Kitabı oku: «Condenados», sayfa 5
7. Antípodas de realidad
Siendo las ocho y media de la noche Leopoldo entró en uno de los recintos protocolarios del Palacio de Nariño ubicado en el primer nivel, el salón Luis XV. Levantó las cejas al ver el cuadro del masón Juan José Nieto Gil, el único presidente colombiano de origen afroamericano que ha tenido el país y que participó en la Guerra de los Supremos, guerra cuyas consecuencias fueron las constantes pugnas políticas entre los extintos partidos Liberal y Conservador. Se detuvo un instante frente al retrato y reparó en la imagen: observó con detenimiento que Nieto tenía la nariz recta y ancha igual que la de Guillermo. Este último miraba a su secretario con mutismo desde una silla. Casi nunca coincidían en dicho lugar, el presidente a veces pasaba de largo y otras veces entraba a ver otro retrato, el del expresidente Rafael Reyes a quien admiraba por construir la primera carretera del país y desarmar a la población civil entregando el privilegio del porte de armas al Estado. Además, a Guillermo le gustaba estar dentro del salón porque allí se sentía un verdadero soberano y el ensimismamiento que le regalaba dicho lugar le permitía concentrarse en los asuntos más críticos del gobierno, como sucedía en ese instante con el tema de las cartas.
Dejó de mirar a Leopoldo y, mientras balanceaba su celular, observó meditabundo por enésima vez el mensaje caído del cielo. Su mente saltaba del bíblico Caín a su madre y de allí a su hermano, y luego hasta su hermana. Y en el siguiente salto caía en los brazos de Marion. En cada brinco sentía un vacío en medio del pecho como si cada bote lo hiciera sobre un precipicio. El embeleco le duró hasta sentir el taladro silencioso de la mirada de Leopoldo. Levantó la mirada y arqueó una ceja en forma de saludo. Leopoldo suspiró hondo.
—Creí que ibas a mover el óleo de Juan Nieto hacia el salón de los expresidentes.
—Mejor no. Está acá como acto de reconocimiento y reconciliación, un acto que corrige el error infame que causaron mentes corroídas por el racismo. Y en estos días de impopularidad sería pecado sacarlo del salón. Además, este salón acoge a los visitantes más ilustres que llegan al país y es bueno que ellos se den cuenta, por su propio ojo, que en Colombia respetamos las diferencias y enaltecemos nuestra historia. No somos un país de godos como dicen muchos.
Con un leve ademán, Leopoldo aplaudió la respuesta y se acercó con una tableta. La pantalla mostraba una imagen con nubarrones negros en el cielo. El presidente no entendió qué pretendía su secretario hasta que posó la mirada en la esquina superior derecha del monitor; extrañas nubes parecían tener la forma de dos jinetes.
—¿Qué es?
—Una fotografía de la tormenta que se avecina.
En ese momento unas gotas gruesas de lluvia viajaron a más de treinta kilómetros por hora hacia Bogotá, en segundos la temperatura de la ciudad disminuyó once grados y una bruma gris se esparció sobre los cerros, el perfume de lluvia cabalgó encima de una ráfaga de viento que entró por las ventanas y llegó hasta el salón Luis XV. Olor a petricor, un sugestivo aroma de tierra, pasto, pavimento, musgo y flores mojadas. El aire bufó y en pocos segundos se descargó un chaparrón arrastrando pequeños pedruscos de hielo.
—La fotografía fue tomada por una joven. La subió en la web con el título: los jinetes del apocalipsis cabalgan los cielos de Bogotá.
Leopoldo se sentó en el costado opuesto de Guillermo. El secretario se veía inquieto, algunas gotas de sudor perlaban su frente y le caían por la cara. Era lo más cercano al llanto, puesto que cuando era niño perdió los lagrimales en un accidente de tránsito, razón por la que cada cinco días tenía el aspecto de un mapache. Sacó un pañuelo y se secó el rostro, luego miró al presidente y cruzó los brazos.
—No es nada. Vemos lo que queremos ver o lo que nuestros cerebros tienen programado. Es un fenómeno psicológico llamado pareidolia. —Leopoldo se sorprendió por la tranquilidad de Guillermo y por la muestra de conocimiento, el presidente manejaba términos ajenos a su práctica laboral con los cuales a veces lo descrestaba—. No importa lo que le digamos a la gente, están sugestionados. Seguirán viendo señales en todos lados. —Guillermo elevó la voz por encima del golpeteo del granizo.
—Deberías salir en televisión y dar un mensaje de calma.
Leopoldo se levantó de la silla y caminó errático por el salón, pasó delante del retrato del estereotipado conservador Carlos Holguín Mallarino y le disparó con la mirada. Leopoldo nunca se tragó que dicho expresidente en 1892 le hubiera regalado de manera ilegal el tesoro Quimbaya a la reina de España. Mientras le miró la barba de chivo le asaltó el deseo de dibujarle cuernos en la cabeza y escribirle rufián en la frente, lo que le hizo soltar la tensión en la quijada y proferir una sonrisa sardónica, acto que en el pasado hubiera sido aplaudido por muchos liberales. Sin detenerse mucho tiempo siguió hasta posarse frente a la puerta del salón. El reflejo distorsionado de su rostro en los cristales de la puerta le enseñó una nariz angulada como el pico de un ave y le causó risa. Abrió los ojos y la boca exagerando cada movimiento hasta que sus cejas desaparecieron entre las arrugas de la frente y la úvula floreció en el fondo de su boca como una estalactita rosada. En ese punto, la imagen no le pareció chistosa. Su fisonomía esperpéntica representaba el grito de un monstruo. Estaba convertido en un adefesio. Guillermo lo observó sin que le pareciera graciosa la pantomima del secretario y se puso a su lado.
—La realidad es una ilusión mental —agregó Leopoldo—. En las calles, la gente puede estar imaginándose cien mil cosas frente a esas putas cartas. Les pregunté a tres de mis asistentes qué pensaban y sus respuestas fueron como la imagen deforme que apareció en la ventana. La gente no es consciente de la realidad hasta sufrirla en carne propia. Tienes razón, Guillermo; debe haber gente con miedo y el miedo mata.
—Mi querido amigo, ¿tú también?
—Te das cuenta de que, si en verdad es el fin del mundo, no podemos hacer nada.
—Leopoldo, no es el fin del mundo, solo es una amenaza. Una extraña amenaza.
—¡El fin! —El secretario palideció.
—¡No! Si fuera así, ¿por qué inició aquí? Otros países tienen peores índices de maldad. Te confesaré algo, creo que esto es obra humana, las condiciones están dadas para que la gente sienta miedo. Esto es un ataque terrorista psicológico de gran escala. Tal vez ahora no tengamos respuestas de lo que está sucediendo, pero las tendremos y llevaremos ante la justicia a los responsables.
—Señor presidente, por favor salgamos de aquí, estar cerca de Mallarino me da escozor. Mejor vamos a la sala de prensa a ver qué dicen en las noticias.
Salieron del salón y pasaron por un costado del Patio de los Novios y caminaron hasta el fondo. Una vez en la sala de prensa, Leopoldo Azcón cogió el control remoto del televisor y hundió la tecla de encendido. En segundos apareció la imagen de un reportero en medio de una calle blanca, que entrevistaba a una morena de ojos apagados y boca ancha vestida de carmesí. El contraste de los colores y la nitidez del monitor hacían que ella saltara de la pantalla. Se veía tranquila y sonreía al hablar.
—Vaya, y pensé que teníamos control sobre las noticias. Al fin de cuentas Raúl falló con la tarea.
—Los noticieros son propiedad de empresas extranjeras, no es como antes, que teníamos el dominio por ser los dueños.
—Bendita globalización.
—A veces las noticias pesan más que los intereses del Estado, señor. Raúl es un buen ministro, aunque le falta determinación.
—En fin, lo hecho, hecho está. Miremos las noticias. —Callaron para mirar con detenimiento a la entrevistada—. Ella nos da ejemplo, así deberían estar todos y dejar a un lado el chisme y la superstición.
Leopoldo subió el volumen. La voz dulzona de la mujer surgió por los altoparlantes: “Se lo merecen, si el gobierno no hace nada que lo haga Dios”. Luego la imagen brincó y un tendido de líneas negras llenó el monitor dejando en el ambiente un zumbido eléctrico molesto. Leopoldo apagó el televisor. Guillermo hizo una mueca de desagrado y le echó una mirada de negación a Leopoldo. Durante todo el día se había desatado una oleada de críticas sobre el desamparo de la sociedad frente a la delincuencia común (Caín para los medios de comunicación). Todos se echan la culpa, la policía se lavaba las manos diciendo que hacían su trabajo, pero los ladrones eran liberados por los jueces, los jueces indicaban que acataban la ley, el Congreso decía que era un asunto complicado y no daba más comentarios entendiendo que la situación era un tema del presupuesto de la Nación: “La cárcel no es la solución”, decían, pero no tomaban otro dictamen que diera una solución y dejaban la población a merced de los delincuentes. Nadie tomaba decisiones y, al final, todas las miradas apuntaban hacia el máximo jefe del gobierno. Guillermo había tocado el tema hacía dos meses. Los asesores les mostraron las cifras, el costo de manutención de los presos estaba por las nubes, existían 135 cárceles y no podían hacerse más, y tampoco podían contratarse más trabajadores en el INPEC que tenía un déficit de personal de más de dieciséis mil personas, todo esto debido al hueco fiscal heredado del mandato anterior. La posición de Guillermo era que el sistema carcelario había que reformarlo, había niveles altísimos de alcahuetería, burocracia y soborno inmanejables, y por ello solicitó al Congreso, como primera medida para aliviar el gasto, que analizara la posibilidad de trasladar los cobros del sustento penitenciario a los reos o sus familias, y quienes no pudieran pagar, lo harían con trabajo mientras estuvieran confinados. La idea era buena, pero difícil de implementar.
—¿Leopoldo, qué opinas de lo que dice la entrevista?
—A los malos los prefiero muertos —respondió con indolencia.
—La época de la Inquisición ya pasó, son humanos.
—Son escoria.
Guillermo hizo una inflexión de desacuerdo y se rascó la cabeza.
—Pero si en verdad sucede, y el vaticinio se hace realidad ¿qué pasaría?
—No es un problema, señor.
—¿Por qué dices eso?
—Yo lo veo como un ahorro. Si es un castigo divino habrá que ir a misa y darle gracias a Dios porque nos ahorraremos mucho dinero, al menos once millones por delincuente al año, ¿se lo imagina? Si un hijo de Caín en promedio se queda preso diez años, nos ahorraríamos ciento diez millones, multiplíquelo por la cantidad de criminales. Con ese dinero podríamos hacer universidades y hospitales.
—Entonces, ¿le pones precio a la vida de una persona? Por favor… debes escucharte.
—Todo tiene precio así suene a dictador. No hablo de una persona del común, de un trabajador responsable que se gana la vida sin hacerle mal a nadie, tampoco hablo de un estudiante que se quema las pestañas por salir adelante o de una ama de casa que cuida de su hogar con esmero y hace la cena con amor para congregar a su familia cada noche. Hablamos de un criminal que mata, viola, roba o extorsiona, un bandido al que no le duele hacer el mal y que le cuesta a nuestro sistema carcelario once millones al año. Sin contar el costo de los daños causados por los crimines realizados y la tasación de los daños y perjuicios inmateriales. —Azcón hizo una pausa y esperó a que el ardor que sentía en las venas se desvaneciera—. El problema real es que la justicia se vería inutilizada. Sería un golpe a la institucionalidad.
El presidente levantó una ceja y llevó la mano a su barbilla. El secretario tenía razón, la justicia se vería inutilizada, ¿hasta dónde llegaría la amenaza? Sin especular mucho se podía intuir que la situación, de ser cierta, menoscabaría todos los estratos sociales. El hecho quebrantaría la paz y la seguridad de todos los ciudadanos.
—Leopoldo, ¿qué crees que pasará?
—Nada señor. Lastimosamente no pasará nada. Y si pasa algo, que es improbable, les pasará a los malos… Caín lo fue. Sería un milagro que entre los malvados se libre una guerra y se aniquilen sin que haya daños colaterales en la infraestructura del país y que no mueran inocentes.
—Menudo problema tenemos. Hablas como si en verdad no fuera a pasar nada. Te quedas corto con tus apreciaciones, los efectos colaterales pueden devastar al país, ¿no lo ves? Ya está ocurriendo, el miedo tiene a la gente atrincherada en las casas.
—Señor, soy un creyente y le puedo asegurar que los mensajes no son un milagro. Pongo mi mano en el fuego y doy por hecho que nadie morirá como lo vaticinan; Dios no mata y no manda amenazas en cartas. Tampoco existe una persona o un grupo delincuencial tan poderoso que mate en un solo día a todas las personas señaladas.
—Apuesto mi sueldo a que, si algo ocurre, cambiarías de parecer.
—Señor presidente, los mensajes no me preocupan, eso es ficción. El verdadero problema que tenemos es la falta de apoyo del Congreso.
8. El cambio de Ana
Ana Pontefino ingresó en el cuarto de baño para desmaquillarse, aplicó en el rostro unas gotas de aceite de argán y las esparció en círculos sobre las mejillas con la yema de los dedos. Esa noche estaba rota y no sabía por qué, no era como las anteriores. Ya fuese por la angustia que le provocaba la enfermedad de su madre o por la insatisfacción que le producía dar clase a un montón de jóvenes universitarios a los que consideraba flojos por desconocer la ecuación de Dirac. Por más que se afanara en hacerse entender terminaba perdiendo la paciencia con los estudiantes y regresaba frustrada a casa; ya había agotado todas las herramientas pedagógicas posibles y estaba a punto de renunciar. Las aulas de clase no eran para ella y desde hacía semanas sentía que estaba incompleta. Esa frustración le molestaba sobremanera y creía que las mismas circunstancias serían menos incómodas si residiera en Europa. Recordó una frase de uno de sus personajes favoritos y sonrió, tal vez él tenía razón. Para obtener resultados diferentes había que pensar diferente. Se miró en el espejo y se dijo así misma: “¿Cómo me deshago de esta mujer?”. Entonces hizo algo inusual, se desnudó. Detalló la altura de sus senos y la ubicación de sus pezones marrones. Se giró para verse la espalda limpia de lunares y con ambas manos se apretó con fuerza las nalgas. “Si no fuera por el culo y las tetas diría que soy un hombre. Qué mierda con este rostro andrógino que me dio la naturaleza. No debí llamarme Ana sino Tiresias. No volveré a cortarme el pelo”. Se puso de lado para detallar la saliente de su vientre; sacó de un cajón una cinta métrica, midió setenta y siete centímetros. “¡MIERDA! Creció cuatro centímetros… benditos pasteles de arequipe. Me estoy engordando y eso a Juan no le gustará, al menos mi trasero sigue firme y redondo”.
Ana regresó a la posición inicial no muy satisfecha con la autoevaluación corporal y detalló su rostro. El aceite hizo su efecto, su semblante se veía más relajado. Apagó la luz y dio unos pasos hacia atrás; su espalda tocó el pecho de otra persona. En un segundo pasaron por su mente todas las historias de fantasmas que ocurrían en casa de su madre y gritó. Su instinto la hizo brincar y empuñar las manos, se giró con furia dispuesta a golpear…
—Tranquila, amor, tranquila, soy yo. —Ana respiró hondó y aflojó los puños y la quijada. Juan Pacheco llevó las manos en alto—. Perdona, no quise asustarte. —Ana no respondió, aún no recuperaba el aliento y respiraba con agitación. Juan la abrazó y le besó la frente con ternura—. ¿Qué hacías?
—Nada, me desmaquillaba. Sabes, creo que fue una mala idea córtame el pelo. Me he masculinizado.
—A mí me gusta verte así. Te ves diferente.
—¡Diferente! Lo sabía, te odio, ¿por qué no me dijiste que quedé fea?
—No, qué dices, me gusta cómo te queda. Además, sabes que prefiero llevar mis ojos hacia otro lado. —Juan movió la mano y le agarró una teta.
—Suelta, no empieces, eres un mal esposo por no decirme la verdad. Me ves fea y prefieres bajar la mirada para cogerme las tetas. Malo, eres muy malo. Yo acepté que roncaras como locomotora y nunca te he cogido el pene para que te calles.
—Es muy buena idea. Para la ronquera no hay mejor remedio. De pronto dejo de roncar para montarte.
—Jaja, jaja. Mijo, qué le dieron en el trabajo.
Juan sujetó a Ana por la cintura y estrechó su cuerpo contra el de ella.
—Dejemos de hablar. —Ana sonrió—. Te amo.
En todo el mundo solo otro hombre había sido tan aplicado en el compromiso nupcial, su padre. Juan se hundió en la mirada de su esposa.
—¿Qué ves cuando miras mis ojos?
—Veo a tu papá.
—¿Qué…?
—Tienes los mismos ojos de él. Tu genética sacó lo mejor de tus padres.
—¡Sí, claro! Mírame bien, tengo la quijada recta como la de un hombre.
—Linda, no te quejes. Modelos de revista matarían por tener tus facciones.
Ana se quedó pensativa, tal vez su esposo tenía razón. Está de moda las imágenes de hombres con maquillaje de mujer y chicas semidesnudas con cabeza rapada que dejan muchas dudas sobre su sexo. En todo caso, al verles no se puede decir qué género tienen. Ana, al llevar el pelo tan corto se incluía en esa categoría de personas que hechizan a los medios contemporáneos.
—¿No ves nada extraño en mi rostro?
—Solo un poco de miedo. —Juan sonrió—. Eres una miedosa, ¿qué tienes?
Ana se zafó y caminó hacia la cama.
—No sé. Debo estar cansada. Ahora dejé a mamá en la clínica. Los exámenes salieron bien, sin embargo los médicos quieren dejarla en observación.
—Amor, ya lo hablamos. —Ambos se miraron con nostalgia—. Sé que no es fácil… es mejor aceptar que los días de tu mamá están contados.
—Sí, lindo, ella merece descansar. Solo que es agotador lidiar con los estudiantes y luego salir corriendo para el hospital y verla tan frágil. En la universidad algunos miran más mi trasero que lo que escribo en la pizarra. A veces siento que pierdo el tiempo.
—No los culpo. Yo haría lo mismo. —Juan se acercó y la estrechó con sus brazos, la miró fijamente a los ojos y dejó caer las manos por la espalda.
—Suéltame, no más Juan. Estamos hablando. —Él la soltó mientras se mordía los labios, aún sentía en su mano derecha el voluptuoso volumen del seno izquierdo de Ana.
—Te lo advertí, vivimos en otra cultura y en otra época. Los estudiantes no son como éramos nosotros. Tenemos que desgastarnos más para que aprendan. Usan uno de los cientos de wereables del mercado, una cámara de realidad aumentada o leen un hipertexto y ya está, tienen toda la información en línea y en 3D. No podemos motivarlos con palabras a que descubran secretos en los números si todo el tiempo se exponen a estímulos visuales incontenibles como el firme y redondo trasero de la profesora.
—Eso es porque la mayoría son holgazanes y libidinosos. Facilistas es lo que son.
—No seas tan dura, son estudiantes de tercer semestre. Algunos no han superado la pubertad y todavía tiene las hormonas calientes. Están biches, no entienden la importancia de tener una profesión, incluso muchos deben estar inseguros de la carrera que eligieron. Ana, ten en cuenta que los jóvenes de ahora son… más prácticos. Estudian menos y sacan mejores notas.
—A mí no me sacan buenas notas, nadie pasa de tres con cinco.
—Les exiges más de lo que debes… —Juan hizo una pausa para tomar aliento y con la mirada se la comió a besos. La frustración de Ana siempre se alojaba en los labios con una mueca de niña de ocho años similar a la que hace cuando tiene un orgasmo—. Linda, percibo que al ver las caras núbiles de tus alumnos viajas al auditorio que precedía tu profesor favorito de matemáticas. Ten presente que tus alumnos no tienen un IQ de 170.
Ana abrió los ojos como gesto de protesta.
—Juan, les enseño para que se exijan y den más de lo que pueden dar. La educación no se trata de ir en busca de la ciencia cultivada por otros, cualquiera puede abrir un libro e instruirse. Ellos deben explorar sus mentes y generar conocimiento con bases sólidas, bases que yo llevo como regalos al aula de clase. Pero no lo hacen, aprenden como loros, ¿sabes por qué? … Porque prefieren rumbear, beber y follar. Queman más energía pensando en sus parejas que en mi asignatura.
—Amor, no generalices, debes tener alumnos dedicados, serios y comprometidos. Según leí en una revista académica, en cada semestre debe haber por lo menos diez nerds ávidos de conocimiento que se avergonzarían de ver tu trasero. —Juan se mordió el labio y observó la expresión de inconformidad de Ana. La chispa palpitante en la mirada de Juan le insinuaba a su esposa que quería llevársela a la cama; sin embargo, conociendo las buenas intenciones de Juan, Ana no mostró ningún código de aprobación, le dolía el cuerpo y necesitaba descansar. Se miraron en silencio y él entendió que esta noche no habría sexo—. Entonces, ¿eso es lo que te mortifica? Que tus competencias como docente se quedaron cortas con tus estudiantes.
—No lo es… o tal vez. Amo la docencia, aunque solo me entiendan la mitad. Creo que todo esto es por mamá. Ya acepté que se marche, pero cada vez que pienso en ello se me salen las lágrimas.
—¿Qué le pasó? De verdad dime cuál es su estado de salud, ¿se agravó?
—Mery dice que enloqueció al ver la lluvia de cartas. Le aplicaron un medicamento para calmarla y reaccionó mal. Le produjo bradicardia y casi le da un infarto.
—¿Ya está mejor?
—Está estable. Sin embargo, como te dije, los médicos la dejarán en observación.
—Pobre, en este mes se ha desmejorado mucho. Ojalá pudiéramos hacer algo, ¿Guillermo lo sabe?
—Claro que lo sabe. Gabriel lo llamó y no le prestó mucha atención. El país lo convirtió en un apestoso ogro. Le interesa más su trabajo que la salud de mamá.
—No es eso. Parece que tiene un caparazón de piedra, pero es un hombre muy sensible, y tú lo sabes mejor que nadie. Lo que sucede es que él debe seguir resentido. Los tres no han hecho las paces. Ya es hora de echarle tierra a esas discordias que no conducen a nada bueno. Lo que pasó, ya pasó y son familia, ojalá yo tuviera al menos un hermano.
—Todos estamos resentidos y todos tenemos por qué estarlo. Me da lástima porque él no conoce toda la verdad. Hoy Gabriel me dijo que está muy preocupado por cosas que mamá le contó.
—¿Gabriel preocupado? Pero cómo; eso sí es una novedad. Ese hombre cada vez que se preocupa se acaba el vino de consagrar y ya está… otra vez como si nada, ¿se le acabó el vino?
—No, y no digas eso, solo dos veces tomó de esa manera. Le pregunté qué le preocupaba, pero se negó a contarme. Creo que es algo que mamá le confesó en algún momento de conciencia.
—Gabriel no debería ser su confesor.
—Pienso igual; según él, los nuevos cánones lo avalan en condiciones extremas.
—Si sabe algo no lo dirá para no quebrantar el sigilo sacramental.
Juan encendió la televisión mientras ella se tumbó en la cama y acomodó la almohada entre los muslos para indicarle a Juan que podía montarla… Juan no la vio.
—Lindo, todo el mundo habla del mensaje. Mejor apaga la televisión, hay mejores cosas para hacer. —Sus tonificados muslos apretaron la almohada y su ingle sintió una ligera corriente eléctrica palpitar entre las piernas.
—Es la noticia del momento, además quiero enterarme un poco más sobre los daños de la tormenta solar. —Juan seguía mirando los videos de aficionados realizados cuando cayeron las cartas. El efecto caleidoscópico era indescriptible, mejor que juegos artificiales. Ana tensó los muslos y sintió impaciencia en la entrepierna, una nueva ráfaga de energía la atravesó dejándole una sensación de suaves pulsaciones en medio de los labios.
—Hombre, te digo que hay mejores cosas qué hacer.
—Amor, no lo sé. A esta hora ya debió terminar el juego de la NBA, seguro los Lakers ganaron, este año ganarán las finales. —Ana sintió rabia y se dijo a sí misma que él se lo perdía. Sacó de un tirón la almohada y la tiró con ira hacia un rincón de la habitación—. Linda, ¿pasa algo?
—Nada, no pasa nada, eso es lo que pasa. —Ambos se quedaron callados—. Pacheco, ¿tienes alguna idea de lo que está pasando?
—¿Estás enojada?
—No… ¿por qué lo dices?
—Siempre me llamas por el apellido cuando te enojas.
—No es nada, deben ser los electrones cósmicos que afectan mi hipotálamo o esas putas cartas que tienen locos a todos. Entonces, ¿nadie sabe de dónde vienen y a qué se refieren?
—Amor, hay indicios de que es terrorismo psicológico. Están trabajando en ello. Tú sabes que no le doy importancia a esas cosas. Y hasta donde supe tu hermano tampoco.
—La amenaza de las cartas es real, tan real como la tormenta solar.
—¿Por qué lo dices?
—No estoy segura, es una corazonada.
—¡Un científico con corazonadas! Eso sí que es raro…
—Las corazonadas son secretos decodificados por el inconsciente sin que la razón aún los acepte. Wolfgang Pauli tuvo una corazonada cuando experimentó con la radiación beta y los resultados contradijeron el principio de conservación de energía, y así predijo la existencia de los neutrinos. Y por cierto, hablando de neutrinos, el Super-Kamiokande detectó una ráfaga de neutrinos con energía superior a diez mil teraelectrovoltios, indicio de que estas partículas vienen de un lugar extremadamente lejano del universo.
—¿Eso tiene alguna relación con el comportamiento del sol?
—Es improbable, al menos hasta hoy no se ha descubierto que los neutrinos puedan estimular el campo magnético de las estrellas; ¿hablaste con mi hermano?
—No, hoy estuve revisando los nuevos proyectos que quiere llevar el ministro de Medio Ambiente al Congreso. Mañana me reuniré con Guillermo. Hablé con Leopoldo… ese pobre sí está asustado. Le exaspera que Guillermo esté tan tranquilo con el tema de los mensajes. Leopoldo está impactado, no me extrañaría que en este momento esté escribiendo su testamento.
—No me extraña, qué puede esperarse de un ermitaño que duerme en una habitación con cien cruces de palo para evitar (según él) a cien demonios que escupen fuego.
—No lo juzgues tan duro. Vive como lo criaron sus padres.
—Lo comparo con un extremófilo capaz de vivir en condiciones intolerables para los humanos. ¿Recuerdas cuando nos invitó a cenar…?
—Cómo olvidarlo, no soportaste el olor a canela de las varitas aromáticas.
—No solo fue por eso; fue el conjunto de todas esas imágenes, los aromas y la oscuridad, ese hombre vive en una cueva sucia llena de telarañas, los lugares donde no olía a canela hedían a vejez y humedad. Tiene la casa en ruinas.
—Mejor no hablemos de Leopoldo.
Ana se sentó, cogió la almohada de Juan y la puso en el espaldar de la cama. Luego tomó un libro de la mesa de noche y lo abrió por la mitad. Juan leyó en la tapa: Rey Jesús - Robert Graves.
—¿Y ese libro?
—Se me quitó el sueño… —Juan la miró con ojos de burla y ella lo notó con mirada periférica—. Es para matar la ignorancia.
—¿No que eras alérgica a esos temas?
—¡Ja ja! Lo soy, pero es hora de encarar mis contrariedades. Un buen científico no solo se hace preguntas de las cosas que no entiende, las estudia para entender si está o no equivocado.
—Ana, ¿qué piensas del mensaje?
—No pienso nada y precisamente por eso hoy discutí con Gabriel. Él dice que hubo un milagro. Dijo que antes de apagarse el sol, del cielo salieron rayos y centellas; que ese tipo de cosas solo provienen de Dios. Yo también vi el fenómeno y le respondí que fue un efecto de luces y sombras causadas por la cantidad y por la composición química de las cartas, el ángulo de incidencia de los rayos de luz y el movimiento causado por el viento. Si yo fuera Dios hace mucho que hubiera matado a todos los malos de este planeta y no me pondría en el trabajo de avisarles. O cambiaría la órbita de Ate para que diera contra el planeta. Pero como no soy Dios y no creo que exista, estoy segura de que algún excéntrico millonario lo hizo para burlarse de la ignorancia de todos en este país.
—Ana, ¿cómo así que matarías a los malos del planeta? ¿Desde cuándo piensas así? Esa Ana no es la Ana con la que me casé.
—Es la Ana que tienes ahora, para qué me trajiste a vivir en este horrible país donde todos los días hay crímenes y la gente sigue sus vidas como si nada. Conservaría mi candor si nos hubiéramos quedado en Neubau.
—¡Ana! Este también es tu país.
—Somos el producto de la sociedad. El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. —citó a Rousseau con tono de sarcasmo.
—Reclamo a la mujer dulce y libre de maldad que tenía por esposa.
—La tienes. Debo tener mutaciones conductuales arraigadas en mi genotipo a causa de la realidad en la que vivimos. No me hagas caso.
—El país no es tan malo.
—Tampoco es tan bueno.