Kitabı oku: «ARN, El Fruto Prohibido», sayfa 6

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Al poco rato, casi en el borde del rio, divisó un árbol que estaba escondido por una espesa maleza de arbustos y helechos que podría serle útil para sus necesidades. La amargura de sus pensamientos y, sobre todo, la cantidad de vino barato que su organismo estaba transformado en orina desde hacía varias horas, le impidieron ver como a sus espaldas un grupo de patos estaba dirigiéndose hacia el río. El primer ejemplar, un macho de cabeza verde con grandes manchas marrones, iba marcando el camino. Detrás, iban cinco pequeñas crías en una línea casi perfecta y la formación acababa con una orgullosa hembra amarronada controlando la prole. Pasaron por detrás de Jimmy mostrando su desprecio por el desvergonzado meón. Sin hacer apenas ruido, fueron entrando en el río para alejarse lentamente en busca de los rayos del sol. Como siempre, el desengaño y la desmoralización le pasaban factura a Jimmy, y lo que era peor, le impedían disfrutar de los bellos instantes que, de tanto en tanto, le ofrecía la vida.

A mediados de julio del 2003 la Universidad de Massachusetts organizó un simposio internacional dentro del Programa de Sustentabilidad y Conversación sobre la Biodiversidad. De entre las conferencias, una que destacaba por lo polémica sería impartida por el Dr. James Andersen del MIT. El título de la conferencia era claramente provocativo: El expolio de la biodiversidad por las biofarmacéuticas y sus implicaciones económico-sanitarias en las sociedades del hemisferio sur. El grado de antipatía por parte de las empresas biofarmacéuticas del área de Boston y Cambridge fue patente y ejercieron toda la presión que pudieron para que el controvertido doctor no diese aquella conferencia. Sin embargo, todas las organizaciones ecologistas de Boston y Cambridge estaban fascinadas y expectantes por lo que representaba que un prestigioso investigador del MIT se atreviese a hablar con tal nivel de sinceridad, que pusiera en jaque a las poderosas biofarmacéuticas. Esto fue lo que le pasó a Helen, una antropóloga argentina de treinta y cinco años que trabajaba en Nueva York para una organización no gubernamental implicada en programas para el desarrollo sostenible de América Latina y que, al ver el título de la conferencia, no se lo pensó dos veces, cogió el tren y se fue a Boston. Aquel día en el auditorio de la Universidad de Massachusetts, la «petisa, morocha y rebelde» Helen, como la llamaban sus amigos por su pequeña estatura de apenas metro cincuenta y seis, su hermosa cabellera negra y su carácter intrépido, quedó fascinada al ver por primera vez a ese doctor con aspecto despistado, mal vestido y de verbo apasionado que no tenía ningún problema en decir verdades como templos aunque la audiencia fuese claramente hostil a su mensaje.

Una vez que Jimmy acabó su conferencia, Helen no perdió la oportunidad y se le acercó con el pretexto de hacerle una pregunta.

–Dr. Andersen, lo felicito por su excelente charla, ha sido muy estimulante oír a todo un profesor del MIT hablar como lo ha hecho usted –le dijo, mostrándole todos sus encantos.

–¿De verdad le gustó? –preguntó un nervioso Jimmy, que no dejaba de mirarla torpemente, recorriendo todo su cuerpo.

–¿Que si me gustó?, Dr. Andersen, he quedado choqueada.

–Por favor, no me llames Dr. Andersen, llámame, Jimmy.

–Ah bueno, pero solo si tú me llamas Helen –mostrándole una sugerente sonrisa y ladeando un poco su hermoso cuello, le dijo la que a partir de aquel día sería su compañera.

Desde aquel mismo instante una intensa atracción química apareció entre ellos, pero lo que de verdad los unió fue el irrenunciable compromiso por la conservación de la biodiversidad, la lucha sin cuartel contra el expolio de las biofarmacéuticas y una visión espontanea de la vida, en muchos momentos irreflexiva y, como les gustaba decir, instintiva, muy instintiva.

Su relación, como no podía ser de otra forma, se basaba en un apasionado amor y desenfrenado sexo. Sin embargo, cuando Helen vio el deprimente apartamento en el que vivía Jimmy, le dejó bien claro que no contara con ella para pasar tiempo en aquel cuchitril. Le insistió miles de veces que debía dejarlo y buscar otro sitio más digno pero, sobre todo, menos ruidoso. Incluso en varias ocasiones le planteó la posibilidad de vivir juntos. «Podría pedir el traslado a Boston y buscaríamos un piso bonito, compartiremos los gastos, no te preocupes, yo me encargaré de que parezca un hogar», le decía. Pero Jimmy, desde su traumático divorcio, se había prometido que jamás volvería a cometer el error de compartir su miserable vida con nadie. Sus muchos defectos y poquísimas virtudes, como él mismo decía, no le volverían a fastidiar la vida, y Helen se había convertido en una persona demasiado importante para él como para volver a equivocarse. Ella tampoco insistió mucho porque la espantosa sinfonía de ruidos metálicos no le generaba, en absoluto, el ambiente apropiado para dormir y, mucho menos, para hacer el amor apasionadamente, como a ella le gustaba. Entre los dos decidieron que ella continuaría viviendo y trabajando en Nueva York, lo que, por otra parte, les permitiría tener un alto grado de independencia, cosa que resultó ser vital para la estabilidad de una relación especialmente intensa. Así las cosas, Jimmy tuvo que hacer una provisión en su maltrecha economía doméstica para poder ir a New York, al menos, tres veces al mes. Esa fue la única alternativa que le ofreció Helen y que Jimmy aceptó sin negociar absolutamente ningún término. Tres fines de semana en el pequeño apartamento de Helen representaban más de cien horas para hacer el amor y descansar sin ruidos. Aunque ella no podría decir lo mismo por el continuo rechinar de dientes nocturno de su científico preferido. No obstante, estaba dispuesta a sacrificarse y aguantar cualquier cosa, antes que la insoportable cacofonía del apartamento de Lechmere.

Ni el IQ de 145, ni el metro noventa de altura, ni la atractiva fisonomía vikinga, con aquel fantástico cabello, impropio para su edad, le servían para mitigar su total y absoluta falta de inteligencia emocional. Jimmy era uno de esos seres humanos que deambulan por la vida creyendo que son los demás los que tienen la obligación de entender cómo son ellos. Nunca pensó que los otros también tenían sentimientos y que sus corazones latían de vez en cuando. Era evidente que Jimmy no había nacido para el trato familiar y mucho menos para el social. El vikingo loco era tosco y cerril. Helen se reía diciéndole que estaba asilvestrado en las labores familiares y sociales y él, como el auténtico cretino que era, le respondía diciendo que asilvestrado era una falacia, pues a él nunca lo habían domesticado.

Jimmy tardó mucho tiempo en entender el complicado universo emocional de Helen y, sobre todo, la enigmática atracción que su salvaje belleza ejercía sobre él. Pero sobre todo eran aquellos momentos de agresividad repentina seguidos de imperceptibles pero intensísimos soplos de dulzura lo que lo tenían completamente desorientado. Helen fue su primera experiencia con una mujer latinoamericana y el muy infeliz no sabía que, para sobrevivir a ese tipo de relaciones, en la que decenas de intensas y pronunciadas subidas y bajadas de una interminable montaña rusa lo iban a zarandear incesantemente, tendría que haber estado, emocionalmente hablando, muchísimo más fuerte.

La ONG de Helen estaba colaborando con varios países latinoamericanos en un proyecto recientemente creado por Naciones Unidas con el objetivo de explorar la biodiversidad del hemisferio sur para descubrir nuevos medicamentos. El propósito de este proyecto era que los beneficios que conllevaría el desarrollo farmacéutico de los productos descubiertos serían para el país propietario de los recursos naturales. El proyecto Darwin-Lamarck que Jimmy había ideado cuadraba a la perfección con el que Helen había empezado a desarrollar en el mundo real con varios países de Latinoamérica, por lo que los dos rápidamente pudieron unir sus esfuerzos e ilusiones en un objetivo común. En poco tiempo Jimmy empezaría a recibir muestras biológicas procedentes de Argentina con la condición de que, si identificaba algún compuesto que pudiera ser convertido en un nuevo medicamento o algún recurso natural que pudiese ser útil en biomedicina, su explotación comercial debería reportar beneficios para ese país. Y de esta forma, sin apenas llamar la atención de las empresas farmacéuticas del polo científico de Boston y Cambridge, el Proyecto Darwin-Lamarck empezó a ver la luz.

4. UNA LARGA TRAVESÍA

Al doblar la esquina de Gore Street para tomar Monsignor O´Brien Highway, Jimmy se detuvo para sacar de la mochila el gorro, la bufanda y los guantes. No quería arriesgarse y coger un resfriado de los típicos de Cambridge, sabía que en muy pocos días llegaría el invierno y que tal vez ese sería uno de sus últimos paseos de los martes. Pero enseguida volvió a guardar todo el kit de supervivencia al notar que todavía no hacía falta. Cuando llegase el invierno no tendría otra opción más que coger el T en Lechmere, ir hasta Park Street con la línea verde y cambiar a la línea roja, hasta Kendall. Eran unas cuantas paradas de más y representaba un largo desvío, pues tenía que ir hasta el Boston Common en Tremont Street y después volver hasta Main Street en Cambridge, todo un rodeo, pero con tal de no soportar las temperaturas de muchos grados bajo cero, haría las vueltas que fuesen necesarias. Congelarse no estaba en la lista de sus preferencias y, además, la edad ya empezaba a mostrarle los primeros signos de su lenta e irreversible decadencia física.

Mientras caminaba absorto en sus pensamientos entró una llamada en el móvil que a él le sonó como un estallido. El teléfono lo llevaba siempre en silencio, no soportaba las llamadas, pero lo había configurado para que solo si llamaba Xavier, se activara el sonido. Hasta las entrañas le retumbaron. No podía permitirse el lujo de que su hijo pensara que la noche anterior se había pasado de la raya con su rutina de tomar alcohol y ansiolíticos que en diez años ya le había creado profundas raíces en su cerebro y, además, todavía no había vaciado su vejiga en alguno de sus arbustos preferidos.

–Qué pasa, papi, estas hecho polvo, parece que no hayas dormido. ¿Oye, te acuerdas de que hoy tengo la entrevista? –casi gritando, dijo Xavier.

–Si claro, cómo no me voy a acordar –contestó, pero apenas pudo disimular su olvido.

«¿Cómo voy a montármelo hoy?», empezó a refunfuñar para sí mismo y recordó que tenía que dar clases hasta la una, después ir al laboratorio y estar como mínimo hasta las cinco, sus colaboradores lo esperaban para enseñarle los resultados de los últimos experimentos.

–Ok, ¿pero de verdad quieres que te vaya a recoger después de la entrevista? –intentó disuadirlo.

–Vale tío, ya estas como siempre, claro que quiero que me vengas a recoger después de la entrevista, quiero que seas tú el primero en saber si me contratan o no los de Clerck Pharmaceuticals.

–Bueno me las arreglaré como pueda, es que tengo una reunión de resultados con los chicos y no les puedo decir otra vez que la pospongamos, siempre les estoy fallando.

–Ah bueno, ¿acaso prefieres fallarle a tu propio hijo? –le contestó con un tono de enfado.

–No, claro que no, hijo, no te preocupes que allí estaré.

Se obligó a disimular el desagrado y prefirió no decir más, porque la voz lo hubiese delatado. Le preocupaba que Xavier estuviera más interesado en trabajar para una gran biotecnológica que en quedarse como investigador, aunque fuese con bajo salario, en la prestigiosa universidad de Harvard. Pero pensó que, a sus veintiséis años, debía estar pasando por una etapa en la que necesitaba imperiosamente independizarse de su madre, con la que aún vivía la mayor parte del tiempo, y, por tanto, vería en ese trabajo el trampolín económico para, en pocos años, poder fundar su propia empresa biotecnológica, porque ese era el principal objetivo de su hijo. Xavier consideraba a su padre como la representación de lo que él no quería ser en términos económicos, sin embargo, lo idolatraba como científico. Para él era un genio, encarnando a la perfección la figura del científico loco y soñador que, con sus descubrimientos, constantemente ponía en jaque los dogmas oficiales. El chico deseaba ser un gran investigador y trabajar en la primera línea de la biotecnología mundial, pero lo que más deseaba era ganar mucho dinero con la ciencia. En este aspecto, Xavier era diferente a su padre.

–Vale, pues quedamos en la puerta de entrada de Clerck Pharmaceuticals a las cinco y media, ¿eh, papi?

–Claro que sí, pero oye, prefiero que me llames «viejo», «tío» o cualquier otra mierda de las tuyas, pero por favor, «papi» no, que ya tienes veintiséis añitos ¿ok?

–Te quiero, papi –colgó.

Jimmy se fue calmando. «Cuando llegue, compraré la misma porquería de ensalada de pollo de siempre y me la tomaré en el despacho mientras reviso los resultados de los chicos, se lo prometí ayer y no puedo fallarles, otra vez no».

Después de dar sus malditas clases, ya iba con el tiempo justo, por lo que salió disparado del aula y, mientras corría por los pasillos, fue llamando a un taxi para que lo esperase a la salida de la universidad y dio como destino Main Street en Cambridge, a la altura del edificio A-120, así podría pasar por el quiosco de comidas orgánicas de Yusuf.

Al llegar al A-120 subió rápidamente las escaleras hasta el segundo piso, donde tenía su pequeño despacho. El reloj marcaba las 1:45 p.m. Por una vez llegaría puntual a la cita, pero solo tendría quince minutos para engullir la ensalada y poder empezar la reunión de resultados con sus chicos.

No estaba nada mal el grupo de Jimmy, aunque si se comparaba con el de otros investigadores del instituto, era para deprimirse. El que menos, tenía cinco doctorandos, tres postdocs y, en promedio, seis auxiliares técnicos. Pero Jimmy no se quejaba, estaba muy orgulloso de sus tres colaboradores y sabía que tarde o temprano le darían muchas satisfacciones.

Alisha Patel, la veterana del equipo, tenía treinta y dos años y llevaba trabajando con él diez años, desde que le dieron la financiación pública. La escogió, no por su excelente currículo, que lo tenía, sino porque en la entrevista que le hizo no paraba de sonreír. Lo había cautivado con su talante alegre, pero además tan solo necesitó unos días para darse cuenta de su excelencia científica. El primer día que Helen la conoció, le dijo que era divina y que por ninguna razón la perdiera. Con ella, Alisha se llevaba de maravilla y a las dos las unía una pasión, Jimmy.

Alisha era de origen indio, aunque se había criado en Inglaterra, y profesaba el credo musulmán, característica que resultaría tener importantes consecuencias para su relación con Jimmy que, como buen ateo y librepensador, adoraba tener discusiones con sus colaboradores sobre religión y ciencia.

Robert Dyer fue el primer estudiante de la Universidad de Boston que había ido a trabajar al laboratorio de Jimmy. Después de años de no conseguir becarios ni estudiantes, Robert fue un espejismo, una alucinación en el mar de codicia y lujo de la facultad de Medicina. Hacía cinco años que había llegado al grupo, a los veinticuatro recién cumplidos y, aunque ocupaba el segundo lugar en orden de importancia, no se llevaba mal con Alisha. Sin embargo, a Helen, que tenía algo de bruja, nunca le gustó y siempre le decía a Jimmy que aquel joven no era agua clara y que tuviese muchísimo cuidado con él. Jimmy se reía cada vez que ella le decía esas cosas, no entendía qué podía haberle hecho el pobre muchacho. Robert, sobre todo, era un Dyer, miembro de una familia bostoniana de largo abolengo y de profundas creencias religiosas. El chico estaba muy orgulloso de sus antepasados, que, según le decían sus padres, habían venido desde Inglaterra con la Gran Migración de los puritanos del siglo XVII para instalarse en New England. El primero de los Dyer fue uno de los cuatro cuáqueros Mártires de Boston ejecutados en la horca por mantener y practicar su religión. A lo largo de los años, el credo calvinista se moderó y los Dyer pasaron a ser conservadores y protestantes. Esta característica, al igual que el credo musulmán de Alisha, lejos de ser un problema para Jimmy, auguró profundas y estimulantes discusiones sobre su tema favorito, ciencia y religión.

Y por último estaba Liam Herzog, hijo de una familia de judíos de Brookline y el segundo estudiante de la Universidad de Boston devenido colaborador. Fue el último en llegar, tan solo dos años antes, y hacía funciones de chico para todo, ayudaba a Alisha y a Robert en lo que hiciese falta. Apenas llamaba la atención y ni Jimmy ni los demás sabían gran cosa de él. Helen, en el caso de Liam, no tenía una opinión, ya que todavía no lo conocía. Jimmy era incapaz de entender la sagacidad de Helen, por lo que optó por no entrar en conflicto y dejar que hablase todo lo que quisiese de sus colaboradores. Naturalmente, al poco tiempo de entrar al equipo, Liam también se incorporó a las discusiones sobre ciencia y religión, por lo que el curioso grupo ya estaba completo, formado por una india inglesa musulmana, un calvinista casi puritano y ahora protestante, un judío absolutamente desconocido y un ateo.

***

«Estoy muerta de cansancio, no entiendo por qué todavía me duele tanto, si ya no la tengo desde hace dos días» –se dijo aquel día nada más despertar y ver que el reloj marcaba las 4:00 a.m. Durante cuatro larguísimos días, los cólicos le habían estado perforando salvajemente el bajo vientre y, sin apenas comer nada durante el día, poco a poco, había ido entrando en un estado físico preocupante. Si se hubiese retrasado tan solo unos pocos días, todo hubiese sido diferente, pero las menstruaciones de Alisha llegaban con la precisión de un reloj atómico y en esta ocasión, tampoco la habían defraudado. Este año sabía que le costaría mucho esfuerzo respetar el mes sagrado y que, por culpa de tan solo un día, no podría acogerse a la regla que decía que las mujeres, durante el período menstrual, estaban eximidas de observar el rito. Le esperaba un duro Ramadán.

«No tengo hambre, ¿entiendes?, no comeré nada y me quedaré dos horas más en la cama, eso es lo que voy a hacer» –a menudo se hablaba a sí misma en voz muy baja, como si su conciencia y ella fuesen dos personajes diferentes.

«¿Estás loca?» –saltó de la cama. –«Si no tomas el suhur, a media mañana te tendrán que llevar a Urgencias» –se iba diciendo mientras se dirigía al baño. El agua fresca sería el perfecto remedio para acabar de despertarse y, aunque en Cambridge era una actividad considerada como de alto riesgo, no se lo pensó dos veces, entró en la bañera, cerró la boca, apretó con fuerza los dientes y flexionó apenas la cabeza, solo para que le permitiera ver de refilón el mando de la ducha. Con auténtico pavor, dio un golpe rápido y abrió el agua fría. Sus gritos se debieron oír hasta en la iglesia Sacred Heart Catholic Church´s Rectory, en la esquina de Sixth con Thorndike Street, pero por suerte era de madrugada y a esa hora nadie andaba por las calles de East Cambridge.

Eran ya las 6:00 de la mañana y hacía casi dos horas que se había levantado para tomar su espléndido y variado suhur, compuesto de dos huevos revueltos, dos tostadas de pan integral, un yogur con dos cucharadas de miel, tres almendras, dos dátiles y un gran vaso de zumo de naranja. Solo faltaban cinco minutos para que el amanecer se abriese paso a través del oscuro firmamento. Alisha saboreó a pequeños sorbos el último vaso de agua que tomaría hasta la tarde y, cuando el alba despuntó y un manto azul claro empezó a iluminar un nuevo día, recitó durante quince minutos su faŷr. Solo habían pasado dos días desde la luna creciente del noveno mes, pero tenía la sensación de que ya llevaba varias semanas de ayuno diurno. El cansancio era realmente intenso, apenas le quedaban fuerzas, pero, aunque tenía la obligación de ayunar hasta la puesta del sol, sabía que lo que no podría hacer sería dejar de ir a trabajar al laboratorio y menos ese día. Después de dos años de intensa labor, por fin iba a enseñarle los resultados al Dr. Andersen, su venerado jefe. Aunque eso nunca lo reconocería delante de él.

Cuando acabó el rezo del faŷr, se puso de pie. «Espero que hoy no sea como el primer día, cuando llegué hace diez años. Eso, más que a una exposición de mis conocimientos, se pareció a una charla entre Sherolck Holmes y Mister Watson, y obvio que yo no fui Sherolck Holmes» –se decía, riéndose de sí misma. «Venga, arriba el ánimo, seguro que hoy me deja hilvanar, al menos, dos pensamientos seguidos».

Al mismo tiempo que iba hablándose, comenzaba el largo proceso de vestirse. Todavía no había llegado el duro invierno, pero Alisha, que era muy friolenta, ya había empezado el ritual invernal de superponer capas al estilo Massachusetts. Estaba en pleno Ramadán y había pasado hacía muy poco la menstruación, la homeotermia era una necesidad básica en este momento. A las diversas capas de ropa interior, compuestas por camisetas y pantis frisados, se le unían jerséis de todo tipo, pantalones gruesos y el infaltable kit de supervivencia, constituido por abrigo, guantes, bufanda y gorro, todos a prueba de vientos polares, es decir, lo imprescindible si querías sobrevivir en las calles de esa preciosa ciudad. Aunque el frío aún tardaría en hacerse sentir en los huesos, al menos para ella, aquella era otra mañana fría. «Madre mía, el invierno debería estar prohibido en Massachusetts» –se quejó mientras bajaba la escalera para salir a la calle.

Mientras caminaba por Sixth Street en dirección a A-120, recordaba lo crudo que había sido el año anterior. Hubo días en los que varios kilómetros del río Charles se habían congelado, y el viento del vórtice ártico, proveniente de la región canadiense de Baffin Island hizo que la temperatura alcanzara los -27ºC. Por suerte aquella mañana de finales de septiembre, se equivocó y, al salir a la calle, tuvo que quitarse el gorro y la bufanda por que el sol no era tan espantosamente ineficiente como el de los meses de enero y febrero, y la calentaba un poco más. En unos segundos empezó a quejarse otra vez, puesto que iba demasiado abrigada, pero es que Alisha, y tal vez todos los residentes extranjeros de aquella parte del país, no tenían ni la más mínima idea de cómo vestir adecuadamente.

–Buenos días, Robert, la reunión con el jefe es a las 2:00 de la tarde, ¿no? –preguntó nada más entrar en el laboratorio y sin quitarse el abrigo.

–Hola, muy buenos días, Alisha, sí, en principio la reunión será a las 2:00 en su oficina. De momento no me ha llamado para anularla. ¿Oye, no crees que vas muy abrigada para el mes en que estamos?

–Perfecto, tengo toda la mañana para acabar la presentación que quiero hacer. ¿Cómo tienes lo tuyo? –replicó, haciendo caso omiso del comentario sobre su indumentaria.

–Muy bien, le gustará, ¡seguro que le gustará! Hoy va a ser un gran día para Jimmy y también lo será para nosotros, tus resultados son extraordinarios y los míos, creo que también. Ya era hora de que tuviéramos algo de suerte –dijo Robert dirigiéndose hacia el techo en voz alta.

–Sí, ya era hora, porque ¡llevamos una racha que no se la deseaba al peor de mis enemigos! –exclamó ella, abriendo los ojos redondos.

–Ni yo, Alisha, ni yo. –Robert siguió con su trabajo.

Faltaban tres minutos para las 2:00, Alisha y Robert estaban bajando las escaleras desde el cuarto piso, donde estaba el laboratorio, al segundo. Exactamente cuando el reloj marcaba las 2:00, Jimmy masticaba el último trozo de pollo orgánico de su ensalada y Robert y Alisha tecleaban el código secreto de la puerta para entrar con su habitual alegría. En realidad, no era un código secreto sino más bien uno completamente abierto, cientos de personajes del instituto, entre los cuales se encontraban becarios, estudiantes, colaboradores, y un largo listado de sujetos de origen incierto lo conocían, por lo que no era muy seguro dejar nada en aquel despacho.

Los estaba esperando sentado, con semblante preocupado y tragando el último bocado, pero no les extrañó porque ese era su aspecto habitual, aunque también sabían que en cuestión de milisegundos podría cambiar de estado de ánimo. Su jefe era tan brillante como ciclotímico, con algunos toques megalomaníacos que lo hacían un tipo muy especial. No te daba muchas opciones, o lo amabas o lo odiabas con tal intensidad que harías temblar los pilares de la tierra. A pesar de todo, en el fondo, muy en el fondo, ambos lo amaban, aunque algunas veces, también lo odiaban, en fin, ellos también eran una pareja de individuos difíciles de entender.

Tomaron asiento y, como cada vez que estaban en aquel despacho, con cierto grado de rencor, dirigieron su mirada hacia la pared donde Jimmy tenía colgada de la esquina del marco del título de Doctor en Medicina una bolsita de terciopelo de color granate con unos dados, y después la redirigieron hacia la estantería, que estaba repleta de libretas de laboratorio y libros, y como no, ahí seguían, en el cuarto estante, los otros dados de peluche rojo con los puntos negros de tela plástica brillante y una cuerdecita dorada. Según les decía Jimmy se los había comprado a Xavier unos cuantos años antes, en una de esas tardes de complicidad en las que padre e hijo se iban al cine en secreto sin que la madre lo supiera. El tema de los dados tenía a Alisha y a Robert bastante desconcertados. Le habían preguntado al menos cien veces, y él siempre daba la misma respuesta, «algún día os lo explicaré».

Nada más entrar, Robert le volvió a preguntar por los dados con sorna y Alisha no pudo evitar sonreír. Parecían felices, más bien exultantes, y eso siempre ponía nervioso a Jimmy, pues auguraba discusiones de resultados muy largas. Robert, haciendo equilibrios en la mano derecha, llevaba una bandeja con dos cafés en vasos de plástico y, en la mano izquierda, dos libretas de resultados. Alisha, más ligera de equipaje, solo llevaba una libreta de resultados. La bata de laboratorio de Robert empezaba a quedarle pequeña y los botones de la zona abdominal parecían tener altas probabilidades de estallar si continuaba con su actitud de comer como un enloquecido. Muy a pesar suyo, había tenido que dejar la natación hacía varios meses y la vida que estaba llevando no pronosticaba una dirección diferente a la del sobrepeso, que empezaba a ser evidente. Alisha estaba perfecta como siempre, aunque la cara indicaba que el Ramadán estaba siendo duro.

–Y Liam, ¿no le habéis dicho que teníamos reunión?

–Queremos discutir primero contigo –respondió Alisha.

–¿Qué hay jefe? ¿Un café? –sonriendo, preguntó Robert.

–Observo que hoy estamos estúpidamente contentos. Venga, vamos, decidme qué me traéis, que solo tengo una hora.

Los dos sabían que Jimmy, lo que quería, era tensionar un poco el ambiente.

–Dudo mucho que te vayas dentro de una hora cuando veas lo que te vamos a mostrar –dijo Alisha, confiada.

Jimmy cogió las libretas de laboratorio de ambos, el vaso de plástico de café y se puso las gafas de leer. Rápidamente, Robert le apartó las manos de las libretas.

–Relájate jefe, esto se debe saborear como el buen café, lentamente, así que cada uno te va a explicar sus resultados. Porqué si te los tragas de golpe te vas a asfixiar.

Ninguno de los dos paraba de sonreír, parecía que hoy iban en serio. Jimmy tomo un sorbo del café y puso cara de asco.

–¡Joder, es instantáneo!

–Sí, la máquina no funciona, o sea, calienta, pero el agua no sale, es decir, bueno, ya me entiendes, pero el del servicio técnico me ha dicho que, si no pagamos la cuota de mantenimiento, ni soñemos con que nos manden a nadie. Decidí darle prioridad a la centrífuga, que está fallando, y pagar su reparación –dijo Alisha, encogiendo los hombros.

–Bueno, ¿comenzamos ya? –se notaba que Jimmy empezaba a estar molesto.

Alisha tomó las riendas de la reunión y arrancó.

–Vale, jefe, hace diez años cuando llegué al MIT presentaste en la sala magna el proyecto en el que vengo trabajando y me dijiste que mi función sería aumentar el numero de muestras e investigar los mecanismos moleculares responsables de la mutación, así como los efectos biológicos mediados por ella. Todo estaba súper claro, pero estarás conmigo que ha sido muy extraño, por no decir otra cosa, que durante los primeros ocho años no fuésemos capaces de conseguir ni una sola muestra más y que estuviésemos estancados en las primeras cien que tú estudiaste.

–Si, es cierto, y no me lo explico –dijo Jimmy, pensativo–, parece como si alguien en esta ciudad hubiera estado haciendo todo lo posible para que no avanzásemos en el proyecto, sabes que lo intenté todo y que moví todas mis influencias, pero tengo que reconocer que no fui capaz de conseguir ni una sola muestra más en estos años.

–Bien –continuó Alisha–, como he dicho, durante los primeros ocho años no conseguimos ninguna muestra más, sin embargo, utilizando tus muestras pude descubrir que la mutación generaba la síntesis de varios ARN de interferencia que eran capaces de inhibir a los receptores androgénicos bloqueando la acción de la testosterona en todo el cerebro, además de aumentar la actividad de los receptores glutaminérgicos, lo que como muy bien sabes, causa el crecimiento y el número de nuevas sinapsis. Desde hace dos años, gracias a mis contactos con el King´s College, hemos conseguido 225 muestras más. Por lo que desde que se incorporó Liam, hace dos años, hemos podido confirmar todos estos resultados en el total de las 325 muestras, además de ampliarlos muy significativamente. –Alisha había introducido el tema y se disponía a exponer las novedades.

»Todo esto te lo presenté en varias de nuestras anteriores reuniones de resultados, pero recuerdo muy bien la primera, porque fue cuando te vi lanzar compulsivamente por primera vez esos dados del demonio. ¿Lo recuerdas, jefe? –haciendo el gesto con el índice y el pulgar de su mano derecha que simulaba una pistola, apuntó a la dichosa bolsita de terciopelo granate.

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