Kitabı oku: «El lenguaje político de la república», sayfa 5
Los periódicos del Imperio
Asoma de entrada un dato nada despreciable: para la segunda mitad del siglo XVIII, y más precisamente en el lapso que estudiamos, todas las capitales virreinales tuvieron periódicos. Periódicos en Ciudad de México, Buenos Aires, Lima, Santafé de Bogotá; unos más esporádicos que otros. Fueron los virreyes los que auspiciaron, en cada lugar, la existencia de un periódico y algunos fueron, además, protectores de los escritores responsables de las publicaciones. Aún más, en México y Lima, la sombra publicitaria y censora de los virreyes se prolongó hasta bien entrado el siglo siguiente, en señal de resistencia a las novedades políticas que cercaban al viejo Imperio español en América y se empecinaron en sostener gacetas pregoneras del realismo.
La publicidad ilustrada mediante el formato de los periódicos pareció imponerse como parte de la actividad de difusión de la Corona durante el siglo XVIII. Desde el siglo anterior ya había un uso frecuente de gacetas semanales al servicio informativo de las cortes europeas; muy ceñidas a la información oficial, publicaban edictos, bandos, pregones, sermones, leyes, discursos, fiestas, juicios, condenas a muerte. Todo aquello que fuesen actos de gobierno. En el siglo XVIII, el periódico en Europa se volvió un artefacto corriente de la publicidad de Estado y animó, con reticencias, a las gentes letradas que seguían encerradas en sus salones, gabinetes, cafés, bibliotecas. Su prolongación en América fue más cautelosa y tuvo que nutrirse de justificaciones que incluyeron evocar el ejemplo europeo, apelar a la necesidad informativa, la importancia de adherirse al circuito de comunicación letrada, algo que equivalía a ponerse en sintonía con los lemas de la civilización. Precisamente, en el protocolo de las solicitudes de licencia para las publicaciones periódicas se volvió forzoso acudir al ejemplo ilustrado de las cortes europeas, comenzó a decirlo, tal vez, Joseph Antonio de Alzate, cuando propuso el nacimiento del Diario Literario de México, en 1768. Conocedor de los principales “jornales” europeos, sabía cuál era el modelo temático de un periódico destinado a la “utilidad pública”.10
Como extensiones del vasto Imperio español, las colonias en América, mediante sus individuos letrados, solicitaban hacer parte de esa conversación entre impresos cotidianos, eso entrañaba unirse al molde general de la civilización y participar de los propósitos ilustrados de las monarquías. La Ilustración era entendida, en los límites de este tipo de publicaciones, como un ejercicio informativo acerca de “nuestras riquezas”; las riquezas de cada virreinato, claro, y de ese modo se participaba en el movimiento general de las ciencias de la época. Podía aportarse un dato novedoso acerca de la naturaleza, del clima, de las condiciones de la sociedad. El periódico podía ser transmisor de las actividades científicas de los “sabios” del reino distribuidos por los territorios americanos, de modo que era, a la vez, un acto de afirmación de la pertenencia al Imperio español, a los ritmos de la ciencia europea y al circuito general de la comunicación de conocimientos útiles. Conversar más cotidianamente con Europa y a la vez reproducir sus noticias daba una ilusión de continuidad entre la Corona y sus posesiones americanas. Esa ilusión de continuidad dejó de serlo, quizás, luego de los acontecimientos revolucionarios de 1789; desde entonces, la comunicación con Europa tuvo otros sentidos y cautelas relacionados con una inatajable politización y circulación de ideas que algunos estudiosos han preferido caracterizar como una especie de “campo común de experiencia política” que tuvo expresión en, por ejemplo, la difusión del hecho revolucionario francés y la eclosión de tentativas asociacionistas secretas.11
En el virreinato del Perú, el decenio 1790 fue prolífico en la circulación de periódicos. Primero nacieron el Diario de Lima (1790-1793) y el Mercurio Peruano (1790-1795), y les siguió el Semanario Crítico (1791). Por supuesto, el primero era el más ambicioso porque se propuso circular todos los días. Según el “análisis” o plan del periódico, la publicación pretendía despertar del letargo “a la mayor parte de la Nación”. Se sabe que su propósito duró 249 números, lo suficiente para esbozar el tipo de cotidiano que podía funcionar en una posesión americana bajo la vigilancia de las autoridades virreinales.12 El Mercurio Peruano, más consistente porque quizás tuvo mejor respaldo entre la élite limeña, les adjudicó de entrada a los periódicos una importancia sustancial en el moldeamiento de las sociedades ya que a partir de ellos podía fijarse “la época de la ilustración de las naciones”.
Un recuento de lo que había sido la proliferación de “papeles periódicos” en las principales ciudades de Europa hacía parte de la justificación de la existencia de periódicos más o menos similares en el sur de América. Reparar una carencia, ponerse a tono con el ritmo informativo europeo, dar noticias del “País mismo que habitamos”, ilustrar a la nación, incluso la necesidad de satisfacer la curiosidad femenina, todo eso hizo parte, entre otros propósitos, de los fundadores del Mercurio Peruano.13 El Semanario Crítico, que pretendió poco después hacerse a un lugar entre el público limeño, caracterizó con minucia a los papeles periódicos como “unos escritos asimismo públicos, dirigidos a la instrucción y enseñanza de toda clase de personas, proporcionado a todas en virtud de su agradable concisión, claridad y pureza de estilo un método fácil, suave y nada fastidioso”. El periódico podía ofrecerse como modelo de civilidad, porque podía “suavizar la aspereza de las costumbres públicas” y estaba, además, disponible para muy diversos sectores de la sociedad; su lectura era un hecho expansivo:
un papel periódico se lee con facilidad en un sarao, en un almacén, en una tienda, en un paseo, en una tertulia, en un café y en un pórtico, sin detrimento de las honestas labores en que suele ocuparse el bello sexo, sin interrumpir el despacho de los negocios públicos, sin contravenir a la necesidad del placer y del recreo, sin temor de molestar a sus amigos, sin acalorar la cabeza, agriar el estómago, ni faltar el respeto de los santuarios.14
La aparición de estos papeles breves entrañaba, al tiempo, conquistar un público y garantizar un mercado de lectores que permitiera prolongar la vida del periódico. Tanto interés por satisfacer “la variedad de gustos” contenía, sin duda, una preocupación mercantil. Los periódicos, en esos años, como lo intentó el Diario de Lima, buscaban situarse en un lugar privilegiado en la ciudad. Servir de transmisor de noticias comerciales, recordar festividades religiosas, promover ciertas costumbres colectivas, dar a conocer novedades científicas; demostrar, en fin, la utilidad del esfuerzo modelador de la gente ilustrada responsable de aquellos papeles públicos.
Francisco Cabello y Mesa, en Buenos Aires, hacia 1800, afirmaba en el prospecto del Telégrafo Mercantil que los “papeles periódicos” se habían vuelto imprescindibles para transmitir “las noticias oportunas físicas y morales”.15 Por eso, la publicación quedaba atiborrada de adjetivos que debían corresponder a funciones bien definidas en el prospecto que era, por demás, el primer esfuerzo persuasivo del escritor dispuesto a asumir la responsabilidad de la publicación. Definir las funciones del periódico significaba atribuirle unos predicados cuya concreción o no, sería, en adelante, uno de los principales motivos de vigilancia de los censores. El Telégrafo Mercantil, por ejemplo, anunció que iba a ser rural, político-económico e historiógrafo. Cada atributo contuvo una explicación; la más interesante, quizás, es aquella en que dilucida el carácter “político-económico” del periódico, lo cual entrañó, para Cabello y Mesa, revelar su concepción, que era la de mucha gente ilustrada del siglo XVIII, de “la Política humana”. Era, según sus palabras, “un sistema completo” que incluía, principalmente, “cinco capítulos generales”: “1. Sobre las costumbres del Pueblo. 2. Sobre sus leyes salutíferas. 3. La ejecución de estas Leyes por una reglada Policía. 4. Las riquezas y prosperidades de este Virreynato. 5. Su seguridad y grandeza comparativa con los Partidos confinantes y Potencias ultra-marinas”.16
Esos postulados concuerdan mucho con los de otros periódicos. Casi diez años antes, el Papel periódico de Santafé de Bogotá (1791-1797) anunciaba objetivos semejantes.17 Lograr el “conocimiento gubernativo de los pueblos” o examinar “la regularidad de nuestras costumbres” fueron, en las intenciones de la monarquía española, algunas de sus prioridades. Conocer los objetos que rodean a los hombres y conocer a los hombres fueron propósitos que hicieron parte del programa de control de la sociedad entre los gobernantes del siglo XVIII. Volviendo al caso del Virreinato del Río de la Plata, creado en 1776, algunos estudiosos del periodo en aquel lugar afirman que desde la expulsión de los jesuitas hubo allí una andanada de cambios administrativos que buscaban fijarle unas funciones rentables a aquella parte del sur de América en la órbita de las reformas borbónicas18. El periódico encajaba en el proceso de racionalización administrativa de esos años; según los propósitos adjudicados bajo el control virreinal, un “papel público” era un dispositivo publicitario legalizado para cumplir funciones de sujeción de los individuos a unas premisas de reorganización del gobierno colonial, y la principal premisa, en aquellos lugares que el reformismo borbón buscaba recuperar para su control político, tenía que ver con el aprovechamiento de sus recursos naturales, con el conocimiento exhaustivo de los rasgos de aquellos territorios aún bajo su dominio.
El despliegue informativo de todos los periódicos que nacieron en América en esa época debía dar cuenta del territorio, de los seres vivos, de los seres humanos.19 El inventario permanente de todo aquello que debía estar sujeto al control de la monarquía. El Telégrafo Mercantil intentó cumplir esas funciones, dio cuenta de la actividad comercial en el puerto de Buenos Aires, se detuvo en las dificultades en el puerto de Montevideo, en las consecuencias nefastas del contrabando y publicó memorias sobre algunas provincias alejadas de la capital. Sin embargo, el periódico no encajó del todo en el proyecto gubernamental y murió relativamente pronto sin lograr consolidar un listado de suscriptores y con un débil apoyo asociativo de la élite local.
Renán Silva lo constató en su estudio del Papel periódico de Santafé de Bogotá, la economía fue el tema central que definió el carácter de las publicaciones periódicas de la segunda mitad del siglo XVIII en Hispanoamérica. Pero agreguemos que fue la economía expresada en ciertas dimensiones propias de las técnicas de gobierno de esa época: innovaciones en el conocimiento y gestión de los recursos naturales; control sobre las costumbres de los individuos, con tal de afianzar habilidades favorables para la producción; redefinición administrativa de los territorios coloniales. Un estudio reciente deja ver que ese periódico era un instrumento informativo que buscaba servir de intermediario entre los dictados de la Corona y aquello que podían relatar los notables locales.20 Para las monarquías europeas la modernización económica pasaba por el aprovechamiento riguroso de los espacios bajo su dominio —lo que hoy llamamos ecosistemas— y, en especial, para las reformas borbónicas, se trataba de la creación de una estructura racional —tanto en la burocracia como en las ideas— a favor del máximo aprovechamiento económico de sus posesiones en América. En esa tarea racionalizadora, el periódico económico encajaba en el deseo de difundir postulados generales y de arraigarlos mediante aplicaciones concretas.
La corta vida del Telégrafo Mercantil contrasta con la relativamente larga y apacible de su sucesor, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807). Sus doscientos dieciocho números, casi siempre de ocho páginas y en formato de un cuarto de pliego, testimonian la vocación económica de sus promotores y también el poder de quienes se sentían representados en una publicación que, desde el primer número, hizo saber que la agricultura debía ser una actividad protegida “por la autoridad pública”. La reivindicación de la agricultura como la actividad económica y científica fundamental en una comunidad tenía que ver, sin duda, con la necesidad de hacer saber a las autoridades del virreinato que ese era el elemento central de la existencia administrativa y política de ese lugar del dominio hispánico. A partir de la importancia concedida a la agricultura se desprendía la triada que le daba sustento al título del periódico: agricultura, industria y comercio, algo definido y defendido en los tres primeros números. El periódico que anunció Hipólito Vieytes, su director, estaba estrictamente inmerso en el sistema de una economía colonial y, sobre todo, acogía las premisas del pensamiento fisiócrata. La agricultura era la actividad económica que dotaba de sentido a la industria y al comercio, pero principalmente era el motor de la actividad estatal. En el primer número fue tajante al respecto: “las verdaderas fuerzas de un Imperio crecen o disminuyen a proporción del respeto, o del desprecio que se ha hecho a la agricultura”.21
La permanencia del discurso de este semanario pareció sostenerse en la sintonía que logró con las autoridades de la Corona y en el apoyo de otros escritores que vieron en el periódico la oportunidad de transmitir con algún sistema un ideario económico. Este periódico muestra dos atributos que comparte con otras publicaciones coetáneas; primero, se ajustó al esquema de difusión de la monarquía y en ese sentido fue orgánico dentro de los propósitos organizativos del reformismo borbón; segundo, plasmó un pensamiento económico o, mejor dicho, fue una especie de periódico de autor. Es cierto que tuvo colaboradores insignes, pero fundamentalmente permitió el despliegue del pensamiento económico de Vieytes que, según los estudiosos de su obra, consistió principalmente en el acomodo de las principales tesis de los fisiócratas y del liberalismo económico de Adam Smith a las circunstancias de una colonia española en el sur de América.22
El segundo atributo no fue exclusivo de este semanario, al contrario, fue rasgo común de los “papeles periódicos” de entonces. Dos explicaciones se nos ocurren, de un lado, la importancia de la figura del autor, el escritor principal o responsable del periódico, tenía cierta preponderancia. Desde la redacción del plan o prospecto se insinuaba un responsable intelectual del periódico, no solamente por la genuina autoría de cada artículo, sino porque tomaba decisiones fundamentales en la recepción de eventuales colaboraciones. El peso de un autor o un escritor responsable ha tenido su impacto en nosotros, los historiadores; solemos hablar, quizás de modo muy inexacto, del Semanario de Francisco José de Caldas o del Telégrafo de Cabello y Mesa o del Diario de Bustamante o del Papel periódico de Manuel del Socorro Rodríguez; por supuesto, esos nombres propios fueron los principales y a veces solitarios propulsores de cada proyecto periodístico, pero en todos ellos hubo algún tipo de colaboración en que intervinieron otros nombres, así fuese de manera esporádica. Y del otro, el periódico era hermano menor del libro; los escritores y lectores tenían en el formato denso del libro el paradigma de la comunicación escrita. El periódico se sometió a ese formato e intentó reproducirlo a pesar de las dificultades inherentes. Eso lo intentó mediante la organización de tomos semestrales o anuales, con índices de materias y autores, orlado con el listado de suscriptores encabezado por las principales autoridades asentadas en la capital del virreinato. El periódico quiso ampararse en la solemnidad del libro en sus primeros pasos, antes de lograr su propio lugar en el mundo cotidiano de los impresos.23
Fueron periódicos imperiales situados en las principales ciudades de las posesiones de ultramar. El establecimiento en las capitales virreinales reprodujo las relaciones de poder; la capital transmitía noticias útiles a las provincias, y las élites lugareñas, a su vez, debían entrar en conversación con el periódico situado allá, en tal o cual ciudad principal. Por tanto, reproducía unas jerarquías y una estrategia publicitaria. La fidelidad a la Corona quedaba plasmada en el ánimo “patriótico” con que las gentes ilustradas de cada virreinato contribuían a la acumulación de información sobre la situación de la población y el territorio. Fueron, en consecuencia, periódicos subsidiarios del modelo comunicativo legado por el periodismo ilustrado español de la segunda mitad del siglo XVIII (que, a su vez, no ocultaba vínculos con el periodismo ilustrado francés); algunos escritores, como lo diremos más adelante, habían tenido alguna trayectoria previa en los talleres de imprenta de Madrid. El vínculo era tan inevitable como indiscutible en esos años, América no solamente estaba inscrita en el circuito comunicativo de la metrópoli, sino que, además, era prolongación de un ideario ilustrado y de un espíritu de reformas que tuvieron cauce publicitario en los periódicos. La fundación de los periódicos en las principales ciudades americanas significaba, por tanto, volver concreta una idea de nación española alimentada por la difusión de un mismo lenguaje en molde impreso. Los títulos contiguos de publicaciones periódicas; la condición coetánea de algunos periódicos, tanto en Madrid como en alguna capital americana; la semejanza en la organización tipográfica y hasta las alusiones directas a escritores y periódicos de la metrópoli, todo eso informa de una comunidad que compartía un lenguaje de comunicación cotidiana.24
En los periódicos que surgieron entre 1768 y 1808 se repitió la exaltación de los beneficios que podían producir los “papeles periódicos”. La gaceta o el papel periódico eran vistos como extensión de la epístola entre particulares, eran cartas públicas, “comunes”, que podían cumplir con la función de avisar lo que ha sucedido o se ha dicho en algún lugar, servían además como compiladores de cuanto “conocimiento útil” podía existir. Los responsables de esos periódicos solían sugerir un abanico de temas que, según el sello del “buen gusto”, eran las contribuciones literarias más deseables en ese proceso de comunicación entre la península ibérica, la capital del virreinato y las pequeñas realidades aldeanas que el periódico pretendía poner en sintonía. Los periódicos iban reuniendo un inventario administrativo de características, recursos, dificultades y soluciones, todo aquello que pudiese contribuir a la prosperidad y armonía política del reino. En su prospecto, el Papel Periódico de Santafé de Bogotá anunció el deseo de recibir contribuciones intelectuales provenientes de diferentes lugares del virreinato: “Así mismo se darán a luz cuantos papeles análogos a la materia se sirvan suministrarnos los buenos patriotas que se interesen en la perfección de este. Debiéndose entender no solamente los habitantes de la Capital, sino de las otras Ciudades y poblaciones del Reino”.25
Escribir en público, y para un público, poseía un atributo multiplicador: “Desde que se halló el admirable Arte de la Imprenta, se multiplican con indecible facilidad los escritos de todas las clases”.26 Los papeles periódicos podían difundir “noticias”, “asuntos interesantes”, “anécdotas literarias”; el Papel periódico de Santafé, en 1791, se situó a su modo en un ámbito “republicano” al atribuirles a los “papeles periódicos” la capacidad de contribuir “al bien de la causa pública”; el Correo Curioso, en 1801, repitió el elogio del atributo multiplicador, en su prospecto señalaba que el papel periódico “facilita la circulación en el público de muchas producciones estimables”.27
Los responsables del Diario de México, en 1805, le otorgaban a su periódico un amplio espectro de contenidos; la variedad temática era resultante de una de las funciones primordiales del periódico: “entretener el gusto de todos”, lo cual delataba el deseo de cautivar un público lector más o menos amplio.28 Francisco José de Caldas, en el primer prospecto del Semanario del Nuevo Reyno de Granada, en 1808, anunciaba un periódico “consagrado principalmente a la felicidad de esta Colonia”;29 luego, al anunciar su periódico para 1809, concebía una intensa comunicación entre todas las unidades administrativas y autoridades del virreinato, comunicación mediada por el periódico: cartas, memorias, descripciones físicas, todo aquello que hablara con “exactitud y verdad de cada Provincia, de cada Curato, de cada río, de cada montaña, de cada planta”, podía ser registrado en el semanario. Este ánimo de exhaustividad informativa hallaba, en el propósito ilustrado de su periódico, una consolidación genuina.30
Los periódicos, a pesar de la brevedad del formato y de su aspecto fragmentario e incompleto que solo tenía solución en el momento de completar un tomo, fueron adquiriendo prominencia en el espacio público de opinión. Sin embargo, lo que nos interesa subrayar es que adquirieron una función normativa cuyas proporciones quizás no hemos examinado debidamente. Fueron insinuando su capacidad reguladora de la sociedad colonial; primero, del modo más evidente, como divulgadores de propósitos de reorganización económica en el esquema de subordinación ante la monarquía española. Luego, de modo más sutil, cuando su organización tipográfica y sus secciones temáticas establecieron un ritmo de conversación cotidiana con las gentes letradas de cada lugar. Eso permitió definir los contornos de un público lector que incluía al hacendado que avisaba de la venta de algunos esclavos; a los fieles católicos que podían recordar el calendario de festividades de su credo; a las mujeres patrocinadoras de tertulias; al sacerdote católico con afanes eruditos; a las autoridades virreinales que revisaban y corregían, en lo posible, cada edición antes de imprimir. Así se fueron adhiriendo esos papeles públicos a la conversación cotidiana de los círculos letrados de cada ciudad y cumplieron un papel publicitario en la difusión de los propósitos político-administrativos de la Corona española.
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