Kitabı oku: «Los hermanos Karamazov», sayfa 9
CAPÍTULO III
CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE. EN VERSO
Al oír la orden que le había dado a gritos su padre desde la calesa en el momento de partir del monasterio, Aliocha estuvo unos instantes inmóvil y profundamente perplejo. Al fin, sobreponiéndose a su turbación, se dirigió a la cocina del padre abad para procurar enterarse de la conducta de Fiodor Pavlovitch. Después se puso en camino, con la esperanza de resolver durante el trayecto un problema que le atormentaba. Digámoslo en seguida: los gritos de su padre ordenándole que dejara el monasterio llevándose el colchón y las almohadas no le inspiraban inquietud alguna. Comprendía perfectamente que esta orden, proferida a gritos y haciendo grandes ademanes, era hija de un arrebato y que su padre se la habla dado para la galería, por decirlo así. Era el mismo caso de uno de nuestros conciudadanos que, no hacía mucho, al celebrar su cumpleaños y excederse en la bebida, se enfureció porque no querían darle más vodka y, en presencia de sus invitados, empezó a destrozar la vajilla, a rasgar sus ropas y las de su mujer, a romper muebles y cristales. Obró para la galería, y al día siguiente, una vez curado de su embriaguez, se arrepintió amargamente a la vista de las tazas y los platos rotos. Aliocha estaba seguro de que su padre le dejaría regresar al monasterio tal vez aquel mismo día. Es más, tenía el convencimiento de que el buen hombre no le ofendería jamás; de que ni él ni nadie en el mundo no sólo no querrían ofenderle, sino que no podrían. Esto era para él un axioma definitivamente admitido y sobre el cual no cabía la menor duda.
Pero en aquellos momentos le mortificaba otro temor de un orden completamente distinto, un temor agravado por el hecho de que se sentía incapaz de definirlo: el temor a una mujer, a aquella Catalina Ivanovna, que en la carta que le había enviado aquella mañana por medio de la señora de Khokhlakov tanto insistía en que fuera a verla. Esta petición y la necesidad de acatarla le producían una impresión dolorosa, que se había intensificado sin cesar en las primeras horas de la tarde, a pesar de las escenas desarrolladas en el monasterio. Su temor no procedía de que ignoraba lo que aquella mujer quería de él. No era la mujer lo que temía en ella. Desde luego, conocía poco a las mujeres, pero había vivido entre ellas desde su más tierna infancia hasta su llegada al monasterio. Sin embargo, desde su primera entrevista había experimentado una especie de terror al encontrarse frente a aquella mujer. La había visto dos o tres veces a lo sumo y sólo había cambiado con ella unas cuantas palabras. La recordaba comb una bella muchacha imperiosa y llena de orgullo. No era su belleza lo que le atormentaba, sino otra cosa que no podía definir, y esta impotencia para explicarse su terror lo acrecentaba. El fin que ella perseguía era sin duda de los más nobles: se proponía salvar a Dmitri, que había cometido una falta con ella, y procedía así por pura generosidad. Pero, a pesar de la admiración que despertaba en él esta nobleza de sentimientos, notaba como una corriente de hielo en la espalda mientras se iba acercando a casa de la joven.
Se dijo que no encontraría con ella a Iván, su intimo amigo, entonces retenido por su padre. Tampoco Dmitri podía estar en casa de Catalina Ivanovna, por razones que presentía. Por lo tanto, conversarían a solas. Aliocha habría deseado ver antes a Dmitri, para cambiar con él algunas palabras sin mostrarle la carta. Pero Dmitri vivía lejos y, sin duda, no estaba en su casa en aquel momento. Tras unos instantes de reflexión y una señal de la cruz prematura, sonrió misteriosamente y se dirigió con resolución a casa de la temida joven.
Conocía esta casa. Pero, pasando por la Gran Vía para después atravesar la plaza, etcétera, habría tardado demasiado en ilegar. Sin ser una gran población, nuestra ciudad estaba muy dispersa y las distancias eran considerables. Además, su padre se acordaría seguramente de la orden que le había dado y, si tardaba en aparecer, sería capaz de hacer de las suyas. Por lo tanto, había que apresurarse. En vista de ello, Aliocha decidió abreviar, yendo por atajos. Conocía perfectamente todos aquellos pasos. Atajar significaba pasar junto a cercados desiertos, franquear algunas vallas, atravesar patios donde se encontraría con conocidos que le saludarían. Así podría ahorrar la mitad del tiempo. Llegó un momento en que tuvo que pasar cerca de la casa paterna, junto al jardín contiguo al de su padre, jardín que pertenecía a una casita de cuatro ventanas, bastante deteriorada a inclinada hacia un lado. Esta casucha pertenecía a una vieja desvalida, que la habitaba con su hija. Hasta no hacía mucho, la joven había estado sirviendo como camarera en la capital, en casa de una encopetada familia. Había vuelto al hogar hacía un año, a causa de la enfermedad de su madre, luciendo elegantes vestidos. Estas dos mujeres habían quedado en la mayor miseria a iban diariamente, como vecinas, en busca de pan y sopa a la cocina de Fiodor Pavlovitch. Marta Ignatievna las recibía amablemente. Lo chocante era que la joven, a pesar de tener que ir a pedir un plato de sopa, no había vendido ninguno de sus vestidos. Uno de ellos, incluso tenía una larga cola. Aliocha estaba enterado de esto por su amigo Rakitine, al que no se le escapaba nada de lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad. Pero Aliocha lo había olvidado en seguida. Ahora, al llegar ante aquel jardín, se acordó del vestido de cola y levantó al punto la cabeza, pues iba pensativo y con la vista en el suelo. Entonces vio lo que menos esperaba ver. Detrás de la valla, de pie sobre un montículo y mostrando su busto, estaba su hermano Dmitri, que trataba de atraer su atención con grandes ademanes. Dmitri procuraba no sólo no gritar, sino ni siquiera decir palabra, por temor de que le oyeran. Aliocha corrió hacia la valla.
–Por suerte, has levantado la cabeza. De lo contrario, me habría visto obligado a gritar —murmuró alegremente Dmitri—. Salta en seguida esta valla. ¡Qué oportuno llegas! Estaba pensando en ti.
Aliocha se alegró tanto como su hermano. Pero no sabía cómo franquear la valla. Dmitri le cogió por el codo con su atlética mano y le ayudó a saltar, cosa que Aliocha hizo recogiéndose el hábito y con la agilidad de un chiquillo.
–Ahora, vamos —murmuró Dmitri, alborozado.
–¿Adónde? —preguntó Aliocha mirando en todas direcciones y viendo que estaban en un jardín donde no había más personas que ellos.
El jardín no era muy espacioso, pero la casa estaba a unos cincuenta pasos. Aliocha hizo una nueva pregunta: —¿Por qué hablas en voz baja si aquí.no hay nadie?
–¡Que el diablo me lleve si lo sé! —exclamó Dmitri, hablando de pronto en voz alta—. ¡Qué cosas tan absurdas hacemos a veces! Estoy aquí para intentar desentrañar un secreto, del que ya te hablaré, y, bajo la influencia del misterio, he empezado a hablar misteriosamente, susurrando como un tonto, sin motivo alguno. Bueno, ven y calla. Pero antes quiero abrazarte.
»Gloria al Eterno sobre la tierra.
Gloria al Eterno en mí.
»He aquí lo que me repetía hace un momento, sentado en este sitio.
El jardín sólo tenía árboles en su contorno, bordeando la cerca. Se veían manzanos, arces, tilos y abedules, zarzales, groselleros y frambuesos. El centro formaba una especie de pequeño prado, donde se recolectaba heno en verano. La propietaria alquilaba este jardín por unos cuantos rublos a partir de la primavera. El huerto, cultivado desde hacía poco, estaba cerca de la casa. Dmitri condujo a su hermano al rincón más apartado del jardín. Allí, entre tilos que crecían muy cerca unos de otros, viejos macizos de groselleros, de sauces, de bolas de nieve y de lilas, había un ruinoso pabellón verde, de muros ennegrecidos y abombados, con tragaluces, y que conservaba el tejado, por lo que ofrecía un abrigo contra la lluvia. Se contaba que este pabellón había sido construido cincuenta años atrás por Alejandro Karlovitch von Schmidt, teniente coronel retirado y antiguo propietario de aquellas tierras. Todo se deshacía en polvo; el suelo estaba podrido y la madera olía a humedad. Había una mesa de madera pintada de verde y hundida en el suelo. Estaba rodeada de bancos que todavía podían utilizarse. Aliocha había observado el ardor con que su hermano hablaba. Al entrar en el pabellón vio sobre la mesa una botella de medio litro y un vaso pequeño.
–¡Es coñac! —exclamó Mitia echándose a reir—. Tú pensarás que sigo bebiendo, pero no te fíes de las apariencias.
»No creas a la muchedumbre vana y embustera, renuncia a tus sospechas…
»Yo no me emborracho, yo “paladeo”, como dice tu amigo, ese cerdo de Rakitine. Y todavía lo dirá cuando sea consejero de Estado. Siéntate, Aliocha. Quisiera estrecharte entre mis brazos, estrujarte, pues, créeme, te lo digo de veras, ¡de veras!, para mi, sólo hay una persona querida en el mundo, y esa persona eres tú.
Estas últimas palabras las pronunció con una especie de frenesí.
–También –continuó— estoy, por desgracia, enamoriscado de una bribona. Pero enamoriscarse no es amar. Uno puede enamoriscarse y odiar: acuérdate de esto. Hasta ahora he hablado alegremente. Siéntate a la mesa, cerca de mí, para que yo pueda verte. Tú me escucharás en silencio y yo te lo contaré todo, pues el momento de hablar ha llegado. Pero óyeme: he pensado que aquí hay que hablar en voz baja, porque tal vez anda cerca alguien con el oído águzado. Lo sabrás todo: ya te lo he dicho. Oye, Aliocha, ¿por qué desde que me instalé aquí, hace cinco días, tenía tantas ganas de verte? Porque te necesito… Sólo a ti te lo contaré todo. Mañana terminará una vida para mi y empezará otra. ¿Has tenido alguna vez en sueños la impresión de que caías por un precipicio? Pues mira, yo he caído de veras… No te asustes… Yo no tengo miedo…, es decir, sí que tengo miedo, pero es un miedo dulce que tiene algo de embriaguez… Además, ¡a mí, qué! Carácter fuerte, carácter débil, carácter de mujer, ¿qué importa? Loemos a la naturaleza. Mira qué sol tan hermoso, qué cielo tan puro. Por todaspartes frondas verdes. Todavía estamos en verano, no cabe duda. Son las cuatro de la tarde. Reina la calma. ¿Adónde ibas?
–A casa de nuestro padre. Y, de paso, quería ver a Catalina Ivanovna.
–¡A ver al viejo y a ver a Catalina Ivanovna! ¡Qué coincidencia! ¿Sabes para qué te he llamado? ¿Sabes por qué deseaba verte con toda la vehemencia de mi corazón y todas las fibras de mi ser? Precisamente para mandarte a casa del viejo y a casa de Catalina Ivanovna, a fin de terminar con uno y con otra. ¡Poder enviar a un ángel! Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba un ángel. Y he aquí que tú ibas a ir por tu propia voluntad.
–¿De veras querias enviarme? —preguntó Aliocha con un gesto de dolor.
–Ya veo que lo sabías, que lo has comprendido todo. Pero calla: no me compadezcas, no llores.
Dmitri se levantó con semblante pensativo.
–Seguro que ella te ha llamado, que te ha escrito. De lo contrario, tú no habrías pensado en ir.
–Aquí tienes su carta —dijo Aliocha sacándola del bolsillo. y Dmitri la leyó rápidamente.
–Y tú has seguido el camino más corto. ¡Oh dioses! Gracias por haberlo dirigido hacia aquí, por habérmelo traído, como el pescadito de oro del cuento que va hacia el viejo pescador… Escucha, Aliocha; óyeme, hermano mío. He decidido decírtelo todo. Necesito desahogarme. Después de haberme confesado con un ángel del cielo, voy a confesarme con un ángel de la tierra. Pues tú eres un ángel. Tú me escucharás y me perdonarás. Necesito que me absuelva un ser más noble que yo. Escucha. Supongamos que dos hombres se liberan de la servidumbre terrestre y se elevan a regiones superiores, o, por lo menos, que se eleva uno de ellos. Supongamos que éste, antes de emprender el vuelo, de desaparecer, se acerca al otro y le dice: «Haz por mí esto o aquello…», cosas que no es corriente pedir, que sólo se piden en el lecho de muerte. Si el que se queda es un amigo o un hermano, ¿rechazará la petición?
–Haré lo que me pides, pero dime en seguida de qué se trata.
–En seguida, en seguida… No, Aliocha, no te apresures: apresurarse es atormentarse. En este caso, las prisas no sirven para nada. El mundo entra en una era nueva. Es lástima, Aliocha, que no te entusiasmes nunca. ¿Pero qué digo? Es a mi a quien le falta entusiasmo. Soy un tonto.
»Hombre, sé noble.
»¿De quién es ese verso?
Aliocha decidió esperar. Había comprendido que este asunto absorbería toda su creatividad. Dmitri permaneció un momento pensativo, acodado en la mesa y la frente en la mano. Los dos callaban.
–Aliocha, sólo tú puedes escucharme sin reírte. Quisiera empezar mi confesión con un himno a la vida, como el «An die Freude» de Schiller. Yo no sé alemán, pero sé cómo es la poesía «An die Freude»… No creas que estoy parloteando bajo los efectos de la embriaguez. Necesito beberme dos botellas de coñac para emborracharme
»…como el bermejo Sileno
sobre su asno vacilante,
»y yo no me he bebido sino un cuarto de botella. Además, no soy Sileno. No, no soy Sileno, sino Hércules, ya que he tomado una resolución heroica. Perdóname esta comparación de mal gusto. Hoy tendrás que perdonarme muchas cosas. No te inquietes, que no parloteo: hablo seriamente y voy al grano. No seré tacaño como un judío. ¿Pero cómo es la poesía? Espera.
Levantó la cabeza, reflexionó y empezó a declamar apasionadamente:
–Tímido, salvaje y desnudo se ocultaba
el troglodita en las cavernas;
el nómada erraba por los campos
y los devastaba;
el cazador temible, con su lanza y sus flechas,
recorría los bosques.
¡Desgraciado del náufrago arrojado por las olas
a aquellas inhóspitas riberas!
Desde las alturas del Olimpo desciende una madre, Ceres, en busca
de Proserpina, a su amor arrebatada.
El mundo se le muestra con todo su horror.
Ningún asilo, ninguna ofrenda
se ofrecen a la deidad.
Aquí se ignora el culto a los dioses
y no hay ningún templo.
Los frutos de los campos, los dulces racimos, no embellecen ningún festín;
los restos de las víctimas humean solos
en los altares ensangrentados.
Y por todas partes donde Ceres
pasea su desconsolada vista sólo percibe
al hombre sumido en honda humillación.
Los sollozos se escaparon del pecho de Mitia, que cogió la mano de Aliocha: —Sí, Aliocha, en la humillación. Así ocurre también en nuestros días. El hombre sufre sobre la tierra males sin cuento. No creas que soy solamente un fantoche vestido de oficial, que lo único que sabe es beber y hacer el crápula. La humillación, herencia del hombre: tal es casi el único objeto de mi pensamiento. Dios me preserva de mentir y de envanecerme. Pienso en ese hombre humillado, porque soy yo mismo.
»Para que el hombre pueda salir de su abyección
mediante el impulso de su alma,
ha de establecer una alianza eterna
con su antigua madre: la tierra.
»¿Pero cómo establecer esta alianza eterna? Yo no fecundo a la tierra abriendo su seno, porque no soy labrador. Tampoco soy pastor. Avanzo sin saber hacia dónde: si hacia la luz radiante o hacia la más denigrante vileza. Esto es lo malo: todo es denigrante en este mundo. Cada vez que me he hundido en la más baja degradación, cosa que ha sido casi constante, he releído estos versos sobre Ceres y la miseria del hombre. ¿Pero han servido para corregirme? No. Porque soy un Karamazov; porque cuando caigo al abismo, caigo de cabeza. Y te advierto que me gusta caer así: este modo de caer tiene cierta belleza a mis ojos. Y desde el seno de la abyección entono un himno. Soy un hombre maldito, vil y degradado, pero beso el borde de la túnica de Dios. Sigo el camino diabólico, pero sin dejar de ser tu hijo, Señor, y te amo, y siento esa alegría sin la cual el mundo no podría subsistir.
»La alegrla eterna anima
el alma de la creación.
Transmite la llama de la vida
mediante la fuerza misteriosa de los gérmenes; ella es la que ha hecho brotar la hierba
y convertido el caos en soles
dispersos en los espacios insumiso al astrónomo.
Todo lo que respira
extrae la alegrla del seno de la naturaleza; arrastra en pos de ella a los hombres y a los pueblos; ella nos ha dado amigos en la adversidad,
el jugo de los racimos, las coronas de las Gracias; a los insectos la sensualidad…
Y el ángel se mantiene ante Dios.
»Pero basta de versos. Déjame llorar, Que todos menos tú se rían de mi tontería. Veo brillar tus ojos. Basta de versos. Ahora quiero hablarte de los «insectos», de esos a los que Dios ha obsequiado con la sensualidad. Yo mismo soy uno de ellos. Nosotros, los Karamazov, somos todos así. Ese insecto vive en ti, levantando tempestades. Pues la sensualidad es una tormenta, y a veces más que una tormenta. La belleza es algo espantoso. Espantoso porque es indefinible, y no se puede definir porque Dios sólo ha creado enigmas. Los extremos se tocan; las contradicciones se emparejan. Mi instrucción es escasa, hermano mío, pero he pensado mucho emestas cosas. ¡Cuántos misterios abruman al hombre! Penetra en ellos y sale intacto. Penetra en la belleza, por ejemplo. No puedo soportar que un hombre de gran corazón y de elevada inteligencia empiece por el ideal de la Virgen y termine por el de Sodoma. Pero lo más horrible es que, llevando en su corazón el ideal de Sodoma, no repudie el de la Virgen y se abrase en él como en los años de su juventud inocente. El espíritu del hombre es demasiado vasto: me gustaría reducirlo. Así no hay medio de que nos conozcamos. El corazón humano, el de la mayoría de los hombres, halla la belleza incluso en actos vergonzosos como el ideal de Sodoma. Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el cameo de batalla. Además, se habla del sufrimiento… Pero vayamos al asunto.
CAPÍTULO IV
CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE. ANÉCDOTAS
—Yo llevaba una vida disipada, y nuestro padre se escudó en ello para afirmar que despilfarraba miles de rublos en la seducción de doncellas. Es una idea muy propia de un puerco. Mentía, pues mis conquistas no me han costado jamás un céntimo. Para mí, el dinero es sólo una cosa accesoria, la mise en scène. Hoy era el amante de una gran dama; mañana, el de una mujer de la calle. Yo las distraía a las dos, tirando el dinero a manos llenas, con música de tzigánes. Si necesitaban dinero, se lo daba, pues, ciertamente, el dinero no les desagrada: te dan las gracias cuando lo reciben. No todas las damiselas se me rendían, pero sí muchas. Yo adoraba las callejas, las encrucijadas desiertas y sombrías, que son escenario de aventuras y sorpresas y, a veces, de perlas en el barro. Te hablo con imágenes, hermano: esas callejuelas no existen sino en un sentido figurado. Si tú te parecieras a mí, me comprenderías. Yo adoraba el libertinaje por su misma abyección; yo adoraba la crueldad. ¿No soy un ser corrompido, un insecto pernicioso, es decir, un Karamazov? Una vez organizamos una comida en el cameo y salimos en siete troikas . Era invierno y el tiempo estaba muy oscuro. Durante el viaje cubrí de besos a mi vecina de asiento en el trineo, la hija de un funcionario sin fortuna, encantadora y tímida, y en la oscuridad me toleró caricias de un atrevimiento extraordinario. La pobrecilla se imaginaba que al día siguiente iría a pedir su mano, pues me tenía por novio suyo; pero pasaron cinco meses sin que le dijera nada. A veces, cuando nos encontrábamos en algún baile, la veía en un rincón de la sala, siguiéndome con una mirada entre indignada y tierna. Este juego excitaba mi perversa sensualidad. A los cinco meses se casó con un funcionario y desapareció, furiosa y tal vez amándome todavía. Ahora el matrimonio vive feliz. Te advierto que nadie sabe nada de esto y que su reputación está incólume: a pesar de mis viles instintos y de mi amor a la bajeza, no soy descortés. Enrojeces; tus ojos centellean. Lo comprendo: es que te da náuseas tanto lodo. Tengo un buen álbum de recuerdos, hermano mío. ¡Que Dios guarde a todas esas encantadoras criaturas! En el momento de la ruptura evité siempre las discusiones. Yo no traicioné ni comprometí a ninguna. Pero basta de este tema. No creas que te he llamado solamente para explicarte esta sarta de horrores. Te he llamado para contarte algo más interesante. Y es que no siento vergüenza ante ti; por el contrario, estoy a mis anchas.
Aliocha manifestó de pronto:
–Has hablado de mi rubor. Pues bien, no son tus palabras ni tus actos lo que me ha hecho enrojecer. Me sonrojo porque me parezco a ti.
–¿Tú? Exageras, Aliocha.
–¡No, no exagero! —exclamó con vehemencia.
Era evidente que hablaba de algo que sentía desde hacia tiempo. Continuó:
–La escala del vicio es la misma para todos. Yo estoy en el primer escalón; tú estás más arriba, en el escalón trece o cosa así. Yo creo que esto es igual: una vez se ha puesto el pie en el primero, se suben todos los escalones.
–Lo mejor es resistir.
–Desde luego, pero no siempre es esto posible.
–¿Para ti lo es?
–Creo que no.
–¡Calla, Aliocha; calla, querido! Me dan ganas de besarte la mano. ¡Esa bribona de Gruchegnka conoce a los hombres! Una vez me dijo que un día a otro se te zampará… Bueno, me callo. Y dejemos este terreno manchado por las moscas y hablemos de mi tragedia, en la que también pululan las moscas, es decir, toda clase de degradaciones. Aunque el viejo mintió cuando dijo que yo despilfarraba el dinero persiguiendo a las doncellas, esto ocurrió una vez, una sola. Pero él, que me acusaba de faltas inexistentes, no sabía ni sabe nada de este caso. No se lo he contado a nadie. Tú eres el primero que lo vas a saber…, mejor dicho, el segundo, pues si que se lo he contado a otro, hace ya mucho tiempo: a Iván. Pero Iván permanecerá mudo como una tumba.
–¿Como una tumba?
–Sí.
Aliocha escuchó más atentamente.
–Aunque era abanderado de un batallón destacado en una pequeña ciudad, se me vigilaba como si fuera un deportado. Pero fui bien acogido en la localidad. Despilfarraba el dinero; se me tenía por rico y yo creía serlo. Ademas, debía de ser grato a aquella gente por otras razones. Aunque sacudiendo la cabeza ante mis calaveradas, se me tenía afecto.
»Mi teniente coronel, que era ya un viejo, me tomó ojeriza. Empezó a perseguirme, pero yo no me dormí y toda la ciudad se puso a mi favor, por lo cual no podía hacerme mucho daño. Mi falta consistía en que, llevado de mi orgullo, no le rendia los honores a los que tenía derecho. El obstinado viejo era una buena persona en el fondo, un hombre hospitalario. Se había casado dos veces y era viudo. Su primera esposa, mujer de baja condición, le había dado una hija tan vulgar como ella. La joven tenía entonces veinticuatro años y vivía con su padre y una tía materna. Lejos de tener la candidez silenciosa de su tía, la suya iba acompañada de una gran vivacidad. Jamás he conocido un carácter de mujer tan encantador. Se llamaba nada menos que Ágata, Ágata Ivanovna. Era bonita para el gusto ruso, alta, con buenas carnes y unos hermosos ojos, aunque de expresión un poco vulgar. Permanecía soltera a pesar de haber tenido dos peticiones de matrimonio, y conservaba su carácter alegre. Trabé amistad con ella, pero con toda castidad y todo honor, pues has de saber que he tenido más de una amistad femenina perfectamente pura.
»Tenía con ella las más atrevidas conversaciones, y ella no hacia más que reírse. A muchas mujeres les encanta esta libertad de lenguaje, obsérvalo. Esto era sumamente divertido tratándose de una muchacha como ella. Otro rasgo: no se la podía calificar de señorita. Tanto su tía como ella vivían en una especie de estado de humildad voluntario, sin igualarse con el resto de la sociedad. Todo el mundo la quería y alababa su habilidad costurera, trabajo que hacía gratis, como un obsequio a las amigas, aunque no rechazaba el dinero que se le ofrecía.
»En cuanto al teniente coronel, era una de las personalidades del lugar. Llevaba una vida de hombre distinguido. Toda la población era recibida en su casa, donde los invitados cenaban y bailaban. Cuando ingresé en el batallón, en la ciudad sólo se hablaba de la próxima llegada de la segunda hija.del teniente coronel. Se la consideraba una belleza y estaba a punto de salir de un pensionado aristocrático de la capital. Esta joven era Catalina Ivanovna, hija de la segunda esposa del teniente coronel, mujer noble, perteneciente a una casa ilustre, pero que no había aportado al matrimonio dote alguna: lo sé de buena tinta. Promesas, tal vez, pero nada en efectivo. Sin embargo, cuando llegó la joven, toda la población se puso en movimiento, como galvanizada. Las damas más distinguidas, entre las que figuraban dos excelencias, una de ellas coronela, se la disputaban. Se daban fiestas en su honor, era la reina de los bailes y de las comidas campestres, se organizaban representaciones de cuadros vivientes a beneficio de no sé qué instituciones.
»En lo que a mi concierne, no decía palabra y continuaba mi alegre vida. Entonces hice una jugada de mi estilo, que dio que hablar a toda la población. Una noche, en casa del comandante de la batería, Catalina Ivanovna me miró de arriba abajo. Yo no me acerqué a ella: desprecié la ocasión de conocerla. Algún tiempo después, en otra velada, la abordé, y ella apenas se dignó mirarme con una mueca desdeñosa. “¡Ah!, ¿sí? —me dije—. Me vengaré.” Yo era entonces especialista en abatir arrogancias. Me di cuenta de que Katineka, lejos de ser una ingenua colegiala, tenía carácter, orgullo, virtud y, sobre todo, inteligencia a instrucción, que era lo que a mi me faltaba por completo. ¿Crees que quería pedir su mano? Nada de eso. Solamente quería vengarme de su indiferencia. Entonces me corrí una gran juerga, y el viejo teniente coronel me impuso tres días de arresto. Durante esos días, el viejo me envió seis mil rublos a cambio de la renuncia en toda regla a mis derechos y aspiraciones sobre la fortuna de mi madre. Yo no entendía nada de esto entonces. Hasta mi llegada aquí, hasta estos últimos días y tal vez hasta ahora mismo, yo no he comprendido nada de estos asuntos de dinero entre mi padre y yo. ¡Pero que se vaya todo esto al diablo! Ya hablaremos de ello más adelante. El caso es que, cuando ya había recibido yo los seis mil rublos, un amigo me enteró por carta de algo sumamente interesante: estaban descontentos del teniente coronel sospechoso de malversación de fondos, y sus enemigos le preparaban una sorpresa. Así fue: el jefe de la división se presentó y le reprendió duramente. Poco después, el teniente coronel hubo de dimitir. No contaré todos los detalles de este asunto. En él inflüyó desde luego, la acción de sus enemigos. La población entera mostró una súbita frialdad hacia la familia del teniente coronel. Todo el mundo se apartaba de ella. Entonces hice mi primera jugada. Al encontrarme un día con Ágata Ivanovna, de la que seguía siendo amigo, le dije:
»—A su padre le faltan cuatro mil quinientos rublos en la caja.
»—¿Cómo es posible? Cuando vino el general, hace poco, no faltaba nada.
»—Entonces no faltaba, pero ahora sí.
»Ágata Ivanovna se estremeció:
»—No me asuste. ¿De dónde ha sacado usted eso?
»—Tranquilicese —repuse—. No diré nada a nadie. Para estas cosas soy mudo como una tumba. Sólo le he dicho esto para que esté prevenida. Cuando reclamen a su padre esos cuatro mil quinientos rublos que faltan en la caja, no espere a que, a su edad, lo lleven a los tribunales: envíeme a su hermana en secreto. Acabo de recibir dinero. Le entregaré los cuatro mil quinientos rublos y nadie se enterará de nada.
»—¡Qué villano es usted! ¡Qué miserable villano! ¿Cómo tiene valor para proponer esas cosas?
»Se fue, roja de indignación, y yo le dije a voces que todo quedaría en el mayor secreto.
»Ágata y su tía eran dos verdaderos ángeles. Adoraban a la altiva Katia y la servían humildemente. Ágata informó a su hermana de nuestra conversación, como supe en seguida. Era precisamente lo que yo deseaba.
»Entre tanto, llegó un nuevo jefe de división. El viejo teniente coronel se puso enfermo. Hubo de guardar cama durante dos días y no presentó las cuentas. El doctor Kravtchenko aseguró que la enfermedad no fue simulada. Pero yo sabía a ciencia cierta y desde hacía tiempo lo siguiente: después de las inspecciones de estos jefes, el teniente coronel retiraba cierta cantidad de la caja: así lo venía haciendo desde cuatro años atrás. Esta suma la prestaba a un hombre de confianza llamado Trifinov, que era viudo y barbudo y usaba lentes de oro. Éste negociaba con el dinero en las ferias y lo devolvía en seguida al militar, acompañado de una buena comisión y de un regalo. Pero esta vez, al regresar de la feria, Trifinov no había devuelto nada, de lo cual me enteré casualmente por un hijo suyo, un mozalbete que era un ejemplar de perversión. El teniente coronel fue a pedirle el dinero, y el muy bribón le contestó que no había recibido nunca nada de él. Mi desgraciado jefe se encerró en su casa, abrumado. Llevaba la frente vendada y las tres mujeres le aplicaban hielo en el cráneo. En esto recibió la orden de entregar la caja al término de dos horas. Él firmó: lo sé porque vi más tarde su firma en el registro. Se puso en pie, dijo que iba a ponerse el uniforme y entró en su dormitorio. Una vez allí, cogió su rifle de caza y lo cargó, descalzó su pie derecho, apoyó el cañón del arma en su pecho y empezó a tantear con el pie en busca del gatillo. Pero Ágata, que se acordaba de lo que yo le había dicho, sospechó algo y le acechaba. Se arrojó sobre él, lo rodeó con sus brazos por la espalda y el disparo se perdió en el aire sin herir a nadie. Las otras dos mujeres acudieron y le quitaron el arma.
»Yo estaba entonces en mi casa, a punto de marcharme. Era el atardecer. Me había acabado de vestir. Estaba peinado y me había perfumado el pañuelo. Incluso había cogido la gorra… De pronto se abrió la puerta y vi entrar a Catalina Ivanovna.
»A veces ocurrén cosas extrañas. Nadie se había fijado en ella en la calle cuando venía a mi casa; nadie la había conocido. Yo vivía entonces en casa de dos mujeres de edad, esposas de funcionarios, serviciales y atentas conmigo, y que, a petición mía, guardaron sobre este asunto un secreto absolúto.
»Cuando vi a Katia comprendí al instante lo que pretendía. Entró con la mirada fija en mí. Sus sombríos ojos expresaban resolución, incluso audacia, pero la mueca de sus labios revelaba perplejidad.