Kitabı oku: «El lenguaje político de la república», sayfa 3
La opinión pública
La segunda mitad del siglo XVIII y los primeros decenios del siglo siguiente señalan un momento seminal en los procesos de comunicación en la América española; una sociedad acostumbrada al predominio y la eficacia de formas de comunicación basadas en la tradición y sustentadas, a veces, en asociaciones esporádicas, marginales y hasta conspirativas, comenzó a conocer la relativa expansión de formas de comunicación impresa. Precisamente, las acciones colectivas del decenio 1780 y, en particular, los levantamientos comuneros que tuvieron cierto recorrido por varias regiones del sur de América, revelan que hubo un repertorio de acciones cuyo sustento fue la comunicación oral, la transmisión de intenciones y opiniones por medios clandestinos, subrepticios, que contribuyeron a dotar de cierta sincronización y expansión a la rebelión comunera. Una vida asociativa de tradición contribuyó también a fijar los momentos y lugares de esas acciones; por ejemplo, la visita dominical al templo católico y a la plaza de mercado, arraigada costumbre, fue el momento predilecto y propicio para motines y alzamientos.12
Los saraos aprobados por autoridades eclesiásticas y hacendados sirvieron de preámbulo para las fugas de esclavos negros y para organizar alzamientos; el toque a rebato de campanarios, una humareda estratégicamente situada, el sonido de unos tambores, un improvisado escuadrón de caballería y hasta esquelas repartidas por estafetas cómplices ayudaron a que esas acciones tuviesen un calendario afín y modalidades de protesta muy similares. La chispa, el chasqui, el pregonero, el chismorreo en las pulperías, el inquietante tumulto callejero, el papel sedicioso escrito en verso, las coplas populares hacen parte del inventario de formas de comunión y comunicación cotidianas que tuvieron sus crestas de intensidad en momentos álgidos de la vida pública del antiguo régimen monárquico. A estas formas predominantemente orales de comunicación se sobrepuso el ritmo de la comunicación impresa.
Para los historiadores, el testimonio impreso ha quedado como vestigio inmejorable de una vida de relación cuya riqueza no podremos restituir del todo, porque siempre hará falta restablecer la volátil comunicación oral de la cual apenas podemos mencionar hallazgos obtenidos de manera más oblicua. Aquí solo alcanzamos a registrar, casi como salvedad, que hablaremos de la dimensión impresa de la opinión y que ciertas áreas historiográficas siguen teniendo el enorme reto de contribuir a conocer más de cerca cómo pudo ser el aporte de lo oral en la construcción de la esfera pública de la opinión.
En todo caso, seguimos creyendo que el lapso de nuestro estudio muestra una transformación cualitativa y cuantitativa de la cultura impresa. La transmisión de cualquier forma de conocimiento salió de su estrecho círculo conventual para volverse asunto del “común”, del “público”, aunque prevaleciera en el limitado ámbito de la gente de letras. Hubo una relativa democratización del circuito de comunicación con la aparición de los periódicos o “papeles públicos” que le confirieron cierta regularidad a la emisión de opiniones hasta poder decir que fue el origen de una conversación cotidiana sostenida por la fuerza del dispositivo impreso; pero también hubo una lucha por el control de la palabra pública, por tener el dominio de la producción y circulación de cierta información, especialmente en aquellos lugares en que fue mayor la resistencia realista a la mutación política.
Esa lucha tuvo expresión en la multiplicación de talleres de imprenta y de fábricas de papel con los cuales aparecieron nuevos agentes sociales involucrados en el proceso de producción y circulación de impresos. Todo eso implicó la popularización de la palabra cotidiana vertida en hojas sueltas y periódicos, con la consecuente relativización del lugar del libro en los procesos de comunicación impresa. Sin embargo, la discusión de las opiniones siguió siendo una ocupación privilegiada de gentes ilustradas.
1767, año de expulsión de los jesuitas, parece ser el inicio de un régimen comunicativo auspiciado, en buena parte, por una política publicitaria estatal, lo cual involucró el empeño de determinados funcionarios, la apertura de bibliotecas, la reforma de planes de estudios, la organización de expediciones científicas, la creación de asociaciones de letrados y la organización de tertulias En eso participaron funcionarios de la monarquía, aparecieron escritores con alguna trayectoria publicitaria y con pretensiones de redactar periódicos, dictar cátedras universitarias, escribir informes científicos, expandir ciertos ideales del buen gusto literario; siempre crédulos de contribuir al bien común, al interés público, a la felicidad del reino. Al hablar de proyectos que garantizaban la prosperidad de la patria, de ciencias útiles para el progreso de la Corona, de una ciudadanía ilustrada y obediente, estos periódicos contribuyeron al despliegue publicitario de los valores de una monarquía católica que ansiaba recuperar administrativamente el control de sus posesiones americanas.13 Esa labor publicitaria la encarnaron escritores oficiales y oficiosos que quedaron instalados en un restringido y vigilado circuito de comunicación, pero, aun así, con sus posibilidades expresivas.
La palabra impresa comenzó a tener importancia comunicativa en la medida en que se afianzaron talleres de imprenta, circularon libros (algunos recomendados por reyes y virreyes) y nacieron periódicos. El ritmo de la conversación cotidiana mediante impresos produjo un circuito de comunicación o, en otros lados, afianzó costumbres publicitarias y fortaleció la figura social del impresor. En todo caso, la esfera pública encontró en la comunicación impresa un elemento productor de escritores y lectores más o menos asiduos; una relación orgánica con autoridades locales y funcionarios. De tal manera que, así como se insinúa una transformación de las relaciones entre individuos, también parece insinuarse un momento gubernativo, una etapa nueva de las relaciones del Estado monárquico con sus posesiones en América. Esta transformación, insistamos, está contenida en el ámbito, quizás muy estrecho, del mundo letrado. Hablemos, entonces, de una mutación importante de la opinión pública letrada, una transformación del espacio de comunicación escrita debido a la multiplicación de los impresos. La ilusión de fijeza que proporcionó lo impreso contribuyó a la valoración frecuente de la escritura pública como una forma de conversación cotidiana, de masificación de las ideas, de comunicación con un público.
La opinión pública impresa no emergió de la nada en la América española; en muy buena medida, fue una prolongación de los patrones discursivos de la prensa europea, y especialmente la española. Lo que era una vieja práctica comunicativa en Europa, resultaba ser una novedad fruitiva entre los escritores americanos. Los vaivenes de la censura oficial en la península no pudieron impedir la proliferación de modelos de escritura polémica; además, los escritores de periódicos se erigieron, ellos mismos, en baluartes, por no decir que guardianes, del buen decir y, en últimas, prolongaron prácticas de censura sobre las colaboraciones que consideraban perniciosas. Las juntas de censura, la Inquisición y la vigilancia propia de cada redactor responsable dieron forma a un aparato censorio que puso varias veces en entredicho la existencia de periódicos y la circulación de libros; sin embargo, entre censura y producción de impresos hubo, a lo largo del siglo XVIII, repliegues y expansiones, momentos de constreñimiento y otros de auge. La censura, por demás, llegó a ser una actividad ilustre, un ejercicio episódico de autoridad literaria. Fueron censores muchos escritores consagrados, como Nicolás Fernández de Moratín y Gaspar Melchor de Jovellanos, entre otros. Hasta puede pensarse que entre escribir y censurar hubo connivencia o, al menos, un círculo de prohibición y complacencia que ayudó, quizás sin proponérselo, a crear un código de comunicación que tuvo alguna repercusión en los escritores americanos.
La intensidad de esta tensión entre crear publicaciones impresas y el ejercicio de censura contribuyó, de algún modo, a afirmar el concepto de opinión pública que, según expertos, aparece en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII. La emergencia del concepto está asociada con antagonismos y conflictos entre grupos organizados de individuos con alguna voluntad de poder y que han encontrado en la comunicación impresa un medio argumentativo, publicitario, muy eficaz. Lo que en Europa y, en particular, en España fue surgiendo como expresión de rivalidades políticas, en la América española fue, más bien, el ejercicio de la opinión bajo estricto control gubernamental. La pluralidad no fue un atributo evidente de la circulación de impresos por lo menos hasta la crisis monárquica de 1808, al contrario, la naciente opinión pública fue el resultado de una voluntad estatal de crear una opinión oficial sin fisuras que ayudara a darle sustento a las prioridades de la monarquía.
Todo esto nos da licencia para entender la opinión pública como una categoría que vivió su propio proceso histórico que, en las circunstancias de la América española, tiene claramente dos etapas. La primera, muestra la formación de un incipiente espacio público de opinión impresa que dota a las gentes de letras de una posibilidad de comunicación restringida y controlada; esa etapa va desde la expulsión de los jesuitas hasta el umbral de 1808 a 1810. Se trata de una opinión impresa bajo la férula de las autoridades monárquicas, de un régimen de publicidad impresa promovido y a la vez controlado por funcionarios de la Corona. Un momento que deja exhibir las posibilidades comunicativas de algunos periódicos, de un grupo de escritores que eran, a la vez, funcionarios encargados por las autoridades monárquicas para cumplir tareas publicitarias que incluyeron la apertura de formas de sociabilidad ligadas a la redacción de periódicos y a formas de institucionalización de la lectura. En este primer momento, los periódicos se vuelven el nicho formativo de una élite letrada que acoge y difunde los postulados básicos de una república de sabios que se sienten imbuidos de una misión persuasiva en función de los ideales modernizadores de la ciencia, la razón y el progreso. En esta etapa, el periódico y el libro científico hicieron parte de una agenda difusora en el formato exclusivo, excluyente y autoritario del despotismo ilustrado.14
La siguiente etapa ha debido iniciar con el anuncio de la libertad de imprenta, proveniente de las Cortes de Cádiz en el decreto inaugural del 10 de noviembre de 1810. Luego, la Constitución de Cádiz de 1812 refrendaba la abolición de la censura. Sin embargo, no podemos ser tan entusiastas en la definición cronológica de un umbral que marque claramente un antes y un después para toda la América española; nos daremos cuenta, al fijarnos en casos concretos, que el paso de un viejo a un nuevo régimen de producción y circulación de la opinión fue más autoritario y lento en unos lugares de América que en otros. La velocidad del cambio de orden político pudo impulsar la eclosión de periódicos en ciertos lugares que rápidamente adoptaron una legislación más o menos liberal que sacudía las premisas de la censura previa; incluso, veremos una mezcla quizás paradójica de una tradición impresa incompatible con el viejo molde de la censura monárquica o lugares que dieron el salto republicano con una débil tradición en la producción de impresos. En fin, hubo un desigual disfrute de una nueva libertad.
De una especie de opinión pública oficial sometida a la vigilancia de autoridades monárquicas y a la censura previa, se pasó a una opinión pública plural. La desaparición de la censura previa, la emergencia de un personal político que tuvo iniciación en el activismo parlamentario, la iniciativa de particulares para fundar periódicos y el interés por las ciencias de lo político sirvieron de cimiento a lo que hemos aprendido a conocer como la opinión pública moderna, estrictamente deliberante, conflictiva, expuesta a las tensiones del disenso cotidiano. Desde la coyuntura crítica de 1810 en adelante estamos ante procesos traumáticos, paulatinos y diarios de construcción colectiva de los principios de la opinión pública según los designios de la comunicación impresa en formatos breves y rápidos que relativizaron la importancia del libro entre las gentes letradas (especialmente el libro científico). Un régimen de publicidad marcado por la intensidad de la discusión en nombre del ejercicio de la representación de la voluntad soberana del pueblo y en que el escritor deja su condición de sabio letrado para arrogarse los atributos de la representación de la voz del pueblo. Ya no solamente hablan aquellos que se han sentido capacitados para escribir en público por reunir las facultades intelectuales para hacerlo, también hablan aquellos que se sienten lo suficientemente libres para actuar y expresar sus opiniones en nombre de lo público y para persuadir a un público. El letrado inmerso en la política considera que su voz es pública porque representa a grupos de individuos reunidos en voluntades asociadas que serán fragmentos del pueblo, de la sociedad civil, de facciones o partidos y, de adehala, es consciente de que se dirige de modo genérico al pueblo, hecho concreto en grupos organizados o espontáneos de lectores. Es un tiempo de multiplicación de impresos, de opiniones y de lectores que participan de modalidades quizás inusitadas de lectura individual y, sobre todo, de lectura colectiva que corresponden con el frenesí de un momento de mutación política que incluye la transformación de las relaciones entre los individuos.
Esa emergencia de una opinión plural, discrepante en esencia, es en buena medida el cimiento de un lenguaje de discusión pública distintivo de un régimen político nuevo. La invención colectiva de un lenguaje de discusión republicana tuvo implicaciones inmediatas en lo que iba a ser la opinión pública. Como lo han percibido varios estudiosos, hubo contradicción entre su apariencia generalizadora y la profusión de opiniones particulares.15 La opinión pública fue, más bien, una tentativa de unidad que terminó disuelta o fragmentada en la práctica cotidiana de las opiniones individuales. Eso generó una tensión constante entre quienes promovieron el consenso alrededor de una legitimidad recién establecida y aquellos que en nombre de la libertad de opinión patrocinaron el ejercicio constante del cuestionamiento de los actos de gobierno. Muchas veces la opinión pública intentó identificarse con las leyes que, provenientes de los órganos de representación popular, estaban revestidas de sacralidad según quienes promovían la oficial, pero improbable, opinión unánime. Debatir o cuestionar la ley en los periódicos fue entendido, en consecuencia, como actos perturbadores de un orden político que intentaba afirmarse. Esa tensión fue, por demás, muy productiva, hizo nacer periódicos en los que los políticos letrados de la época recurrieron a variadas estrategias persuasivas y disuasivas con tal de lograr el predominio de tal o cual opinión, algo que equivalía al triunfo de tal o cual proyecto político. El formato del periódico se volvió un espacio tipográfico en que los seudónimos, los anónimos, los diálogos a manera de breves catecismos, los supuestos remitidos de supuestos lectores, las reflexiones de todo tipo y hasta los avisos contribuyeron a enunciar discursos en pos de determinados proyectos de organización política.
Ese lenguaje tuvo elaboración colectiva e involuntaria en buena medida porque los agentes que intervinieron en el moldeamiento de ese lenguaje no lograron a plenitud imponer las reglas que sugerían. Ese lenguaje es, por tanto, una resultante de lo que esa comunicación, muy conflictiva, pudo generar. Por eso, cuando queremos responder a la pregunta ¿qué fue la opinión pública en los primeros decenios republicanos?, los historiadores tenemos que discernir entre aquello que nosotros logramos entrever en ese panorama escriturario de la época y lo que los redactores de periódicos de esos años alcanzaban a precisar. Las definiciones de la opinión pública hechas por los escritores de esa época están basadas más en la proyección subjetiva de lo deseado, de modo que la opinión pública era vista como el resultado del debate público de opiniones particulares, como la búsqueda colectiva de la verdad. Llegar a la aceptación de una verdad común era el final feliz pretendido por muchos, porque clausuraba las puertas del disenso. Para otros, la opinión pública era la concreción publicitaria de la razón del poder; la unanimidad en torno a la ley. Eso explica el desprecio por las voces disonantes que hacían oposición a los actos de gobierno. Y en otras ocasiones, la opinión pública era el tribunal supremo e inapelable que arbitraba con justicia en medio de la deliberación, era la razón ilustrada hecha concreta por el selecto mundo lector que, en la democracia representativa en ciernes, iba siendo el selecto mundo de los electores. Por eso, el tribunal de la opinión solía confundirse con los resultados de las urnas que hacían triunfante una opinión sobre otras y la elevaban a la condición de opinión pública episódicamente victoriosa.
En contraste con las definiciones provenientes de los protagonistas de aquella época, los historiadores podemos sugerir, ahora, otra noción de opinión pública basada en el examen de un paisaje documental amplio. La opinión pública fue el campo de la puesta en situación de las diversas opiniones; la opinión pública fue el campo de debate de múltiples opiniones. Un escenario cambiante según las modificaciones en las reglas de juego de ese debate, según los cambios de posición de los agentes políticos y letrados. Esa situación cambiante tiene que ver, claro, con los balbuceos e incertidumbres de un nuevo sistema político, con la emergencia de un nuevo personal político, que tuvo incidencia en las posiciones discursivas de los hablantes, en los pasos legislativos y reglamentarios que condicionaron la conversación pública mediante impresos, en los estilos de escritura que privilegiaron, a veces, las invectivas o las exaltaciones de la ley o el respeto debido a nuevas autoridades.
Todo esto nos ha permitido decir, como resultado de esta investigación, que el lenguaje político de la república, en la situación de varios países de la América española a comienzos del siglo XIX, se caracterizó por su exclusivismo letrado y, al tiempo, por su tendencia a expresar la disolución del campo político en fragmentos que expresaban intereses particulares que buscaban satisfacción. Con la república estaba emergiendo un régimen de publicidad despiadado y competitivo que obligó a los individuos comprometidos a sostener publicaciones periódicas, algunas muy efímeras y otras relativamente estables, con tal de poder ocupar un lugar decisivo, así fuese de manera coyuntural, en el proceso de definición de las condiciones de funcionamiento del sistema político. La opinión pública fue, en consecuencia, un espacio de disenso construido a pesar de los mismos oficiantes de la opinión diaria.
Por una visión de conjunto
Nuestro examen cubre la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros decenios del siglo siguiente, aunque nos hemos concentrado mucho más en el análisis de publicaciones periódicas que existieron entre los decenios 1767 y 1830. Haber mencionado o citado publicaciones anteriores y, sobre todo, posteriores a ese lapso no altera la visión de conjunto que hemos pretendido construir. Ya hemos explicado por qué consideramos 1767 un punto de quiebre en la relación entre la Corona española y sus posesiones en América, al menos en el ámbito cultural. La expulsión de los jesuitas puede tomarse como el punto de partida de un cambio que incluyó, en varios lugares de América, innovaciones en el sistema de enseñanza universitario; realización de proyectos científicos; viajes de algunos criollos a realizar estudios en Europa; intensificación del comercio de libros; afirmación del estatuto administrativo de algunas ciudades convertidas en capitales de virreinatos y, por supuesto, un interés por la difusión de la publicidad gubernamental mediante periódicos. Pero más allá de buscar un hito que sirva de mojón histórico en un año determinado, lo que nos ha interesado es ver cómo desde la expulsión de la Compañía de Jesús puede hablarse de una situación de cambio en la producción y el consumo intelectual que generó tensiones entre las autoridades coloniales y el personal letrado criollo. Entre 1767 y 1830 puede contemplarse un proceso de transición en que el umbral de 1808-1810 sirve de punto de referencia para establecer los vínculos y contrastes entre el periodismo practicado antes y después de la dominación española. Para el decenio de 1830 estamos ante un ritmo de discusión pública más o menos consolidado, en que el desenlace favorable de la guerra de Independencia abrió el campo de disputas entre facciones políticas por el control del espacio público de opinión y por la supremacía en la construcción de un nuevo sistema de gobierno.
Es cierto, como lo han demostrado muchos historiadores, que con la crisis monárquica advino un cambio cultural que tuvo particular expresión en la producción y difusión de impresos; sin embargo, también nos parece cierto que muchos elementos enunciados en la restringida práctica periodística de fines del siglo XVIII tuvieron continuidad en los primeros decenios republicanos. Mejor aún, buena parte del esquema comunicativo que funcionó bajo el control de las autoridades coloniales tuvo un despliegue más intenso a partir de 1810. Por ejemplo, el escritor vasallo controlado por la monarquía tuvo su prolongación en los escritores por encargo que, bajo la vigilancia de funcionarios de los gobiernos republicanos, redactaron las gacetas ministeriales. El escritor como intermediario entre el Estado y la sociedad tuvo relativa continuidad, algo que informa acerca de la persistencia de un esquema de comunicación. A eso agreguemos la prolongación de ciertos recursos argumentativos, la apelación a los prospectos, epígrafes, seudónimos, máscaras; a conversaciones ficticias; a relaciones epistolares fingidas o ciertas con los lectores; a la evocación de autores y obras que refieren nociones clásicas acerca de la democracia y el buen gobierno.
No se trata de desconocer las alteraciones en el espacio público de opinión que sobrevinieron con la crisis monárquica, sino más bien de entender que las innovaciones en el ritmo de producción de impresos tuvieron que sustentarse en un legado retórico, en una tradición jurídico-teológica, en la superioridad atribuida a la República de las Letras. Además, el paso a una situación nueva estuvo plagado de aprensiones y temores; la libertad de publicar la opinión no fue un trámite expedito y hubo momentos regresivos como sucedió con el prolongado cerrojo virreinal en Ciudad de México, con las inclinaciones autoritarias de Simón Bolívar y de Francisco de Paula Santander o con las tendencias a privilegiar la opinión obsecuente y a perseguir los conatos de oposición en el Río de la Plata. Una hirsuta exaltación de la supuesta sacralidad o infalibilidad de la ley pretendió suplantar la majestad que antes recubría el respeto a la figura del rey, de modo que el advenimiento de la república no significó un salto entusiasmado al ejercicio libre de la opinión.
Eso sí, hay cambios sustanciales en la intensidad y diversidad del campo de la opinión que hacen hablar de un nuevo régimen publicitario. La eclosión fue indudable y significativa en aquellos lugares que no habían sido centros de producción de impresos durante la dominación monárquica. La prensa insurgente mexicana fue, primordialmente, una prensa de las provincias que discutieron el tradicional predominio de Ciudad de México. En el antiguo virreinato de la Nueva Granada emergió, sobre todo en el decenio 1810, una prensa animada por patricios que representaban soberanías locales que controvertían el centralismo bogotano. También aparecieron en esa década, en varios lugares de la América española, opiniones particulares sustentadas en la libre iniciativa de individuos que aspiraban a construir una trayectoria de escritores públicos y a competir en un escenario de discusión cuyas premisas, en principio, diferían de las restricciones del Antiguo Régimen.
Este ejercicio es aproximativo y quizás superficial por lo panorámico, pero está motivado en la necesidad de adquirir una visión de conjunto que hace falta en nuestras historiografías. Incluso esfuerzos pretendidamente abarcadores, como las ya viejas reflexiones del lamentado François-Xavier Guerra, tenían el lastre de estar demasiado concentradas en unos casos particulares que, por serlo, no servían para generalizaciones gruesas.16 Aquí hay una tentativa de historia comparada o, al menos, de elaboración de una visión de conjunto que nos aleje de presuntos modelos que, por unilaterales, siguen siendo fragmentos.
Leer periódicos, en porcentaje disímil, es cierto, de Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile, Valparaíso, Caracas, Santafé de Bogotá, Cartagena, México y otros lugares de la América española, provee una información empírica muy generosa que permite llegar a conclusiones acerca de tendencias, sincronías, singularidades, en fin.17 El diálogo entre los periódicos de esa época explica en muy buena medida las sincronías temáticas, pero también es ostensible que hubo una matriz ideológica común para todos aquellos escritores porque las élites de la inmediata post-independencia compartieron problemas muy semejantes relacionados con los desafíos de la afirmación de un nuevo sistema político, la legitimación de un personal político y la puesta en marcha de instituciones y funciones asignadas a novedosas estructuras estatales. Mencionemos algunos ejemplos: en el decenio de 1820, desde México hasta Chile, hubo preocupación por los alcances perturbadores del principio de la soberanía popular y los escritores hallaron en el pensamiento político europeo, quizás más claramente en el francés, la entronización del principio de la soberanía racional que les adjudicaba a las élites ilustradas una función tutora en la democracia representativa. También hay trayectorias diferentes del periodismo que hablan de situaciones políticas disímiles; mientras en lo que fue Nueva España persistió la censura previa garantizada por la prolongación de las autoridades virreinales, en el sur de América fue más perceptible la expansión de periódicos al amparo de legislaciones que aseguraban una censura a posteriori. Mientras en la Nueva Granada fue notorio el silencio obligado por la guerra de la Independencia, entre 1815 y 1820, en el Río de la Plata pudo afianzarse un núcleo influyente de periódicos. Y aunque en México parece haber prevalecido la tonada autoritaria en materia de impresos hasta bien entrado el siglo XIX, eso no fue obstáculo para que se afirmara política, social y económicamente la figura del impresor.
Lo más aleccionador de un ejercicio de investigación de esta índole es el contacto con tradiciones historiográficas y situaciones documentales diversas. Hay tradiciones de compilación e interpretación muy distintas, unas más adelantadas que otras, pero en términos generales siguen haciendo mucha falta esfuerzos editoriales y bibliotecológicos que pongan a disposición de los investigadores y el público en general un acervo de publicaciones periódicas representativas del proceso de transición a la vida republicana. México y Argentina parecen llevar la delantera en la organización editorial de colecciones facsimilares de periódicos. Lo hecho por la Biblioteca de Mayo, en Argentina, hacia 1960, es de enorme utilidad; a eso se agrega el cuerpo de investigaciones que aporta la Academia Nacional de Periodismo de ese país y todos aquellos investigadores afiliados, de un modo u otro, a lo que conocemos hoy como historia intelectual y que tiene difusión generosa en la revista Prismas. En México, el Instituto Mora ha asumido un liderazgo en los estudios relacionados con las historias del libro, la prensa y la lectura; al lado de eso, los archivos de la capital mexicana, aunque dispersos, conforman un conjunto de posibilidades documentales que no se agota fácilmente. Escritores paradigmáticos como José María Luis Mora y José Joaquín Fernández de Lizardi han sido objeto de compilaciones y estudios preliminares exhaustivos. Mientras tanto, los portales de internet de la Biblioteca Nacional de Chile y de la Biblioteca Nacional de Colombia han permitido la disponibilidad de algunos títulos de periódicos que son insoslayables en un estudio de esta naturaleza.
La conversación historiográfica en América Latina es hoy muy nutrida, gracias, en buena medida, al camino recorrido en los dos o tres últimos decenios por la llamada “nueva historia intelectual”. Se trata de un campo historiográfico consolidado a pesar de su vaporosa condición; una supuesta superación de la tradicional historia de las ideas que dialoga con las historias del libro y la lectura, con formas de historia cultural, con la historia de la literatura y con los estudios biográficos. Esta investigación está nutrida, precisamente, de las reflexiones de la historia conceptual de lo político, en particular lo relacionado con el concepto opinión pública; con aquellos estudios monográficos sobre determinados títulos periódicos; con algunos esfuerzos de biografías intelectuales, tan útiles para entender trayectorias de libreros, impresores y políticos letrados; con formas de análisis del discurso que contribuyen a entender los recursos retóricos y los propósitos argumentativos vertidos en el formato de los periódicos.