Kitabı oku: «Sobre delitos y penas: comentarios penales y criminológicos», sayfa 5
CENSURAR Y CASTIGAR (11)
Cada vez resulta más clara la necesidad de prestar atención a determinadas discusiones penológicas que se plantean en otros ámbitos estatales. Si estos debates han ocurrido en los Estados Unidos o Inglaterra, y han ejercido influencia en las políticas penales de los últimos años, la necesidad deviene urgencia. En nuestro ámbito es significativa, por contrario, la ausencia de registro del recorrido teórico que no impide la literal copia de algunos de esos discursos estatales en relación al castigo y la prevención de delitos (que se encuentran en las plataformas de los partidos políticos de derecha como de los que se pretenden de izquierda).
Andrew von Hirsch fue, desde 1976 cuando publica Doing Justice, uno de los primeros y más destacados críticos al sistema punitivo asociado al Estado de bienestar. Hasta entonces, la ideología punitiva dominante en los Estados Unidos era la rehabilitadora. Como se sabe, también es esta ideología la que informa los ordenamientos legales de nuestras latitudes. Sin embargo, en Estados Unidos ella se había llevado (en un largo proceso que cruza casi todo el siglo XX) al extremo de imponer penas indeterminadas legalmente y que dependieran del exclusivo resorte tratamental. Contra este tipo de políticas (y contra el gasto que ellas ocasionaban) se alzaron numerosas críticas radicales, liberales y conservadoras, que en algunos puntos convergían. Como se ha dicho, el autor de este libro fue uno de los primeros en criticar la gran disparidad de montos de condenas para hechos similares, al impulsar el modelo de la pena merecida (just deserts). Mientras los grupos progresistas remarcaban en la pena indeterminada los abusos y discriminaciones hacia determinadas personas que ella implicaba, los grupos conservadores lograron imponer su “realismo de derecha” que en esa crítica demandaban penas más severas y menos onerosas para el Estado. A partir de este soporte teórico, y con la comprobación –para nada original– de que el modelo rehabilitador no cumplía sus objetivos explícitos, los Estados norteamericanos (y luego Inglaterra y otros países) comenzaron a modificar sus legislaciones dentro de un modelo heterodoxo y pretendidamente garantista que se conoce como Justice model. La “pena merecida” es un baluarte de estas políticas que, mientras aseguran buscar más “hacer justicia” que “hacer el bien”, reemplazan a la rehabilitación por la simple inocuización. La armonización de estas políticas retributivas con otras que se dicen preventivas de delitos, pero que igualmente se desprenden de los límites del humanismo positivista (como lo hacen sus operadores con su “mala conciencia”), han llevado a políticas como la del “three strikes and you are out” (prisión perpetua o similar para quien realice tres faltas de cualquier tipo) y, en definitiva, al actual crecimiento descomunal de la población penitenciaria.
En el libro en comentario, von Hirsch intenta defender la teoría del “just desert” y señalar que no es ella la responsable del aumento del rigor punitivo y del número de encarcelados en Estados Unidos.
Insiste, para ello, en que la idea de justicia en la imposición de castigos debe estar desligada de la idea de prevención del crimen. También en la necesidad de considerar a la benignidad como parte de esa justicia y en la de tratar a los infractores como personas. Estos postulados, como toda su teoría, pretenden ser una actualización de los principios de las teorías liberales de la Ilustración. Participa de los deseos de estas teorías (encontrar límites de coherencia del castigo para limitar su severidad) cuanto de sus límites. Cree que la idea de proporcionalidad es mejor límite que la de utilidad de la pena, y luego procede a indagar sobre el quantum de la pena a imponer. Es entonces cuando se centra en la idea de “censura”: si la pena logra señalar al hecho que la motiva como algo “malo” se convierte en justa. Según el autor, la “censura” permite tratar al condenado como si fuera un hombre y también mensurar los grados de reproche de acuerdo al dolor infringido al censurar. De esta forma, su justificación de la pena deja de ser meramente retributiva y pasa a ser “dual” ya que cree que esa graduación del dolor también permite prevenir otros delitos pues se transforma en un “desincentivo prudencial” para terceros, al difundirse el mensaje de censura de acuerdo a lo justamente merecido.
Como la graduación del dolor le resulta fundamental, dedica buena parte del trabajo a mensurar geométricamente la proporcionalidad entre delitos y penas (no solo la prisión) insistiendo en la necesidad de castigar igual a hechos iguales. Pretende que ello sea también un límite para el Estado, por justicia y porque las penas excesivas no transmiten el mensaje de censura merecida, por lo que propone “anclar la escala de penas” desde las que existen actualmente hacia abajo.
Es así que pretende demostrar que su teoría no tiene nada que ver con el aumento del rigor punitivo, del que reprocha a las políticas de “ley y orden” que han mezclado al castigo con la prevención del delito. Si bien el autor concluye propiciando penas de prisión máximas de cinco años y restricciones para las penas alternativas que excedan el “contenido penal aceptable”, es necesario indicar que dejan el camino expedito a la represión como incapacitación y también como espectáculo, ya que justifica la pena tanto por ser justa (“se lo merecía”) cuanto por transmitir mensajes sobre lo bueno y lo malo a través de la censura (“para que los demás aprendan”).
No es solamente, entonces, la idea de prevención del delito la que “contamina” al castigo y arrastra a sus justificaciones a las peores políticas de severidad penal (como señala la traductora en la introducción, al manifestar que como control del delito estas políticas son inefectivas y como castigo son injustas). Es la propia justificación del castigo (cualquiera de ellas, y mucho peor cuando se presentan en forma “dual”, combinadas o mixtas) la que nos lleva irremediablemente a la barbarie.
11- Censurar y castigar , Andrew Von Hirsch, Madrid, Trotta, 1998 (traducción e introducción de Elena Larrauri del original en inglés Censure and Sanctions, Oxford University Press, 1993). Comentario publicado en Revista Panóptico, Barcelona, editorial Virus, nº 3, 2002, pp. 205 a 207.
EL ENCARCELAMIENTO DE AMÉRICA. UNA VISIÓN DESDE EL INTERIOR DE LA INDUSTRIA PENITENCIARIA DE EE.UU. (12)
Es norma general que los estudiosos del sistema penal no presenten la realidad del castigo, sino su ideación (y, a veces, su idealización). La artificialidad de la construcción realizada por observadores externos es evidente en los saberes jurídicos, pero también en los sociológicos que pretenden aislar funciones “reales” en el hecho social castigo, y asimismo en quienes reparan en el concepto político de ejercer ese castigo utilizando referencias ónticas. Nos dejará igualmente insatisfechos el recurso, necesario de todas formas, a la filosofía.
Al escribir esta última frase viene a mi memoria la constante insatisfacción que yo, al menos, percibía y percibo en los textos de un penalista que con profunda preocupación, gran enjundia y sólidos conocimientos filosóficos se ocupara de la cuestión del castigo. A don Manuel de Rivacoba y Rivacoba se le escapaban pocos libros que analizaran o describieran el castigo, y solía divulgarlos mediante importantes comentarios. No resulta vano, al evocar esos comentarios, recordar aquí la figura de quien los escribiera. No es casual que este recuerdo se realice en esta sección de la revista Nueva Doctrina Penal. Por un lado, antes de morir hace hoy dos años (escribo en diciembre de 2002) él mismo solicitó que no se le realicen homenajes, y por ello se puede suplir aquí esa ausencia de recuerdo en el lugar idóneo. Por otro, el profesor Rivacoba fue el académico que con más voracidad leía libros sobre el castigo y el sistema penal, y que con más generosidad comentaba los mismos en distintos medios, y particularmente en la revista antecesora de la que usted, lector, tiene en sus manos. Con su inmensa colaboración en esta sección permitía a los más curiosos de los lectores de Doctrina Penal conocer las sólidas y fundadas opiniones de Rivacoba junto a aquellas obras que, desde el más amplio espectro de disciplinas, reflejaban aspectos del poder punitivo, sus justificaciones y límites (asimismo permite actualmente, a quien vuelve a visitar aquella revista, recrearse en su magisterio). No ha habido homenaje para Rivacoba en la sección que se ocupa habitualmente de ello. Pero, en fin, “Solo una cosa no hay, y es el olvido”, como creo que escribió o dijo Jorge Luis Borges, y es por ello que vale la presente evocación.
No escatimaba elogios ni ahorraba dureza Rivacoba al comentar otras obras, escribiendo con la honestidad y valentía que caracterizó su actuación política y académica. Como ejemplo de la insatisfacción que he mencionado señala este autor lo inapropiado del análisis formalista para comprender auténticamente el castigo, al comentar el trabajo de Eduardo Rabossi titulado “La justificación moral del castigo”, en las páginas de Doctrina Penal, nº 0 de 1977 (como lo hace con muchas otras obras en ese mismo número y en otros).
Con todo, el trabajo de Rabossi me sigue pareciendo útil a los fines de indagar sobre e introducirnos en, las justificaciones liberales clásicas del castigo. Sin embargo, no puedo sino estar en un todo de acuerdo con lo dicho por Rivacoba, tanto tras la lectura de aquel libro como enfrentándonos también a la gran mayoritaria producción teórica de los círculos académicos filosóficos (y no solo los analíticos), sociológicos, jurídicos o políticos. Estas necesarias aproximaciones “totales” al fenómeno del castigo en pocas ocasiones ofrecen las visiones “parciales” de quienes sufren en carne propia las consecuencias materiales del mismo.
Una de esas ocasiones es la que represente el libro que tengo en mis manos y que pasaré a reseñar. El encarcelamiento de América es una selección de artículos publicados en la revista Prison Legal News. La misma es una publicación escrita, dirigida y editada por personas presas en los Estados Unidos. Tiene una regularidad mensual que, con dificultades, continúa manteniéndose desde su aparición en mayo de 1990. La importancia de la misma en su tarea de censura hacia las violaciones a los derechos humanos y en la de creación de un espacio de expresión para los presos y sus reclamos es inmensa, como lo describe en un oportuno anexo para la edición en castellano Paul Wright (La historia de Prison Legal News). La revista, así como el libro tras ser publicado en 1998, ha sido prohibida en varios de los Estados que integran los Estados Unidos de América.
Como explica Wacquant en el prólogo escrito para esta edición (“Voces desde el vientre de la bestia americana”), los autores del libro no solo reflejan la imagen de los Estados Unidos entre rejas. También reflejan el itinerario cambiante de las políticas penales estadounidenses durante la década del noventa, en la que se sustituyó la regulación de la pobreza a través del bienestar social por su tratamiento con el método represivo y de la eliminación física (con la muerte o el encierro). La población reclusa en los Estados Unidos supera los 2 millones de personas y los que se encuentran bajo alguna medida de custodia ya son más de 6 millones (un 5 por ciento de los adultos estadounidenses, un hombre negro de cada diez y un joven negro de cada tres, según Wacquant). También supera los 2 millones de personas el número de empleados en el sistema penal, por lo que extendiendo esas cifras a sus familiares y amigos es posible decir que analizar el sistema penal no es una tarea marginal para entender a la sociedad estadounidense.
Escuchar las voces de los forzados clientes de este inmenso y costoso aparato represivo resulta fundamental para las demás sociedades del mundo, que imitan la estrategia estadounidense de criminalizar la pobreza (España a triplicado la cifra de reclusos en los últimos años –y la ha multiplicado casi por diez desde los tiempos de la “transición”–).
El tono de los escritos que conforman el libro es justificadamente crítico, pero, como señala en la “Introducción” William Greider (editor de la revista Rolling Stone), el estilo es más bien comedido. La realidad del castigo en los Estados Unidos es lo bastante dura como para agregar comentarios demostrativos del dolor personal sufrido por quienes escriben el libro. Probablemente los autores son conscientes de que, como escribió George Bernard Shaw, “ser maltratado no es un mérito”, ni confiere automáticamente la razón. Por ello razonan en los muchos artículos con una claridad conceptual envidiable.
El libro se divide en ocho partes. La primera, “Las nuevas políticas penales”, ilustra sobre la utilización política de la represión como forma de obtener votos al mismo tiempo que se oculta la profunda desigualdad en la distribución de la riqueza (entre 1977 y 1992, el 80 por ciento más pobre de la población estadounidense vio descender sus ingresos, mientras otro 19 por ciento los subió en un 30 por ciento y un 1 por ciento en más de un 100 por ciento). En concreto, los distintos artículos van relatando la forma en que, desde 1993 (los artículos son coetáneos a estos procesos), los grupos económicos interesados en el aumento de la industria carcelaria presentan, propagan y logran imponer en varios Estados las leyes conocidas como three strikes and you are out. Un artículo de 1996 demuestra que estas leyes coadyuvan al hacinamiento en prisiones y significan una terrible y onerosa erogación para los más pobres (a los que se priva de ayudas) a la vez que un poderoso acicate a las industrias privadas del miedo y el encierro que comienzan a cotizar en la Bolsa.
La segunda parte, “La lente distorsionada”, da cuenta del papel jugado por los medios de comunicación de masas en propiedad de las pocas manos que continúan enriqueciéndose. Según los diversos autores, los medios estadounidenses actúan orgánicamente con el poder político y económico desinformando sobre la realidad social y construyendo una imagen deshumanizada del preso. No solo denuncian la imposibilidad de acceder a la opinión pública con demandas (toda la información sobre cárceles publicada es redactada por funcionarios o empleados de empresas privadas y los “científicos” a sueldo de estas) sino que también denuncian la forma en que la televisión se utiliza al interior de la cárcel como un medio de control.
La tercera parte, “La espiral descendente”, narra en primera persona y frente a la actualidad de los sucesos, el incremento de la aplicación de las condenas de muerte, la aparición de penas degradantes (el regreso de la “cuerda de presos” y trajes especiales identificatorios) y la desatención sanitaria en las cárceles. Todo ello aparece como un reclamo de ciertos sectores populares que también ven descender sus posibilidades de acceso a una vida digna y que, de acuerdo al principio de “menor elegibilidad”, llevan hasta el paroxismo la inhumanidad de la vida de los presos.
La cuarta parte, “Trabajando para el amo”, recoge artículos que denuncian el tipo de trabajo que se impone en estas cárceles que ya no pretenden resocializar. El negocio es redondo para los intereses privados que no solo reciben dinero del Estado para hacinar presos en depósitos inhumanos, sino que explotan a los mismos para realizar las propias tareas de vigilancia y las funciones de mantenimiento de la prisión (y hasta de construir barrotes). También los presos son obligados a realizar el trabajo mal o no pagado que se traslada de las manos de la clase obrera yanqui –en extinción– hacia afuera, tanto da que ese afuera esté constituido por los países del tercer mundo en los que la pobreza extrema y la rapiña de sus gobernantes permiten la explotación infantil, o por quienes se encuentran en situaciones que imposibilitan cualquier tipo de demanda laboral, como los presos. En sendos artículos se denuncia a empresas tan importantes como Microsoft, que se aprovechan de esta mano de obra “esclava”.
En conjunción con ese tipo de explotación económica, los artículos de la quinta parte –“Dinero y cuerpos calientes”– describen al complejo industrial penitenciario de los Estados Unidos. Los intereses económicos que mercadean con la muerte (las fábricas de material bélico: Lockheed Martin, Wackenhut, entre otras) centraron su atención en los noventa sobre la construcción de cárceles y la obtención de rápidos beneficios con el tratamiento industrial del encierro y la inseguridad. La industria de las cárceles privadas fue durante esos años la que mayores dividendos reportaba en la poderosa Bolsa de Nueva York. La mayor parte del dinero que iba a los bolsillos de esta industria provenía del impuesto de los ciudadanos (unos 250 dólares al año de parte de cada uno de los 350 millones de estadounidenses), aunque también de parte de los presos, a quienes no solo se explota en el trabajo sino también de quienes se les obliga a pagar cuotas o alquileres por su estancia y precios desmedidos por los “servicios” que se les prestan. El papel de los empleados y funcionarios de prisiones no es menos vergonzoso que el de las empresas que los contratan. En estos artículos da la impresión que esta industria continuará en aumento constante. Sin embargo, tanto en el “Epílogo a la primera edición en castellano” de Paul Wrigth, cuanto en el Postfacio “Cuatro estrategias para limitar los gastos penitenciarios en la gestión del encarcelamiento masivo en los Estados Unidos” de Loïc Wacquant, se señala que la industria penitenciaria está ahora al borde de la bancarrota. Ambos artículos están escritos muy recientemente y a cuatro años de la edición original del libro. Los costes financieros de la industria penal ya no pueden sostenerse, y la caída de la Bolsa arrastró en forma severa la cotización de la misma (la acción de la CCA, principal compañía de prisiones privadas, cayó de 45 dólares a 19 centavos). Parece ser que “la industria del control del delito” (como la llamara Christie en su impresionante ensayo) ya no resulta rentable. Entre otras cosas, porque ya no puede continuar engañando a los ciudadanos que soportaban sus déficits. Aunque no lo mencionen ni Wacquant ni Wright, no deja de perturbarme el hecho de que aquellos intereses que se enriquecieron en la II Guerra Mundial (y posteriormente con guerras frías, tibias o calientes) y apuntaron hacia el “enemigo” drogas o delincuencia tras la caída del “socialismo real”, abandonen este próspero negocio basado en el miedo de amplios sectores de la población. En efecto, si aquellos intereses abandonan esta industria es porque ya saben con que continuarán llenándose los bolsillos, y su historial fabril-delictivo justifica la inquietud. La presentación de nuevos “enemigos”, internos y externos, parece justificar para amplios sectores de la población que se les prive de dignidad, garantías, riqueza (que irá otra vez a los constructores de medios de aniquilación) y hasta la propia vida. Malos vientos soplan sobre Oriente (y no solo sobre Oriente).
La sexta parte del libro, “Los delitos de los guardianes”, describe los actos de racismo, brutalidad, corrupción y otras conductas delictivas que realiza el sistema que supuestamente se encarga de “combatir” al delito.
Tampoco nos permite alejarnos del pesimismo la séptima parte, “Encierro permanente”, que explica las increíbles condiciones de vida en algunos centros (como “Pelican Bay” o “ADX Florence”) y regímenes de “control” dentro de los demás (estar entre 22 y 24 horas del día en una celda de 6 metros cuadrados) que son denominados “la cárcel dentro de la cárcel”. Bajo la excusa de la “máxima seguridad” se justifican y amparan métodos de tortura que ya eran severamente cuestionados por algunas voces en el siglo XVIII. No he visto mejor descripción de lo que significa la política de inocuización o eliminación física de otros seres humanos, a no ser las meticulosas descripciones de la política criminal nazi, fascista o franquista que actualmente están siendo desveladas.
La octava parte, “Luchas y revueltas de presos”, remite al motín más famoso de la historia penitenciaria estadounidense, el del penal de Attica en 1971. En aquella oportunidad, unas demandas de los presos se saldaron con la muerte de 30 presos y los 10 rehenes, provocadas por las balas de las fuerzas de seguridad (que actuaban bajo las órdenes de políticos tan “hábiles” para manejar estas situaciones como los que sufrimos actualmente a nivel mundial). Se recuerdan esos hechos al cumplirse 25 años y frente a una serie de motines realizados en los noventa en múltiples cárceles en las que se reducía drásticamente el nivel mínimo de vida. Mencionan, de este modo, no solo motines propiamente dichos, sino también huelgas laborales o de hambre y otras formas diferentes de resistencia. Muchos de los autores de artículos son presos políticos que inscriben las prácticas de resistencia dentro de sus particulares puntos de vista, que en muchos casos no excluyen el recurso de la violencia. Nada más lejos de mi intención que suscribir tales afirmaciones. Ello no invalida, no obstante, el reconocimiento del valor de la palabra y la práctica “resistente”, que es la que ha permitido históricamente imponerle algunos límites al poder político y económico a la vez que conseguir la plasmación en declaraciones (vacías si es que no tienen referencias en la práctica) de las condiciones de vida digna para todos los seres humanos.
La resistencia en cuanto grito que permite asombrarse frente a la violencia y a la injusticia, está en la base de tales declaraciones universales. Se me escapa en este momento la sutil diferencia entre las voces latinas declarare y declamare. En ambas hace falta la expresión en público y en ambas, también, se requiere la existencia de una voz o varias voces dispuestas a hacerse oír. Ese es también el valor de estas voces que “desde dentro” del sistema penitenciario nos hablan de la realidad del castigo. Y “desde fuera” de la sociedad, nos ilustran el tipo de la misma que no deberíamos querer construir, ni permitir que otros construyan con nuestra tácita aquiescencia.
12- El encarcelamiento de América. Una visión desde el interior de la industria penitenciaria de EE.UU., Daniel Burton-Rose (ed.), Dan Pens y Paul Wright. Prólogo y postfacio de Loïc Wacquant Barcelona, Virus, 2002, traducción del original de 1998, Marc Barrobés. Comentario publicado en Nueva Doctrina Penal, 2002/B, Buenos Aires, Del Puerto, pp. 795 a 799.