Kitabı oku: «Procesos urbanos en América Latina en el paso del siglo XIX al XX», sayfa 5
23 León Trotsky en Resultados y perspectivas (1906) apunta que en 1905 señalaba: “El capitalismo, al imponer a todos los países su modo de economía y de comercio, ha convertido al mundo entero en un único organismo económico y político. Así como el crédito moderno ha conectado a miles de empresarios a través de un lazo invisible, y permite al capital una movilidad sorprendente evitando muchas pequeñas bancarrotas privadas, pero acrecentando con ello al mismo tiempo, las crisis económicas generales en unas dimensiones inauditas, así también todo el trabajo económico y político del capitalismo, su comercio internacional, su sistema de monstruosas deudas públicas y las agrupaciones políticas de naciones que incluyen a todas las fuerzas de la reacción en una especie de sociedad anónima internacional, no sólo ha contrarrestado por un lado todas las crisis políticas individuales sino que también, por otro lado, ha preparado el terreno para una crisis social de dimensiones fabulosas” (Trotsky, 1979:85-86).
24 Hay que retrotraer a Marx, cuando refiriéndose a esas condiciones que definieron sociedad, Estado y territorios, apuntaba: “Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo […]. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua” (Marx, 1973c:518).
CIUDADES Y LOS VISOS DE MODERNIDAD
Junto con el ensayo de crear un cuerpo especial de camineros para la ciudad, a ejemplo de los que tienen todas las poblaciones medianamente adelantadas de Europa, y cuya medida no ha dado hasta aquí sino pobres resultados por la indomable indisciplina y más indomable disipación de nuestros obreros, se hizo en enero último una tentativa para someter a la ciudad, o siquiera su cuartel central y más valioso, el sistema de contratos fijos para su aseo, barrido, extracción de basuras, riegos, etc., y con este fin se pidieron propuestas. Más, sea desidia, sea desconfianza de los empresarios urbanos (cuya clase desgraciadamente no existe entre nosotros) […] el llamamiento de la intendencia fue completamente desairado y no se presentó una sola propuesta.
Benjamín Vicuña Mackenna (1873)
En el contexto de reconstrucción económica y social, por su carácter aglutinador y su tendencia a la concentración de actividades y población, las ciudades y sobre todo las capitales de lo que se perfilaban como naciones, hubieron de ser habilitadas para cumplir como sustentos del habitar y de la realización de actividades, en particular de las que generaban o agilizaban los sectores productivos, y de elementos con una cierta primacía política o administrativa; situación que provocó que éstas fueran las mayormente receptoras de obras de introducción de infraestructura, equipamiento y vivienda, convirtiéndose en los territorios donde se sucedieron las mayores transformaciones y concentración de beneficios de la nueva dinámica impulsada por la independencia, no sin dejar de observarse fuertes contradicciones entre sus pobladores.
RENOVACIÓN DE LAS PERSPECTIVAS SOCIALES Y EL NUEVO CARÁCTER DE LOS TERRITORIOS
Al igual que en los grandes procesos de industrialización sucedidos en Europa, al desarrollarse en América Latina una economía que hizo un uso intensivo de mano de obra con los efectos que le fueron propios, ante la monopolización de grandes extensiones de tierra a partir de despojos a comunidades y, frente a la disyuntiva de emplearse en plantaciones o haciendas, grandes volúmenes de población vieron a las ciudades como espacios donde, de una u otra manera, se podía sobrevivir, o como lugares para alcanzar otros niveles dentro de la escala social, por lo que las migraciones provenientes del campo se sucedieron, de ahí la diversidad de espacios que se fueron generando en partes centrales, y al rebasarse éstas, en las periferias.
Con esas especificidades y por su carácter político e ideológico, fue sobre todo en las capitales de los nuevos territorios, donde de principio se concentraron aspiraciones, esfuerzos e inversiones pretendiendo hacerlas más higiénicas, funcionales, y con una identidad acorde con lo deseado. Dado ese carácter de espacio simbólico y político, al perfilarse como los centros políticos y administrativos desde donde se pretendía controlar y manejar el país, ahí se dirimieron muchas de las diferencias entre los grupos activos o influyentes en sus búsquedas por acceder al poder para, de ese modo, hacer valer sus intereses.
Y, efectivamente, como todo lo simbólico que proyecta poder, las capitales de los nuevos países se convirtieron en objetivos de los grupos que ansiaban imponer proyectos, primero para sus regiones y posteriormente para lo que se convertirían en países, por eso los frecuentes enfrentamientos suscitados en los espacios legislativos que comenzaron a funcionar al consolidarse gobiernos y donde se vertieron argumentos escritos o discursos; los cuales, se combinaron con los ocurridos en las calles, donde los argumentos fueron emitidos por las armas. De ahí que una de las particularidades que se sucedieron como resultado de los enfrentamientos entre grupos fue la disputa por éstas con los consecuentes saldos; esto es, las ciudades se mostraron como los espacios políticos, los espacios en disputa, los espacios a dominar para a su vez proyectar poder. José Luis Romero al respecto apunta:
La disputa fue constante y las ciudades fueron muchas veces ágoras agitadas donde la discusión de las ideas seguía el motín cuartelero o la movilización popular. Legislaturas y congresos reunían a los actores del drama, aunque quizá los protagonistas se congregaran en los cuarteles. Los periódicos agitaban las ideas y en las tertulias se entremezclaba la glosa doctrinaria y el rumor intencionado sobre el juego de los personajes. Y no pocas veces hubo combates en las calles, con muertos que vengar, cuya memoria exacerbaba las pasiones y los odios facciosos (Romero, 1976:174).
Como ya se apuntaba, esas particularidades brindadas por sus condiciones simbólicas y materiales, paradójicamente convirtieron a las ciudades en los lugares donde aspiraciones y carencias se hicieron presentes en todos los ámbitos de la vida, y es que al convertirse en espacios con un determinado nivel de actividades económicas y administrativas, y a la vez asiento de grupos de poder, pasaron a ser puntos de atracción de distintos sectores de la población y crisol de aspiraciones; en todos los casos, visualizando posibilidades de progreso, unos con el fin de ampliar riquezas y, por lo tanto, poder, otros para desarrollarse profesional o intelectualmente, y los más, con el fin de atenuar las carencias sufridas en las periferias, o en las campiñas donde la pobreza era ya uno de los distintivos.
De ese modo, las aspiraciones se tornaron en condiciones a ser alcanzadas en las ciudades, pero al no obtenerse, adquirieron un carácter de carencias. Entonces estas últimas se sucedieron desde lo material, que fluctuó entre la simple falta de pavimentos, agua potable, drenaje o la inexistencia de un puente necesario; para extenderse a las de carácter ideológico, como mostrar un determinado estatus social y, en consecuencia, su incorporación a los signos de progreso a través de circular por calles, avenidas y edificaciones ampliadas o mejoradas. De ese modo, aspiraciones y carencias materializadas en los trabajos impulsados por particulares o por gobiernos dieron curso a las transformaciones de las principales ciudades.
En efecto, de acuerdo con los niveles de organización, exigencias e ímpetu de los pobladores, las demandas de atención a las carencias fluyeron para convertirse en propuestas de acción individual y en ocasiones sin la participación de los gobiernos, pero conforme se consolidaron éstos, aquéllas pudieron ser colocadas a la consideración de funcionarios o instituciones avocadas a la atención o control de esos territorios, generándose de ese modo las consecuentes acciones y políticas urbanas, que fueron fluctuando de pequeñas a grandes obras.
De lo anterior se entiende que dada la dinámica social, la importancia administrativa y los niveles de concentración económica y poblacional que cada una de las ciudades alcanzó, fueron determinantes para que esas carencias fueran atendidas de acuerdo con la consolidación de los órganos gubernamentales y de los conocimientos de los profesionales dedicados a la atención de éstas; por supuesto, aprovechando las ideas respecto a la mejora de ciudades en boga en ese momento, los avances de la ciencia y la tecnología, y en particular de las técnicas constructivas.
Siguiendo lo mismo, debe considerarse que los cambios políticos motivaron acciones legales y administrativas que coadyuvaron al proceso de ensanchamiento de las urbes y, en efecto, en el hecho pesaron situaciones como las de disminuir los resquicios políticos coloniales, actuar contra el poder significado por la Iglesia, el despojo de tierras a comunidades indígenas, las migraciones hacia las urbes más grandes, y cada una de éstas con sus propias particularidades: hasta plantearse superar los elementos que en su momento les dieron el carácter de ciudades coloniales, como fue el caso del derribamiento de las murallas en Campeche, La Habana, Panamá, Cartagena, Montevideo o Lima.
En efecto, la expansión de las urbes se realizó en un primer momento a partir de la apropiación de espacios con propietarios o actividades que, para ese momento, habían perdido el dinamismo logrado durante la colonia, ejemplos fueron los casos de Guatemala, Bogotá, Lima o la Ciudad de México, donde grupos liberales ante la necesidad de minar el poder de la Iglesia e incentivar a su vez la economía no sólo de las ciudades sino también del país, le retiraron a la corporación propiedades reunidas durante los años de la dominación española o portuguesa, de manera que en su modalidad de conventos o meras tierras, esas propiedades fueron fraccionadas y agregadas como espacios a las urbes para dar paso a acciones de grupos emergentes como los inmobiliarios.
Manuel José Cortés, siendo testigo de los beneficios disfrutados por el clero, mismos que llevaron a la acumulación de tierras, edificaciones y, por supuesto, de poder en toda la región, en 1861 señalaba:
La dotación del clero era superior a las rentas de las demás clases de la sociedad. Diezmos, primicias, sínodos Reales, manuales, derechos de estola i de pie de altar, capellanías i obras pías, eran los fondos del clero. A pesar de las leyes que vedaron a manos muertas la adquisición de bienes raíces, i de las cédulas de 20 de febrero de 1796 i veinte de septiembre de 1799, que prohibía las fundaciones, el furor de hacerlas fue más poderoso que las leyes. Puede asegurarse que la mayor parte de la propiedad territorial estaba secuestrada por manos muertas. Esto explica el agolpamiento de los Americanos a la iglesia, única carrera de honor y de riqueza. La corte de Madrid fue menos suspicaz con el clero que con algunas excepciones fue, el más poderoso auxiliar del gobierno (Cortés, 1861:274-275).
De manera que los gobiernos civiles en su proceso de consolidación tuvieron que restarle poder a la Iglesia, imponiéndose la tarea de integrar las propiedades de aquélla al desarrollo de los países y en particular de las ciudades, situación que fue muy clara en el caso de México. Y cierto, la pretensión de activar la economía de un territorio inmerso en conflictos internos y recién cercenado a causa de la invasión estadounidense de 1846-1848, pero a la vez buscando consolidar al naciente Estado, condujo al retiro de propiedades a la Iglesia. Para cumplir con esos objetivos, se emitió la Ley de Desamortización de Bienes de la Iglesia y de Corporaciones, en 1856 —una de las primeras normas que conformaron las Leyes de Reforma impulsadas por los liberales encabezados por Benito Juárez—, con lo que se le quitó no sólo la propiedad de bienes inmuebles a la Iglesia, sino parte del poder político y económico que ésta poseía.
Por supuesto, la perspectiva de la actuación de la Iglesia en la región no escapó de la vista de la gente pensante, Gustavo Baz y Eduardo L. Gallo en 1874, al comentar respecto de los conventos existentes en la Ciudad de México y al referirse respecto a los efectos de las Leyes de Reforma, decían:
Estas leyes quitaron al clero sus bienes, los repartieron entre particulares que solicitaban su adjudicación y pusieron en movimiento cuantiosos capitales que habían permanecido durante siglos sin operación. Al triunfo del Partido Liberal en 1861 se pusieron en vigor las leyes decretadas […], y entonces cambió el aspecto de México. Nuevas calles se abrieron derribando templos y conventos; miles de habitaciones se alzaron sobre los antiguos claustros; las casas que pertenecían al clero y que habían conservado durante siglos un aspecto miserable y singular, al pasar a poder de particulares, recibieron grandes mejoras, y la ciudad se hermoseó con suntuosos edificios y con hermosísimos jardines (Baz y Gallo,1874:243).
La incautación de los bienes a la Iglesia fue uno de los instrumentos más importantes de los utilizados por el Estado para disminuirle poder y afianzar las instituciones de las repúblicas y de sus territorios, además de irla sustituyendo en tareas que se había abrogado al acompañar a los conquistadores en el establecimiento de las colonias, como eran los casos de la organización territorial a partir del establecimiento de parroquias y la delimitación de barrios, el manejo de los panteones, la santificación de matrimonios, la celebración de cultos, la instrucción en escuelas, etcétera. Basadre (1931) para el caso peruano señala:
La autorización del uso del cementerio para los no católicos lograda por resolución de noviembre de 1868, el establecimiento de los registros civiles municipales en 1873 al lado de los parroquiales, la implantación del matrimonio civil para los no católicos hecha por ley de 2 de Diciembre de 1897 y libre de su reglamento limitativo en 1903, la supresión de la prohibición para enajenar que las comunidades religiosas tenían hasta el 30 de Setiembre de 1901, la tolerancia de cultos implantada desde el 11 de Noviembre de 1915, señalan otros jalones en el mismo camino, de liquidación de los privilegios clericales, realizada sin apoyarse en movimientos continuos de opinión agitados por partidos estables (Basadre, 1931:113).
Como ya se apuntó, otra modalidad para incorporar suelo y sustentar las nuevas dinámicas en las ciudades, fue fraccionar propiedades privadas o comunales, como fue el caso de haciendas o propiedades de pueblos originarios, con lo que efectivamente se pudieron ampliar o absorber actividades del nuevo estatus, pero despojando a comunidades y permitiendo el enriquecimiento de individuos o empresas nacionales o extranjeras; tal como ocurrió en el caso de México con las compañías deslindadoras surgidas a partir del decreto emitido por Manuel González el 15 de Diciembre 1883, en el cual a la letra se podía leer:
Artículo 1.º Con el fin de obtener los terrenos necesarios para el establecimiento de colonos, el Ejecutivo mandará deslindar, medir, fraccionar y valuar los terrenos baldíos o de propiedad nacional que hubiere en la República, nombrando al efecto las comisiones de ingenieros que considere necesarias, y determinando el sistema de operaciones que hubiere de seguirse […]. Artículo 3.º Los terrenos deslindados, medidos, fraccionados y valuados, serán cedidos a los inmigrantes extranjeros y a los habitantes de la República que desearen establecerse en ellos como colonos (Biblioteca, 2014).
Otra modalidad en los procesos de expansión urbana se presentó con el derribamiento de edificios o murallas del poder colonial, como fue el caso de los ensanches posibilitados en los ya señalados casos de Lima en Perú, Panamá en Panamá, La Habana en Cuba, Cartagena en Colombia, Montevideo en Uruguay o Campeche en México,25 lo que permitió aprovechar las tierras ganadas, para el paso de avenidas y calles, erigir edificios administrativos, o abrir nuevos núcleos poblacionales. Ésas y otras modalidades cumplieron la tarea de dar paso a procesos de acumulación para impulsar las nuevas dinámicas económicas de las repúblicas que fueron surgiendo, ya que se colocaron en el mercado amplias extensiones de suelo, dando rienda suelta a la vorágine especuladora que caracterizó a las ciudades en estos años, donde grupos inmobiliarios nacionales y extranjeros, hicieron de éstas y sus alrededores amplios espacios para sus negocios con los consecuentes efectos en sus dinámicas.
En el proceso se presentaron situaciones objetivas que urgían la transformación de las ciudades, pero estaban presentes también las subjetivas, y en efecto, en relación con las primeras, en los años posteriores a las independencias las convulsiones que se sucedieron no habían permitido la atención a éstas y problemas como el hacinamiento y la insalubridad se incrementaban. Lo anterior, si se consideran los volúmenes de población y actividades que fueron concentrando, y que exigían espacios adecuados para la agilización de los procesos económicos, y en relación con las segundas: las de aspiraciones entre los nuevos grupos sociales, aquéllas de disfrute, de perspectivas de progreso, de consolidación de pobladores dentro de los gradientes sociales, en tanto requirieron espacios más allá de lo funcional pues en determinados casos esas aspiraciones se extendieron hacia lo suntuoso, como lo muestran muchos espacios de la época.
Entonces, no sólo pesó la atención a las necesidades básicas, sino también la intencionalidad con las que emanaron un buen número de obras, había que lograr un cierto nivel de funcionalidad en los espacios para dar fluidez a las posibilidades de acumular aprovechando la diversidad de actividades generadas y en particular a las que ofrecían las mejores ganancias; pero además se tenían que crear las condiciones para el mediano o amplio disfrute de buenos niveles de vida, sobre todo de los encaramados en el poder. De modo que, aunque haya sido de manera más pausada respecto a lo que estaba ocurriendo en Europa y en Estados Unidos, se dio paso a una revolución en las actividades desarrolladas en las urbes, lo cual se complementó con lo sucedido en el campo, espacio donde se concentraba el grueso de las actividades económicas; de las que debe señalarse, eran dominadas por métodos tradicionales de producción y que impidió mayores desarrollos en el conjunto de las economías, motivándose, en consecuencia, las migraciones.
De manera que al concentrarse en las ciudades la mano de obra con una cierta calificación o con determinadas perspectivas de progreso, y en consecuencia, al requerirse espacios con particulares características para sustentar actividades productivas, administrativas, de educación, ocio o religiosas,26 éstos hubieron de ser creados por los mismos interesados o por los gobiernos en turno, a partir de inducir procesos de ampliación de las manchas urbanas, ya fuera con sólo extender o ensanchar calles y ganar suelo a otras actividades, como las agrícolas; la desecación de lagos, tal como ocurrió en el caso de la Ciudad de México o, de ríos como se sucedió en otras tantas ciudades de la región; o en su caso a diversificar la calidad y capacidad de los medios de transporte.
Esto último es importante por la manera en que se modificaron las ciudades a causa de la dinámica provocada por el transporte, y esto era visualizado por la inteligencia latinoamericana; Castro-Gómez (2009) regala ideas de Manuel Ancízar en su periódico El Neogranadino (1848), donde reflexiona respecto al “acercamiento de unas regiones con otras a través de los caminos”, y como una condición “clave para industrializar a Colombia”, lo cual expresó así:
Los enlaces, afectos y relaciones entre las familias de puntos distantes del país; los fuertes y multiplicados lazos creados por ese poder universal, el comercio, cuya influencia mágica prevalece sobre el orbe, todos éstos se multiplican y robustecen a medida que las vías de comunicación se extienden, se abrevian y facilitan. Una sociedad se consolida con la amalgama que produce el roce y trato frecuente e íntimo entre sus miembros, merced a los buenos caminos que convidan a ello, y traen y llevan cómoda, pronta y baratamente los ciudadanos de las secciones más apartadas. No puede haber aislamiento; el espíritu seccionario o de provincialismo cede, se retira y deja el campo al desarrollo de los sentimientos generosos, a las simpatías, al espíritu de nacionalidad, de benevolencia y de utilidad común y general a todo el Estado (citado en Castro-Gómez, 2009:67).
Y si las mejoras en la comunicación abonó a la expansión de las ciudades, en el proceso fue básico la promoción de inversiones, que buscando las mayores tasas de ganancia por el uso extensivo e intensivo de mano de obra, o a través de ciclos de rotación más rápidos de las inversiones, vieron en los espacios urbanos nuevas opciones para incrementar capitales y, para el caso, invirtiendo en rubros modernos como lo eran los servicios bancarios, el comercio exterior, los ferrocarriles, las obras públicas, la energía eléctrica, etcétera.
Y en efecto, las búsquedas por incrementar negocios, capitales e indudablemente el progreso entre las élites latinoamericanas, llevó a aceptar inversiones del exterior, o bien, a arriesgar por parte de autóctonos, siempre visualizando la posibilidad de obtener beneficios. Lo anterior ocurre en la ciudad de Montevideo, en una empresa iniciada por el doctor don Emilio Reus, a quien en El Barrio Reus (1889) se le definiera como “el verdadero y único restaurador del crédito público de este país, y la palanca más poderosa del progreso” (Giménez, 1889:14), al promover inversiones, en una situación donde la ciudad había caído en un letargo al grado de provocar la migración de algunos de sus pobladores.
Una colectividad de hombres en absoluta inacción o en permanente anarquía nada producen; por el contrario, consumen sin reponer el vacío que forman las necesidades indispensables de su existencia; mientras que el trabajo puesto en actividad produce siempre un algo cambiable por otro algo, ya sea oro ó plata, que constituyen el tráfico mercantil y la existencia de una industria ó comercio. Así es, que animado por estas doctrinas, su aspiración dominante era poblar incesantemente, colonizar y abrir arterias al trabajo, habilitando las vías de comunicación rápida de los pueblos del interior con la Capital (Giménez, 1889:15).
Por supuesto, cuando los capitales autóctonos eran débiles y sin amplias capacidades de maniobra, empresarios o gobernantes, establecieron relaciones con inversionistas del exterior, particularmente con ingleses, franceses y alemanes, los cuales en ese momento se extendían en el mundo dados los nuevos impulsos imperialistas gestados en el siglo XIX pero, además, dando cuerpo a la nueva división internacional del trabajo necesaria para la reproducción del capitalismo.27
Ya se han señalado las particularidades de América Latina en su desarrollo económico y de cómo éstas obligaron a construir o renovar sustentos territoriales, y para el caso, por el carácter del campo y las ciudades como las bases de ese desarrollo, el cual adquirió sus especificidades; mismas donde pesó el hecho de colocarse como éste, como apéndice de lo acontecido en Europa y Estados Unidos, donde la industria crecía en grandes dimensiones, de manera que las contradicciones afloraron en la región manifestándose en los territorios.28
Si la revolución se hizo permanente en Europa obligando a los resquicios feudales a transformarse, América Latina no estaba lejos de acceder a esas transformaciones aunque no con las características con las que se conducía Europa, y es que pese a las independencias logradas, los grupos de poder tornaron cruentos los procesos de desarrollo, si se consideran los tétricos ambientes en que vivían y trabajaban los campesinos e incipientes obreros, debido al arcaísmo en las maneras de producir en todos los rubros y en especial en el agro, situación que en un vaivén dialéctico, generó determinadas condiciones sociales y territoriales donde el matiz fueron siempre las relaciones establecidas entre empresarios y latifundistas, y los nacientes obreros y los campesinos.
Y es sencillo entenderlo, esa opacidad económica de lo que se conformaban como repúblicas latinoamericanas, empujó o se manifestó, por ejemplo, en frecuentes convulsiones sociales por la búsqueda de poder posterior a la obtención de las independencias. En consecuencia, las crisis resentidas en determinados rubros del campo y de la minería expulsaron pobladores que vieron posibilidades de hacerse de un trabajo en las urbes, ya fuera como empleados en servicios, o en las obras de gran o mediana envergadura, como la introducción de sistemas hidráulicos, pavimentación de calles y avenidas, tendido de vías de comunicación dentro o entre urbes, la construcción de edificios públicos o palacetes, etcétera.
Así, como extensión de una combinación de circunstancias políticas, y como derivación del desarrollo de actividades distintas a las agropecuarias, las ciudades hubieron de dar cabida a permanentes incrementos poblacionales por migraciones y nacimientos, con los consecuentes ensanches diferenciados por la manera en que esos volúmenes se distribuyeron. De observarse el cuadro 1, y con la advertencia de que las cifras mostradas, en mucho pueden no mostrar realidades dadas las variaciones suscitadas al alterarse fronteras entre países, la incorporación de departamentos o municipios a las ciudades, o como consecuencia de la imperfección de los censos, existen distintas dinámicas en el desarrollo de las ciudades, si se observan los crecimientos de Río de Janeiro, La Habana, Buenos Aires, Montevideo, Bogotá o Sao Paulo con tasas de crecimiento arriba del 2.5 por ciento anual; o ciudades como Lima, La Paz o Quito con tasas abajo del uno por ciento que, en cierta manera, normaron ulteriores crecimientos; las primeras junto con otras ciudades como México, como casos explosivos que requirieron afinar sus planes o programas urbanos.
En ese sentido, la dinámica demográfica en los países y, por supuesto, en sus principales urbes se puede explicar desde varias vertientes; no obstante, para lo aquí tratado, puede destacarse primero: la atención dada a la aparición de enfermedades y epidemias en la época ya fuera con un tratamiento médico directo o bien a partir de crear mejores condiciones de vida en los territorios, lo cual incluyó la mejora en infraestructura y equipamiento, en especial hospitalario —pese a lo limitado que hayan sido los esfuerzos—; y segundo: la manera en que se condujeron tanto el crecimiento natural como el migratorio y, en este último caso, como resultado de las facilidades otorgadas por países como Argentina, Chile, México y Brasil para que en sus territorios se estableciera gente proveniente del extranjero.
Entonces, las migraciones fueron importantes en el proceso de desarrollo del área, considerando que en el caso de la mano de obra calificada aun con mínimos elevaron las condiciones de los lugares donde se establecieron; por lo que para bien o para mal, los migrantes impactaron en la región constituyéndose en parte de su comportamiento. Al respecto, conviene citar nuevamente a José Luis Romero quien buscando explicar los efectos del caso de Sao Paulo en Brasil, apunta:
Más firme fue el crecimiento de San Pablo, cuyo salto de ciudad provinciana a la moderna metrópolis comenzó hacia 1872. Fue desde entonces la “Metrópoli del Café”, donde se radicaron los ricos fazendeiros dispuestos a transformarla en una urbe digna de su riqueza. Una vigorosa inmigración extranjera contribuyó al cambio. De 70 000 habitantes que tenía en 1890 logró aproximarse al millón en 1930. Eran italianos, españoles, portugueses, alemanes, pero eran también brasileños de otros estados que acudían para participar del esplendor económico de que gozaba la ciudad. Crecieron nuevos barrios, se modificó la traza y aparecieron todos los servicios propios de una ciudad moderna. Un crecimiento sólido y sostenido, que dio a la burguesía paulistana una gran fuerza nacional. Y en pocas generaciones, una nueva aristocracia dio a la ciudad esa complejidad que haría de ella poco más tarde tanto un importante centro cultural como un vigoroso polo de desarrollo industrial (Romero, 1976:255).
Ese crecimiento de población en las ciudades, tuvo sus efectos en las dimensiones y problemas de éstas, en tanto no eran simples números sumados, eran cualidades y exigencias en todos los rubros, significaban formas de apropiamiento y uso del territorio y, por lo tanto, determinadas formas de expansión;29 lo anterior si se considera que cada nuevo habitante requería satisfactores en todos los rubros: vivienda, educación, salud, empleos, recreación, etcétera; y al no proporcionarse en particular los del habitar, se fueron produciendo condiciones de hacinamiento e insalubridad, favoreciendo la proliferación de enfermedades y epidemias, aunado al consecuente surgimiento de inconformidades de los grupos más afectados por las dinámicas desarrolladas en aquéllas.