He oído tu clamor”; “He conocido tus angustias”.

Sí, Dios sabe por lo que estás pasando en este mismo instante. No solo lo sabe; más importante aún es que, en el momento que él considere oportuno, vendrá tu liberación. ¿Por qué sabemos que es así? Porque “los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos, atentos a sus oraciones” (Sal. 34:15, NVI).

Gracias, Señor, porque conoces mis angustias. Sobre todo, gracias, porque en el momento oportuno vendrá mi liberación.

17 de febrero

El propósito fundamental de la vida

“Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Éxodo 20:2).

El propósito fundamental de la vida, en opinión de C. S. Lewis, es establecer una relación personal con nuestro Creador, pues nadie conoce mejor que él cómo funciona “la máquina humana”.

“Dios diseñó la máquina humana”, escribió Lewis, “para que funcionara con él. Él mismo es el combustible para nuestros espíritus, o la comida que fue designada para alimentarnos. No existe otra cosa” (Cristianismo ¡y nada más!, p. 59). Lo que Lewis nos está diciendo aquí es que, sencillamente, no existe la felicidad sin Dios. En vano la humanidad ha estado tratando de llenar el vacío de su existencia “bebiendo de otras fuentes” –las riquezas, el placer, el poder–, pero solo para volver a tener sed.

¿Cómo establecer esa relación personal con el Creador, de modo que la verdadera felicidad sea una realidad en nuestra vida? Leamos nuestro texto de hoy. Ya en la primera línea leemos lo que bien podríamos calificar como buenas noticias. Hablando al pueblo de Israel, al que recién ha liberado de la servidumbre egipcia, el Señor dice: “Yo soy tu Dios”.

¡Qué interesante esta manera de presentarse! Recordemos que los hijos de Israel estuvieron en Egipto durante unos cuatrocientos años. Decir “Egipto” es decir “idolatría”. Sabemos que los egipcios adoraban a toda una hueste de deidades: seres vivos, elementos de la naturaleza –como era el caso del Nilo y los astros–, y seres humanos, como el faraón. Lo que esto significa es que, como bien lo señala Andy Stanley, al salir de Egipto el pueblo de Israel no tenía la más mínima idea de un Dios personal; mucho menos cómo relacionarse con él personalmente.

Sin embargo, Dios les dice: “Yo soy tu Dios”. Decir “tu Dios”, obviamente, ya implica una relación. Es así como el Creador, el Soberano del universo, escoge a los hijos de Israel como su pueblo, y los convierte en el objeto de su cuidado y de su devoción, sin que ellos hubieran hecho nada en particular para merecer ese privilegio.

Entonces: ¿Felicidad sin Dios? ¡No existe tal cosa! Pero la buena noticia para empezar este día es que, cuando tú y yo estábamos perdidos, el amante Padre celestial nos buscó y nos encontró. Ahora somos sus hijos, y él es nuestro Dios.

¿Se puede pedir más?

Gracias, Padre celestial, porque soy miembro de tu pueblo, aunque nada he hecho para merecerlo. Quiero tener una relación personal contigo cada día, conocerte mejor y amarte cada vez más.

18 de febrero

Aún hay bálsamo en Galaad

“¿No queda bálsamo en Galaad? ¿No queda allí médico alguno?” (Jeremías 8:22, NVI).

¿Cuál es la diferencia entre “remendar” y “arreglar”? Nunca había pensado en ello hasta el día en que leí un ensayo de Susan Cooke Kittredge titulado “We all Need Mending” [Todos necesitamos remiendos]. En su obra, esta autora sugiere que cuando se arregla algo que está dañado, a simple vista no quedan evidencias de que alguna vez estuvo dañado. Tiene sentido lo que dice. El automóvil que ha sido chocado, la licuadora que ha dejado de funcionar, una vez que han sido arreglados, a simple vista no dan evidencia de que alguna vez estuvieron dañados.

Otra cosa sucede cuando hablamos de “remendar”. Según el Diccionario de la Real Academia Española, esta palabra significa, en su primera acepción, “reforzar con remiendo lo que está viejo o roto, especialmente ropa”. Es decir que, a diferencia de los objetos arreglados, la ropa remendada todavía muestra evidencias del daño que una vez existió.

¿Qué punto quería destacar Susan Cooke Kittredge al afirmar que no es lo mismo “remendar” que “arreglar”? Que el remiendo no oculta su historia. Como ella misma lo expresa, el remiendo no dice: “Aquí no ha pasado nada”. Muestra las huellas de que algo malo ocurrió. Pero no se detiene ahí. Además de preservar la historia del daño, también señala que todavía hay futuro. En otras palabras, el remiendo habla de nuevos comienzos; dice que, por muy rota que la tela haya estado, todavía tiene utilidad (This I Believe, t. 2, p. 138).

¿Es posible arreglar completamente lo malo que en el pasado hemos hecho, como si nada hubiera sucedido? No, porque las huellas quedan. Una relación rota, un corazón herido, un pecado cometido... Cómo desearíamos que todo fuera hoy como si nada hubiera sucedido. Pero no es posible, no solo porque hubo una caída, una herida, un pecado; sino también porque hubo consecuencias.

¡Ah, pero la vida no se detuvo en el pasado! Aunque es verdad que no podemos decir “aquí no ha pasado nada” –porque sabemos lo malo que hemos hecho– también podemos decir que Dios nos puede perdonar porque “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). De manera que ¡alabado sea Dios!, aún queda “bálsamo en Galaad”.

Y si así son las cosas, ¿por qué entonces seguir viviendo en el pasado? ¿Por qué no agradecer a Dios porque la preciosa sangre de su Hijo nos ha dado perdón y redención?

Gracias, Padre celestial, porque la sangre de Cristo ha limpiado mi pasado, y porque me ha dado una nueva oportunidad, un nuevo futuro. ¿Qué más puedo desear?

19 de febrero

¿No te has dado cuenta?

“Al despertar Jacob de su sueño, pensó: ‘En realidad, el Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta’ ” (Génesis 28:16, NVI).

A Jacob, el patriarca bíblico, le sucedió lo mismo que tantas veces nos sucede a ti y a mí: creemos estar solos, sin Dios, cuando en realidad estamos solos, pero con Dios.

¿Cuándo nos sentimos solos, sin Dios? Especialmente después de haber pecado. La gran noticia es que nuestro Padre celestial no nos abandona cuando más lo necesitamos. La experiencia de Jacob, después de engañar a su padre Isaac para apropiarse de la primogenitura, enseña precisamente esa preciosa verdad.

Conocemos los detalles de la historia. Después de engañar a su padre y a su hermano, Jacob debió huir a Harán para salvar su vida. Según el libro Patriarcas y profetas, durante su viaje Jacob se sentía tan atribulado por su vergonzosa conducta, que incluso “temía que el Dios de sus padres lo hubiese desechado” (p. 182).

Una noche, mientras dormía, Jacob soñó con una escalera que con un extremo tocaba la tierra y con el otro el cielo. Además, escuchó la voz de Dios que le dijo: “Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y de tu padre Isaac. A ti y a tu descendencia les daré la tierra sobre la que estás acostado. […]. Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas” (Gén. 28:13, 15, NVI).

Grande tuvo que haber sido la sorpresa de Jacob. Por haber pecado, él creía que el cielo estaba muy lejos de él, pero en el sueño Dios le reveló que estaba muy cerca. Tan cerca, que Jacob dijo: “El Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta” (vers. 16, NVI).

¿Había estado Jacob solo mientras huía? Es decir, ¿solo sin Dios? Nunca estuvo solo. A pesar de su pecado, Dios no lo había abandonado. ¿Por qué no nos abandona Dios, ni siquiera cuando hemos pecado? Porque “el Salvador [...] nunca abandonará a un alma por la cual murió. A menos que sus seguidores escojan abandonarlo, él los sostendrá siempre” (El Deseado de todas las gentes, p. 446).

Cuando por haber pecado te sientas inclinado a creer que Dios te ha abandonado, recuerda que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Tim. 1:15). Es decir, a salvar a gente como tú y como yo.

Lo que esto significa, en pocas palabras, es que Dios no te ha abandonado, y nunca lo hará. Ahora mismo está muy cerca de ti. ¿No te has dado cuenta?

Gracias, Jesús, porque a pesar de mis caídas no me has abandonado, y nunca lo harás. ¡Cuán alentador es saber que nunca abandonas un alma por la cual moriste en la Cruz!

20 de febrero

Difícil, pero no imposible

“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12).

Perdonar. ¿Hay algo más difícil en la vida que perdonar? No estoy hablando aquí de perdonar al vendedor que miente descaradamente para hacer pasar su mercancía como una de las maravillas del mundo moderno. Ni del empleado en la oficina que te saluda con tanto cariño, pero tiene la vista puesta en el cargo que ocupas. Me refiero a cómo perdonar a quien dice ser tu mejor amigo, o amiga, y a tus espaldas está hablando mal de ti. Perdonar a ese ser querido en quien creíste y que terminó traicionando tu confianza.

Esta última experiencia la vivió Mike, según un relato que cuenta Graeme Loftus (“God’s Lesson in Grace”, Signs of the Times, octubre de 2003). El caso es que el mejor amigo de Mike lo había convencido de invertir en un negocio que, en su opinión, estaba “blindado”. Pero el negoció fracasó, y Mike perdió los ahorros de toda su vida.

Lo que más le dolió a Mike fue enterarse de que su “amigo”, en secreto, había protegido su propia inversión contra todo riesgo, de modo que cuando el proyecto se fue a pique, él nada perdió. Por si esto fuera poco, ni siquiera se dignó de ofrecer algún tipo de ayuda a Mike.

Dice el relato que, aunque el golpe fue severo, con el tiempo Mike “recogió los pedazos” de su fracaso, siguió adelante, y logró recuperar sus finanzas. Sin embargo, un día Mike supo que su amigo estaba en bancarrota y que su familia estaba pasando por tremendas dificultades. ¿Puedes imaginar lo que sucedió? Mike puso a un lado el pasado, y ayudó a su amigo a salvar su trabajo y también su familia.

Este es el milagro del perdón. Muy difícil, pero no imposible. ¿Por qué no es imposible? Porque nuestro Padre es un “Dios perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia” (Neh. 9:17). Él quiere morar en nuestro corazón, para que así como él ha perdonado nuestras ofensas, también nosotros perdonemos a quienes nos han ofendido.

¿Hay en tu corazón alguna amargura, algún rencor, por el dolor que alguien te ha causado? Hoy es un buen día para perdonar. El perdón no solo nos acerca a Dios, también hace que seamos más semejantes a él. Más importante aún, si Dios ha perdonado el mal que nosotros hemos hecho, ¿por qué no perdonar a quienes nos han hecho mal?

Padre, que tu Espíritu more hoy en mí, de modo que yo pueda perdonar de la misma manera que tú me has perdonado. Solo así habrá unidad donde antes hubo separación; gozo, donde antes hubo sufrimiento y pesar.