Kitabı oku: «Condenados», sayfa 6

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9. La primera cosecha de la Parca

Amaneció, era el cumpleaños de Horacio Vélez. Se levantó de la cama para celebrarlo de igual manera que en los últimos cuatro años. Procuró no hacer ruido para no despertar a su pareja que dormitaba sin ropa y desabrigado. Hizo sus oraciones frente al pequeño altar junto al baño y se colocó el escapulario, cogió las llaves, la chaqueta de cuero pardo y de un tirón cerró la cremallera. Federico lo escuchó y abrió los ojos; entre nubes de sueño vio a su amante terminar de acicalarse. Se peinaba de lado para verse como un niño bueno.

—Ven a la cama, déjame celebrarte el cumpleaños.

—No, Fefo, tengo trabajo. Regreso al finalizar la mañana para que compremos la silla de ruedas de tu madre. Luego hacemos lo que quieras.

Horacio bajó corriendo los escalones hacia el estacionamiento privado de su apartamento, dio un salto para acomodarse encima del sillín de una Ducati 1199; aceleró y en segundos avanzó velozmente por la vía; un nuevo movimiento en el manillar y se montó sobre la línea amarilla que separaba los dos carriles de la vía. Prácticamente volaba sobre el asfalto mientras el motor rugía; esquivó con precisión los retrovisores de los carros que tenía en los costados hasta llegar al semáforo del cruce de la calle 120 con la Troncal Suba. Allí no se detuvo, incluso cuando la luz cambió a rojo. Se precipitó hacia el cruce vial a toda velocidad ocasionando que otro motociclista, por esquivarlo, se quebrara la clavícula contra el pavimento. Antes de las ocho y treinta de la mañana llegó a la Iglesia de la Parroquia de Santa Beatriz: el bello y blanquísimo templo situado en Usaquén estaba recién pintado. Siempre estaba atiborrado por devotos feligreses y turistas curiosos expectantes de la predicación de un párroco mofletudo que, según decían, tenía la mejor oratoria del mundo. Horacio parqueó a un costado del atrio, se echó la bendición y esperó a que terminara la misa. Los primeros en salir fueron dos adolescentes que advirtieron su presencia. Horacio se sintió intimidado por la forma en que lo miraron y se echó un vistazo por el retrovisor; en efecto no generaba confianza. Hoy no era un día frío como los anteriores, hacía calor y Horacio vestía una indumentaria pertrecha para combatir cualquier invierno.

Gotas de sudor bajaron por su espalda. Se levantó la visera del casco para que le entrara un poco de aire. Su corazón bombeó más rápido que de costumbre, sintió palpitaciones como redobles de tambor en el pecho. Nunca había sentido tanta adrenalina correr por sus venas. Empezó a marearse, unos espasmos en la garganta le advirtieron que estaba a punto de vomitar, cerró los ojos un instante y contuvo la respiración. Mientras tanto, la gente seguía saliendo del templo. Horacio sintió que se le revolvieron los intestinos, y le echó la culpa a la pizza del día anterior. Abrió los ojos, bajó la visera y se concentró en la gente que salía de la Iglesia. La persona a la que esperaba era un comerciante de abolengo histórico en el comercio de joyas llamado Thiago Silva que aún no hacía acto de presencia. En su mente preparó la ruta de escape: iría a toda velocidad por la Avenida 15 hasta el Parque de la calle 106, le tomaría menos de cuatro minutos llegar allí, luego se cambiaría de ropa, se afeitaría y raparía el pelo, todo después de esconder la motocicleta dentro de la furgoneta de Chay Nordal, el amigo inseparable con pinta de rockero que lo acompañaba a todos lados y por el que Federico se moría de celos. Chay lo esperaba mientras veía en una revista de farándula el culo bronceado y las tetas pálidas de Aita Lizarraga, la presentadora deportiva más famosa de la televisión nacional, quien con veinte años y un año de carrera profesional se había posicionado en el mercado como la preferida de todos los deportistas profesionales y, por ende, a causa de los cientos de miles de seguidores, se había convertido en la imagen del canal de la programadora más influyente. Aita, con cara de ángel, es la dueña de una sonrisa blanca y amplia que brilla como un amanecer y tiene un cuerpo de sirena capaz de motivarle un orgasmo al impróvido espectador de su belleza. A Chay se le hinchó el pantalón y mientras su fulano creció sacó de la guantera un porro kilométrico para sosegar la ansiedad que le produjo la fotografía.

El resto, para Horacio era pan comido. Por el atrio de la iglesia pasó un vendedor ambulante ofreciendo buñuelos mantecosos al que solo le prestó atención un perro callejero muerto de hambre. Horacio sintió palpitaciones más fuertes y la sudoración se incrementó al punto de sentirse ahogado. Ríos de sudor corrieron por su espalda, la frente le goteó y el vapor de la respiración le opacó la visera del casco que debió quitarse para pasarse el antebrazo por la frente.

El lugar empezó a llenarse de personas que salían de misa y de otras gentes que llegaban al templo. Entrecerró los párpados para afinar la vista, pero su mirada ya no pudo enfocar: los rostros de la gente se mostraron borrosos como si los viera a través de un cristal opaco. Pestañeó y de nuevo se limpió el sudor de la frente. Carraspeó un par de veces y una presión en el pecho hizo que el casco se le soltara y cayera al suelo. El sonido llamó la atención de los circundantes, que lo miraron con reparo.

Horacio llevaba la barba tinturada de rojo y dos trenzas en la chivera. Sudaba demasiado y su visión ya no podía distinguir las formas; las personas eran sombras deformes en movimiento.

Sintió una opresión creciendo en el esternón y quedó ciego de repente. Perdió además el sentido de la propiocepción: no supo si estaba sentado, de pie o acostado; su cuerpo se inclinó y se sintió caer en un abismo. Escuchó a la gente pedir ayuda. “Me descubrieron”, pensó. Sus palpitaciones se aceleraron y se le encalambró el brazo izquierdo; el dolor torácico se agigantó hasta juzgar que estaba en el suelo con un elefante sentado sobre su pecho. Dentro de su cuerpo una minúscula red de vasos sanguíneos se congestionó a tal punto que el tránsito de la sangre se ralentizó, sus células se hincharon en un intento desesperado por captar oxígeno y el tejido se expandió en las cavidades intersticiales ocupando todo el espacio internodular. Las costillas crujieron. Las células se apiñaron, chocaron unas contra otras haciendo que algunas estallaran. Las que sobrevivieron rugieron como cachorros de león pidiendo alimento. Un haz de electricidad recorrió como un rayo desde el pecho hasta la espalda, como un cuchillo caliente cortando mantequilla. A su paso miles de células se vaporizaron y las contiguas se apelmazaron en medio de un jugo pegajoso y sanguinolento. A Horacio le ardió el esternón como si lo quemara la llama de un soplete y un leve sabor a sangre le llenó la boca. Empezó a escuchar distantes las voces de la gente que pedía auxilio; los gritos llegaron a sus oídos como murmullos distorsionados por los sonidos internos de su propio cuerpo: crujidos de tejidos que convulsionan, células que se tumefactan y necrosan. A la vez, una descarga de hormonas en su torrente sanguíneo lo dejó casi sin fuerzas en las extremidades.

Con arrojo sobrehumano, Horacio llevó la mano derecha al interior de la chaqueta y, con dificultad, sacó una pistola Walther P99 que le había hurtado a un policía. Apuntó con destino errático mientras la gente corrió desesperada para esquivar el cañón. Sabiendo que huían, envió toda la fuerza que le queda al dedo índice… pero este no se movió; en consecuencia, por el gran esfuerzo, brotó un malestar profundo y visceral en medio del pecho que cegó su pensamiento. Todo su cuerpo, toda su mente, todo él fue un sentimiento insuperable de dolor que redujo su esperanza de vida a un efímero milisegundo. El elefante terminó de acomodarse encima de Horacio y algo estalló dentro de su pecho.

A las once de la mañana una de las emisoras radiales de noticias del país emitió un reportaje de última hora: “Amenaza fantasma es real. Mensajes del cielo matan a cuarenta y cinco personas”.

10. El monstruo escondido

Juan Pacheco llegó por la entrada de la Carrera Séptima. Prefería hacerlo por allí para ver la escultura del siglo II del dios Silvano, “que los dioses de antaño sean testigos de que vine a trabajar”, decía. Subió por las escaleras de honor hacia el segundo nivel de la Casa de Nariño y caminó con expresión adusta hasta el despacho privado del presidente; su carismática sonrisa inhibida por la noticia se halló perdida en un lodazal de incertidumbres y conjeturas. Saludó y se acercó a Guillermo que estaba parado en diagonal al retrato de Simón Bolívar y miraba distraído por la ventana. Por unos instantes no dijeron nada. Guillermo clavó la mirada en la negrura de la noche. Y allí se quedó inmóvil.

Pensaba en su esposa. Hacía ocho meses que no la veía y ahora era cuando más le hacía falta. Anhelaba besarla, abrazarla y hacerle el amor, y sobre todo quería perderse en la dulzura de su mirada.

—Ya casi nadie mira el cielo. —Guillermo sonrió al escucharlo. Se acordó de su madre que disfrutaba tanto del cielo estrellado como de las flores. Estrellas y flores en la senectud de doña Margarita significaban lo mismo: migas de belleza que avivan la vida sin importar el lugar donde estén.

—Todo cambia, doctor Pacheco. Los que se hacían ciegos ya están forzados a mirar. —Juan notó una sombra de melancolía en el tono de voz del presidente.

—Señor, estoy seguro de que la situación mejorará. Encontraremos la solución, como siempre lo hacemos.

—Creí que lo peor había pasado. Me equivoqué. El país estará de cabeza y se pondrá peor si se repiten esas amenazas de mierda.

Juan suspiró y enfocó la mirada en el horizonte; en la distancia creyó sentir la soledad del corazón de Guillermo y el frío de las nubes grises que se agrietaron dejando pedazos del cielo oscuro sin estrellas. Miró expectante. Sabía que, durante la noche, si se despejaba el firmamento, aparecería Venus como un lucero y debajo lo seguirían unas cuantas estrellitas resplandecientes igual que diminutos diamantes. El aire helado le erizó los antebrazos y por la nariz se le coló el perfume de la clorofila recién cortada en el jardín.

—Paz —murmuró Juan—. Se respira paz. —Y pensó que la paz no podía ser como la pintaban: una paloma blanca igual que el Espíritu Santo de los cristianos; sino verde como las montañas, cristalina como el agua, exuberante como los bosques, silenciosa como los desiertos, espumosa como las cascadas y brillante como las estrellas. Paz en expresiones multicoloridas y multiemotivas como la esencia de la naturaleza.

—Juan, ¿qué debemos hacer para mantenerla?

—Solo hay una cosa por hacer, señor.

—No me lo digas, ya lo sé.

—Siempre se lo digo. Usted quiere modernizar el país importando tecnologías y dando espacio a empresas con el potencial suficiente para producirlas aquí, pero si la gente local no tiene el conocimiento básico lo único que logrará es que otros sean los beneficiados. El país tiene muchas personas talentosas, invierta en investigación para que produzcamos nuestro propio conocimiento.

—Entonces soy un mal gobernante porque no te hago caso. Sabes que la situación fiscal del país no lo permite, el paquidérmico Congreso frente a ese tema es reacio al cambio. Y ahora con esta nueva situación qué podemos hacer para recobrar la confianza de la gente.

—No todos lo saben, la mayoría de la gente no escucha la radio.

—Sí, además parece que Raúl hizo bien su trabajo. Logramos detener la noticia en los medios televisivos. Pero existen las redes sociales y pronto la noticia llegará a todos lados.

—Lo que debe hacer es subir los niveles de percepción de seguridad.

—Juan, es imposible en este momento. Ya te lo dije, no se pueden contener las redes sociales. Tenemos un ataque terrorista y pronto seremos el centro de atención del mundo entero.

—Penaliza la forma en que se emiten las noticias, califica el nivel de significancia política, aquellas que vayan en detrimento del Estado.

—Estás loco. Ni en el pasado cuando el país era más permisible con el gobierno. No podemos coartar la libertad de prensa.

Guillermo lo había intentado meses atrás, pero lo disimuló; ser prudente y no asaltar el derecho de todo ciudadano a la libre expresión era algo que el ministro de comunicaciones siempre defendía.

—Señor presidente, la situación no cambiará y se pondrá peor si no se toman acciones contundentes.

—Esto es política. Sabes bien que toda decisión está atada a una miríada de intereses.

—Señor, el país pide a gritos un cambio. De hecho, a usted lo eligieron creyendo en un cambio. —Hizo una pausa al ver el rostro consternado de Guillermo. Suspiró y sesgó la mirada para ver a Bolívar—. Señor, ¿sabía que el Libertador batalló en 472 batallas y solo perdió seis?

—Sé bien eso, Pacheco. Nuestro prócer ganó casi todo lo que peleó y perdió casi todo en el amor. Murió a los cuarenta y siete años traicionado por sus copartidarios y desatendido por sus amigos. En su lecho de muerte ninguna mujer sostuvo su mano ni le dijo al oído palabras bonitas de consuelo… No es el mejor aliciente que me puedes dar.

—Si lo ve desde ese punto de vista, no. Mírelo como el guerrero incansable de los ideales más nobles. Él nunca se rindió.

—Pacheco, si somos exactos con la historia debemos reconocer que todo héroe es un hombre con fallos y defectos. Nada es perfecto y nuestro libertador tuvo muchos errores y algunos causaron la pérdida de vidas inocentes. Yo no quiero tenerlo como el faro que me guie en estos tiempos de crisis y de oscuridad. El mejor faro que un hombre tiene es uno mismo. Sabías que Bolívar tuvo que hincar la rodilla en Puerto Cabello, perdió el Fuerte de San Felipe ante un puñado de harapientos prisioneros leales a Fernando VII.

—No lo sabía. No soy experto en historia.

—Entonces no hables de cosas que no sabes, y perdona que sea tan directo. Ninguna batalla se puede perder cuando hay vidas en juego. Mi batalla es contra el populismo, la burocracia y la corrupción. Cada vez la gente es más crítica y está más inconforme. La población ha sufrido quince reformas en una década… todas para tapar huecos fiscales dejados por el gobierno anterior. Las administraciones pasadas no lograron encontrar una mejor solución que trasladarle a la gente el costo de los desatinos estatales.

—El apoliticismo de nuestros ciudadanos nos permite obrar con cierto margen de libertad. Lo que sucede ahora es una simple pataleta.

—Seré afortunado si se comportan igual que en los otros mandatos. En un mes lograremos ajustar la inflación y con ello tendrán más dinero para gastar en las fiestas decembrinas, y para el siguiente año congelaré las alzas en los impuestos.

—Sin importar lo que haga estaremos en problemas si los manifestantes logran que los medios den cobertura nacional a los reclamos. Las ollas podridas de gobiernos anteriores están oliendo a mierda. Sé que no es problema de esta administración, pero eso no lo ve la gente. Dirán que fue su culpa.

—No lo harán. Raúl ya negoció con los gremios. Que Dios me perdone, otro dinero se perdió para mantenerlos a tope.

—Muy bien, por ahora tenemos ventaja, la mayoría tiene una actitud reservada y conformista, incluso puede decirse que son apáticos a la política. Sin embargo, debe enfocar su atención en ello. Como bien lo dijo: las redes sociales son imparables. Cualquier persona con un teléfono móvil y acceso a Internet es un reportero. De hecho, ya hay tres empresas independientes que funcionan con ese modelo.

—Juan, los que más critican al Estado son los que menos lo conocen. Y por los tres medios independientes no te preocupes, ya los compramos.

—La misma salida de siempre… en un año aparecerá uno nuevo con la necesidad de contar la verdad y no podremos culparlo.

—Ya vas a empezar…

—Si quiere evitar la crítica… —titubeó, contuvo el comentario en la punta de la lengua y cambió de tema—. La democracia debería evolucionar.

—Evolucionar, no hay nada de malo en ella.

—Claro que sí. Desde siempre ha sido un negocio de multinacionales extranjeras y poderes económicos nacionales que financian las campañas en busca de contratos y favores. Todavía hay corruptos que mercadean votos, regalan espectáculos y condicionan salarios. Los más necesitados votan sin saber por quién votaron. La democracia es una proxeneta. —Guillermo miró con enfado.

—¡Esa proxeneta me eligió a mí!… entonces, ¿qué sugieres?

—Solo deberían votar las personas con conocimiento político o estudios universitarios.

—No sería democracia. —Guillermo tensó el rostro—. La dificultad es de comunicación —agregó zanjando la discusión y bajando el tono de voz.

—Por eso mismo hay que usar medios de comunicación diferentes...

—¡No! Esa no es la solución; no hincaré mi rodilla ante los deseos de la gente. Así no se gobierna un país. La ley procede del Estado y no al revés.

—Cuidado, señor, que los movimientos universitarios no lo escuchen decir eso. El Estado es hijo de las leyes como las leyes son hijas del Estado. Los movimientos estudiantiles y obreros tienen mucho poder. Ya lo ve, quieren que se establezca un mínimo de educación para todos los cargos políticos en el país y lo que es más revoltoso para muchos: que todo funcionario en un cargo político tenga un periodo de prueba como cualquier otro empleado en este país.

—Es un disparate. A veces ni siquiera en un periodo de cuatro años alcanzamos a ejecutar el plan de desarrollo que nos trazamos en campaña; menos con un tiempo de prueba.

—Precisamente por eso, ellos ven ineficiencia.

—Nos juzgan mal. ¿Tú también?

—No, señor presidente. Para comprender un conflicto hay que jugar en ambos bandos, ¿cómo va a resolver un problema si las partes no ganan algo?

—¿Qué propones?

—Señor, creo que debería ceder un poco. Ser más flexible con las prerrogativas de los gremios para que genere un impacto social positivo y mejore el nivel de aceptación entre la gente. Hágalos partícipes de las acciones gubernamentales; sentirán que son escuchados y que tienen su apoyo. Debe recordar que su cargo administrativo también implica liderazgo.

—Bien, lo haré, pero antes solucionemos el problema que llegó con las cartas.

Juan suspiró.

—Voy a salir en televisión, ¿qué opinas, Juan: debo o no debo pronunciarme?

—Empeoraría las cosas si lo hace, señor.

—¿Lo crees? Leopoldo dijo todo lo contrario.

—Usted es abogado, en estos casos debe pensar como tal. Para qué va a dar excusas o explicaciones que no tiene y que no le han pedido. Mejor déjelo así. Y póngale atención a doña Margarita.

—¿Qué clase de consejo es ese? Hablas como si debiera apartar mi atención de los asuntos del Estado. No saldré en televisión a dar explicaciones que no tengo, saldré para que los ciudadanos sepan que estamos de su lado, que lamentamos las muertes, estamos con las familias de las víctimas y que hacemos todo cuanto está en nuestras manos para hallar al responsable.

—Tiene razón, señor, solo lo mencioné porque en las últimas encuestas se evidenció que la gente apaga el televisor incluso cuando inicia el Minuto de Dios; el rating cuando usted o cualquier político aparece no alcanza el tres por ciento. Solo le recomiendo no descuidar a su madre.

—Todo en su momento. Por ahora debo saber quién es el autor de los mensajes.

—No creo que caigan más, aunque Ana predijo que la amenaza era real. Y esas muertes hasta donde sé, no fueron violentas.

—De dónde sacó Ana que esto sucedería, ¿acaso le preguntó al oráculo de mamá que todo lo sabe? Ya quisiera tener la intuición que tienen ellas. —Hubo silencio, Juan tampoco supo cómo su esposa atinó el resultado de las cartas—. Juan, el contexto en el que ocurrieron las muertes dice lo contrario. Los fallecidos tenían intenciones asesinas; personificaban a Caín como decía la misiva, ¿cómo se explica que hayan padecido de un infarto fulminante antes de cometer el crimen? Gracias a Dios en la radio dijeron que fue un castigo divino y lo tildan de milagro.

—¡Milagro! No, no lo fue. He visto a hombres levitando, a magos sacando conejos de las mangas y hasta a personas resucitadas, engaños y engaños, todos ellos tienen un truco o son fenómenos explicados por la ciencia. Los milagros son los centauros del presente; explicaciones supersticiosas de mentes inmaduras y subdesarrolladas. Lo que acabamos de vivir es terrorismo a gran escala. Un plan urdido con meticulosidad. Este tipo de amenazas son como el monstruo escondido dentro del diván. Lo que nos ha enseñado la historia es que la mejor estrategia contra este tipo de ataques es mantenernos conectados con la realidad, no podemos caer en la neurosis y dejarnos atrapar por la ficción.

—Juan, las amenazas dejaron de ser presunciones, ya hay muertos… los hijos de Caín.

“Una metáfora de los hijos de Caín”.

—Es lo que dicen en la radio. Explican lo que no se puede explicar. Pero no crea lo que recitan los periodistas. El año pasado fueron sentenciados a cadena perpetua por asesinato más de doscientos criminales, y allá dentro de las cárceles aún están vivos. Vuelvo y le digo, concéntrese en realidades.

—Juan, no dejaré nada al azar, ¿crees que exista la posibilidad de que nos enfrentemos a algún tipo de arma?

—Es probable, señor. “Toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia” —citó al extinto Arthur C. Clarke—. Dicen que ya empezó la singularidad tecnológica y cualquier utopía puede convertirse en una realidad distópica que amenace nuestro estilo de vida.

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