Kitabı oku: «Orígenes y expresiones de la religiosidad en México», sayfa 8
Reflexiones finales
El ambiente barroco propio del siglo xvii tuvo en este santuario una de sus manifestaciones más profusas. Con base en la crónica escrita por el jesuita Francisco de Florencia, en los documentos contenidos en el Archivo General de la Nación y en el Archivo Histórico del Arzobispado de México, además de los diarios de la época, advertimos el incremento paulatino del culto entre la población novohispana del siglo xvii.
El origen del futuro santuario de Chalma se remonta casi una década y media después del contacto indohispano. El lugar al que llegó la imagen del Cristo se encontraba enclavado en una región político-económica sobresaliente cuyos antecedentes se remontan al horizonte preclásico, lo que da cuenta de una historia ancestral común que sustenta a los pueblos indios de la región, así como la serie de manifestaciones culturales que ocurrieron a lo largo de los siglos antes de la llegada de los peninsulares.
Se trataba de una región económicamente boyante y sobresaliente culturalmente, en la que convivieron señoríos conformados por indios de distintas filiaciones —nahuas, matlatzincas, otomíes, ocuiltecas y tlahuicas—, como da cuenta la “Matrícula de Tributos” . De tal suerte que el trabajo desarrollado por los frailes agustinos en los procesos de evangelización y adoctrinamiento fue toda una hazaña, más aun cuando tuvieron que hacer frente a las prácticas ancestrales de los indios. Tuvieron que pasar al menos tres generaciones para que los indios aceptaran la veneración a la imagen de Cristo. A lo largo del siglo xvii el culto logró emerger y alcanzó un lugar privilegiado entre las devociones novohispanas debido, en parte, al trabajo de los frailes taumaturgos Bartolomé de Jesús María y Juan de San José.
A lo largo de estas líneas hemos dado cuenta de otras situaciones que favorecieron el culto al Cristo, entre las que destacan el cambio generacional en los pueblos indios, la sacralización del paisaje en torno del santuario, el ambiente barroco advertido en la actividad taumaturga de los frailes ermitaños Bartolomé de Jesús María y Juan de San José, los prodigios obrados por la imagen del Cristo, la redacción de la Descripción por parte del jesuita Francisco de Florencia, la actividad económica de los jesuitas y la labor de los arrieros quienes aprovecharon las vías de comunicación trazadas por los indios para transportar no sólo bienes y servicios, sino ideas y creencias que, sin duda, movieron el interés y atención por parte de las autoridades virreinales.
Consideramos que nuestro trabajo es un aporte para el estudio de los cultos y las devociones novohispanas, pero aún queda mucho por investigar sobre la problemática.
Fuentes consultadas
Documentos de archivo
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Notas
* Universidad Autónoma del Estado de México.
1 El presente escrito es el resultado del proyecto de investigación registrado ante la Secretaría de Investigación y Estudios Avanzados de la Universidad Autónoma del Estado de México en 2015, clave: 3961/2015SFz, cuyo título original era “Un ejemplo de religiosidad barroca, la veneración al Cristo de Chalma, siglo xvii”. Con base en el desarrollo del trabajo y las observaciones de colegas del seminario“Santos, devociones e identidades”, y del Observatorio de la Religiosidad Popular de la Universidad Intercontinental de la Ciudad de México, el término “veneración” se sustituyó por “culto” dado que corresponde más con la manifestación religiosa de los devotos en el santuario. Los primeros avances de la investigación serán publicados en la revista voces. Diálogo misionero contemporáneo, publicación de la Universidad Intercontinental.
2 Florencia (1689: 17-18 y 21) recogió dos tradiciones respecto a la llegada de la imagen a la cueva; la primera señala que fueron los frailes Nicolás de Perea y Sebastián de Tolentino quienes la colocaron ahí, mientras que la segunda refiere que fueron los ángeles. El cronista menciona que este suceso se dio en el año de 1539.
3 En la crónica aquí empleada, Florencia (1689: 5) registra de esta manera el nombre de la deidad ancestral, acepción que utilizamos en el contenido de este escrito.
4 Fray Juan de Grijalva refiere que en el año de 1537 los agustinos se establecieron en Ocuilan y en 1543 hicieron lo propio en Malinalco.
5 En la actualidad una corriente de antropólogos e historiadores (Félix Báez-Jorge, Johanna Broda, Catharine Good y Alfredo López Austin, entre otros) sostienen que este proceso puede llamarse reelaboración simbólica, debido a que los pueblos exhibieron desde el momento de contacto con los europeos una capacidad creativa, expresada en la reorganización de sus relaciones sociales, sus creencias y ritos, articu-lándolos con las nuevas instituciones de la sociedad mayor y para mantener dentro de este abigarrado mundo de la aculturación forzada una fuerte identidad propia.
6 Matrícula de Tributos, 2003, pp. 48-51.
7 Nota 133.
8 Nota 71.
9 Matrícula de tributos, 2003, pp. 48-51.
10 En su estudio de la Relación del pueblo de Ocuila (1979: 10-11), Romero menciona que antes de la llegada de los peninsulares “Ocuilan era punto importante en el gran Ohtli o camino prehispánico Tenochtitlan-Atlapulco-Xalatlaco-Coatepetl-Ocuilan-Chalma-Malinalco-Tenancingo-Zumpahuacan-Tonatico-Tectipac-Ichcateopan-Teloloapan-Oztuma, dentro de cuya ruta se encontraba el gran centro religioso de Chalma, morada del venerado Oztoteótl ‘Dios de las cuevas’ o sea Tezcaltlipoca, la deidad múltiple y ubicua, incorporada al panteón de los Tenochcas, cuyo ohtli, conducía a la zona militar de Malinalco y a las zonas algodoneras de Ichcateopan, cacaoteras de Teloloapan y a la fortaleza de Oztuma, región rica en cobre nativo”. Por su parte, “Ocuilan era lugar de paso de Yaotecas o guerreros y Pochtecas o comerciantes”.
11 Cabe mencionar que Francisco de Florencia, además de escribir la Descripción histórica y moral, del yermo de San Miguel de las cuevas en el Reyno de la Nueva España, en el siglo xvii redactó otras crónicas religiosas sobre distintas devociones novohispanas: san Miguel el Milagro y la virgen de Ocotlán en Tlaxcala; las vírgenes de Zapopan y San Juan de los Lagos en Jalisco; la virgen de los Remedios, en Naucalpan, actualmente Estado de México y la virgen de Guadalupe en la ciudad de México.
12 “Fragmento de un proceso contra los indios de Ocuilan”, 2009, pp. 105-108.
13 Ibid. , pp. 105-106.
14 Antonio Rubial García (2017) ha trabajado de manera profusa la vida y labor de ambos frailes en varias de sus obras, en especial en: Los santos milagreros y malogrados de la Nueva España.
15 Florencia (1689) en la parte de la crónica intitulada: “Ocasion de escribir esta relacion” [sic] menciona que los datos recabados fueron proporcionados por el discípulo de fray Bartolomé de Jesús María, el donado fray Juan de San José; esta parte no se encuentra numerada en el contenido de la obra, por ello no se indica el número preciso de la página de donde procede el dato aquí consignado.
16 La fecha de la visita se encuentra referida en la parte intitulada: “Ocasión de escribir esta relación”, la cual no cuenta con numeración.
17 Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante aham), secretaría arzobispal, libros de visita, caja 19CL, libro 1, fs. 949r-951v.
18 Archivo General de la Nación (en adelante agn), Obras pías, vol.3, exp.17, fs.197r-198r.
19 agn, Colegios, vol. 43, exp. 1, f. 461v.
Imagen, fiesta y devoción en Atlacomulco. La veneración al Señor del Huerto, siglo xix
Antonio de Jesús Enríquez Sánchez *
Piedra de toque: ¿un siglo olvidado?
Todavía inexploradas con la profundidad deseada —difícilmente abordadas con la misma mirada incisiva que el historiador ha puesto para ambas en la época virreinal— la fiesta religiosa y la religiosidad populares, es decir, las que son producidas, elaboradas, practicadas y consumidas por las mayorías,1 siguen constituyendo un prolífico campo de estudio por ensanchar en la moderna historiografía decimonónica mexicana. En efecto, hasta cierto punto descuidadas por esta —sin duda alguna más interesada en los acontecimientos políticos que atraviesan la centuria, en la efervescencia de las ideas que desfilan a lo largo del siglo o en las estructuras económicas que subyacen más al á de los avatares políticos—, la fiesta y las expresiones religiosas siguen constituyendo una veta por explorar en el horizonte historiográfico decimonónico: la centuria olvidada en lo que al campo de la religiosidad y la fiesta religiosa popular se refiere. Así parece, puesto que ni siquiera han tenido la misma atención que el historiador le ha dedicado al papel y posición cambiantes de la Iglesia en aquel siglo, o al nacimiento de la fiesta cívica la melliza secular de la fiesta religiosa— y su respectivo ceremonial en un México que comenzaba a demandar la conmemoración de héroes y acontecimientos militares y políticos que, idealmente, pudieran cohesionar a la población de la novel nación.
Poco se ha avanzado en este campo, empero el descuido no parece gratuito. El problema, como atinadamente ha advertido Solange Alberro (2000: 28), parece descansar fundamentalmente en las fuentes. Contrario a lo que sucede en la época virreinal, casi nada sabemos sobre el particular para el primer siglo de vida independiente porque —como asevera Alberro—
las fuentes que solían informarnos sobre las vivencias religiosas de las masas, archivos inquisitoriales, crónicas religiosas, visitas pastorales pormenori-zadas, descripciones de fiestas y eventos, relatos y literatura apologética, desaparecen o disminuyen notablemente en el transcurso de la centuria, conforme la sociedad en su conjunto emprende un proceso irreversible de laicización.
Mucho más parcas, lejos de alcanzar la prolijidad de las virreinales y escasas también en comparación con éstas, las fuentes decimonónicas pueden, sin embargo, ilustrarnos sobre esa faceta cotidiana del hombre del siglo xix, respecto a sus vivencias religiosas y prácticas festivas.
Más allá del eventual problema de las fuentes, que ya de por sí hace sumamente atractivo el estudio de la fiesta y la religiosidad decimonónicas, debemos recordar que la centuria se encuentra marcada por una progresiva secularización tendente a variar las relaciones del Estado con la Iglesia —y, por ende, la postura del primero sobre la religiosidad y la fiesta religiosa, popular y pública—, así como por los anhelos modernizadores de los políticos mexicanos, anhelos que difícilmente llegan a ser compatibles con el peso que la Iglesia —aquella emblemática institución de origen virreinal, del “pasado colonial” de México— tiene en tan diversos aspectos de la vida cotidiana, como el festivo religioso.
Partidarios de una religiosidad íntima, privada, menos expuesta al dominio de lo público, y de una sociedad más productiva con menos días festivos, los políticos mexicanos no dejarán de hacer de la fiesta y sus expresiones un campo digno de su observación y reforma. Inmersas en una tensión —patente, sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo xix con las reformas liberales juarista y lerdista— que difícilmente ha llamado la atención del historiador, la fiesta y la religiosidad constituyen un pertinente campo de estudio.
Sirvan consecuentemente estas provocaciones —el poco interés hacia la fiesta y la religiosidad decimonónicas por parte del historiador, la escasez de las fuentes para su estudio comparadas con las disponibles para la época novohispana que, a pesar de ser un problema, no llegan a ser una justificación ni una limitante para obviar su conocimiento y, por supuesto, la tensión bajo la cual se ven sujetas en el marco de los procesos de secularización y moder-nización que acompañan al siglo— para adentrarnos en el examen de una devoción local, la configurada en torno al Señor del Huerto, venerado en Atlacomulco, en el centro de México, cuyo origen debemos encontrar precisamente en los albores del siglo xix, en las postrimerías de la época virreinal y en el comienzo del México independiente, y que, como veremos en estas líneas, a través de diversas vertientes para abordarla, progresivamente irá en ascenso a medida que marcha el siglo y, difícilmente, llegará a verse menguada en el transcurrir de este.
Para revisar con detenimiento la articulación de esta devoción, el presente estudio comprende la revisión del fenómeno durante el siglo xix, fundamentalmente desde la formalización de esta devoción, en 1810-1811, hasta vísperas de la Reforma liberal cuyos efectos y alcances sobre la fiesta dedicada al Señor del Huerto merecen, sin duda, otro estudio más exhaustivo del que no habremos de ocuparnos en estas líneas. No obstante, en ocasiones, recuperamos algunas evidencias de la segunda mitad de la centuria para cubrir otros aspectos que sí son explorados en este acercamiento.
Expresión religiosa privilegiada, la fiesta nos permitirá reflexionar sobre la configuración de la devoción construida en torno al Señor del Huerto, pero no es la única que nos ayudará a dibujarla. No menos atractivos son los esporádicos informes emitidos por las autoridades políticas y religiosas, las tradiciones locales sobre el origen de esta devoción que, afortunadamente, lograron pasar del soporte oral al escrito al principiar el siglo xx y llegaron hasta nosotros, así como las disposiciones eclesiásticas emitidas de cuando en cuando por la alta jerarquía católica y que, sin duda alguna, permiten aquilatar la devoción engarzada en torno a este afamado Cristo, el Señor del Huerto, por lo menos entre los pobladores de Atlacomulco, la tierra que ve el nacimiento y el ascenso de esta devoción local.
Por supuesto, la fuente más atractiva por su composición visual, por su discursividad y por las múltiples lecturas que arroja su interpretación la constituye el corpus de retablos votivos, o exvotos,2 pintados durante el siglo xix y dedicados al Señor del Huerto los cuales, como la fiesta, constituyen otra expresión religiosa que permite desentrañar el fenómeno devocional. Prácticamente ignorados entre los estudiosos del retablo votivo —que han enfocado su mirada en los exvotos confeccionados en el occidente de México y en los grandes santuarios del centro del país—, y merecedores de un estudio interpretativo hasta hoy inexistente,3 en las siguientes líneas ofrecemos el primer estudio —aunque no pormenorizado— sobre este corpus documental4 que, como las demás fuentes que se han enlistado, nos permite delinear las líneas subsecuentes destinadas a avanzar en el estudio de una devoción ignorada en el horizonte historiográfico, por lo menos en el decimonónico.5