Kitabı oku: «Los hermanos Karamazov», sayfa 8
–¡Qué villanía! —exclamó Piotr Alejandrovitch.
–Un momento —dijo de súbito el padre abad—. Antiguamente se dijo: «Se empieza a hablar demasiado de mi, a incluso a hablar mal. Después de haberlo escuchado todo, me he dicho: esto es un remedio que me envía Jesús para curar mi alma vanidosa.» Así, le damos humildemente las gracias, querido huésped.
Y se inclinó profundamente ante Fiodor Pavlovitch.
–¡Bah, bah! Todo eso son gazmoñerías, viejas frases y viejos gestos, viejas mentiras y puros formulismos como el del saludo hasta el suelo. Ya sabemos lo que son esos saludos. «Un beso en los labios y una puñalada al corazón», como en Los bandidos de Schiller. No me gusta la falsedad, padres míos; lo que quiero son verdades. Pero la verdad no está en los gobios, como ya he proclamado. ¿Por qué ayunan ustedes? ¿Por qué esperan una recompensa en el cielo? Por obtener esa recompensa, también ayunaría yo. No, santos monjes: sed virtuosos en la vida; servid a la sociedad sin encerraros en un monasterio, donde todo lo tenéis pagado, y sin esperar recompensa alguna. Esto sería más meritorio. Como ve usted, padre abad, yo sé también hacer frases… ¿Qué veo aquí? —añadió acercándose a la mesa—. Viejo oporto comprado en Fartori y otro exquisito vino procedente de los Hermanos Ielisseiev . ¡Caramba, caramba, reverendos padres! Esto no se parece en nada a los gobios. ¡Y esas otras botellas! ¡Je, je! ¿Quién os ha dado todo esto? El campesino ruso, el trabajador que os trae sus ofrendas con sus manos callosas, quitándoselas a su familia y a las necesidades del Estado. Ustedes explotan al pueblo, reverendos padres.
–¡Eso es una falsedad indigna! —dijo el padre José.
El padre Paisius guardaba un obstinado silencio. Miusov salió del comedor precipitadamente, seguido de Kalganov.
–Bueno, mis reverendos padres; me voy en pos de Piotr Alejandrovitch. No volveré nunca, aunque me lo pidan ustedes de rodillas. ¡Nunca, jamás! Les envié mil rublos, y hay que ver cómo abrirían ustedes los ojos. ¡Je, je! Pero a este donativo no añadiré absolutamente nada. Quiero vengarme de las humillaciones que recibí de ustedes en mi juventud.
Dio un puñetazo en la mesa con fingida indignación y continuó:
–Este monasterio ha desempeñado un gran papel en mi vida. ¡Cuántas y cuán amargas lágrimas he derramado por culpa de él! Ustedes consiguieron que se volviera contra mí mi esposa, la endemoniada. Me cubrieron de maldiciones y me desacreditaron ante el vecindario. ¡Basta ya, reverendos padres! Vivimos en la época del ferrocarril y de los buques de vapor. No recibirán nada más de mi: ni mil rublos, ni cien, ni siquiera uno.
Observemos que el monasterio no había hecho nunca nada contra él y que Fiodor Pavlovitch no había tenido que derramar amargas lágrimas por culpa del convento. Sin embargo, Fiodor PavIovitch se había indignado de tal modo ante estas supuestas lágrimas, que casi llegó a convencerse de que las había derramado. Incluso estuvo a punto de echarse a llorar. Pero comprendió que había llegado el momento de retirarse.
Por toda respuesta a su odiosa mentira, el padre abad inclinó la cabeza y dijo gravemente:
–También está escrito que hay que soportar pacientemente la calumnia y, sin dejarse turbar por ella, no detestar al calumniador. Así obraremos nosotros.
–¡Bonito galimatías! Ahí se quedan, padres míos: yo me voy. Me llevaré para siempre a mi hijo Alexei, haciendo use de mi autoridad paterna. Iván Fiodorovitch, mi amabilísimo hijo, permíteme que te ordene que me sigas. Von Shon, ¿para qué te has de quedar en esta casa? Ven a la mía, que sólo está a una versta de aquí. No lo pasarás mal. En vez de aceite de lino, te daré un cochinillo relleno de alforfón, coñac y otros licores, a incluso habrá allí una bonita muchacha. Vamos, Von Shon; no desprecies tanta feficidad.
Y salió lanzando.gritos y agitando los brazos. En este momento fue cuando lo vio Rakitine y se lo señaló a Aliocha.
–¡Alexei —gritó a éste su padre desde lejos—, desde hoy vivirás en mi casa! ¡Coge tu almohada y tu colchón! ¡Que no quede nada tuyo aquí!
Aliocha se detuvo, petrificado, mirando a su padre atentamente y sin decir palabra.
Fiodor Pavlovitch subió a la calesa seguido de Iván Fiodorovitch, que, silencioso y sombrío, ni siquiera se volvió para saludar a su hermano.
Para que nada le faltase, se produjo una escena cómica y sorprendente. Maximov llegó corriendo y jadeante. En su impaciencia, puso un pie en el estribo, donde estaba todavía el de Iván Fiodorovitch, y, aferrándose al coche, trató de subir.
–¡Yo también voy! —exclamó con alegre risa y gesto beatífico—. Llévenme.
–¿Ves? —dijo Fiodor Pavlovitch, encantado—. ¿No decía yo que es Von Shon resucitado? ¿Cómo te las has arreglado para salir de allí? ¿Qué te propones? ¿Cómo es posible que hayas renunciado a la comida? Para proceder así hace falta tener una cara de bronce. Yo la tengo, pero me asombra que la tengas también tú, amigo mío. Sube, sube. Déjalo subir, Iván: nos divertiremos. Se sentará a nuestros pies, ¿no es verdad, Von Shon? ¿O prefieres instalarte en el pescante, junto al cochero? Sube al pescante, Von Shon.
Pero Iván Fiodorovitch, que se había sentado ya sin decir palabra, lo rechazó, dándole un fuerte golpe en el pecho que le hizo retroceder un par de metros. Maximov no llegó a caer por verdadero milagro.
–¡En marcha! —gritó Iván ásperamente al cochero.
–¿Pero por qué le tratas así? —censuró Fiodor Pavlovitch.
La calesa había partido ya. Iván no contestó.
–No te comprendo —dijo Fiodor Pavlovitch tras un largo silencio y mirando de reojo a su hijo—. Fue idea tuya hacer esta visita al monasterio; tú la provocaste y te parecía muy bien. ¿Por qué te enfurruñas ahora?
–¡Basta de insensateces! —replicó rudamente Iván—. Descansa un poco.
Fiodor Pavlovitch volvió a estar callado unos minutos. Al fin dijo con acento sentencioso:
–Un vasito de coñac me hará bien.
Iván no contestó.
–También tú tomarás una copa en cuanto lleguemos, ¿verdad?
Iván no dijo palabra.
Fiodor Pavlovitch volvió a esperar un par de minutos.
–Por mucho que te contraríe, amabilísimo Karl von Moor, reTiré a Aliocha del monasterio.
Iván se encogió de hombros desdeñosamente, volvió la cabeza y Se absorbió en la contemplación del camino.
No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron.
LIBRO III: LOS SENSUALES
CAPÍTULO PRIMERO
EN LA ANTECÁMARA
Fiodor Pavlovitch vivía bastante lejos del centro de la población, en una casa un tanto vieja pero todavía sólida. El edificio estaba pintado de gris y cubierto con un tejado metálico de color’rojo. Era espacioso y cómodo. Tenía planta baja, entresuelo y numerosas escalerillas y rincones ocultos. Las ratas pululaban en él, pero Fiodor Pavlovitch no sentía ninguna aversión hacia ellas.
–Gracias a las ratas —decía—, las noches no son tan tediosas cuando uno está solo.
Y es que tenía la costumbre de enviar a los domésticos a dormir en el pabellón, quedándose él encerrado en la casa. Este pabellón estaba en el patio y era vasto y sólido. Fiodor Pavlovitch había hecho instalar la cocina en él: no le gustaba el olor a guisos. Así, tanto en verano como en invierno, había que transportar los platos de comida a través del patio.
Era una casa construida para una gran familia. Habría podido albergar un número de dueños y servidores cinco veces superior al que a la sazón la habitaba. En la época de nuestro relato, el cuerpo del ediflcio principal estaba ocupado exclusivamente por Fiodor Pavlovitch y su hijo Iván, y el pabellón, por tres domésticos: el viejo Grigori, su mujer —Marta— y un criado joven: Smerdiakov. Hemos de hablar con cierto detenimiento de estos tres personajes.
Ya conocemos a Grigori Vasilievitch Kutuzov. Era un hombre de firmeza inflexible, que marchaba hacia su fin con obstinada rectitud, con tal que ese fin le pareciera, aunque fuese por razones completamente ilógicas, un deber ineludible. Era un hombre incorruptible, en una palabra.
Su mujer, aunque había vivido siempre ciegamente sometida a su voluntad, le atormentaba, desde la abolición de la esclavitud, con el empeño de dejar a Fiodor Pavlovitch a irse a Moscú para abrir una modesta tienda, pues tenían sus ahorros. Grigori consideró con una resolución definitiva que su mujer estaba equivocada y que todas las mujeres pecaban entonces de deslealtad. No debían dejar a su amo de ningún modo, porque éste era su deber.
–¿Sabes lo que es el deber? —preguntó a Marta Ignatievna.
–Lo sé, Grigori Vasilievitch. Lo que no comprendo es por qué tenemos el deber de permanecer aquí —repuso firmemente Marta Ignatievna.
–Lo comprendas o no, aquí nos quedaremos. Por lo tanto, que no se hable más del asunto.
Y no se habló. Se quedaron, y Fiodor Pavlovitch les asignó un módico salario que les pagaba puntualmente.
Grigori sabía que ejercía sobre su dueño una influencia incontestable. Fiodor Pavlovitch era un payaso astuto y obstinado, de carácter de hierro para algunas cosas, como él mismo decía, pero pusilánime en otras, lo cual le producía verdadero asombro. En ciertos casos necesitaba un freno y, por lo tanto, un hombre de confianza a su lado. Pues bien, Grigori era de una fidelidad incorruptible. En más de una ocasión, Fiodor Pavlovitch había estado a punto de ser vapuleado, a incluso cruelmente. Y siempre había sido Grigori el que le había sacado del apuro, sin que nunca dejara de hacerle una serie de advertencias. Pero no eran los golpes lo que inquietaba a Fiodor Pavlovitch. Había otras cosas más graves, más delicadas, más complicadas, que, sin que él supiera la razón, le hacían desear tener una persona de confianza a su lado. Eran situaciones casi patológicas. Profundamente corrompido y lujurioso hasta la crueldad como un insecto pernicioso, Fiodor Pavlovitch, en los momentos de embriaguez, experimentaba una angustia atroz. «Entonces me parece que el alma me palpita en la garganta», decía a veces. En esos trances deseaba tener a su lado, o cerca de él, un hombre leal, enérgico, puro, que, aunque conociera su mala conducta y todos sus secretos, lo tolerase por devoción, sin hacerle reproches ni amenazarle con ningún castigo, en este mundo ni en el otro, y que le defendiese si era necesario. ¿Contra quién? Contra un ente desconocido pero temible. Necesitaba a toda costa tener cerca otro hombre, fiel desde hacía largo tiempo, al que poder llamar en aquellos momentos de angustia, aunque sólo fuera para contemplar su rostro o cambiar con él algunas palabras, por insignificantes que fueran. Si le veía de buen humor, se sentía aliviado; en el caso contrario, su tristeza aumentaba. A veces, aunque muy pocas, Fiodor Pavlovitch iba por las noches a despertar a Grigori para que fuera a sus habitaciones a hacerle compañia unos momentos. Cuando el criado llegaba, Fiodor Pavlovitch le hablaba de cosas sin importancia y luego, entre risas y bromas, lo despedía. Entonces él se metía en la cama y se quedaba dormido con el sueño de los justos.
Algo parecido ocurrió a la llegada de Aliocha. El joven lo veía todo y no censuraba nada. Es más, lejos de demostrar a su padre el menor desprecio, lo trataba con una afabilidad invariable y le daba continuas pruebas de sincero afecto. Esto pareció inaudito al viejo depravado y le traspasó el corazón. Al marcharse Aliocha al monasterio, Fiodor Pavlovitch hubo de confesarse que había comprendido algo que hasta entonces no había querido comprender.
Ya he dicho al principio de mi relato que Grigori había tomado ojeriza a Adelaida Ivanovna, la primera mujer de Fiodor PavIovitch y madre del primer hijo de éste, Dmitri, y que, en cambio, había defendido a la segunda esposa, la endemoniada, Sofía Ivanovna, incluso frente a su dueño, y desde luego frente a cualquiera que osara pronunciar contra ella una sola palabra desconsiderada o malévola. Su simpatía por esta infeliz había llegado a ser algo sagrado, tanto, que veinte años después no habría tolerado la menor alusión irónica a esta cuestión.
Grigori era un hombre grave, frío y poco hablador, que sólo pronunciaba las palabras precisas y no se apartaba jamás del tono austero. A primera vista, uno no podía ver si quería o no a su esposa, aunque lo cierto era que amaba sinceramente a aquella bondadosa criatura y que ella lo sabía muy bien.
Marta Ignatievna era tal vez más inteligente que su marido, por lo menos más juiciosa en las cuestiones de la vida. Sin embargo, se sometía a él ciegamente y lo respetaba sin reservas por su elevación moral. Hay que advertir que los esposos sólo cambiaban las palabras indispensables. El grave y majestuoso Grigori resolvía siempre solo sus asuntos y sus preocupaciones, y Marta Ignatievna había comprendido que sus consejos lo importunarían. Marta Ignatievna notaba que su marido le agradecía su silencio y que veía en él una prueba de agudeza.
Grigori no le había pegado a su esposa más que una vez y sin ninguna dureza. Durante el primer año de matrimonio de Adelaida Ivanovna y Fiodor Pavlovitch, cuando estaban en el campo, las muchachas y las mujeres del lugar, que entonces eran todavía siervas, se reunieron en el patio de la casa de sus dueños para bailar y cantar. Se entonó la canción «En esos prados, en esos bellos prados verdes…», y, de súbito, Marta Ignatievna, que entonces era joven, se colocó delante del coro y ejecutó la danza rusa; pero no como se bailaba allí, al estilo rústico, sino como la ejecutaba ella cuando servía en casa de los acaudalados Miusov, en el teatro de la finca, donde un maestro de baile procedente de Moscú enseñaba a los que tenían que aparecer en el escenario. Grigori lo había visto todo, y una hora después, de regreso en el pabellón, la sacudió un poco, cogiéndola por el pelo. A esto se redujo todo, y nunca más volvió a pegarle. Por su parte, Marta Ignatievna se prometió no volver a danzar en su vida.
Dios no les había dado hijos. Es decir, les dio uno que murió a edad temprana. Grigori adoraba a los niños y no se avergonzaba de demostrárlo. Cuando Adelaida Ivanovna huyó, Grigori recogió a Dmitri, que entonces tenía tres años, y durante un año lo cuidó como una madre, encargándose incluso de lavarlo y de peinarlo. Años después tomó a su cuidado a Iván y a Alexei, lo que le valió un bofetón, como he referido ya. Su propio hijo sólo le proporcionó la alegría de la espera durante el embarazo de Marta Ignatievna. Apenas vio al recién nacido, se sintió apenado y horrorizado, pues la criatura tenía seis dedos. Grigori guardó silencio hasta el día del bautizo. Para no decir nada, se fue al jardín, donde estuvo tres días cavando. Cuando llegó el momento del bautizo, algo había pasado por su imaginación. Entró en el pabellón donde se habían reunido el sacerdote, los invitados y Fiodor Pavlovitch, que era el padrino, y manifestó que en modo alguno debía bautizarse al niño. Lo dijo en voz baja, lentamente y mirando al sacerdote con expresión estúpida.
–¿Por qué? —preguntó el religioso, entre asombrado y divertido.
–Porque… es un dragón —balbuceó Grigori.
–¿Cómo un dragón?
Grigori estuvo unos momentos callado.
–La naturaleza ha sufrido una confusión —murmuró vagamente pero con acento firme, para demostrar que no quería extenderse en explicaciones.
Hubo risas y, naturalmente, el niño fue bautizado. Grigori oró con fervor junto a la pila bautismal, pero mantuvo su opinión acerca del recién nacido. Aunque no se opuso a nada, durante las dos semanas que vivió la enfermiza criatura, él apenas la miró: afectaba no verla y estaba siempre fuera de la casa. Pero cuando el niño murió a consecuencia de un afta, él mismo lo colocó en el ataúd y lo contempló con profunda angustia. Luego, cuando la fosa volvió a quedar llena de tierra, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Jamás volvió a hablar del difunto, y Marta Ignatievna sólo lo nombraba cuando su marido estaba ausente.
La mujer observó que, tras la muerte del niño, Grigori se interesaba por las cosas divinas. Leía Las argucias con frecuencia, solo y en silencio, después de ponerse sus grandes gafas de plata. Raras veces, en la Cuaresma a lo sumo, leía en voz alta. Tenía predilección por el libro de Job. Se procuró una recopilación de las homilías y los sermones del santo padre Isaac el Sirio y los leyó obstinadamente durante varios años. No logró comprenderlos, pero seguramente por esta razón los admiraba más. Últimamente prestó oído a la doctrina de los Kblysty y se informó a fondo sobre ella preguntando al vecindario. Le impresionó profundamente, pero no se decidió a adoptar la nueva fe. Como es natural, todas estas lecturas piadosas aumentaban la gravedad de su fisonomía.
Tal vez era un hombre inclinado al misticismo. Como hecho expresamente, la llegada al mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro hecho sobremanera insólito a inesperado que dejó en él «un recuerdo imborrable», según su propia expresión. La noche que siguió al entierro del niño, Marta Ignatievna se despertó y creyó oír el llanto de un recién nacido. Tuvo miedo y despertó a su marido. Grigori prestó atención y dijo que más bien parecían «gemidos de mujer». Se levantó y se vistió. Era una tibia noche de mayo. Salió al pórtico y advirtió que los gémidos llegaban del jardín. Pero por la noche el jardín estaba cerrado con llave por el lado del patio y sólo se podía entrar en él por allí, ya que estaba rodeado por una alta y sólida empalizada. Grigori volvió a la casa, encendió una linterna, cogió la llave y, sin hacer caso del terror histérico de su mujer, seguro de que su hijo le llamaba, pasó en silencio al jardín. Una vez allí se dio cuenta de que los lamentos partían del invernadero que había no lejos de la entrada. Abrió la puerta y quedó atónito ante el espectáculo que se ofrecía a su vista: una idiota del pueblo que vagaba por las calles y a la que todo el mundo conocía por el sobrenombre de Isabel Smerdiachtchaia acababa de dar a luz en el invernadero y se moría al lado de su hijo. La mujer no dijo nada, por la sencilla razón de que no sabía hablar… Pero todo esto requiere una explicación.
CAPÍTULO II
ISABEL SMERDIACHTCHAIA
Había en todo esto algo especial que impresionó profundamente a Grigori y acabó de confirmarle una sospecha repugnante que había concebido. Isabel era una muchacha bajita, de apenas un metro cuarenta de talla, como recordaban enternecidas, después de su muerte, las viejas de buen corazón de la localidad. Su rostro de veinte años, ancho, rojo y sano, tenía la expresión de la idiotez y una mirada fija y desagradable, aunque plácida. Tanto en verano como en invierno, iba siempre descalza y sólo llevaba sobre su cuerpo una camisa de cáñamo. Sus cabellos, extraordinariamente espesos y rizados como la lana de las ovejas, daban sobre su cabeza la impresión de un gorro. Generalmente estaban llenos de tierra y mezclados con hojas, ramitas y virutas, pues Isabel dormía siempre en el suelo, y a veces sobre el barro. Su padre, Ilia, hombre sin domicilio, viejo, pobre y dominado por la bebida, trabajaba como peón desde hacía mucho tiempo en la propiedad de unos burgueses . de la población. Su madre había muerto hacia ya muchos años, Siempre enfermo y amargado, Ilia vapuleaba sin piedad a su hila cada vez que aparecía en la casa. Pero Isabel iba pocas veces, ya que en cualquier hogar de la población la socorrían al ver que era una enferma mental que no tenia más ayuda que la de Dios.
Los amos de Ilia y otras muchas personas caritativas, comerciantes especialmente, habían intentado repetidas veces vestir a Isabel con decencia. Un invierno, incluso le pusieron una pelliza y unas botas. Ella se dejaba vestir dócilmente, pero después, en cualquier parte, con preferencia en el porche de la iglesia, se quitaba lo que le habían regalado —fuera un chal, una falda, una pelliza, un par de botas—, lo dejaba allí mismo y se iba, descalza y sin más ropa que la camisa, como siempre había ido.
Un nuevo gobernador, al inspeccionar nuestra localidad, quedó desagradablemente impresionado al ver a Isabel y, aunque se dio cuenta de que era una criatura inocente —y además así se le dijo—, declaró que una joven que iba por la calle en camisa era un atentado contra la decencia y que había que poner fin a aquello. Pero el gobernador se fue a Isabel siguió viviendo como vivía.
Murió su padre, y entonces, al quedar huérfana, todas las personas piadosas de la ciudad redoblaron sus atenciones hacia ella. Incluso los chiquillos, ralea sumamente agresiva en nuestro pais, sobre todo si son escolares, no la zaherian ni maltrataban. Entraba en casas que no la conocían y nadie la echaba: por el contrario, todos la recibían amablemente y le daban medio copec. Ella se llevaba estas monedas y, sin pérdida de tiempo, las echaba en algún cepillo, en la iglesia o en la cárcel. Si le daban en el mercado un panecillo, lo regalaba al primer niño que vela o detenía a cualquier gran señora para ofrecérselo. Y la dama lo aceptaba con sincera alegria. Vo se alimentaba más que de pan y agua. Si entraba en una tienda mportante donde había dinero y mercancías de valor, los dueños iunca desconfiaban de ella: sabían que no cogería un solo copec aunque tuviera miles de rublos al alcance de su mano.
Iba pocas veces a la iglesia. Dormía en los pórticos o en un huerto cualquiera, después de haber franqueado la valla, pues en nuestro país hay todavía muchas vallas que hacen las veces de muros. Una vez a la semana en verano, y todos los días en invierno iba a la casa de los amos de su difunto padre, pero sólo por la noche, que pasaba en el vestíbulo o en el establo. La gente s asombraba de que pudiera soportar semejante vida, pero se había acostumbrado. Pese a su escasa talla, poseía una constitución excepcionalmente robusta. Algunos decían que obraba así por orgullo, pero esta afirmación era insostenible. No sabía hablar; a lo sumo podía mover la lengua y emitir algún sonido. ¿Cómo podía tener orgullo una persona así?
Una noche de septiembre clara y cálida, en que la luna brillaba en el cielo, a una hora avanzada, un grupo de cinco o seis alegres trasnochadores embriagados regresaban del club a sus casas por el camino más corto. La callejuela que seguían estaba bordeada a ambos lados por una valla tras la cual se extendían las huertas de la: casas ribereñas. Desembocaba en un pontón tendido sobre una de esas balsas alargadas a infectas a las que en nuestro país se da el nombre de rios. Allí durmiendo entre las ortigas, estaba Isabel Los trasnochadores la vieron, se detuvieron cerca de ella y empezaron a reír y bromear con el mayor cinismo. Un muchacho que figuraba en el grupo hizo esta singular pregunta:
–¿Se puede considerar como mujer a semejante monstruo?
Todos contestaron negativamente con un gesto de sincera aprensión. Pero Fiodor Pavlovitch, que formaba parte de la pandilla, manifestó que se podía ver en ella una mujer perfectamente, y que incluso tenía el excitante atractivo de la novedad y otras cosas parecidas. En aquella época, Fiodor Pavlovitch se complacía en desempeñar su papel de bufón y le gustaba divertir a los ricos como un verdadero payaso, aunque aparentemente era igual a ellos. Con un crespón en el sombrero, pues acababa de enterarse de la muerte de su primera esposa, llevaba una vida tan disipada, que incluso los libertinos más curtidos se sentían cohibidos ante él. La paradójica opinión de Fiodor Pavlovitch provocó la hilaridad del grupo. Uno de sus compañeros empezó a incitarle; otros mostraron una mayor aprensión todavía, aunque siempre con grandes risas. Al fin, todos siguieron su camino.
Más adelante, Fiodor Pavlovitch juró que se había marchado con los demás. Tal vez decía la verdad, pues nadie supo jamás quién estuvo allí. Cinco o seis meses después, el embarazo de Isabel provocó la indignación general y se buscó al que hubiera podido ultrajar a la pobre criatura. Pronto circularon rumores que acusaban a Fiodor Pavlovitch. ¿De dónde salió este rumor? Del alegre grupo sólo quedaba entonces en la ciudad un hombre de edad madura, respetable consejero de Estado, que tenía hijas mayores y que nunca habría contado nada aunque aquella noche hubiera ocurrido algo importante. Los demás se habían dispersado. Sin embargo, los rumores insistían en acusar a Fiodor Pavlovitch. Él no se mostró ofendido y no se dignó responder a los tenderos y a los burgueses. Entonces era un hombre orgulloso que sólo dirigía la palabra a los funcionarios y a los nobles que eran sus compañeros asiduos y a los que tanto divertía.
Grigori se puso de parte de su amo y procedió con toda energía: no sólo le defendió contra cualquier insinuación, sino que disputó acaloradamente y consiguió hacer cambiar de opinión a muchos.
–La falta ha sido de ella —decía—, y su seductor fue Karp.
Así se llamaba un delincuente peligrosísimo que se había fugado de la cárcel del distrito y que se había refugiado en nuestra ciudad.
La suposición pareció lógica a todos. Se recordaba que Karp había rondado por la población aquellas noches y desvalijado a tres personas.
Esta aventura y estos rumores, lejos de desviar de la pobre idiota las simpatías de la población, le atrajeron una más viva solicitud. Una tendera rica, la viuda de Kondratiev, decidió tenerla en su casa a fines de abril, para que diera a luz. La vigilaban estrechamente. A pesar de ello, una tarde, la del día del parto, Isabel se escapó de casa de su protectora y fue a parar al jardín de Fiodor Pavlovitch. ¿Cómo había podido, en el estado en que se hallaba, saltar la alta empalizada? Esto fue siempre un enigma. Unos aseguraban que alguien la había llevado allí; otros veían en ello la intervención de un poder sobrenatural.
Al parecer, esto ocurrió de un modo natural, aunque el ingenio ayudó a la infeliz. Isabel, acostumbrada a salvar los vallados para entrar en las huertas donde pasaba las noches, consiguió trepar a lo alto de la empalizada y desde allí saltar al jardín, aunque hiriéndose.
Al ver a Isabel en el invernadero, Grigori corrió en busca de su mujer para que le prestara los primeros cuidados, y después fue a llamar a una comadrona que vivía cerca. El niño se salvó, pero la madre murió al amanecer. Grigori cogió en brazos al recién nacido, lo llevó al pabellón y lo depositó en el regazo de su mujer.
–He aquí —le dijo— un hijo de Dios, un huérfano que nos tendrá a nosotros por padres. Es nuestro difunto hijo quien nos lo envía. Ha nacido de Satanás y de una mujer justa. Aliméntalo y no llores más.
Marta crió al niño. Fue bautizado con el nombre de Pavel , al que todo el mundo, empezando por sus padres adoptivos, añadió Fiodorovitch como patronímico. Fiodor Pavlovitch no puso obstáculos, a incluso le pareció agradable todo esto, aunque desmintió enérgicamente su paternidad. Se aprobó que hubiera acogido al huérfano, al cual dio más adelante, como nombre de familia, el de Smerdiakov, derivado del sobrenombre de su madre. Al principio de nuestro relato, Smerdiakov servía a Fiodor Pavlovitch como criado de segunda y habitaba en el pabellón, al lado del viejo Grigori y de la vieja Marta. Tenía el empleo de cocinero. Merecería que le dedicara un capítulo entero, pero no me atrevo a contener demasiado tiempo la atención del lector sobre los sirvientes y continúo mi narración, con la esperanza de que en el curso de ella el tema Smerdiakov vuelva a presentarse de un modo natural.