Kitabı oku: «Orígenes y expresiones de la religiosidad en México», sayfa 9

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Una historia de desplazamientos abiertos y silenciosos

Situado en tierra fría y llana, Atlacomulco forma parte del valle de Ixtlahuaca.Sin saber bien a bien si ya existía como asentamiento en la época anterior al contacto indohispano —todo parece indicar que no, ya que no hay fuentes que así lo corroboren lo cual, por otro lado, indicaría su escasa importancia en la región, en caso de haber existido—, lo cierto es que la historia espiritual de Atlacomulco —ya reportado como pueblo por la Suma de visitas (García, 2013: 58), documento elaborado entre 1548 y 1550— en el primer siglo de dominio hispano es tan oscura como la del resto de las poblaciones que forman parte del valle.

Habitado originalmente por indios mazahuas el espacio probablemente tuvo como primeros divulgadores de la fe de Cristo a los franciscanos, a la sazón la orden que ejerció su ministerio en buena parte del centro de la Nueva España. Poco tiempo debieron permanecer en el valle, pues ya para 1569 este sería testigo de un proceso de inminente apropiación por parte del clero secular, mismo que se da a la tarea de fundar diversas doctrinas por todo el territorio, entre ellas la de San Miguel Atlacomulco (Gerhard, 1986: 181). En efecto, san Miguel, el príncipe de la milicia celestial, sería el primero (aunque no el único ni tampoco el último) en ser presentado como titular del pueblo de Atlacomulco cuya gente alimentaría por él una devoción que se mantendría por lo menos a nivel local.

A san Miguel la población lo festejaría el 29 de septiembre. A medida que avanza el tiempo, y como nos permiten atisbarlo las fuentes parroquiales, sabemos que ocurre un primer desplazamiento. Las causas del fenómeno, sin duda alguna relevante para la historia de Atlacomulco, nos son desconocidas.Lo único cierto es que al menos desde 1651, año del que proceden las fuentes más antiguas que alberga el archivo parroquial —a saber, unas partidas de matrimonio—, y luego de haber presidido y regido sobre los destinos de la población por espacio de casi un siglo, san Miguel deja de figurar como patrono de Atlacomulco. La virgen María, de mayor jerarquía que el arcángel, con justa razón, se sobrepuso a san Miguel. A partir de entonces el pueblo sería conocido como Santa María Nativitas Atlacomulco;6 así, con este nombre, se mantendrá hasta muy entrado el siglo xviii, por más de un siglo, haciendo del 8 de septiembre, día de la natividad de María, el día de la fiesta titular. Con este patrónimo mariano el pueblo daría acogida al arzobispo Joseph de Lanciego y Eguilaz, en mayo de 1717, durante su visita pastoral por Atlacomulco.7 De este modo se mantiene hasta 1772 cuando nuevamente hay indicios para hablar de otro cambio en su titularidad, aunque sin afectar radicalmente a la virgen María.

Producto quizá de la notabilidad que durante el siglo xviii comienza a adquirir la virgen de Guadalupe en el orbe novohispano, sin duda la mayor gloria con la cual la Providencia distinguió a la Nueva España, Atlacomulco cambia su nombre por tercera ocasión, y también a su patrona de veneración que más bien transmuta. A partir de entonces el pueblo se conocería como Santa María de Guadalupe Atlacomulco8 (Gerhard, 1986: 181), sin más cambios en la titularidad.

En efecto, la virgen de Guadalupe conservará durante todo el siglo xix el patronazgo sobre Atlacomulco, y mantendrá su nombre ligado al pueblo. No obstante, como expondremos en estas líneas, en el curso de la centuria la devoción a la virgen de Guadalupe cohabitaría —sin llegar al punto de verse reemplazada en la titularidad del pueblo— con la que notablemente gana para sí la imagen del Señor del Huerto cuyo culto formalizado, ausente en el siglo xviii, principia en el xix y despunta desde sus inicios para consolidarse progresivamente.

Paulatinamente el Señor del Huerto logrará hacerse de su propio espacio en la vida espiritual de los habitantes de Atlacomulco; de propios —pero también de extraños— de distintos y bien variados estratos sociales, contando además con el auxilio de las autoridades religiosas y también políticas, por lo menos abiertamente en un primer momento, mucho antes de la llegada de la Reforma liberal de mediados de siglo. Su devoción se advertirá en las fiestas, oraciones, exvotos y bienes materiales con los que ha contado.

Origen de una devoción ¿espontánea?

Algo extraordinario sucedió, según consigna la tradición. En el año de 1810, al tiempo que la Nueva España comenzaba a ser objeto de una convulsión social que la mantendría agitada durante los siguientes 10 años, la imagen que ya desde esta época se conocerá como “el Señor del Huerto” (véase imagen 1) —el retablo votivo más antiguo que se le dedica y que ha llegado a nuestros días, fechado en 1813, ya lo nombra así (véase imagen 2)— “se renovó”. Este, siguiendo lo que asienta la tradición local —“se notó algo extraordinario en dicha imagen”—, será el primero de los muchos milagros que se le atribuyen al Señor del Huerto y, al parecer, el que le valdrá el comienzo de una devoción patente en la inmediata construcción de un templo, ese mismo año, por instrucción expresa del cura párroco de Atlacomulco en funciones en aquel momento, don Miguel Flores Calderón quien, ante el inusitado prodigio del Cristo, contaría con el apoyo de la población de Atlacomulco. Como refiere Trinidad Basurto, autor de la relación del prodigio que ahora comentamos, el suceso extraordinario “dio ocasión a que toda la feligresía se empeñase en levantar a la mayor brevedad el [que, avanzado el tiempo, se conocería como el] Santuario que hoy existe” (Basurto, 1977: 44).



Imagen 1. El Señor del Huerto, imagen de Cristo venerada en Atlacomulco. Nótese el contraste que ofrecen la postura de las manos y la mirada. Fuente: A la izquierda, estampa popular. A la derecha, fotografía del Señor del Huerto en su altar, tomada en Atlacomulco el 31 de mayo de 2017 por el autor.


Imagen 2. Retablo votivo dedicado al Señor del Huerto. Se trata del más antiguo que ha llegado hasta nuestros días. En la cartela se lee: “En 3 de Marzo de 1813: acontecio, Vn Acidente a Doña Josefa pelaez, que Un perro la iba aser pedasos inboco al Sr. del huerto y por su amparo quedo libre”. Fuente: tomado de Colín (1981: 32-33).

El inmediato aunque no azaroso arraigo que la población parece mostrar hacia la imagen como para trabajar afanosamente en la edificación de su templo resultaba comprensible, toda vez que esta “venerable imagen” la cual “estaba con otras muchas en un cuarto contiguo al lugar en que se erigió el Santuario y servía anualmente para el Paseo de los azotes y aposentillo” (Basurto, 1977: 44) era de sobra conocida y venerada por los moradores de Atlacomulco, pues originalmente cada año —aunque no sabemos desde cuándo—se valían de ella en los actos de Semana Santa. El hecho de no ser una imagen desconocida ni tratarse de cualquier imagen —era nada menos que una representación de Cristo— esclarece la aparente espontaneidad con la cual se demandó y trabajó en la edificación de su capilla. Empero, no deja de llamar la atención que de pronto se demandara la construcción de una capilla para el culto y veneración de una imagen que, tradicionalmente, había tenido otra función que la de su spostreras veneración y fiesta propios y que, según podemos desprender de la visita pastoral de Lanciego a Atlacomulco, en 1717, no figuraba entre la nómina de imágenes reportadas por el arzobispo cuyo culto dio pie a la formación de una cofradía (véase cuadro 1).9 No figura porque su función se reducía a los actos de la Semana Mayor.

Sin poder ir más lejos es la historia edificante y portentosa la que cubre este vacío. La imagen “se renovó milagrosamente” y con la aprobación del párroco, al parecer el principal instigador de la construcción de la capilla (¿y del culto a la imagen?) más que la propia feligresía —como puede colegirse de la descripción de Basurto—, se puso manos a la obra y se levantó la capilla que quizá ya para 1844 sería referida como “el Santuario” por el grueso de la población, aunque no por la Iglesia la cual no la reconocerá hasta mediados del siglo xx.10

La devoción que se le tenía y que en cierta forma fue ganando previo al milagro de la renovación durante las representaciones lúgubres de Semana Santa, o acaso los esfuerzos del párroco para que así se verificara, explican por qué en tan sólo un año se terminaron los trabajos de edificación pues, como asienta Basurto (1977: 44), “el Señor Cura Flores Calderón, en el año 10 del siglo pasado comenzó a levantar el Santuario del Señor del Huerto y lo terminó al año siguiente”, es decir, en 1811.

Como otro aspecto notable de esta devoción, que habría comenzado a cuajar formalmente entre 1810 y 1811 y que prendería de manera inmediata entre la población —lo cual se corrobora con los retablos votivos que prontamente se le dedicaron—, debemos notar que la historia portentosa de carácter local construida entre los moradores de Atlacomulco se mantendría en la memoria de los lugareños mediante los relatos que, seguramente, circularon de boca en boca y de generación en generación a lo largo de un siglo, con tal persistencia que, afortunadamente, llegarían hasta los albores del siglo xx. Fue en esta época cuando el cura Trinidad Basurto confeccionó El arzobispado de México (1901) valiéndose, entre otras fuentes, de los propios datos que los párrocos del arzobispado de México le proporcionaron y que, como ocurre en este caso, nunca se habían dado a conocer, al menos no de manera escrita (Basurto, 1977: xv).11 En efecto, la historia local se mantendrá circulando oralmente durante mucho tiempo para, finalmente, quedar fija en un soporte escriturístico que la rescató de caer en un eventual olvido.

Cuadro 1

Radiografía devocional presente en Atlacomulco, siglos xviii-xix


Visita pastoral de Lanciego y Eguilaz en 1717. Cofradías existentes en el pueblo de Atlacomulco Informe del 15 de septiembre de 1846. Imágenes que cuentan con solares de magueyes con los cuales se sostienen sus respectivos cultos
Santa María Nativitas (patrona de Atlacomulco) Nuestra Señora de Guadalupe (patrona de Atlacomulco)
Cofradías establecidas en la parroquia de Atlacomulco Cofradía del Santísimo Sacramento Cofradía del Santo Cristo del Calvario Cofradía de San Nicolás Cofradía de las Ánimas y de San Miguel Arcángel Cofradía de la Concepción Santísimo Santo Cristo del Calvario ? Las Ánimas La Purísima [Concepción] ? ? ? ? ? Nuestra Señora del Rosario San Antonio La Preciosa Sangre Nuestra Señora de los Dolores Señor del Huerto
Cofradías establecidas en el pueblo de San Francisco Chalchihuapan Cofradía del Calvario Cofradía de Nuestra Señora de la Concepción
Cofradías establecidas en el pueblo de Santiago Acutzilapan Cofradía de Nuestra Señora de la Concepción
Cofradías establecidas en el pueblo de San Juan de los Jarros Cofradía de Nuestra Señora del Rosario
¿? Cofradía del Santo Cristo

Fuente: elaborado por el autor con base en ahma, caja 21, libro 1, f. 121r. y ahma, Presidencia Municipal, vol. 17, exp. 2, fs. 26r-26v.

¿Señor del Huerto o Ecce Homo?

Pero, exactamente, ¿quién era el Señor del Huerto que, desde 1811, contaba con un templo para su veneración? Denominada desde un principio con este nombre por la población —que conserva prácticamente hasta el día de hoy esta imagen de factura virreinal—, no debería plantearnos mayor problema por lo que a su identidad se refiere. Identificada como el Señor del Huerto, sería factible suponer que se trata de la imagen de Cristo cuando —según consignan los evangelios, fuente literaria de la que bebe la iconografía cristiana como la que aquí nos ocupa— se dispuso a orar después de la última cena con sus apóstoles en el huerto de Getsemaní —de ahí su nombre— previo a su aprehensión por parte de los judíos guiados por Judas Iscariote;12 y debemos suponer que ese es el pasaje en el cual debió estar presente durante las representaciones de la Semana Santa de Atlacomulco, antes de la edificación de su templo.

En efecto, el nombre es ilustrativo para indagar tanto la identidad de la imagen que durante el siglo xix recibiría una devoción sin cesar en Atlacomulco, como para precisar la función inicial que tuvo para la población. No obstante, los problemas comienzan al realizar un contraste mucho más fino entre las fuentes literarias y las representaciones iconográficas que existen del Señor del Huerto —tales como la escultura venerada, los retablos votivos elaborados en el siglo xix y otras imágenes recuperadas en la edición de Colín (1981: 98-113)— y descubrir que no existe una correspondencia entre la identidad dada a la imagen y lo que verdaderamente representa. Una lectura detenida nos advierte que, iconográficamente, el Señor del Huerto representa más bien a un Ecce Homo.

Esta advocación de Cristo nos remite al suplicio de Jesucristo, primero con los judíos que lo apresaron, golpearon y llevaron atado a comparecer ante Pilato y luego a manos de los soldados romanos quienes, según refieren los evangelios, le quitaron sus vestidos, le pusieron una capa de soldado de color rojo púrpura, le colocaron una corona de espinas en la cabeza y en la mano una caña, a modo de cetro, para después golpearlo con esta y mofarse de él como rey de los judíos. Como describe concretamente el evangelio de Juan, luego del azote ordenado por Pilato para satisfacer a los judíos, este se dirigió a ellos para mostrarles a Jesús quien salió “llevando la corona de espinos y el manto rojo” y “Pilato les dijo: ‘Aquí está el hombre’”, es decir, Ecce Homo, en latín.13

Las representaciones que existen del —quizá mal llamado— Señor del Huerto y la imagen de veneración propiamente (véase imagen 1), así como los retablos y litografías (véanse imágenes 3 y 4) concuerdan con esta descripción relativa a los azotes que padeció Cristo: atado de manos, con una soga al cuello —en alusión al momento de ser aprehendido por los judíos—, con una capa roja —así lo vemos desde 1813 en el primer retablo votivo (véase imagen 2), más allá de las adecuaciones que esta capa pudo haber tenido con el paso del tiempo— y con un cetro entre las manos (una caña).14Lejos de las representaciones gráficas que existen del Señor del Huerto donde lo vemos empuñando su caña, en la escultura no la alcanza a sostener propiamente por tener las manos atadas y cruzadas tras ser aprehendido por los judíos mucho antes de recibir los azotes y la mofa de los romanos. También lleva una corona de espinas, amén del golpe que podemos apreciar en su mejilla izquierda (véanse imágenes 1 y 4) lo cual confirma que, efectivamente, se trata de un Cristo azotado y golpeado. Todo ello nos permite sostener que el Señor del Huerto es, en realidad, un Ecce Homo, más que un Cristo en actitud de orar en el huerto de Getsemaní.15


Imagen 3. Retablo dedicado al Señor del Huerto. En la cartela se lee: “En el año de 1827. A Fines del mes de Febrero Sucedio que abiendo Salido de Su Parto Ma. de la Luz Alvarez A los 3 Dias le Dio una fiebre muy fuerte y Desto es ayandose Fuerte Dolor ninfrictico y ayandose su esPoso Francisco muy acongojado y afligido ynvoco al Sr. Del Huerto y a la Sma. Virgen de la Soledad y quedo buena y sana”. Fuente: tomado de Colín (1981: 38-39).


Imagen 4. Verdadero retrato de la milagrosa imagen del Señor del Huerto que se venera en el pueblo de Atlacomulco. Litografía en la que se advierten las providencias tomadas por los arzobispos Fonte y Labastida y Dávalos y que contribuirían a la devoción de esta imagen.Fuente: Colín (1981: 113).

Para terminar de precisar la identidad de este Cristo venerado en Atlacomulco debemos recordar, de acuerdo con Basurto (1977: 44), que se le empleaba en el paseo de los azotes. Es decir, más que en la representación del huerto de Getsemaní esta imagen figuraba en el pasaje siguiente, el de la aprehensión, coronación y suplicio de Cristo a manos de los judíos y los romanos. El Señor del Huerto, un Cristo golpeado y flagelado, sería entonces un Ecce Homo. No puede ser, aun cuando se le llame así, el Cristo que los evangelios presentan orando en el huerto de Getsemaní.

Luego de precisar la advocación de la imagen venerada en Atlacomulco, no deja de llamar la atención el nombre que se le dio a esta portentosa imagen, apenas formalizado su culto —y que acaso ya se le daba mucho antes de esta formalización, verificada con la construcción de su capilla—. El retablo votivo de 1813 que ha llegado hasta nosotros, el más próximo a la época en la que esta imagen es elevada al altar, no deja lugar a duda; pesar de que lo que apreciamos en la imagen es un Ecce Homo, la cartela —el texto— que la acompaña la identifica claramente como el Señor del Huerto.¿Por qué llamar a este Cristo así? Sin saberlo a ciencia cierta lo único que podemos conjeturar es que, probablemente, la imagen también llegó a ser empleada por la población en la representación de la oración en el huerto que antecede a la flagelación, de tal forma que el nombre que finalmente prevaleció para referirse a esta imagen habría sido el de Señor del Huerto, que luego de servir en la representación de la oración pasaba a escenificar su siguiente acto, el de la Pasión. Para colmo, las manos de este Cristo sedente, a veces cruzadas como consecuencia de estar atadas y a veces levantadas hacia el cielo en actitud de oración, así como su mirada que en las imágenes contemporáneas que han llegado a nosotros parece dirigir en ocasiones hacia abajo o a veces hacia arriba nuevamente hacia el cielo en actitud de oración (véase imagen 1), no dejan de sugerir esta doble función que tal vez tuvo para los habitantes de Atlacomulco, devotos del Señor del Huerto.16

Una devoción ¿particularizada?, ¿focalizada?

Empleado originalmente en los actos que recreaban dramáticamente la pasión y muerte de Jesucristo durante los santos y solemnes días, el Señor del Huerto contaría con un templo propio para su veneración, apenas empezado el siglo xix. Ciertamente, no deja de ser sintomático el hecho de que se le levantara una capilla para su particular devoción, pues como lo habrá notado el lector con esta acción, aparentemente sin gran relevancia, esta efigie de Cristo comenzaría a contar con un espacio propio para la verificación de semejante acto por parte del feligrés y ajeno al templo parroquial donde se alojaba la patrona del pueblo, Nuestra Señora de Guadalupe, así como otras tantas imágenes que, confinadas en la parroquia, debían compartir el mismo espacio para su veneración, junto a la titular de Atlacomulco.

El Señor del Huerto, con su particular capilla relativamente alejada de la parroquia, pero finalmente ajena a este otro espacio de devoción, seguirá un derrotero distinto al de la patrona del pueblo. A esta capilla concurrirán los fieles a verlo y a venerarlo, sólo a él y no a la patrona del pueblo —que, para actos análogos, cuenta con su propio templo—, a solicitarle favores y a tributarle agradecimientos y ofrendas tales como los retablos votivos que, valga la pena decirlo de una vez, a él y sólo a él se le dispusieron en su capilla, destinada a su culto. La patrona, al parecer, carecerá de ellos. Esa capilla, no es difícil adivinarlo, será testigo mudo de la religiosidad de la población, de las fiestas que anualmente se le dedicarán al Señor del Huerto, de los actos litúrgicos y votivos que impregnan su templo y la vida cotidiana de Atlacomulco. Empero, también lo será de actos que, sin duda alguna, causarán dolor e indignación entre la población como los saqueos, que no faltaron como se comentará más adelante. A esta capilla acudirá el devoto a verlo a él, al Señor del Huerto.

A pesar de que la capilla se dedicó al Señor del Huerto para su particular veneración, cometeríamos un grave error de percepción si no advirtiéramos que, aunque secundarias, cuando menos había dos imágenes más alojadas en el templo del Señor del Huerto a las cuales, sin duda alguna, la población también acudía —sin olvidar, por supuesto, al Señor del Huerto— con motivo de sus angustias y problemas cotidianos. Tal como se desprende de las comunicaciones que a principios de agosto de 1836 las autoridades políticas de Atlacomulco despachan a la subprefectura de Ixtlahuaca, a la cual estaba sujeta Atlacomulco, con motivo del robo cometido en la capilla del Señor del Huerto durante la noche del 5 de agosto, así como del informe que levantó el cura párroco, don José Soriano, el cual quedó asentado en los libros de la parroquia, sabemos que para este momento la capilla albergaba, además de la efigie del Señor del Huerto, las imágenes de la virgen de Dolores y la virgen de la Soledad.17 Destaca el hecho de que se trate de dos imágenes que, como ocurre con la del Señor del Huerto, son identificadas por figurar en las procesiones que se realizan durante la Semana Santa; ¿acaso ambas tomaban parte en esta, junto al Señor del Huerto? ¿Acaso formaban parte del conjunto de imágenes que estaban en el cuarto contiguo al lugar donde se erigió la capilla? Es posible que así haya sido.

Más allá de su origen lo relevante para estas líneas es que, como se ha indicado y como las evidencias disponibles lo sugieren, ambas imágenes fueran objeto de una veneración simultánea a la del Señor del Huerto y, no conforme con esto, de ofrendas con las cuales los devotos saldaban sus deudas contraídas con ellas. En efecto, invocadas en tiempos de verdadera desesperación, ha llegado a nuestros días por lo menos un retablo votivo que alude a un acontecimiento de finales de febrero de 1827. Por él sabemos que “abiendo Salido de Su Parto Ma. de la Luz Alvarez A los 3 Dias le Dio una fiebre muy fuerte y desto es ayandose Fuerte Dolor ninfrictico”, y su esposo, de nombre Francisco, “muy acongojado y afligido ynvoco al Sr. Del Huerto y a la Sma.Virgen de la Soledad”. La invocación fue efectiva, pues la esposa de Francisco“quedo buena y sana”. En consecuencia, Francisco dedicó el retablo donde vemos, en la parte superior, justamente al Señor del Huerto y a la virgen de la Soledad, ambos situados a la misma altura, del mismo tamaño y sin jerarquías de por medio (véase imagen 3). Ciertamente, el retablo es revelador, ya que da cuenta de que los moradores de Atlacomulco tenían más de un posible intercesor para sus males y angustias. Acaso en su peculiar manera de entender la religión, invocar a dos o quizá hasta tres personajes divinos, como podemos advertir en otros tantos retablos posteriores (Colín, 1981: 40-41, 50-53, 62-63, 66-69, 72-73 y 80-81), le aseguraría al devoto una eficaz intervención, pero, invariablemente, el Señor del Huerto no podía ni debía faltar en sus súplicas.

Invocadas tanto como el Señor del Huerto, ambas advocaciones marianas habrían resultado igual de efectivas que el venerado Señor del Huerto quien, para 1836, además de tener algunos retablos como pago por los milagros realizados, contaba con una corona con potencias y una caña de plata, las mismas que le fueron robadas en aquel infausto año.18 Sus pertenencias parecen hablarnos de la creciente relevancia que por entonces comenzaba a tener la imagen y, sin duda, no podían ser ofrenda de cualquier devoto. Por las denuncias realizadas en 1836 sabemos igualmente que la virgen de Dolores, una imagen de bulto grande, se había hecho de algunos milagros de plata —evidentemente como consecuencia de algunos prodigios realizados a sus devotos— que le fueron robados. Por último, la virgen de la Soledad, una imagen de pequeñas dimensiones —¡y pensar que Francisco quiso igualarla en tamaño a la efigie del Señor del Huerto!—, poseía un resplandor y una daga de plata que también le fueron robados.19

Cabe destacar que la virgen de Dolores, la misma que durante mucho tiempo fue objeto de veneración por parte del feligrés de Atlacomulco —la misma que era venerada junto con el Señor del Huerto en la capilla de este—, dejaría de serlo hasta muy entrado el siglo, como puede inferirse de lo dispuesto en noviembre de 1869 por el presbítero don Miguel García Requejo, cura propio y vicario foráneo de Almoloya durante su visita a Atlacomulco, a la sazón sujeta a la vicaría de Almoloya. Por su visita sabemos que dispuso que aquella imagen desapareciera, pues “por ser escultura tan mala no inspira devoción”.20

Ya que tocamos el asunto del robo parece conveniente apuntar el pesar que esto le causó a don José M. Gómez, subprefecto de Ixtlahuaca, puesto que no pudo ver sino con “sumo dolor” el ultraje verificado por malhechores, gente extranjera que vagaba “diariamente con perjuicio de los pueblos por todas las partes de este partido”. Para evitar que en lo sucesivo volviera a ocurrir lo mismo, el subprefecto dispuso que no se consintiera en la población “a ninguno de esos extranjeros”.21

Por extraño que parezca, el sentir del subprefecto y sus órdenes también son significativas para dimensionar el peso que la devoción, originalmente circunscrita a Atlacomulco, ya tenía en la comarca, más al á del pueblo. ¿Por qué no advertir, a través del discurso de la autoridad, que al fin y al cabo la devoción en torno al Señor del Huerto era más bien un fenómeno local, ajeno a los extraños a la comarca quienes sin miramiento alguno podían hurtar a diestra y siniestra las posesiones de las imágenes de Atlacomulco? ¿Por qué no vislumbrar en el “sumo dolor” de Gómez que la devoción en torno al Señor del Huerto y demás imágenes sólo se verificaba entre ellos, los habitantes de Atlacomulco y, en última instancia, entre los habitantes de las poblaciones cercanas a Atlacomulco como Ixtlahuaca donde se encontraba el subprefecto Gómez y quien, sin duda alguna, conocía al ya por entonces afamado Señor del Huerto? Sólo ellos podían sentirse plenamente identificados con aquellas imágenes, sus imágenes.

Una reflexión similar podríamos plantear para el robo que años más tarde, el 11 de julio de 1860, en plena guerra de Reforma, cometerían las fuerzas liberales de Felipe Berriozábal, cuando entraron a Atlacomulco y saquearon la parroquia. Tal cual llegaría a consignar la prensa, a “la imagen del Señor del Huerto la despojaron de los milagros [sin duda alguna proporcionales a los prodigios que la imagen había realizado para ese momento] y hasta de la corona [distinta de la que había perdido en el robo de 1836 y que ahora volvería a perder]”. A la virgen de Guadalupe, patrona de la parroquia, “le llevaron el marco de plata”.22 Asimismo, se robarían el dinero disponible en las alcancías para el culto de las imágenes. Una vez más, gente externa a la población atentaría contra los símbolos identitarios de los moradores de Atlacomulco quienes evidentemente resentirían el daño.

Es necesario precisar que el influjo devocional del Señor del Huerto no solamente irradiaría hacia Ixtlahuaca, como nos lo da a entender la documentación de 1836, pues igualmente en Jocotitlán —población vecina a Atlacomulco— habría gente afecta a él. Al menos sabemos del caso de Juana Dávila, vecina de Santiago Yeche, quien en su testamento expedido el 10 de enero de 1848 llegó a expresar que le debía “mandas forzosas al Señor del Huerto”. En el mismo caso estaría Vicente Sánchez, pues quedaba a deberle “tres misas de un peso al Señor del Huerto”. Mucha debió ser la devoción de Sánchez, pues como puede advertirse por su testamento cuya fecha de emisión desconocemos, por desgracia, la mayor cantidad de misas era justamente para el Cristo de Atlacomulco, no así para el Señor de la Corona (venerado en Ixtlahuaca) ni para Nuestra Señora de la Soledad (localizada en la capital) ni para Nuestra Señora de los Remedios, a quienes apenas les debía una misa.23

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568 s. 31 illüstrasyon
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9786078509720
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