Kitabı oku: «El lenguaje político de la república», sayfa 4

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Es cierto que la historia intelectual propone un examen mucho más exhaustivo de formas discursivas y que su entronque con lo político es asunto privilegiado en algunas de sus definiciones;18 sin embargo, la sola revisión del componente discursivo de los periódicos constituye suficiente materia para hacer una reconstrucción muy aproximada de lo que fue un lenguaje político. Como lo han dicho algunos representantes de esa zona de estudios históricos, la historia intelectual proporciona principalmente claves de lectura que permiten descifrar las relaciones de implicación que puede haber entre lo escrito y sus autores, entre los agentes productores de discursos y los procesos de organización de los medios de enunciación de esos discursos, entre esos medios y las condiciones de poder en que esos discursos se producen. Todo eso constituye, a nuestro juicio, un momento histórico del lenguaje político en que predominan ciertos individuos, ciertos temas, ciertas formas de comunicación y ciertos recursos retóricos.

La importancia concedida al lenguaje en la comprensión de los procesos políticos es uno los aspectos esenciales de la historia intelectual. Por distintas vías y con el empleo de diferentes léxicos, autores emblemáticos como Michel Foucault o como John G.A. Pocock, han examinado el vínculo de estructuras sociales y materiales con la aparición e institucionalización de ciertos lenguajes que son, a su vez, resultados de unas condiciones discursivas que imponen determinadas reglas y posibilidades de enunciación.19 Esa sensibilidad por el lenguaje y por las condiciones o reglas que inciden en la vida de la polis ha tenido un tratamiento sistemático en la historiografía política francesa, con una derivación afortunada en las contribuciones de François-Xavier Guerra.20 En esta investigación hemos pretendido demostrar que en la prensa americana de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX hubo una elaboración colectiva de un lenguaje político que informa de las condiciones de funcionamiento del régimen político. Ese lenguaje estuvo hecho de unas prácticas predominantes de comunicación plasmadas principalmente en el periódico, concebido por los agentes políticos de la época como uno de los medios más eficaces, sino el más eficaz, para las urgencias de la conversación pública cotidiana.

La invención de ese lenguaje no fue un hecho espontáneo ni un hecho estilístico surgido de la nada. La escritura de la prensa se basó en los conocimientos acumulados de los redactores de periódicos —los “escritores públicos” o “publicistas”— que poseían unos conocimientos jurídicos, teológicos y retóricos obtenidos según los cánones ilustrados y católicos. Trataron de escribir según el orden de la razón y con base en evocaciones de elementos propios de una educación que les había permitido hacer analogías entre el momento que vivían y otros semejantes en la historia de la humanidad, de ahí el inventario de imágenes, metáforas y frases provenientes de las experiencias democráticas en la Roma y la Grecia antiguas. La recuperación de un republicanismo antiguo hizo vigentes unos conocimientos histórico-políticos que sirvieron de guía en la imaginación de un nuevo orden a partir de la crisis monárquica de 1808. Los periódicos que nacieron en esa primera mitad de siglo, y con mayor insistencia hasta la década de 1830, estuvieron fácilmente poseídos por autores y obras que evocaban ese mundo antiguo que puso a funcionar ciertas ideas de democracia.21

¿Cómo hemos llegado a esta constatación? Los historiadores leemos periódicos que suelen tener, para nuestras indagaciones, un valor referencial. Pero solemos olvidar que esos documentos son, ellos mismos, unos hechos históricos, productos de la acción y del pensamiento, expresión de las relaciones entre los individuos. Esta vez no hemos tomado los periódicos de una época como un recurso documental para indagar por algo externo a los periódicos mismos; ellos no han sido dispositivos para indagar por otros hechos históricos porque ellos han sido, esta vez, el hecho histórico que hemos querido comprender. En esta ocasión era necesario saber qué decían los periódicos, cómo lo decían y por qué. Digamos, entonces, que hemos estado próximos a un análisis textual, a un examen de contenidos y formas, de autores y estilos, de recurrencias del lenguaje y de rupturas significativas en ese lenguaje. La prensa examinada, siguiendo aquellos títulos que juzgamos lo suficientemente representativos de algún estado de evolución de la instauración del periodismo en varios países de la América española, ha constituido para nosotros un corpus textual con su propia historia. Ese largo corpus contiene una historia de fabricación colectiva de un lenguaje de deliberación pública.

También nos hemos detenido, cuando lo hemos considerado forzoso, en elaborar semblanzas biográficas que ayuden tanto a entender trayectorias individuales como tendencias generales. Hemos estado hablando de un mundo letrado compuesto de individuos provistos de legados, prolongadores y transformadores de acumulados retóricos; sus vidas fueron, en buena medida, trayectorias de comunicación, parábolas de una sociabilidad productora y reproductora de los principios de deliberación pública. También pueden verse esas vidas asociadas como resultado y expresión de las disputas por la hegemonía en el campo de la opinión pública, porque fueron las figuras centrales de la afirmación de una cultura letrada que sirvió de fundamento en la instauración de un nuevo orden político. No perdamos de vista que hemos examinado un momento de emergencia y formación de un personal que imbricó sus dotes letradas en la legitimación de un nuevo agente político. Fueron escritores de prensa impelidos por la necesidad de intervenir en el moldeamiento del nuevo orden político y, por lo tanto, escritores de lo político, deliberantes acerca de las condiciones o reglas de funcionamiento de la vida pública. Definidores de la estrechez o amplitud de la discusión pública cotidiana; en consecuencia, creadores de un lenguaje político. Esos individuos dejaron en su obra escrita, reflexiones, definiciones y auto-definiciones. Referirse a ellos en esta obra nos condujo a un ejercicio prosopográfico o, al menos, a esbozos de biografías útiles para explicar el proceso general al que pertenecieron.

El libro

El libro ha sido organizado en cinco capítulos que intentan ser un conjunto narrativo y explicativo de un proceso. Nos pareció indispensable un primer capítulo concentrado en la definición de los rasgos fundamentales de la publicidad en el Antiguo Régimen, especialmente en lo concerniente a la importancia concedida, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII, a la fundación de periódicos con apoyo muy restrictivo de las autoridades coloniales. Este capítulo nos ha servido también para mostrar que algunos esquemas de comunicación utilizados en años posteriores tuvieron emergencia durante estos tiempos de censura monárquica.

La figura del escritor por encargo, sometido a los designios de las autoridades monárquicas fue, en medio de las restricciones, el esbozo de los publicistas oficiales aupados por las autoridades del Nuevo Régimen. El capítulo siguiente es un examen detallado de los procesos legislativos que vivió, en los países estudiados, la libertad de imprenta y a eso le hemos agregado el análisis del sistema de jurados de imprenta. Aquí son evidentes las diferencias sustanciales en la aplicación de la nueva libertad de imprenta, algo estrechamente relacionado con el carácter de la dirigencia política y sus actitudes con respecto al proceso de separación del dominio español. La libertad de imprenta tuvo aplicación desigual, la censura a posteriori estuvo reglamentada y movilizó de modo episódico a notables lugareños que hicieron parte de los tribunales o jurados de imprenta. El capítulo tercero está consagrado a la figura del impresor, un agente social de la política que ayuda a entender las condiciones materiales en que se desplegó un frente publicitario que tuvo relaciones directas con el personal político y, en muchos casos, con el Estado. Nuestra semblanza del impresor y su mundo inmediato es, seguramente, incompleta y ha dependido, en muy buena medida, de las condiciones documentales muy desiguales al respecto y en la que se destacan los acumulados de la historiografía y la archivística en México. Los dos últimos capítulos están concentrados en el análisis del sistema de deliberación pública entre los decenios 1810 y 1830, aunque no faltan menciones explícitas a episodios anteriores y posteriores a ese lapso. El cuarto, en particular, pretende mostrar los forcejeos entre la pretendida opinión oficial y las opiniones particulares, y en la coda de este libro, el quinto capítulo, se detiene en los elementos constitutivos de lo que podemos llamar el lenguaje político de la república.


Diario Literario de México, México, 12 de marzo de 1768.

Fuente: https://archive.org/details/1983280.0001.001.umich.edu

1. Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique (París : Pléiade, 1992 [1835]), 207.

2. Me refiero especialmente a los aportes de Elías José Palti y Carlos Altamirano y, en general, al esfuerzo difusor de la revista Prismas de Buenos Aires. Carlos Altamirano, “De la historia política a la historia intelectual. Reactivaciones y renovaciones”, Prismas - Revista de Historia Intelectual, no. 9 (2005):11-18; Elías José Palti, “La nueva historia intelectual y sus repercusiones en América latina”, História Unisinos, no. 11 (2007): 297-305.

3. John G. A. Pocock, Virtue, Commerce, and History (Cambridge: Cambridge University Press, 1985), 2-4.

4. John G. A. Pocock, Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método (Madrid: Akal, 2012), 101-118.

5. Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia (Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 2007), 205-208.

6. Michel Foucault, L’archéologie du savoir (París: Gallimard, 1969), 61, 167-171.

7. Sobre la importancia excesiva o muy limitada que le concedamos en nuestras historiografías a la Ilustración española y su influjo en las élites americanas y, sobre todo, a la conexión con el proceso de Independencia, ver: Jonathan Israel, Democratic Enlightenment: Philosophy, Revolution, and Human Rights, 1750-1790 (Oxford: Oxford University Press, 2011), 504-534.

8. Veremos más adelante qué tan apropiada es la denominación de escritores vasallos.

9. Quizás sea necesario recordar que se trató de una “Revolución que no incumbió solamente a los notables”, como lo explica ampliamente Isidro Vanegas, La Revolución neogranadina (Bogotá: Ediciones Plural, 2013), 129.

10. “Lo radicalmente nuevo es la creación de una escena pública cuando este nuevo sistema de referencias deja los círculos privados en los que hasta entonces había estado recluido, para irrumpir en plena luz”, François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias (México: Fondo de Cultura Económica, 1993) 13. El historiador Roberto Breña acoge, grosso modo, la tesis de Guerra, sobre todo en lo que concierne al advenimiento de una modernidad que incluye novedades doctrinarias, cambios institucionales y transformaciones en la praxis política, véase Roberto Breña, El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824 (México: El Colegio de México, 2006).

11. Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública (Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1981 [1962]), 125-160.

12. Aquí nos basamos en el prolijo estudio de José Benito Garzón, concentrado en el periodo 1770-1830, en que analiza casi un centenar de acciones colectivas y halla un repertorio común de comportamientos. José Benito Garzón, Cultura política y acciones colectivas contenciosas de los sectores subalternos en el suroccidente colombiano, 1770-1830 (tesis de doctorado, Universidad del Valle, 2017).

13. Clément Thibaud, examinando los principales periódicos neogranadinos de finales del siglo XVIII, habla acerca de cómo contribuyeron esas publicaciones a la difusión de ciertas virtudes políticas Véase Clément Thibaud, Libérer le Nouveau Monde. La fondation des premières républiques hispaniques, Colombie et Venezuela (1780-1820) (Nantes : Les Perséides, 2017), 56-57.

14. En el desciframiento de este primer momento comunicativo, destaco los trabajos de Mona Ozouf, “Le concept d’opinion publique au XVIIIe siècle”, Sociologie de la communication 1, no. 1 (1997): 349-365 y de Jaime Andrés Peralta, Los novatores. La cultura ilustrada y la prensa colonial en Nueva Granada (1750-1810) (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2005).

15. Noemi Goldman, “Legitimidad y deliberación: el concepto de opinión pública en Iberoamérica, 1750-1850”, en: Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850 (Madrid: Fundación Carolina, 2009), 981-1010.

16. Me refiero a lo aportado en algunos de sus ensayos reunidos en François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (México: Fondo de Cultura Económica, 1992).

17. Más por razones prácticas que por asuntos conceptuales de la investigación, decidimos no abordar el examen de la prensa de otros lugares de América Latina. Habría sido interesante detenernos más en lo sucedido en Lima o, también, habríamos podido tratar con mayor detalle la evolución de la prensa en Venezuela. Por ahora, nos parece suficiente la visión de conjunto y el análisis comparado que hemos logrado en este trabajo.

18. Por ejemplo, para Elías José Palti la “nueva historia intelectual” es una renovación del estudio de los lenguajes políticos. Una definición de ese campo historiográfico, se puede ver en Elías José Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado (Buenos Aires: Siglo XXI, 2007).

19. Para ello, hemos tenido en cuenta: Foucault, L’archéologie du savoir y algunos ensayos reunidos en Pocock, Pensamiento político e historia.

20. Nos referimos a François Furet, Penser la Révolution française (París: Éditions Gallimard, 1978) y a Pierre Rosanvallon, Le moment Guizot (París: Éditions Gallimard, 1985).

21. La revolución política como un retorno a los antiguos paradigmas de la organización de la vida pública es examinada en Hannah Arendt, Sobre la revolución (Madrid: Revista de Occidente, 1963) y en Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos (Barcelona: Paidós, 1993). De este último ver especialmente el capítulo titulado “Criterios históricos del concepto moderno de revolución”.

Capítulo 1
La opinión pública en las claves del despotismo ilustrado

La utilidad de los Diarios por sí misma se manifiesta; así por el aprecio que de ella hacen las naciones sabias como también porque en todos los Reinos en que florece la literatura permanecen, aunque hayan tenido algunos contratiempos.

Joseph Antonio de Alzate y Ramírez, Nueva España, 1768.1

Mutaciones en el mundo de la opinión letrada

La historiografía latinoamericana coincide en afirmar que entre 1767 y 1810 hubo cierta homogeneidad en los espacios públicos de opinión de las posesiones españolas en América. En los lugares que nos interesa concentrar nuestro análisis hallamos más semejanzas que diferencias y, sobre todo, la tendencia a una expansión de las formas de comunicación que pasó por algunas innovaciones asociativas y periodísticas. La expulsión de la Compañía de Jesús fue un punto de inflexión en la relación de la Corona con sus posesiones; aunque tuvo un indudable sello autoritario, pareció dar inicio a una etapa propicia para la circulación de saberes y para cierta expansión asociativa en las coordenadas muy estrechas de la gente ilustrada. Unos han constatado, por ejemplo, un incremento del comercio del libro y un ambiente más propicio para su circulación;2 otros, más recientemente, constatan, además de una “renovación del periodismo”, la voluntad de aplicar una política cultural en un variado espectro que estaba ceñida, en líneas generales, a las coordenadas de la moderada ilustración española.3 Eso entrañó la múltiple tentativa peninsular de modificar los estudios universitarios, de proyectar la utilidad de ciertos avances tecnológicos y científicos, de obtener inventarios de los recursos naturales de sus posesiones y, por supuesto, de expandir los beneficios informativos de la prensa.

En los años finales del siglo XVIII, el interés por conocer “papeles públicos” españoles, ingleses, franceses y hasta de otros lugares de América, hizo parte del proceso formativo de una comunidad letrada interesada en la difusión de sus ideales ilustrados.4 Algunos autores explican una mutación en los intereses lectores en el lapso que referimos, en donde se evidencia un paulatino abandono de los libros científicos que tuvieron generoso lugar en los inventarios de las bibliotecas particulares, en los epistolarios de algunos hombres “sabios” y en las citaciones o evocaciones de algunos periódicos pretendidamente difusores de las ciencias útiles para el reino; en relación con la creciente curiosidad por una “nueva ciencia”: la política.5 Es cierto que el ejercicio de la opinión siguió controlado por las autoridades coloniales que otorgaban o no, licencias de publicación y mantuvieron una fuerte censura previa; sin embargo, en medio de ese ambiente estrecho para la comunicación, hubo un tenue pero significativo florecimiento de “papeles públicos” en los que se mezclaron la necesidad publicitaria de la Corona con el interés de algunos escritores por cumplir, a veces de modo obsequioso, una labor de agentes de comunicación de los actos de gobierno y de los propósitos ilustrados de la monarquía.

Algunos historiadores consideran que hubo en esos años una relación ambigua en la que se mezclaron las necesidades de difundir y prohibir, en la que hubo desconfianza y a la vez convicción sobre los efectos de la circulación periódica de ideas. Esa ambigüedad produjo momentos de tensión y represalias como, también, consolidó una incipiente esfera de opinión letrada, exclusiva y excluyente, pero productiva y significativa que se plasmó en la existencia de algunos periódicos que sirvieron para forjar las premisas de la opinión letrada permanente, regular, que fue más ostensible y plural después de la coyuntura decisiva de 1808 a 1810.6

Aquellos fueron años de innovaciones en el espacio público que no podemos desdeñar; marcaron el inicio de un modo de escribir y publicar que se fue volviendo sistemático; sirvieron de exposición permanente de un personal letrado que fungió unas veces de escritor, otras de respetado público lector y, más frecuentemente, fue ambas cosas al mismo tiempo; hicieron palpable, por tanto, la existencia de una república de las letras que conversaba regularmente bajo el impulso de “papeles públicos”, en los que las gentes letradas hallaban sentido a su comunión en el hecho de compartir el uso frecuente y público de la escritura, cuya utilidad en la evolución de los saberes o en la felicidad de un reino parecía indudable.

El periódico se volvió, desde entonces, fundamento de los mensajes y prácticas del pensamiento ilustrado; prolongación en la América española del racionalismo europeo, de sus propósitos civilizadores y, en el ámbito de la dominación ibérica, acicate de los proyectos político-administrativos del reformismo de los Borbones. La inmediatez del periódico relegó la tradicional importancia concedida hasta entonces al libro y contribuyó a los cambios en las modalidades de lectura, porque introdujo, al menos como ideal, un público más amplio que iba más allá del listado de suscriptores, volvió determinante la presencia social de los impresores y fue cimiento de una sociabilidad que condujo a un espacio público más activo, a pesar de las restricciones de la censura previa.

Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, la historia de la imprenta en Hispanoamérica había sido desigual; la llegada del artefacto dependió mucho de la importancia política y administrativa de cada lugar. En el siglo XVI ya había imprenta en los virreinatos de Nueva España y del Perú, pero a la Nueva Granada y al Río de la Plata llegó en el siglo XVIII. Llegó primero adonde había más riquezas naturales, más población indígena y más urgencias de proselitismo religioso católico. La necesidad de establecer comunicación con las comunidades indígenas en sus diversas lenguas, volvió apremiante el traslado de talleres de imprenta o la elaboración de rústicos mecanismos de impresión; los primeros impresos en Nueva España fueron realizados por las congregaciones religiosas y consistieron, en lo fundamental, en obras didácticas bilingües cuyo propósito primordial fue el adoctrinamiento religioso. A eso se agregó, otra vez en el caso de Nueva España, la existencia de una universidad por Real Cédula de 1521. Necesidades semejantes hicieron posible el establecimiento de la imprenta en Lima. La primera máquina llegó a Nueva España en 1535, por el empeño de los franciscanos; los jesuitas fueron los baluartes de la instalación de una imprenta en Lima en 1581.7 Digamos que hasta bien entrado el siglo XVIII, la imprenta fue el instrumento de la publicidad religiosa católica.

En el caso del Río de la Plata suele mencionarse la probable existencia, entre fines del siglo XVII y comienzos del siguiente, y más por invención que por importación, de una primera imprenta al servicio de las labores evangelizadoras de los misioneros jesuitas en las regiones del Alto Paraná y Alto Uruguay. A este hecho remoto le siguió la instalación de un taller de imprenta donde ya había alguna tradición universitaria, también bajo patrocinio jesuítico; se trata de la imprenta que arribó a Córdoba y comenzó a funcionar en 1766, en vísperas de la expulsión de la Compañía de Jesús. La salida de los jesuitas causó su clausura temprana, casi su olvido, bajo custodia de los franciscanos hasta que a un virrey tenido por humanista se le ocurrió recuperarla y trasladarla a Buenos Aires para resolver de una vez dos problemas: proporcionarle recursos a un orfanato y publicitar las presuntas bondades de la monarquía. Así nació la Real Imprenta de Niños Expósitos en Buenos Aires, de donde salieron los primeros periódicos conocidos: El Telégrafo Mercantil (1801 y 1802) y Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807).8

La imprenta se estacionó relativamente tarde en el Nuevo Reino de Granada. No hay una larga historia que contar al respecto. Nada que se compare con la tradición impresa en Nueva España o en Perú. Hay una mención, difícil de verificar, de la poco probable llegada de una imprenta a Popayán en 16699 pero, ocupándonos de cosas ciertas, debió llegar por primera vez en 1737, con los jesuitas, e irse también con ellos treinta años más tarde, cuando los expulsaron de América. En 1773 pudo haber un uso marginal de alguna pequeña imprenta en Cartagena y, en definitiva, es en el decenio siguiente que se instala un taller en Bogotá, bajo el auspicio del virrey Manuel Antonio Flórez, funcionario interesado en crear un ambiente intelectual propicio para el proyecto reformista borbón en territorio americano.

La segunda mitad del siglo XVIII señala mayores afinidades en las colonias americanas. La imprenta se volvió un artefacto importante para el proyecto ilustrado, pero su uso tenía que estar moderado por las autoridades coloniales; la publicidad del Estado monárquico acudió a la multiplicación de impresos y, en su mayoría, a hombres sin vínculo con comunidades religiosas para que cumpliesen tareas publicitarias. Los responsables de los periódicos eran unos agentes solícitos —esa es la apariencia— dispuestos a administrar el taller y a redactar “papeles públicos” ceñidos a la férrea censura previa y a la vigilancia de los funcionarios delegados por la monarquía. La relación debió tener algo de conveniencia mutua: la Corona necesitaba ampliar su esfera de influencia en el nuevo continente y a unos letrados con alguna experiencia publicitaria les animaba asumir tareas tutelares en la sociedad colonial. El periódico propició la síntesis de ambiciones, lo que inauguró unos procedimientos de autorización para imprimir y fijó unas condiciones de existencia de un incipiente espacio público de opinión medido por la aparición periódica de “papeles públicos” rubricados, al final de cada entrega, con el sello de superior licencia.

Este capítulo pretende examinar ese momento de mutación del espacio público de opinión, según lo que hemos hallado en la lectura de los más destacados periódicos de la época en varios puntos de las posesiones españolas en América. Con la intención de comparar y sintetizar, hemos leído periódicos de Lima, Buenos Aires, Ciudad de México y Santafé de Bogotá, entre 1767 y 1808. Hemos puesto limen en 1808 porque suponemos, como suponen otros, que a partir de ese año inicia una etapa muy diferente en la historia de la opinión pública y, quizás más precisamente, en la historia de la cultura letrada en Hispanoamérica. Tres asuntos nos parecen dignos de examen: los periódicos, la sociabilidad y el lenguaje. A cada asunto lo acompaña un supuesto: los periódicos debieron ser un hecho publicitario y escriturario relativamente novedoso por sus ritmos de producción, por su formato, por sus destinatarios. La sociabilidad, así fuese, insistimos, en el ámbito distinguido de una élite letrada y bajo los códigos jerárquicos del despotismo ilustrado, tuvo cambios conexos en las modalidades de intercambio entre los individuos. Nuestra última conjetura es acerca de quienes administraron el lenguaje vertido en los rígidos moldes de la prensa, escritores subordinados a las autoridades coloniales, pero, de todos modos, situados en un lugar privilegiado de enunciación. Empecemos el examen.