Kitabı oku: «ARN, El Fruto Prohibido», sayfa 5
–¿Pero por qué dice que son mucho más inteligentes que nosotros?, ¿cómo lo saben? –preguntó O’Brien.
–Según el Dr. Andersen, está en vías de demostrar que esta mutación ejerce sus efectos biológicos solo en el cerebro y sería la causa por la cual desde hace 400 años, pero podríamos decir con más precisión desde hace solo 200 años, los seres humanos estamos sufriendo «algo» en nuestros cerebros que ha hecho que despeguemos como nunca había pasado en la carrera tecnológica. El listado de hallazgos, descubrimientos e inventos que hemos conseguido ha crecido exponencialmente y todo parece indicar que la pendiente irá haciéndose cada vez más y más vertical. Por otra parte, presentó unos sorprendentes resultados con los que demostró que esta mutación se asocia a mayor puntaje en la prueba de inteligencia, el IQ –dijo Ina.
–Ah, sí, el IQ, recuerdo que una vez me lo hice y me dijeron que tenía un puntaje muy elevado, si no recuerdo mal, era de 103 puntos –dijo el arzobispo esbozando una sonrisa.
–Si, Will, 103 puntos esta muy bien –contestó Ina, haciendo alarde de sus capacidades para camuflar la mentira.
»Bien, si me permiten –continuó–, quiero que se detengan en pensar que a este nuevo ser solo parecen interesarle los hechos, para nada las palabras y muchísimo menos las creencias. Es, podríamos decir, una nueva especie del género Homo que se dirige hacia una nueva línea evolutiva, basada en el conocimiento tecnológico y en la sistemática utilización de los preceptos del método científico, es decir, hipótesis, observación, experimentación, tesis, publicación de resultados y comprobación y refutación por terceros. Es podríamos decir, la sublimación de la inteligencia humana. Indudablemente este progreso tecnológico exponencial está corriendo paralelo con un aumento, cada vez más significativo, de la falta de creencias religiosas y aquí parece ser que la nueva mutación que ha descubierto el Dr. Andersen tiene un papel relevante y prioritario en la génesis de la disminución de la religiosidad y del aumento del cientificismo del nuevo ser humano.
–Sí, no me hables, estamos viviendo el peor momento de la historia de las religiones, y más concretamente, de nuestra religión, la católica, la única verdadera. En todo el mundo están cayendo los índices religiosos, por no hablar de la fe y de las nuevas vocaciones. Sobre todo, en Europa y Asia, donde hay países en los que el ateísmo y el agnosticismo alcanzan porcentajes del 50% de los ciudadanos. ¿Qué pasará dentro de treinta o cuarenta años? –con tono quejoso, se preguntó el arzobispo.
–Tú lo has planteado magistralmente Will, es probable que en treinta o cuarenta años, en la vieja Europa y en los países llamémosles tecnológicos, nadie creerá en ninguna religión, y solo seguirá habiendo unos pocos fieles en los países no tecnológicos –convino Ina.
–¿Quieres decir Ina, que solo los idiotas vamos a creer en Dios? –con tono agrio, pregunto el arzobispo.
–No, Su Eminencia Reverendísima, válgame Dios, no quiero decir que solo los idiotas serán religiosos. Quiero decir que los avances tecnológicos, durante los próximos años, correrán en paralelo con el incremento del índice de ateísmo y agnosticismo y, dado que la ciencia es imparable, la consecuencia será obvia. Es decir que vamos, inexorablemente, hacia la desaparición de las creencias religiosas. ¿Cuándo ocurrirá?, lo desconocemos, pero si hay entre nosotros una nueva especie de humanos, eminentemente tecnológicos y mucho más inteligentes, será pronto, muy pronto –aclaró.
–Siempre es lo mismo, la Ciencia, ¡siempre igual! Cuánta razón tenían los Santos Padres cuando nos alertaron de los peligros de la ciencia. ¿Os he contado alguna vez lo que Moisés nos dijo en el Antiguo Testamento, concretamente en el libro Génesis 2:9; 2:16-17 y 3:4-5?
–Naturalmente que nos lo has contado varias veces, pero nos encantaría oírte de nuevo, por favor, Will, cuéntanos qué dijo Moisés en el libro del Génesis –dijo con un gesto amable el Dr. Bohr.
–En Génesis 2:9 y 2:16-17; la palabra de Dios nos dice:
«Y Jehová Dios hizo de la tierra todo árbol agradable a la vista y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, de cierto morirás».
–Fueron claras las palabras de nuestro creador, ¿no creéis? –les preguntó con rigor.
»Y después, en Génesis 3:4-5, nuestro creador, en boca de Moisés nos dijo:
«Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis, sino que sabe Dios que, el día en que comáis de él , serán abiertos vuestros ojos y seréis como dioses, conociendo el bien y el mal » .
»Yo, la verdad, no entiendo a los científicos que, por amor a la ciencia, se alejan de la palabra de Dios, la verdad no los entiendo, nos llevaran al apocalipsis, ya lo veréis –acabó, cansado con su disertación.
–Totalmente de acuerdo –al unísono, respondieron los tres miembros de la Santísima Trinidad del MIT, el CEO de Clerck Pharmaceuticals y el senador por Massachusetts.
–¿Tan difícil es hacer ciencia como la hacéis vosotros? –dijo el senador, dirigiéndose a los miembros científicos del Comité.
–Sí Tim, eso digo yo, no es tan difícil hacer ciencia siguiendo los preceptos de Dios, así lo creo yo y nuestra santa Iglesia –insistió el arzobispo.
Todos asintieron, pero la Dra. Damon no parecía estar internamente muy de acuerdo con tales afirmaciones, por lo que tuvo que hacer uso de sus mejores artes para que ninguno sospechara de sus dudas.
–Bueno, ¿que habéis pensado que se debería hacer? –pregunto el senador.
–A continuación, el Dr. Erans expondrá el plan que sugerimos poner en marcha de inmediato, siempre y cuando lo consensuemos todos y sea aceptado por unanimidad –dijo el Dr. Bacon.
–Pues adelante Michael, ilústranos, pero antes, decidme, ¿quién ese Dr. Andersen?, ¿es de fiar?
–Verás, Will, es difícil explicar quién es el Dr. Andersen, pero lo que sí podemos decir es que es un investigador sumamente inteligente e innovador, y cuando se propone demostrar una idea, por muy descabellada que sea, no cede en su empeño. Es, podríamos decir, como un pitbull enloquecido cuando está mordiendo a su presa. Olvídese de que dándole un golpe la soltará, le tendrá que partir la cabeza y la mandíbula para que la suelte. Y en cuanto a si es de fiar o no, yo me inclinaría por lo segundo.
–Pues sí que nos tranquiliza, Dr. Erans, de verdad que nos tranquiliza –dijo Bohr.
–No obstante, si me permiten, paso a detallarles el plan que hemos ideado –prosiguió el Azote del MIT.
»Bien, lo primero que proponemos es limitar al máximo la financiación del grupo del Dr. Andersen. Para ese objetivo nos estamos moviendo muy activamente en nuestros círculos y no creemos que tengamos problemas en bloquearle el acceso a la financiación, tanto pública como privada, al menos durante los próximos ocho años. Lo segundo es impedir que acceda a más muestras de cerebros humanos. ¡Ah!, lo siento, no les hemos explicado que el Dr. Andersen demuestra la presencia de la nueva mutación utilizando cerebros humanos procedentes de donaciones postmortem.
–Muy propio de un hereje, profanar los cuerpos y mentes de los seres humanos con la intención de demostrar la no existencia de Dios –interrumpió el arzobispo.
Ina hizo como si no hubiese escuchado tales palabras y cuando este le dirigió la mirada, siguiendo escrupulosamente sus cánones, le sonrió asintiendo con la cabeza.
–Y lo tercero –continuó Erans– es ser cautelosos y pacientes. Creemos que no avanzará muy significativamente en sus investigaciones si le bloqueamos el dinero y las muestras para sus experimentos. Lo marcaremos muy de cerca, cada tres meses nuestros profesores e investigadores tienen que presentar sus resultados, por lo que iremos viendo cómo van sus experimentos.
–Por otra parte –aclaró Ina–, quiero decir que tendré acceso directo a las investigaciones del Dr. Andersen. Lo conozco personalmente desde hace muchos años y le he hecho creer que soy su única amiga en el Instituto y de momento me está funcionando. No conseguí que me explicará con detalle sus resultados preliminares, pero sé que cuando tenga algo sólido, vendrá de inmediato a presentármelo, necesita de mi ayuda y colaboración, de eso estoy completamente segura.
–Perfecto, ¿entonces entiendo que tienen controlado al tal Andersen? –preguntó el senador.
–Digamos que casi lo tenemos controlado –aseguró Ina. –No obstante, repito que estaremos marcándolo muy de cerca en todo momento. Pero hemos de ser conscientes de que se trata de un investigador con muchos recursos y que puede establecer contactos con el extranjero, estaremos también muy alertas ante esta opción.
–¿Y si después de todo, se sale con la suya y publica los resultados o los presenta en un congreso o que se yo, habla con otro colega? –pregunto Bohr.
–No creo que eso ocurra, tiene fama de megalomaníaco y este tema es francamente el más loco que podría haber pensado. No creo que ninguna otra mente en nuestro planeta sea capaz de cavilar semejante locura. Así que se lo pensará mucho antes de presentarlo si no tiene resultados mucho más sólidos o, digamos, concluyentes –respondió Erans.
–Y, digo yo, este hombre, tendrá colaboradores ¿no?, ¿creéis que podemos tener problemas con su grupo de investigadores? –O’Brien no quería dejar cabos sueltos.
–Fíjese, hasta ahora siempre ha estado solo, ha tenido muchos problemas para obtener financiación para sus proyectos, pero hace tres meses consiguió que el Sistema Nacional de Salud lo financiara para los próximos ocho años, con cinco millones para investigar en el ADN basura y lo primero que ha hecho es contratar a un post doctorando que ha venido del King´s College de Londres –explicó Ina.
–¿Cómo dice? –Bohr saltó de su asiento. –¿Cinco millones hasta principios del 2013? Eso sí que es un grave problema. ¿Cómo vamos a poder controlar en qué diablos se los gasta ese loco megalomaníaco?
–Ese es el único problema para el que no hemos podido, de momento, encontrar una apropiada solución, pero Michael está trabajando en ello, ¿no es así? –Bacon se dirigió a Erans.
–Piensen que cinco millones para los próximos ocho años no es tanto. Si descontamos su salario y el de su colaboradora, con los impuestos incluidos, se gastarán solo en ese concepto, dos millones y medio. Por tanto , para los próximos ocho años tendrá para reactivos apenas dos millones y medio, es decir unos trescientos mil al año. –el Azote del MIT había calculado hasta el último dólar del subsidio de Jimmy.
–Bueno, entiendo que la mitad de la financiación irá para los salarios e impuestos de él y de su postdoc, pero convendrán conmigo en que se deberá estar muy encima, controlando esos $300.000 anuales y, obviamente, no permitirle que utilice el resto para nada más que no sea para los salarios y los impuestos.
–En eso estamos, no se preocupe, Senador –le contestó Ina.
El arzobispo O’Brien quería ir cerrando la reunión, pensó que, con suerte, llegaría antes de las seis a la sede de la Archidiócesis y, con ese frío, le apetecía una cena caliente frente al televisor.
–Bien, creo que deberíamos reunir al Comité cada tres meses para que nos vayan haciendo una actualización de cómo va todo, ¿os parece amigos míos?
–Me parece estupendo Will, aunque si me entero de cualquier avance, les propondré convocar una reunión de urgencia –dijo Ina.
Bohr cerró su ordenador, luego de guardar el acta de la reunión, y todos se dispusieron a marcharse, pero el viejo arzobispo siempre tenía algo más que decir.
–Debo reconocer que tenían razón al decirnos que estamos ante una situación potencialmente muy grave para la humanidad. No podemos permitir que el ser humano se aleje de Dios. Nuestra forma de vida se basa en la familia, en la economía tal y como la entiende este gran país, en las fuerzas armadas que nos protegen de nuestros enemigos y, sobre todo, en nuestras profundas creencias religiosas. Para nada necesitamos de la ciencia, hemos vivido muy bien durante miles de años sin ella, y así debe continuar siendo. Nuestras profundas y sólidas bases como seres humanos se han sustentado a lo largo de nuestra historia, desde hace más de 2000 años, en la creencia de que después de la muerte nos espera Dios con los brazos abiertos, pero, obviamente, solo a los hombres que hemos seguido sus preceptos, y que el resto, es decir los herejes, sufrirán el castigo eterno en los fuegos del infierno. Nadie nos debe arrebatar nuestra forma de vivir y, sobre todo, de pensar. Así que amigos míos, eso de que una nueva especie de seres humanos está apareciendo entre nosotros, y que son mucho más inteligentes porque siguen los preceptos de la ciencia, no puede ver jamás la luz.
»Por cierto, solo por curiosidad, averigüen qué nombre quiere darle a esa nueva especie de seres humanos.
–Ya lo ha bautizado con el nombre de Homo scientificus –dijo el Dr. Bacon, arqueando las cejas.
–¡Oh, Dios mío!, ¿os dais cuenta de que esto no puede ver la luz jamás? –cariacontecido, les dijo el arzobispo y futuro miembro del Sacro Colegio Cardenalicio.
Todos asintieron y se fueron levantando lentamente, cada uno recogió su vaso, acomodó de nuevo su silla bajo la hermosa mesa oval de madera de roble rojo canadiense y salió, sin llamar la atención, de la mansión que el Arzobispado había adquirido para facilitar a los altos cargos eclesiásticos de su congregación, el merecido y necesario recogimiento espiritual. En solo tres meses volverían a reunirse de nuevo en el precioso pueblo de Concord.
3. EL VIKINGO LOCO
Jimmy era el único hijo de una humilde familia danesa que huyó de su país durante la ocupación nazi. Su madre, Sarah Rothschild, fue una librepensadora que a la temprana edad de 20 años y en contra de la opinión de su tradicional familia judía, se casó con Magnus Andersen. Su padre, el vikingo, como le gustaba a Magnus que le llamasen, pertenecía a una familia protestante, pero al igual que Sarah jamás estuvo por las cosas del creer. Sin embargo, ese historial familiar de libertad de conciencia y opinión no pareció interesar mucho a los nazis. A finales de 1943 varios batallones de las SS llegaron a Dinamarca con la orden de Hitler de arrestar y deportar a Alemania a todas las familias judías. La consigna era clara, aplicar la «solución final».
Los profesores de la escuela de Nyhavn donde trabajaba Sarah como ayudante le dijeron que ella y su marido iban a ser deportados. El destino fatal de los Andersen parecía estar escrito, pero gracias a la ayuda de sus amigos pudieron huir a Suecia y luego, desde allí a los Estados Unidos. Magnus consiguió trabajo en la oficina de correos de Cambridge y Sarah empezó la profesión de maestra de educación primaria en una pequeña escuela de Somerville. Escogieron vivir en el suburbio de pequeñas casas de madera de Lechmere, al este de Cambridge, muy cerca del río Charles, porque se parecía mucho a su querido Nyhavn y, aunque no disponían de ningún lujo, su pequeña casita de madera y sus humildes trabajos les permitieron tener una vida digna. Después de intentarlo durante mucho tiempo Sarah, por fin, quedó embarazada y el 10 de febrero de 1960 nació Jimmy. La vida transcurría apaciblemente en un entorno seguro, sin embargo, esos momentos de felicidad apenas duraron unos pocos años y la trágica y repentina muerte de Magnus por un cáncer de páncreas cuando Jimmy apenas había cumplido los doce años, marcó su infancia, le robó la adolescencia y bruscamente lo trasladó a la vida adulta. Casi no tenía recuerdos de su padre, y aunque lo intentaba una y otra vez, solo era capaz de recordar un otoño en el que fueron al lago Walden Pond a pescar. «Las mejores truchas se consiguen en las semanas previas a las primeras nevadas, están gordas y fuertes, casi a punto de desovar», recordaba, no sin cierta nostalgia, lo que le dijo ese día mientras se abrochaban los chalecos salvavidas y subían al pequeño bote. El pequeño se quejaba y perdía el equilibrio porque no dejaba de frotarse las frías manos. «¡Pero si tienes los mofletes y las orejas rojas!, ponte bien el gorro Jakob, anda, que tu madre se enfadará conmigo si te resfrías. ¿Dónde se ha visto, un pequeño vikingo con frío?, venga ya, sube y calla…» Luego, de vuelta en casa, le darían a su mamá el cubo lleno de truchas gordas y tornasoladas, que ella freiría en mantequilla, acompañándolas con uno de sus cremosos purés de patatas. A lo largo de los años, siempre que Jimmy pasaba por Walden Pond en alguna de sus caminatas, volvía a escuchar aquellas palabras, como si el viento frío del norte las extrajera del interior del lago y las transportase hasta el interior de sus oídos.
Casi cada día, Sarah le repetía una y otra vez que su padre y ella se habían dejado la piel trabajando y ahorrando para que él pudiese ir a la universidad y se convirtiera en el primer médico de la familia. El sueño del viejo vikingo y de la judía atea era que su hijo se graduara en Harvard, la meca del conocimiento. Sin embargo, eran conscientes de que sería muy difícil ahorrar los más de $500.000 que se necesitarían para pagar las matrículas de los cinco años. Pero, aun así, lo intentaban día tras día. Jimmy, con orgullo e ingenuidad, les decía que no se preocupasen porque conseguiría una beca para entrar en Harvard por lo que no tendrían que ahorrar y sacrificarse más por él.
«La mejor universidad del mundo será para nuestro lille Jakob», escuchó decir a su padre, postrado en la cama durante sus últimos días del cáncer. Sin embargo, aquel templo del saber, aun estando a pocas paradas de metro de su vieja casa de Lechmere, orbitaba en un plano diferente al que solo podían acceder los genios, pero que además tenían que ser ricos. Con la muerte de su padre, también se fue el sueño familiar de Harvard y, una vez más, la triste realidad se abrió camino en la vida de los Andersen. Como era de prever, los ahorros no alcanzaron, y Jimmy tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a su madre a cubrir los gastos mensuales. A pesar de todo, decidió que no los decepcionaría. Si bien su gran esfuerzo, trabajando durante el día en un supermercado y estudiando por las noches, no le dio para conseguir una beca en Harvard, le permitió ingresar en la universidad pública de Massachusetts. Después de ocho duros años, con veintisiete recién cumplidos, cuatro más de lo que le hubiese correspondido normalmente, en 1987 obtuvo la licenciatura en Medicina. Ese mismo año y sin apenas darse descanso, se casó con Laura, una joven arquitecta de clase media acomodada que estaba loca por él desde la escuela secundaria. El pequeño Xavier llegó pocos meses más tarde y después, durante los siguientes años, consiguió la especialidad en Bioquímica y Biología Molecular, el grado de Magister, la tesis doctoral y muchos más títulos académicos.
A la edad de treinta y ocho, después de trabajar durante más de once años como becario, estudiante investigador y postdoc, Jimmy consiguió por fin, la ansiada estabilidad laboral y económica. Tras un proceso de selección muy duro fue elegido para cubrir una plaza de Investigador Principal en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT. La posición le daba derecho a disponer de una oficina en el edificio A-120 de Ames Street, así como de un pequeño laboratorio donde desarrollar sus proyectos, pero a cambio de esos privilegios, dos días a la semana estaba obligado a dar clases de Bioquímica y Biología Molecular a los estudiantes de Medicina de la Universidad de Boston. Nunca aspiró a nada más que no fuese vivir en Massachusetts y trabajar en el MIT, pero a pesar de haberlo conseguido, el salario nunca le permitía llegar tranquilo a fin de mes. La razón por la cual un cerebro privilegiado como el de él no era capaz de tener a raya los gastos era una incógnita. Era evidente que la economía doméstica no estaba entre sus talentos y su mujer no le perdonó jamás que sus sueños de investigador mal pagado siempre estuviesen antes que ella y el pequeño Xavier.
Necesitó trece largos años para comprender que la felicidad conyugal no regresaría jamás y que el matrimonio estaba irremediablemente roto, por lo que el 1 de enero de 2000, cuando Xavier tenía 12 años, decidió que era un buen momento para empezar una nueva vida, pero esta vez en solitario. Laura, como era de prever, arremetió con furia contra él, acusándolo de haber perdido los mejores años de su vida a su lado. El argumento de la esposa ninguneada fue la cereza del postre matrimonial, pero Jimmy, que tenía la impresión de haber sido un padre amoroso y un marido dedicado, no quiso entrar en conflicto por lo que le dejó la propiedad de la casa que habían adquirido en Newton, la custodia de Xavier y una pensión abultada, que naturalmente más tarde lamentaría. Xavier había heredado la vocación científica de su padre y él sí que se quería licenciar en Medicina por Harvard. Así que empezó a ahorrar el poco dinero que le quedaba para hacer frente a los gastos del préstamo que con toda seguridad tendría que solicitar para pagar las matrículas de su hijo. Por fin parecía que el viejo vikingo Magnus iba a tener su primer médico licenciado por la meca del conocimiento.
Jimmy era un tipo francamente raro por muchas razones, pero sobre todo por la infancia y adolescencia que le habían tocado vivir. A la ausencia de una figura paterna se unió el que nunca conociese a ninguno de sus abuelos, pues todos habían muerto durante la segunda guerra mundial. Las grandes ideas, las inalcanzables metas y, sobre todo, la falta de prudencia siempre fueron sus tristes compañeras y nunca tuvo un adulto que le ayudase a modular su desmesurado frenesí. Siempre había alguien que le decía que era un megalómano y él se desesperaba porque no comprendía qué le pasaba a la gente que no era capaz de entenderlo. El estrepitoso fracaso estaba siempre instalado a su alrededor y era simplemente cuestión de tiempo que lo arrastrara hasta las profundidades del Hades, como a él le gustaba referirse al infierno. Sin embargo, la ausencia de raíces familiares le había dotado de una asombrosa capacidad para aceptar y negociar la frustración, vivía tan cerca de ella que se había transformado en un simple contratiempo. Pocas personas reivindicaban con tanta insistencia el derecho al fracaso. Como científico, lo buscaba obsesivamente y, como ser humano, lo necesitaba para crecer.
Todas estas características hicieron que, a nivel profesional, Jimmy perteneciese a ese grupo de médicos científicos a los que, a pesar de su indiscutida brillantez, les costaba obtener financiación para sus proyectos. Además, en su caso, como biólogo molecular especializado en el área de la evolución de las especies, era por así decirlo atípico o, mejor dicho, un bicho raro. No obstante, era muy respetado en los círculos académicos de las mejores universidades del planeta, lo avalaban los más de trescientos artículos que tenía publicados en las más prestigiosas revistas de investigación. Pero a pesar de todo este historial siempre había estado trabajando solo, nunca pudo contar con ningún colaborador, y la razón que explicaba esta soledad no fue otra que su enfermiza obcecación en cuestionar las líneas oficialistas de la ciencia y, sobre todo, a las empresas biofarmacéuticas, a las que acusaba abiertamente y sin ningún recato de haber expoliado la biodiversidad del planeta con el pretexto de descubrir nuevos medicamentos y comercializarlos salvajemente para obtener suculentos beneficios. Eran célebres sus conferencias, en las que decía que de los más de dos mil medicamentos que se habían obtenido a partir de la exploración de la biodiversidad de la tierra a lo largo de los últimos cien años, todos, absolutamente todos, eran propiedad de los países del hemisferio norte, es decir de los países ricos en tecnología, pero pobres en biodiversidad, y que ninguno de esos medicamentos pertenecía a países del hemisferio sur, es decir países pobres en tecnologías, pero muy ricos en biodiversidad. No es que no tuviera razón al decir lo que decía, nadie lo podía cuestionar, eran verdades absolutas y los hechos que aportaba, sin excepción, eran fácilmente contrastables e irrefutables, el problema era la maldita forma en que lo decía. Esa forma de taladrar con verdades absolutas los cerebros de los que él llamaba oscuros mediocres, esa forma que tenía de casi perdonar la vida del que le estaba escuchando era lo que le hacía provocador, pero a la vez, irritante, cáustico y pesado, especialmente pesado. En algunos círculos del ambiente científico se referían a él como el insufrible vikingo loco, aunque para otros, era un loco carismático y apasionado. No era nada extraño que esta forma de pensar y de exponer tan vehemente chocara de lleno con los intereses de las empresas biofarmacéuticas de todo el mundo y muy especialmente con las del polo tecnológico de Cambridge y Boston, por lo que era fácil de entender que Jimmy nunca contara con la financiación de ninguna biofarmacéutica, no estaban por la labor de repartir los futuros royalties de la comercialización de los nuevos medicamentos con los países pobres del hemisferio sur y menos, de financiar al insufrible y alborotador Dr. Andersen.
Cuando Jimmy se divorció tuvo la brillante idea de volver al barrio de su infancia y pensó en alquilar por $800 al mes un pequeño apartamento en la planta alta de una vieja casa situada en el número 2 de Gore Street, pegada a la estación de Lechmere, la última parada de la línea verde del T. Pensó que $800 al mes era una ganga para los precios de aquella zona. Y además, tenía la ventaja de estar muy cerca de su despacho en el MIT. Tanbién podría ir caminando los martes y jueves a sus clases de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Boston, y así podría disfrutar de un apacible paseo de casi cinco kilómetros por la explanada del río Charles. La caminata de cómo mínimo una hora le mitigaría el dolor que significaba dar clase a los plastificados estudiantes de primer curso de Medicina, como él les llamaba. Aunque la realidad era que el largo paseo le ayudaría a llegar un poco más fresco, porque podría eliminar por la orina el fúnebre cóctel nocturno de pastillas y vino barato que cada noche se obligaba a tomar. Si el lavabo público que había en el trayecto estaba como siempre cerrado, los arbustos de la explanada se lo agradecerían. Así él se lo creía, aunque los servidores públicos de la ley, no, razón por la cual en varias ocasiones fue multado.
Aquel día era martes y, por tanto, sus estudiantes lo estarían esperando. Sin lugar a duda, Jimmy hubiese pactado con cualquiera, incluido el diablo, en quien naturalmente no creía, que le hubiese dado la posibilidad de cambiar de día de la semana. «Estos bicharracos solo piensan en el día que acaben la maldita carrera y puedan conseguir lo que han estado soñando desde que entraron por la puñetera puerta de la universidad, el Mercedes descapotable S Cabrio, por $200.000», se decía mientras caminaba y miraba cómo estaban de desgastadas las puntas de sus viejos zapatos. «Inútiles de mierda, todos, absolutamente todos piensan que al acabar su especialidad médica los espera un obsceno salario y con él, la vida fácil, el lujo, el reconocimiento social, en fin, todo aquello en lo que me meo». Se sentía como un animal en extinción, viviendo dentro de un zoológico gobernado por una especie inadaptada y sociópata. Cuando hablaba en sus aburridas clases de lo que él llamaba vocación médica, implicación en causas justas, el ir siempre a contracorriente, pensar y cuestionar todo, sus estudiantes sonreían y, por respeto, lo dejaban hablar y lo ignoraban. Aunque notaba el sarcasmo en las miradas de todos, cada día, durante el trayecto por la explanada se decía: «Venga vamos tío, adelante, alguno se comprometerá. En estos cinco años no he conseguido que ninguno venga a trabajar conmigo, ¿pero por qué no lo voy a conseguir este año?». Casi mil estudiantes habían pasado por sus manos durante los últimos cinco años. Era muy difícil para Jimmy poder mantener la ilusión viva, pero año tras año lo intentaba, aunque últimamente la desmotivación le estaba ganando la partida.
La indignación que sentía al pensar en sus estudiantes le impedía respirar con normalidad mientras pensaba en voz alta y buscaba un arbusto para vaciar el contenido tóxico de su vejiga. Pero, perfectamente adiestrado por sus antecedentes delictivos, miró a su alrededor para comprobar que no había ningún policía o servidor público del parque, estaba a final de mes y apenas tenía dinero para pagar la comida, por lo que debía ser un poco más cuidadoso con las multas por orinar donde no debía. Buscó un árbol que estuviese lo suficientemente escondido y pudiese camuflar adecuadamente su gran envergadura. A su metro noventa de altura y sus anchos hombros se le unía una desordenada cabellera rubia que le cubría todo el cuello hasta los hombros y le daba un aspecto de autentico vikingo, si no hubiese sido por un evidente mal gusto para el vestir y combinar los colores, todos hubiesen coincidido en que era un Adonis. Pero el cuerpo de Jimmy era como un acordeón, sometido a continuos cambios de volumen por culpa de sus idas y venidas con el peso ideal. El aspecto que tenía aquella mañana era francamente lamentable, no se le ocurrió mejor idea que ponerse lo primero que encontró en su destartalado armario, los pantalones eran de una talla del todo inapropiada para el momento en el que se encontraba, pues había empezado una dieta que empezaba a ponerse de moda por aquel entonces y que se basaba en ayunar al menos doce horas al día y eso, además de adelgazar, le fue muy bien para equilibrar los gastos de su maltrecha economía doméstica. Definitivamente la dieta fue muy eficaz y en solo tres meses había perdido más de doce kilogramos. Para que no se le cayesen los pantalones tuvo que ajustar con fuerza el cinturón hasta el último agujero, pero aquel cinturón era demasiado grande por lo que buscó entre los muchos que tenía, otro que se adecuará mejor a las circunstancias metabólicas del momento. Debido a lo apretado que tenía que llevar el cinturón, el pantalón formaba unas desagradables bolsas que le daban un aspecto realmente deplorable. Todo hubiese sido subsanable si hubiera vestido una camisa y una chaqueta apropiada, pero lejos de ello, no se le ocurrió mejor idea que la de combinar aquellos desgraciados pantalones con una camisa de cuadros tipo leñador y un viejo abrigo de color azul que sin lugar a duda hubiesen sido una delicia para cualquier vagabundo de la ciudad.