Kitabı oku: «Para aprender a viajar así:», sayfa 4

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En estos recuerdos de Gina sobre su educación muy temprana, me gustaría resaltar el papel importante del juego. En términos psicoanalíticos, D. W. Winnicott (1971) ha escrito sobre la importancia de espacios ‘transicionales’, como el del juego, para cultivar la creatividad y la madurez psicosocial. Gina enfatiza en sus recuerdos el rol imprescindible de la imaginación en los juegos infantiles y el hecho de que no tenían muñecas u otros juguetes comprados. El estudio de Inge Bolin respalda este patrón en la niñez campesina quechua, explicando cómo los niños juegan hasta con papas no lavadas o utensilios del hogar, su ‘jardín’ es incluso el paisaje natural, en donde uno de los pasatiempos es intentar identificar formas de animales, otros objetos o seres en la geografía de montañas y piedras (2006: 62-3). Tal como Gina relata, la manera en que los juegos favoritos frecuentemente imitaban las fiestas del pueblo o sus actividades y espacios (por ejemplo, la casa de dos pisos de su maestra era el escenario de la plaza principal del pueblo y sus balcones), Bolin observa cómo ese tipo de juego literalmente se traslada a la adultez. En prácticas y rituales como la recreación en miniatura de casas, corrales o autos deseados y pedidos al apu Ausangate durante la peregrinación de Qoyllurit’i (práctica que veremos más adelante en el Capítulo 5), los juegos y sus propiedades creativas y generativas no son relegados únicamente a la niñez sino integrados a lo largo del ciclo de la vida (65).

También podemos observar una integración orgánica de varios aspectos de la vida campesina en las formas de jugar y disciplinar en la escuela de Gina, incluyendo las actividades agrícolas (como limpiar el trigo) y las festividades del pueblo. De hecho, Gina enmarca estos momentos de recrear las actividades del pueblo prácticamente como clases de ciencias sociales y cultura. Y aunque indica que algunas de las actividades agrícolas claramente beneficiaron a la familia de la maestra, añade que no se sintió mal por eso; en otras palabras, aunque fue una forma de reciprocidad o intercambio desigual o asimétrico, no fue visto o sentido como una explotación brutal. En este sentido, Canessa, entre otros, ha argumentado que la educación pública rural no entrega a niños campesinos el capital cultural necesario para poder participar y competir en condiciones de igualdad en la cultura urbana mestiza (2012: 200); sin embargo, también se debe reconocer las fortalezas de la educación rural descritas por Gina, entre ellas una vinculación e integración más significativa y contundente entre distintos ámbitos de la vida campesina y entre el trabajo y el juego. Cabe preguntarnos también qué hemos perdido de estas pedagogías en los sistemas educativos dominantes que segregan y aíslan, hasta en el espacio y tiempo, el trabajo del juego y la educación profesionalizante de otros conocimientos y destrezas no profesionales y menospreciados.

2.4 Religión, fe y festividades

Está presente en mi cabeza un poco las cosas que había en mi pueblo, las fiestas, las corridas de toros, los bailes, las danzas que había. En mi pueblo había muchas festividades —empezábamos con los carnavales. Los carnavales eran diversión para los padres. Los que bailaban eran los padres, y tomaban también. En mi pueblo se tomaba, esos años yo ya recuerdo que se tomaba cerveza, también se tomaba cañazo, pero no era el alcohol que ahora se toma. Antes había buen cañazo y vendían en las tiendas en unos cilindros. Se sentía el olor, porque traían de Majes, de Majes que está por Arequipa, pues, caña de azúcar traían, se sentía el olor agradable.

Carnavales estaba destinado para dar una ceremonia para los animales, nosotros en quechua lo llamábamos ‘t’inkana’. Y las ‘t’inkanas’ eran muy lindas. Como nosotros no teníamos muchos animales, no hacíamos la ‘t’inkana’ muy ceremoniosa. En todo el pueblo hemos sido conocidos como una familia buena, pero de poca economía. Todos sabían que mi papá no tenía un oficio, así solamente peluquear, mi mamá era solamente de la casa, pero éramos siete hermanos de ese matrimonio y aparte estaban los cinco.

Mi pueblo era católico, porque en esos años nadie era evangélico, todos éramos católicos de canto, y nadie dejaba de ser católico. Todos éramos católicos, todos, bautizados todos, todos, pero a su vez estábamos también siempre teniendo la esperanza, creyendo, pidiendo la protección de la Pachamama, de los apus, de los ríos. Una, la fiesta para hacer un pago para los animales. Era una fiesta bonita, con música, comida, reuniones, o sea gente que te visitaba. De repente en mi casa no hacíamos así la fiesta, fiesta, pero mi papá y mi mamá iban a otras fiestas, nosotros seguíamos a mis papás porque esa era la tradición, no era que los papás decían: «No, ustedes se quedan acá y nosotros vamos a la fiesta». Mis papás se arreglaban, se cambiaban, nosotros no, en la traza que estábamos sin zapatos, no peinados: peinarse cada día no era costumbre para nosotros, se peinaba una vez a la semana, pero íbamos.

Y ahí en la ‘t’inkana’, los mayores tomaban cañazo, cerveza, comían y nosotros aprovechábamos y disfrutábamos con otros niños de otras familias para reproducir lo mismo que estaban haciendo y era mejor porque había chicos y chicas, niños y niñas y reproducíamos. Tomamos trago también, pero no era trago, sino agua, chicha sí creo. Y después, cuando era hora de comida, nos daban, nunca han dicho solo damos a los mayores, siempre nos han dado comida. Eso también era un atractivo para ir a las fiestas, porque daban comida diferente a la de tu casa, hacían otra comida como el ‘t’impu’ y ‘k’apchi’ de habas. Entonces íbamos a una ‘t’inkana’ de algún tío que sí tenía animales. Era bonito, los animales estaban ahí, ese día no salían a los pastizales, porque se iba a hacer la ceremonia y el dueño de la ‘t’inkana’ estaba elegante, con linda ropa, tenía una bandera blanca. En las ‘t’inkanas’ había una bandera blanca, flores, y como era carnaval, podíamos jugar los niños y los adultos también jugaban. Y luego lo que hacían es pago a la tierra, pago a la Pachamama, eso siempre lo ha hecho una persona especializada, en la comunidad conocemos quién es. Es el llamado ‘paqo’. Nosotros estábamos felices jugando, pero sí notábamos lo que estaban haciendo porque había humo, el pago a la Pachamama era más natural antes. El fuego ahora se hace con leña, con palos, antes el dueño de la ‘t’inkana’ semanas antes tenía que buscar la bosta (bosta es el estiércol de la vaca, en quechua ‘q’awa’) y mejor si era una bosta guardada de años anteriores. Esta bosta sacaban para esa ceremonia, para que el humo sea natural, el humo de la bosta. Entonces sabíamos que estábamos haciendo el pago a Pachamama por la bandera blanca que estaba ahí como señal y por el ‘tayta’, el ‘paqo’ que estaba ahí. A los animales le ponían una cinta en señal de fiesta, eso también era una diversión. Nuestros papás estaban haciendo esas cosas, nosotros también jugando, a un niño lo teníamos como que era el animalito, lo tumbábamos y queríamos ponerle como aretes, todo estábamos haciendo, todo estábamos haciendo. Entonces después había unas flores muy antiguas, que se llamaban ‘waqanki’, muy linda, el color medio naranja pero resistente, fuerte. El dueño de la ‘t’inkana’, como señal de fiesta, a mi mamá le daba flores, mi mamá se ponía en el sombrero. Como estábamos en el campo, recogíamos flores y poníamos también en nuestros sombreros, muy bonito era.

Entonces antes había la costumbre, los que tenían bastantes animales, bastantes ovejas y vacas también. Cuando a esa ‘t’inkana’ por primera vez había ido una persona, de repente hija de mi papá, mi hermana mayor que ya estaba joven, entonces el dueño de la ‘t’inkana’ designaba un animal, a esto en quechua se llama ‘suñay’. En quechua, ‘suñay’ es designar un animal gratuitamente sin mucho problema a un visitante que está yendo por primera vez a tu ‘t’inkana’. Entonces, quien le da esta ‘suña’ es el dueño de la ‘t’inkana’ y dice: «Yo le voy a ‘suñar’ una ovejita a Irma que ha venido por primera vez». Entonces traen, separan a la ovejita de su tropa y le tumban y le ‘t’inkan’ delante de la mesa, pero señalando con un color llamado ‘tako’: «¡Ah, esta ovejita va a ser para Irma! Le estamos obsequiando para Irma». Eso era ‘suñay’. La ovejita no tenías que llevártela ese mismo rato, quedaba en su tropa con su madre, hasta que crezca, y eso también era para incentivar la crianza de animales desde niños, siempre que te ‘suñaban’ un animal, este no era un macho sino una hembrita para que haya reproducción, entonces al animalito tampoco tenías que llevártelo ese mismo rato, porque la ovejita que te designaban tenía recién un mes, entonces esa ovejita el dueño tenía que cuidártela hasta que tenga un año, ocho meses. Entonces mi papá decía: «Ah, tenemos una ‘suña’, un regalo, aquí en la estancia del tío tal, tenemos que ir a recoger», pero no en un día de fiesta sino en otro día tranquilo y había que llevar comida especial como ‘kowi kanka’, un poco de cañazo, cerveza. Es una visita que se hace a esa familia, no solo va papá y mamá sino toda la cola de los niños, entonces íbamos, y los papás, los mayores tomaban y nosotros jugando también, y ese día recién se lo entregaban ese animalito.

Como ya se había terminado de hacer la ceremonia a las ovejas, a las vacas, el dueño de la ‘t’inkana’ agarrando la bandera blanca y bailaba en todo el campo, bailaba, y las canciones las cantaban, porque esos años nunca hubo radio. Las canciones dedicadas a los animales las creaban al momento lo que salía de su corazón, a la vaca se le llamaba ‘t’añu mama’, también cantaban canciones antiguas. Mi papá falleció sin conocer la radio. Con mi papá, cuando íbamos a Wayllani, comíamos bonito en el patio, teníamos una piedra grande y plana, era nuestra mesa de piedra, no estaba mi mamá y nos sentábamos ahí, y mi papá nos decía: «Ustedes tienen que estudiar, y yo voy a conocer radio, cuando ustedes trabajen me van a comprar radio, dicen que hay radio, dicen que es de metal, van a comprarme radio».

En estos recuerdos de Gina de su niñez, vemos cómo la religión, la fe y las festividades del calendario católico forman un escenario significante de narración; Corr observa cómo en la recolección quichua, «los sucesos están organizados en relación con el ciclo festivo y al tiempo sagrado» (2010: 37). De hecho, la espiritualidad es tan importante y contada por Gina en su historia de vida que hemos dedicado otro capítulo (5) al tema. Lo que me gustaría resaltar aquí es que, aunque Gina insiste en su identidad católica (que eran «católicos de canto», «bautizados todos»), también intenta, en sus declaraciones y ejemplos, mostrar de una manera clara que es una identidad católica indígena, sin dejar nunca de lado las prácticas y las creencias relacionadas con los seres naturales como la Pachamama o los apus.

En el ritual de la t’inkana (bendición de animales) durante Carnavales, junto con el ritual de la suña (regalo ritual de animal cría hembra), podemos ver cómo los aspectos sincréticos de la religión andina campesina integran lo sobrenatural con las realidades materiales económicas del bienestar de los animales domesticados, tal como integran el juego (pukllay), con las responsabilidades muy reales del trabajo pastoral para niños en crecimiento. García Miranda ha escrito sobre la importancia de rituales agroganaderos en las regiones andinas, con énfasis especial en el papel de Santiago Apóstol, pero mencionando también las prácticas del suñay y de la marcación de animales que, dependiendo de la región, se llama la herranza, marcación, cintachikuy, señalakuy o tinyakuy (2011: 4, 15).

Además, Gina describe la materialización durante Carnavales, a través de las fiestas t’inkanas y suñas y sus cálculos sociales entre anfitriones e invitados, de las redes de reciprocidad, intercambio y obligación existentes entre distintas familias, prácticas muy similares a lo que Emilia Ferraro ha descrito sobre el intercambio de «la rama de gallos», durante fiestas de San Juan, en la sierra norte del Ecuador (2004, capítulo 4). Y como parte de estas festividades, Gina recuerda los olores e impresiones sobrias de los taytas, haciendo el pago a la Pachamama. Como Corr argumenta sobre la función del chamanismo andino: «Los chamanes nutren una relación con el paisaje, la fuente de sus poderes curativos… sus creencias y ritos están arraigados en un conocimiento ancestral de una relación entre humanos y lugares sagrados y practican intercambios recíprocos con las madres montañas para curar a sus clientes» (2010: 135).

2.5 Nostalgia, representación y etnografía reflexiva

Hay varias formas de memoria nostálgica en los recuerdos de Gina, entre ellos el de una circulación libre y no mercantilizada de recursos y productos, especialmente de comida, en su niñez. El discurso de Gina vincula la niñez campesina auténtica con una expresión más pura de la ética quechua de reciprocidad, o ayni, junto con la abundancia (cf. Allen 2002, 2008), en contraste con la economía extractivista capitalista de mano de obra asalariada de las ciudades de hoy. Por ejemplo, Gina recuerda a su papá e insiste en que tenía el derecho a pedir alimentos de sus hermanos, los tíos de Gina, debido a que no tenían hijos propios y por lo tanto estaban obligados a invertir en sus sobrinos y sobrinas. En otra parte de su testimonio, Gina describe los sistemas de trueque e intercambio de productos agrícolas entre comunidades y cómo los alimentos como las frutas y los quesos nunca fueron ‘racionados’, como lo son por las familias de hoy, sino compartidos comunalmente. Gina cuenta que, aunque su mamá cosía y su papá cortaba cabello para la comunidad, raramente lo hacían por plata y que nadie en la familia acostumbraba a utilizar moneda o efectivo. Sin embargo, en otros momentos de aparente contradicción, Gina menciona casualmente que, a veces, las personas sí pagaban a su papá, o que él vendía una vaca por plata, o que ella u otros niños recibieron plata para ir a comprar pan, o durante Carnavales, para comprar los licores que llegaban de Arequipa.

El conflicto aparente entre estos recuerdos revela en parte una nostalgia por un tiempo pasado de reciprocidad, y las dos realidades que emergen de su testimonio reflejan las tensiones reales de la transición estructural que ocurrió en el campo andino, particularmente durante la segunda mitad del siglo XX, una situación que Weismantel (1998) describe como una economía semiproletarizada en la cual las formas de intercambio indígena, no mercantilizadas, coexistían con la infiltración vigorizada del trabajo asalariado. La revisión etnográfica de Catherine Allen a la comunidad de Sonqo detalla giros masivos en los valores culturales resultado de esas transformaciones estructurales, como el hecho de que ahora se refieran a las casas como lotes y menos como entes espirituales (wasitira); adicionalmente, el pedir ayuda recíproca (ayni) es visto ahora como señal de vagancia, un giro alarmante desde su trabajo de campo en los años setenta, cuando el trabajo asalariado era la actividad económica menospreciada (2002: 213). La decisión de Gina de narrar estas transformaciones estructurales a través de una memoria nostálgica de relaciones económicas recíprocas, aunque con algunas contradicciones, es una estrategia y decisión de autorepresentación que busca lograr una identificación más auténtica con sus raíces campesinas, justamente para respaldar la validez de su identidad quechua profesionalizada, hoy en día.

Sin embargo, estas no son las únicas instancias donde sugiero que la memoria y el contexto del recuento, aquí en una entrevista con un amigo académico blanco estadounidense, fueron el resultado de cómo Gina decidió representarlas. Por ejemplo, cuando Gina me explicó que ella y su familia solo disponían de un solo cuarto para dormir y que dormían en las mismas camas, añadió rápidamente que lo hacían «naturalmente» y «sanamente». Y cuando recuerda cómo los niños de su comunidad imitaban las fiestas religiosas adultas, primero me dijo que lo imitaban todo menos tomar alcohol pero luego añadió muy suavemente, «pero chicha, sí, creo». Mientras mi primera reacción a este momento fue de perplejidad (por qué estaba tan insegura o tímida con respecto al asunto, y por qué no lo recordaba y narraba claramente, en lugar de ‘creer’ que habían tomado chicha); mi interpretación subsecuente partió del reconocimiento de la manera en la que el prejuicio y la discriminación etnoracial contra los indígenas andinos están arraigados frecuentemente en los discursos de salud e higiene (cf. Colloredo-Mansfeld 1998 sobre el racismo higiénico) y los estereotipos sobre la borrachera indígena (y peor si la imagen es de borrachera indígena infantil).

Con este tipo de análisis etnográfico reflexivo hay que tomar en cuenta el potencial de los contextos estructurales, tales como las identidades y subjetividades de los interlocutores del diálogo etnográfico, para enmarcar las narrativas y la representación. En las entrevistas de historia de vida con Gina, la memoria de su niñez quechua está caracterizada por dos tendencias: primero, una tendencia a idealizar su niñez y a minimizar las complejidades y transiciones estructurales que ocurrían en ese entonces, quizá como una estrategia de identificarse más directamente y auténticamente con sus raíces quechuas campesinas; y segundo, una necesidad, pero también una habilidad impresionante de proporcionar una traducción cultural de sus vivencias para diversas audiencias, que evita interpretaciones prejuiciosas o estereotípicas, en el contexto social del racismo y de la discriminación contra los indígenas en Perú y a lo largo de los Andes.

Capítulo 3
Buscando un rinconcito: archipiélagos educativos, movilidad y exclusión racial

Alo largo de la vida de Gina, fueron las instituciones religiosas y educativas las que brindaron las oportunidades para la movilidad social, pero fueron a la vez aquellos espacios los que más marginaron a Gina y a otras niñas y mujeres campesinas, los espacios que produjeron silencios, invisibilidades, pérdidas de voz, malentendidos lingüísticos y culturales, y los impactos duraderos y acumulados de microagresiones racistas. Mientras el ámbito educativo de los años sesenta y setenta todavía enfatizaba un modelo nacionalista de asimilación hacia el mundo letrado blanco/mestizo dominante, dentro de este contexto se construyó una nueva generación de jóvenes profesionales, precisamente bilingües y biculturales, como Gina, que empezaban a cambiar las actitudes y prácticas culturales y demostrar algunos caminos posibles hacia la revaloración social de sus identidades étnicas y profesionales.

En este capítulo, nos gustaría contar y examinar los proyectos migratorios educativos y profesionalizantes emprendidos por la familia de Gina, incluyendo migraciones de escolarización y acompañamiento más cercanas y luego la migración más impactante y determinante a Cusco. Este capítulo también busca captar la contradicción entre la idea de estar solas y separadas de la familia, pero a la vez construyendo un hogar y una familia. Gina describe los primeros meses de su migración a Cusco en términos terroríficos y trágicos, lo cual muestra el trauma de la movilidad en función de su simultánea inclusión y exclusión social. Elementos de la vida urbana, como periódicos, semáforos, y teatros de cine contrastan con la intención de crear algún refugio en el hogar, donde el campo, la comida y la cocina ocupan un espacio simbólico y ritual para lazos de parentesco y otras formas de asociación e identidad.

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