Kitabı oku: «Los hermanos Karamazov», sayfa 7

Yazı tipi:

CAPÍTULO VII
UN SEMINARISTA AMBICIOSO

Aliocha condujo al starets a su dormitorio y lo sentó en su lecho. Era una reducida habitación sin más muebles que los indispensables. La cama era estrecha, de hierro, y una simple manta hacia las veces de colchón. En un rincón se veían varios iconos y un facistol en el que descansaban la cruz y el Evangelio. El starets se dejó caer, exhausto. Una vez sentado, miró fijamente a Aliocha, con gesto pensativo:

–Vete, querido, vete. Con Porfirio tengo suficiente ayuda. El padre abad lo necesita. Has de servir la mesa.

–Permitame que me quede —dijo Aliocha con voz suplicante.

–Allí haces más falta. No hay paz entre ellos. Servirás la mesa y serás útil. Si te asaltan los malos espíritus, reza. Has de saber, hijo mío —al starets le gustaba llamarle así—, que en el futuro te puesto no estará aquí. Acuérdate de esto, muchacho. Cuando Dios me haya juzgado digno de comparecer ante él, deja el monasterio, márchate en seguida.

Aliocha se estremeció.

–¿Qué te pasa? —le preguntó el starets—. Tu puesto no es éste por el momento. Tienes una gran misión que cumplir en el mundo, y yo te bendigo y te envio a cumplirla. Peregrinarás durante mucho tiempo. Tendrás que casarte: es preciso. Habrás de soportarlo todo hasta que vuelvas. La empresa no será fácil, pero tengo confianza en ti. Sufrirás mucho y, al mismo tiempo, serás feliz. Esta es tu vocación: buscar en el dolor la felicidad. Lucha, lucha sin descanso. No olvides mis palabras. Todavía hablaré otras veces contigo, pero mis días, a incluso mis horas, están contados.

El semblante de Aliocha reflejó una viva agitación. Sus labios temblaban.

–¿Qué te pasa? —le preguntó, sonriendo, el stárets—. Que las personas mundanas lloren a sus muertos. Aquí nos alegramos cuando un padre agoniza. Nos alegramos y rogamos por él. Déjame. Tengo que rezar. Vete, vete pronto. Debes estar al lado de tus hermanos; no sólo de uno, sino de los dos.

El starets levantó la mano para bendecirle. Aunque experimentaba grandes deseos de quedarse, Aliocha no se atrevió a hacer ninguna objeción ni a preguntar lo que significaba la profunda inclinación del starets ante su hermano Dmitri. Sabía que el starets se lo habría explicado espontáneamente si hubiera podido. Si no se lo decía era porque no se lo debía decir. Aquella prosternación haste tocar el suelo había dejado estupefacto a Aliocha. Tenía alguna finalidad misteriosa. Misteriosa y a la vez terrible. Cuando hubo salido del recinto de la ermita sintió oprimido el corazón y tuvo que detenerse. Le parecía estar oyendo las palabras del starets que predecían su próximo fin. Las predicciones minuciosas del starets se cumplirían: Aliocha lo creía ciegamente. ¿Pero cómo podría vivir sin él, sin verlo ni oírlo? ¿Y adónde iría? El starets le había ordenado que no llorase y que dejara el monasterio. ¡Señor, Señor…! Hacía mucho tiempo que Aliocha no había experimentado una angustia semejante.

Atravesó rápidamente el bosquecillo que separaba la ermita del monasterio y, sintiéndose incapaz de soportar los pensamientos que le abrumaban, se dedicó a contemplar los pines seculares que bordeaban el sendero. El trayecto no era largo: quinientos pasos a lo sumo. A aquella hora no solía haber nadie en el camino. Sin embargo, en el primer recodo Aliocha se encontró con Rakitine. Evidentemente, éste esperaba a alguien.

–¿Me esperas a mí? —le preguntó Aliocha al llegar a su lade.

–Sí —dijo Rakitine sonriendo—. Vas a la comida que da el padre abad: lo sé. Desde el día que recibió al obispo y al general Pakhatov, ya recordarás, no había celebrado ningún festín. Yo no estaré allí, pero tú sí, porque has de servir la mesa… Oye, Alexei: lo esperaba para preguntarte qué significa ese misterio.

–¿Qué misterio?

–Ese de arrodillarse ante tu hermano Dmitri. ¡Vaya topetazo que ha dado el viejo!

–¿Te refieres al padre Zósimo?

–Sí.

–¿Un topetazo?

–Ya veo que me he expresado de un mode irreverente. Pero no importa. ¿Qué significa ese misterio?

–Lo ignoro, Micha .

–Ya sabía yo que no te lo explicaría. La cosa no me sorprende. Estoy acostumbrado a las santas cuchufletas. Pero todo está hecho con premeditación. Ahora las bocas van a tener trabajo en el pueblo, y por toda la provincia correrá la pregunta: «¿Qué significa ese misterio?» A mí me parece que el viejo, con su perspicacia, ha olfateado el crimen. Vuestra casa apesta a eso.

–¿Qué crimen?

Rakitine deseaba dar suelta a su lengua.

–En vuestra familia habrá un crimen: entre tus hermanos y tu acaudalado papá. Ahí tienes per qué el padre Zósimo ha tocado el suelo con la frente. Así, después se dirá: «Eso lo predijo, lo profetizó el santo ermitaño.» Sin embargo, ¿qué profecía puede haber en darse un golpe en la frente? Otros dirán que es un acto simbólico, alegórico y sabe Dios cuántas cosas más. El caso es que todo esto se divulgará y se recordará. Se dirá que previó el crimen y señaló al criminal. Los « inocentes» obran así: hacen sobre la taberna la señal de la cruz y lapidan el templo. Y así precede también tu starets: para el sabio, bastonazos; para el asesino, reverencias.

–Pero ¿qué crimen?, ¿qué asesino? ¿De qué estás hablando?

Aliocha se había quedado clavado en el sitio. Rakitine se detuvo también.

–¡Come si no lo supieras! Apostaría a que ya habías pensado en ello. Oye, Aliocha; tú dices siempre la verdad, aunque siempre estás sentado entre dos sillas. ¿Has pensado en eso? Contesta.

–Sí, he pensado —dijo Aliocha en voz baja.

Esta afirmación impresionó vivamente a Rakitine.

–¿De modo que también tú lo habías pensado ya? —exclamó.

–No, no es que lo haya pensado —murmuró Aliocha—; es que al oírte decir todas esas cosas raras que has dicho, me ha parecido haberlo pensado.

–Óyeme: hoy, viendo a tu padre y a tu hermano Mitia, has pensado en un crimen, ¿verdad?

–Vayamos—por partes —replicó Aliocha, turbado—. ¿Qué es lo que te hace sospechar todo eso? Y, sobre todo, ¿per qué te interesa tanto esta cuestión?

–Dos preguntas muy distintas, pero muy lógicas. Responderé a ellas per separado. ¿Qué es lo que me hace sospechar todo esto? Yo no habría sospechado nada si hoy no hubiera comprendido, de pronto y enteramente, cómo es tu hermano Dmitri Fiodorovitch en relación con cierta línea. En las personas rectas, pero sensuales, hay una línea que no se debe franquear. Por eso creo a Dmitri capaz de dar una cuchillada incluso a su padre. Y como su padre es un alcohólico y un libertino desenfrenado que jamás ha conocido la medida en nada, uno de los dos no podrá contenerse, y, ¡plaf!, los dos a la fosa.

–Si sólo te fundas en eso, Micha, respiro. Las cosas no irán tan lejos.

–Entonces, ¿por qué tiemblas? Te lo voy a decir. Por recto que sea tu Mitia (pues es tonto, pero recto), es, ante todo, un sensual. En esto se basa su naturaleza. Su padre le ha transmitido su abyecta sensualidad… Oye, Aliocha, hay una cosa que no comprendo: ¿cómo puedes ser virgen? Eres un Karamazov, y en tu familia la sensualidad llega al frenesí… Tres Karamazov sensuales se espían con el cuchillo en el bolsillo. ¿Por qué no has de ser tú el cuarto?

–Te equivocas en lo que concierne a esa mujer —dijo Aliocha, estremeciéndose—. Dmitri la desprecia.

–¿Te refieres a Gruchegnka?. No, querido, tu hermano no ¡la desprecia. Ha abandonado por ella a su prometida; de modo que ` no hay tal desprecio. En todo esto, amigo mío, hay algo que tú no comprendes todavía. Si un hombre queda prendado del cuerpo de una mujer, incluso solamente de una parte de su cuerpo (un voluptuoso me comprendería en el acto), es capaz de entregar por ella a sus propios hijos, de vender a su padre, a su madre y a su patria. Aunque sea honrado, robará; aunque sea bueno, asesinará; aunque sea fiel, traicionará. El cantor de los pies femeninos, Pushkin, los ha ensalzado en verso. Otros no los cantan, pero no pueden mi— Írarlos con serenidad. ¡Y eso que sólo se trata de los pies…! En estos casos, el desprecio no puede nada. Tu hermano desprecia a Gruchegnka, pero no puede libertarse de ella.

–Comprendo todo eso que dices —declaró Aliocha súbitamente.

–¿De veras? Para haberlo confesado tan rápidamente es preciso que lo comprendas —dijo Rakitine con maligno júbilo—. Es una declaración preciosa, y más aún habiéndola hecho impensadamente. Por lo tanto, la sensualidad es para ti cosa conocida: ¡ya has pensado en ella! ¡Ah, la gatita muerta! Eres un santo, Aliocha, no cabe duda; pero eres también una gata muerta, y sólo el diablo sabe lo que no has pensado todavía y lo que dejas de saber. Eres k virgen, pero conoces el fondo de muchas cosas. Hace tiempo que lo vengo observando. Eres un Karamazov, un Karamazov de pies a cabeza. Por lo tanto, la raza y la selección significan algo. Tu padre te ha legado la sensualidad y tu madre la inocencia. ¿Por qué tiemblas? Eso prueba que tengo razón. ¿Sabes lo que me ha dicho Gruchegnka? «Tráemelo (se refería a ti) y yo le arrancaré el hábito.» Y, ante su insistencia, me he preguntado por qué sentiría tanta curiosidad por ti. Es una mujer extraordinariá, ¿sabes?

–Júrame que le dirás que no iré —dijo Aliocha con una sonrisa forzada—. Acaba de decirme.lo que tengas que decir, Micha. En seguida te expondré yo mis ideas.

–La cosa está tan clara que no necesita explicación. Es como una vieja canción, querido. Si tú tienes un temperamento sensual, ¿cómo no ha de tenerlo tu hermano Iván, que es hijo de la misma madre? También él es un Karamazov, y todos los Karamazov son de naturaleza en extremo sensual y algo dementes. Tu hermano Iván se entretiene ahora escribiendo artículos de teología, con propósitos estúpidos, puesto que es ateo, bajeza que confiesa. Por otra parte, se dedica a conquistar a la novia de su hermano Mitia y, al parecer, está cerca de conseguirlo. ¿Cómo puede ser esto? Puede ser porque tiene el consentimiento del propio Mitia, que le cede la novia con el único fin de deshacerse de ella y poder unirse a Gruchegnka. Y todo esto, obsérvalo, a pesar de su nobleza y de su desinterés. Estos individuos son los más temibles, porque le desorientan a uno. Reconocen su vileza, pero no dejan de conducirse vilmente. En fin, escucha lo que viene ahora. Un viejo se opone a los planes de Mitia, y ese viejo es su propio padre. Pues éste está locamente encaprichado de Gruchegnka: la boca se le hace agua cuando la mira. Ya ves el escándalo que ha armado a causa de ella, sólo porque Miusov ha osado calificarla de criatura depravada. Está más enamorado que un gato. Al principio, Gruchegnka estaba sólo a su servicio en ciertos negocios sucios. Después, tras haberla observado atentamente, se dio cuenta de que le gustaba, y desde entonces no piensa más que en ella y no cesa de hacerle proposiciones, deshonestas, por supuesto. Pues bien, aquí es donde chocan el padre y el hijo. Pero Gruchegnka no se declara en favor ni del uno ni del otro; está vacilante y mantiene a los dos en la inquietud; se pregunta cuál de los dos le conviene más, pues si bien es verdad que al padre le puede sacar mucho dinero, éste no se casará con ella jamás y tal vez llegue un momento.en que cierre su bolsa, mientras que ese pobretón de Mitia puede ofrecérle su mano. Sí, es capaz de eso. Abandonará a Cataiina Ivanovna, su prometida, una belleza incomparable, rica, noble, hija de un coronel, por casarse con Gruchegnka, que hasta hace poco fue la amante de Samsanov, viejo mercader, mujik depravado y alcalde de la ciudad. No cabe duda de que todo esto puede provocar un conflicto y un crimen. No espera otra cosa tu hermano Iván. Así matará dos pájaros de un tiro: será dtieño de Catalina Ivanovna, de la que está enamorado, y se embolsará una dote de sesenta mil rublos, cosa nada desdeñable para un pobre farsante como él. Y observa una cosa: obrando así, no solamente no ofenderá a Mitia, sino que éste le quedará agradecido para toda la vida. Sé de buena tinta que la semana pasada, en un restaurante donde estaba borracho en compañía de unos bohemios, Mitia dijo a voces que era indigno de Katineka, su prometida, y que su hermano Iván, en cambio, era digno de ella. Catalina Ivanovna acabará por aceptar a un hombre tan encantador como Iván Fiodorovitch. Ahora vacila entre los dos hermanos. ¿Pero qué veis en ese Iván para quedaros con la boca abierta ante él? Iván Fiodorovitch se rie de vosotros.

–¿De dónde has sacado todo eso? ¿En qué te fundas para hablar con esa seguridad? —preguntó Aliocha, de súbito y frunciendo las cejas.

–¿Y por qué me interrogas temiendo por anticipado mi respuesta? Eso quiere decir que sabes que he dicho la verdad.

–A ti no te es simpático Iván. A Iván no le atrae el dinero.

–¿De veras? ¿Y tampoco la belleza de Catalina Ivanovna? No, no se trata únicamente de dinero, aunque sesenta mil rublos sea una cifra seductora.

–Iván tiene miras más altas. Los miles de rublos no le deslumbran. No busca el dinero ni la tranquilidad: lo que sin duda busca es el sufrimiento.

–¡Otra fantasía! ¡Vivis en el limbo!

–Micha, su alma es impetuosa y su espíritu está cautivo. Hay en él una gran idea de la que todavía no ha encontrado la clave. Es una de esas personas que no necesitan millones, sino la solución de su pensamiento.

–Eso es un plagio, Aliocha: repites las ideas de tu starets. Iván os ha planteado un enigma —exclamó con visible animosidad Rakitine, cuyo semblante se alteró mientras sus labios se contraían—. Un enigma estúpido en el que no hay nada que adivinar. Haz un pequeño esfuerzo y lo comprenderás todo. Su artículo es ridículo y necio. Le he oído perfectamente cuando ha desarrollado su absurda teoría. «Si no hay inmortalidad del alma, no hay virtud, lo que quiere decir que todo está permitido.» Recuerda que tu hermano Mitia ha dicho sobre esto que lo tendría presente. Es una teoría seductora para los bribones… No; para los bribones, no. Esta vehemencia me trastorna… Es seductora para esos fanfarrones dotados de «una profundidad de pensamiento insondable». Es un charlatán, y su teoría, una bobada. Por lo demás, aunque no crea en la inmortalidad del alma, la humanidad hallará en si misma el vigor necesario para vivir virtuosamente. Esa fuerza se la proporcionará su amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad.

Rakitine se había entusiasmado y apenas podía contenerse. Pero, de pronto, se detuvo como si se acordara de algo.

–¡Bueno, basta ya! —dijo con una sonrisa forzada—. ¿De qué te ries? ¿Crees que soy tonto?

–No, eso ni siquiera me ha pasado por el pensamiento. Eres inteligente, pero… En fin, dejemos esto. He sonreído tontamente. Comprendo que te acalores, Micha. Tu vehemencia me ha hecho comprender que Catalina Ivanovna te gusta. Ya hace tiempo que lo sospechaba. Por eso Iván no te es simpático. Tienes celos.

–Llega hasta el final; di que los celos se deben también al dinero de ella.

–No, Micha; no quiero ofenderte.

–Lo creo, porque eres tú quien lo dice. Pero que el diablo os lleve a ti y a tu hermano Iván. Ninguno de los dos comprendéis que, dejando aparte a Catalina Ivanovna, Iván no es nada simpático. ¿Por qué he de quererle, demonio? Él me insulta. ¿No tengo derecho a devolverle la pelota?

–Nunca le he oído hablar ni bien ni mal de ti.

–¿No? Pues me han informado de que anteayer, en casa de Catalina Ivanovna, habló mucho de mí, tanto interesa este amigo tuyo y servidor. Después de esto, querido, no está claro quién está celoso de quién. Dijo que si no me resignaba a la carrera de archimandrita, si no visto el hábito muy pronto, partiré hacia Petersburgo, ingresaré en una gran revista como critico y, al cabo de diez años, seré propietario del periódico. Entonces le imprimiré una tendencia liberal y atea, a incluso cierto matiz socialista, aunque tomando precauciones, es decir, nadando entre dos aguas y dando el pego a los imbéciles. Y tu hermano siguió diciendo que, a pesar de este tinte de socialismo, yo ingresaría mis beneficios en un Banco, especularía por mediación de un judío cualquiera y, finalmente, me haría construir una casa que me produjese una buena renta, además de servirme para instalar la redacción de mi revista. Incluso señaló el sitio donde se levantaría el inmueble: cerca del puente de piedra que se proyecta construir entre la avenida Litenaia y el barrio de Wyborg.

–¡Ah, Micha! —exclamó Aliocha, echándose a reír alegremente sin poderlo remediar—. A lo mejor, eso se cumple punto por punto.

–¡También tú te burlas, Alexei Fiodorovitch!

–¡No, no; ha sido simplemente una broma! Perdóname. Estaba pensando en otra cosa. Pero, oye: ¿quién te ha dado todos esos detalles? Porque tú no estabas en casa de Catalina Ivanovna cuando mi hermano habló de ti, ¿verdad?

–No, no estaba. Pero Dmitri Fiodorovitch refirió todo esto en casa de Gruchegnka y yo le oí desde el dormitorio, de donde no podía salir mientras estuviera allí Mitia.

–Comprendido. Ya no me acordaba de que Gruchegnka es parienta tuya.

–¿Parienta mía? ¿Gruchegnka parienta mía? —exclamó Rakitine, enrojeciendo hasta las orejas—. ¿Has perdido el juicio? ¡No sabes lo que dices!

–¿Cómo? ¿No es parienta tuya? Pues lo he oído decir.

–¿Dónde? ¡Ah señores Karamazov! Tenéis humos de alta y vieja nobleza, olvidándoos de que vuestro padre era un simple bufón en mesas ajenas, donde se ganaba un plato de comida. Yo no soy sino el hijo de un pope, nada a vuestro lado; pero no me insultéis con esos aires de alegre desdén. Yo también tengo mi honor, Alexei Fiodorovitch, y me avergonzaría de estar emparentado con una mujer pública.

Rakitine estaba excitadísimo.

–Perdóname, te lo ruego —dijo Aliocha, que se había puesto como la grana—. Jamás habría creido que fuera una mujer… así. Te repito que me dijeron que era pariente tuya. Vas con frecuencia a su casa, y tú mismo me has dicho que no hay nada entre vosotros… No me podía imaginar que la despreciaras tanto. ¿Lo merece verdaderamente?

–Tengo mis razones para ir con frecuencia a su casa: esto es todo lo que te puedo decir. En cuanto al parentesco, es en tu familia en la que podría entrar por medio de tu padre o de tu hermano. En fin, ya hemos llegado. Corre a la cocina… Pero, ¿qué es esto?, ¿qué ha pasado? ¿Es posible que nos hayamos retrasado tanto? No, no pueden haber terminado ya. A menos que los Karamazov hayan hecho alguna de las suyas. Eso debe de ser. Mira: ahí viene tu padre. Y tu hermano Iván le sigue. Han plantado al padre abad. ¿Ves al padre Isidoro en la escalinata gritando a tu padre y a tu hermano? Y tu padre agita los brazos, sin duda vomitando insultos. Mira a Miusov en su calesa, que acaba de arrancar. Y Maximov corre como un desalmado. Ha sido un verdadero escándalo. La comida no ha llegado a celebrarse. ¿Habrán sido capaces de pegarle al padre abad? ¿Los habrán vapuleado a ellos? Lo tendrían bien merecido.

Rakitine había acertado. Acababa de producirse un escándalo inaudito.

CAPÍTULO VIII
UN ESCÁNDALO

Cuando Miusov a Iván Fiodorovitch llegaron a las habitaciones del padre abad, Piotr Alejandrovitch, que era un hombre bien educado, estaba avergonzado de su reciente arrebato de cólera. Comprendía que, en vez de exasperarse, debió apreciar en su justo valor al deleznable Fiodor Pavlovitch y conservar enteramente su sangre fria.

«Nada se les puede reprochar a los monjes —se dijo de pronto; mientras subía la escalinata que conducía al departamento del padre abad—. Puesto que hay aquí personas distinguidas (el padre Nicolás y el abad pertenecen, según tengo entendido, a la nobleza), ¿por qué no me he de mostrar amable con ellos? No discutiré, incluso les llevaré la corriente, y me atraeré su simpatía. Así les demostraré que yo no tengo nada que ver con ese Esopo, ese bufón, ese saltimbanqui, y que he sido engañado como ellos.»

Decidió cederles definitiva a inmediatamente los derechos de tala y pesca, cosa que haría de mejor grado aún al tratarse de una bagatela.

Estas buenas intenciones se afirmaron en el momento en que los invitados entraban en el comedor del padre abad. Todo el departamento consistía en sólo dos piezas, pero éstas eran más espaciosas y cómodas que las del starets. En ellas no imperaba el lujo, ni mucho menos. Los muebles eran de caoba y estaban tapizados de cuero, según la antigua moda del año 1820; el suelo no estaba ni siquiera pintado. En compensación, todo resplandecía de limpieza y en las ventanas abundaban las flores de precio. Pero el principal detalle de elegancia consistía en aquel momento en la mesa, presentada incluso con cierta suntuosidad. El mantel era inmaculado, la vajilla estaba resplandeciente, en la mesa se veían tres clases de pan , todas perfectamente cocidas, dos botellas de vino, dos jarros de excelente aguamiel del monasterio y una gran garrafa llena de un kvass famoso en toda la comarca. No había vodka. Rakitine refirió después que la minuta constaba de cinco platos: una sopa con trozos de pescado, un pescado en una salsa especial y deliciosa, un plato de esturión, helados y compota, y, finalmente, kissel .

Incapaz de contenerse, Rakitine había olfateado todo esto y echado una mirada a la cocina del padre abad, donde tenía amigos. Los tenía en todas partes: así se enteraba de todo lo que quería saber. Era un alma atormentada y envidiosa. Tenía pleno conocimiento de sus dotes indiscutibles y, llevado de su presunción, las exageraba. Sabía que estaba destinado a desempeñar un papel importante. Pero Aliocha, que sentía por él verdadero afecto, se afligía al ver que no tenía conciencia y que el desgraciado no se daba cuenta de ello. Sabía que no se apoderaría jamás de un dinero que tuviera a su alcance, y esto bastaba para que se considerase perfectamente honrado. Respecto a este punto, ni Aliocha ni nadie habría podido abrirle los ojos.

Rakitine era poco importante para participar en la comida. En cambio, el padre José y el padre Paisius habían sido invitados, además de otro religioso. Los tres esperaban ya en el comedor para recibir a sus invitados. Era un viejo alto y delgado, todavía vigoroso, de cabello negro que empezaba a cobrar un tono gris, y rostro alargado, enjuto y grave. Saludó a sus huéspedes en silencio, y ellos se inclinaron, solicitando su bendición. Miusov intentó incluso besarle la mano, pero el padre abad, advirtiéndolo, la retiró. Iván Fiodorovitch y Kalganov llegaron al fin del saludo, besándole la mano ruidosamente, al estilo de la gente del pueblo.

–Todos tenemos que presentarle nuestras excusas, reverendo padre —dijo Piotr Alejandrovitch con una fina sonrisa, pero en tono grave y respetuoso—, ya que llegamos solos, es decir, sin nuestro compañero Fiodor Pavlovitch, a quien usted había invitado. Ha tenido que renunciar a venir con nosotros, y no sin motivo. En la celda del padre Zósimo acalorado por su desdichada querella con su hijo, ha pronunciado algunas palabras totalmente fuera de lugar, en extremo inconvenientes…, de lo cual debe de tener ya conocimiento su reverencia —añadió mirando de reojo a los monjes—. Fiodor Pavlovitch, consciente de su falta y lamentándola sinceramente, se siente profundamente avergonzado y nos ha rogado, a su hijo Iván y a mí, que le expresemos su pesar, su contrición y su arrepentimiento… Espera repararlo todo inmediatamente. Por el momento, implora la bendición de su reverencia y le ruega que olvide lo sucedido.

Al llegar al final de su discurso, Miusov se sintió tan satisfecho de sí mismo, que incluso se olvidó de su reciente irritación. Experimentó de nuevo un sincero y profundo amor por la humanidad.

El padre abad, que le había escuchado atentamente, inclinó la cabeza y repuso:

–Lamento vivamente su ausencia. Si hubiera participado en esta comida, acaso nos habría tomado afecto, y nosotros a él. Señores, tengan la bondad de ocupar sus puestos.

Se situó ante la imagen y empezó a orar. Todos se inclinaron respetuosamente y Maximov incluso se colocó delante de los demás y enlazó las manos con un gesto de profunda devoción.

Fue entonces cuando Fiodor Pavlovitch completó su obra. Hay que advertir que su propósito de marcharse había sido sincero; que, tras su vergonzosa conducta en las habitaciones del starets, había comprendido que no debía ir a comer con el padre abad como si nada hubiera pasado. No se sentía avergonzado, no se hacía amargos reproches, sino todo lo contrario; pero consideraba que asistir a la comida era una inconveniencia.

Sin embargo, apenas su calesa de muelles chirriantes avanzó hasta el pie de la escalinata de la hospedería, y cuando ya iba a subir al coche, se detuvo. Se acordó de las palabras que había dicho al starets. «Cuando voy a ver a otras personas, siempre me parece que soy el más vil de todos, y que todos me miran como a un payaso. Entonces yo decido hacer de veras el payaso, por considerar que todos, desde el primero hasta el último, son más estúpidos y más viles que yo.»

Fiodor Pavlovitch quería vengarse de todo el mundo por sus propias villanías. Se acordó de pronto de que un día alguien le preguntó: «¿Por qué detesta usted tanto a ese hombre?» A lo que él había contestado en un arranque de procacidad bufonesca: « No me ha hecho nada, pero yo le hice a él una mala pasada y desde entonces empecé a detestarlo.» Este recuerdo le arrancó una risita silenciosa y maligna. Con los ojos centelleantes y los labios temblorosos, tuvo unos instantes de vacilación. Luego, de pronto, se dijo resueltamente: «No podría rehabilitarme. Me mofaré de ellos hasta el cinismo.»

Ordenó al cochero que esperase y volvió a grandes pasos al monasterio. Iba derecho a las habitaciones del padre abad. Ignoraba aún lo que haría, pero sabía que no era dueño de sí mismo, que al menor impulso cometería cualquier acto indigno, incluso algun delito del que habría de responder ante los tribunales. Hasta entonces, jamás había pasado de ciertos límites, lo que no dejaba de sorprenderle.

Apareció en el comedor en el momento en que, terminada la oración, todos iban a sentarse a la mesa. Se detuvo en el umbral, observó a la concurrencia, mirándolos a todos fijamente a la cara, y estalló en una risa larga y desvérgonzada.

–¿Se creían que me había marchado? Pues aquí me tienen —exclamó con voz sonora.

Todos los presentes le miraron en silencio, y, de súbito, todos comprendieron que inevitablemente se iba a producir un escándalo. Piotr Alejandrovitch pasó repentinamente de la calma a la contrariedad. Su cólera volvió a inflamarse:

–¡No lo puedo soportar! —gruñó—. No puedo, no puedo de ningún modo.

La sangre le afluyó a la cabeza, y notó que se embarullaba, pero el momento no era para pensar en la dialéctica. Cogió el sombrero.

–¿Qué es lo que no puede soportar? —exclamó Fiodor PavIovitch—. ¿Puedo entrar, reverendo padre? ¿Me admite usted como invitado?

–Le ruego de todo corazón que pase —respondió el padre abad, y añadió dirigiéndose a todos—: Señores, les suplico que olviden sus querellas y se reúnan con amor fraternal, implorando a Dios, en torno de esta mesa.

–¡No, no! Eso es imposible —exclamó Piotr Alejandrovitch fuera de si.

–Lo que es imposible para Piotr Alejandrovitch, lo es también para mi. No me quedaré. He venido por estar con él. No me sepáraré de usted ni un paso, Piotr Alejandrovitch: si usted se va, me voy yo; si usted se queda, me quedo. Usted, padre abad, le ha herido al hablar de fraternidad: le mortifica ser mi pariente… ¿No es verdad, Von Shon? Miren: ahí tienen a Von Shon. ¡Buenas tardes, Von Shon!

–¿Me dice usted a mi? —preguntó Maximov, estupefacto.

–Sí, a ti. Reverendo padre, ¿sabe usted quién es Von Shon? El héroe de una causa célebre. Lo mataron en un lupanar, como creo que llaman ustedes a esos lugares, y, una vez muerto, lo desvalijaron. Después, a pesar de su respetable edad, lo metieron en un cajón y lo enviaron de Petersburgo a Moscú en un furgón de equipajes con una etiqueta. Y mientras lo embalaban, las rameras cantaban y tocaban el timpano, es decir, el piano. Pues bien, ese hombre que ven ustedes ahí es Von Shon resucitado. ¿Verdad, Von Shon?

–¿Qué dice este hombre? —exclamaron varias voces entre los religiosos.

–Vámonos —dijo Piotr Alejandrovitch a Kalganov.

–¡No, esperen! —gritó Fiodor Pavlovitch, dando un paso hacia el interior—. Déjenme terminar. En la celda del starets me han acusado ustedes de haberme conducido irrespetuosamente, y todo porque he hablado de gobios. A Piotr Alejandrovitch Miusov, mi pariente, le gusta que en las peroraciones haya plus de noblesse que de sincérité; a mi, por el contrario, me gusta que en mis discursos haya plus de sincérité que de noblesse, ¡y que se fastidie! ¿No es verdad, Von Shon? Escúcheme, padre abad: aunque yo sea un bufón y me mantenga en mi papel, soy un caballero de honor y tengo que explicarme. Sí, yo soy un caballero de honor, mientras que en Piotr Alejandrovitch no hay más que amor propio ofendido. He venido aquí para ver lo que pasa y exponerle mi modo de pensar. Mi hijo Alexei hace el noviciado en este monasterio. Soy su padre y mi obligación es preocuparme por su porvenir. Mientras yo actuaba como en un teatro, lo escuchaba todo, lo miraba todo con disimulo, y ahora quiero ofrecerle el último acto de la comedia. Generalmente, aquí, el que cae se queda tendido para siempre. Pero yo quiero levantarme. Padres, estoy indignado del modo de obrar de ustedes. La confesión es un gran sacramento que merece mi veneración y ante el cual estoy presto a prosternarme. Pues bien, allá abajo, en la ermita, todo el mundo se arrodilla y se confiesa en voz alta. ¿Está permitido confesarse en voz alta? En los tiempos más antiguos, los santos padres instituyeron la confesión secreta. Porque, por ejemplo, ¿puedo yo explicar ante todo el mundo que yo hago esto y lo otro y…, me comprende usted? A veces es una indecencia revelar ciertas cosas. ¡Esto es un escándalo! Permaneciendo entre ustedes, uno puede ser arrastrado a la secta de los Kblysty . En cuanto tenga ocasión, escribiré al Sínodo. Entre tanto, retiro a mi hijo de este monasterio.

Como se ve, Fiodor Pavlovitch había oído campanas y no sabía dónde. Según ciertos rumores malignos llegados no hacia mucho a oídos de las autoridades eclesiásticas, en los monasterios donde subsistía la institución de los startsy se testimoniaba a éstos un respeto exagerado, en perjuicio de la dignidad del abad. Además, los startsy abusaban del sacramento de la confesión, etcétera, etcétera. Estas acusaciones infundadas no tuvieron éxito alguno en ninguna parte. Pero el demonio que Fiodor Pavlovitch llevaba dentro y que le empujaba cada vez más hacia un abismo de vergüenza le había inspirado esta acusación, de la que él, por cierto, no comprendía una palabra. Ni siquiera había acertado a hacerla oportunamente, ya que esta vez nadie se había arrodillado ni confesado en voz alta en la celda del starets. Por lo tanto, Fiodor Pavlovitch no había podido ver nada de lo que acababa de decir y se había limitado a repetir viejos comadreos que sólo recordaba a medias. Apenas terminó de exponer estas necedades, Fiodor Pavlovitch se dio cuenta de lo absurdo de sus palabras y experimentó en seguida el deseo de demostrar a su auditorio, y sobre todo a si mismo, que no había en ellas nada de absurdo. Y aunque sabía perfectamente que todo lo que dijera no haría sino agravar las cosas, no se pudo contener y resbaló como por una pendiente.

₺75,15
Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
18 ekim 2024
Hacim:
1090 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788026802860
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin, ses formatı mevcut
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre