Kitabı oku: «Condenados», sayfa 8

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12. Segunda carta

Jueves, 7 de septiembre.

La mañana transcurrió con recias lluvias que ocasionaron cuatro derrumbes en diferentes tramos de la vía Bogotá-Villavicencio y dejaron incomunicadas a ambas poblaciones. El sector del puente Quetame fue el más afectado por un inmenso alud que se desprendió de la montaña acarreando rocas de hasta una tonelada, maleza y árboles. En el país, ninguna otra novedad llamó la atención hasta que el reloj dio las tres de la tarde y un nuevo juego de luces encendió el firmamento. El cielo se desplomó a retazos formando esquelas blancas que el viento meció y retorció en todas las direcciones. Luces, sombras, oscuridad, rayos y mensajes cayeron como hojas secas de un árbol hasta tocar el suelo.

La gente acalló el miedo. La sentencia escrita en clave ocultó quiénes serían los próximos condenados y tampoco dio pistas de quién sería el victimario. En ese mismo instante Ana estaba con dolor de cabeza y nauseas. Se dirigía a la tienda de la universidad en busca de una pastilla. En su camino recogió uno de los mensajes y lo leyó.

Anularé el regalo que hizo Hermes a su hijo.

Haré visible la proeza malvada

y con ello perecerá Autólico.

En el despacho presidencial Guillermo leyó la carta con furia contenida y desconcierto. Nunca creyó que el fenómeno se repetiría. En ese momento, Juan entró en la oficina.

—¿Qué quiere decir esto?

—Señor presidente, no sé mucho de mitología griega, pero déjeme hago una llamada. —Juan le marcó a su esposa. Ana contestó al segundo timbre y hablaron del mensaje por dos minutos.

—¿Era Ana?

—Sí, señor, hablaba con su hermana.

—Estos temas son privados y no debes hablarlos con ella.

—Ana no conoce nada y, como lo sabes, es experta en mitología. Como lo pudiste escuchar, solo le pregunté por el mensaje.

—¿Qué dijo?

—Autólico fue hijo de Hermes y abuelo de Odiseo… —Guillermo se impacientó—. En resumen, Autólico fue un ladrón, el ladrón perfecto que nadie podía descubrir ni atrapar.

—Ayer murieron más de cuarenta personas. Los hijos de Caín eran los asesinos. Ahora Autólico representa a los ladrones…

—Si mañana mueren otras cuarenta o cien personas, ¿qué hará la diferencia? Son criminales, no le hacen bien a la sociedad. Mejor que se mueran. Además, el volumen de muertes per cápita sería tan bajo que pasaría desapercibido.

—Juan piensas igual que Leopoldo, me decepcionas. Ninguna muerte es insignificante. —Los dos se quedaron callados, Guillermo miró con recelo—. ¿No crees en la gente?

—Solo creo en mi familia. Y doy la vida por ella. La gente ajena me ha demostrado que soy una herramienta de su progreso, un utensilio barato que pueden tirar cuando se les venga en gana. Solo doña Margarita me mostró verdadera piedad y me ayudó a ser lo que ahora soy. No creo que sea casualidad que años después conociera a su hija…

—Bla, bla, bla… todo tiene que ver con el destino, Juan. Eso es lo que dicen, pero yo no creo en esos cuentos. Las personas no se conectan desde vidas pasadas. Ni tienen el destino marcado. Yo soy mi propio destino. Y creo que tu posición debería hacerte pensar diferente. No somos nadie para juzgar a los demás.

—Con todo respeto, señor, ninguna persona está destinada a gustarle a las demás. Y hablo desde mi experiencia. Cuando perdí a mi madre nadie me tendió una mano y durante dos largo años tuve que residir en el Frenchman’s Park. La gente es la gente.

Guillermo miró con detenimiento la expresión indolente de Juan que no perdonaba a la vida por tratarle mal.

—Lamento que hayas tenido que pasar por eso. Pero creo que fue lo mejor que te pudo pasar. Además, creo que has olvidado que la gente sí te tendió la mano, de muchas maneras lo hizo, pero eras tú quien debía salir de ese hueco en el que estabas. Nadie salva a nadie, las personas se salvan a sí mismas cuando dejan el miedo a morir y un día cualquiera despiertan siendo otros.

—No discutiré asuntos personales en horario laboral, te invito cuando quieras a mi apartamento para que rebujemos el pasado, aún tengo la botella de chardonnay que me diste hace dos navidades, y aprovechas para hacer las paces con Ana. —Guillermo apartó la vista—. Señor, no confío en la gente, solo en mi familia.

—Y por eso jamás gobernarás. —Levantó la mirada—. Si no puedes levantarte cada día de la cama para ser una mejor persona y creer en los demás, nunca podrás ser un líder social. Te confesaré algo: un día de vacaciones mamá decidió que debía salir a buscar algo… Ana y Gabriel se quedaron con papá y yo la acompañé. Era uno de esos arrebatos locos e indescifrables que asaltaban a mamá cada dos o tres años. Salimos del campo de recreación de Stanford y nos dirigimos hacia el suroeste, al parecer sin rumbo alguno hasta llegar a un parque donde algunos niños jugaban a las carreras con drones y una pareja de ancianos paseaba un husky siberiano. Allá, tumbado en la hierba había un joven con un pequeño lunar cerca de la ceja parecido al mapa de América, tenía la mirada perdida en el firmamento y los ojos vidriosos como si contuvieran toda la desolación del planeta. Mamá dijo: “Lo encontré”. Nunca le pregunté nada y nunca supe que vio en ti para rescatarte de las calles y terminar de pagarte la universidad. Mamá siempre habla de ti con cariño, más de lo que hablaba de sus muchos otros hijos adoptados por su piedad. No había nada de particular en ti y siempre creí que lo de ese día fue una de esas correrías típicas en busca de desamparados. Al final lo supe, cuando diez años después te casaste con mi hermana. Todos estamos conectados. No puedes ayudar a las personas sin esperar que la vida te dé un regalo. Tú fuiste un regalo. El amor entre tú y Ana está fuera de este mundo y sin ti ella estaría perdida. Mamá te cuidó y ahora tú le ayudarás a mamá cuidando de su amada hija.

Juan parpadeó un par de veces, los recuerdos de esa época le revolvieron las tripas. Creía que el destino lo había llevado hasta Ana. Cuando la conoció en el CERN ni se imaginó que era la hija de su benefactora.

—¿Usted no cree en ellos, no en todos ellos?

—¿Cómo no podría creer? Es mi pueblo, es mi país. Para esto me preparé. Dejé mi familia en un segundo plano, renuncié a mis gustos, a mis aficiones y a todo lo que me hacía feliz. Pero nadie ve eso. Estoy rodeado de insensibles que no ven más allá que su propio beneficio. Ayer no pasó desapercibido. No estás viendo la dimensión del problema.

—Señor, lo que sucedió ayer no tiene conexión real con los mensajes.

—Entonces, no crees que los ladrones morirán mañana.

—No creo que tengamos tanta suerte. Claro que nada sucederá. Es una mala broma y tendremos que seguir costeando el sistema penitenciario con los miles de millones que nos cuesta cada año.

—Parece que hablo con la extrapolación de la mente de Leopoldo. Juan, toda vida es invaluable y no importa de quién sea. La mayoría de la gente está en posiciones que no buscó, inmersa en un sistema que las empujó a cometer actos en contra de las reglas y en pro de la supervivencia, mucha gente es inocente. Tú eras un joven inocente y no tuviste la culpa del accidente.

—Guillermo, por favor no me pongas como ejemplo. En nuestro país, la mayoría de las personas acusadas son culpables. Han pasado más de veinte años desde que un presidente quiso establecer la seguridad nacional como prioridad y no logró minimizar los crímenes. Así que, con todo respeto, objeto tu postura. Los criminales viven del crimen, son un cáncer para la sociedad, el que mata una persona puede matar a cien y está a un paso del terrorismo, de destruir el derecho inalienable de cada persona a vivir. Para mí la vida es tan preciada como para usted. Ni el sistema penitenciario ni el jurídico son efectivos. Así que si caen más mensajes y se hacen realidad… pues que así sea. Sin embargo, no creo que eso suceda.

—No estoy seguro de ello, mi querido cuñado.

—Señor presidente, se reportan ochenta y seis hurtos cada hora. Datos del Departamento de Seguridad Social indican que treinta más no se reportan; ochenta robos por hora son ochocientos en una jornada de diez horas. Si muriesen todos los ladrones… sería una calamidad comparable con las víctimas de un pequeño terremoto, y esa purga beneficiaría a la sociedad.

—¡Ah, mierda! ¿A quién le pregunté? Al hombre más ateo del Estado. Juan, me temo que habrá pánico, debemos estar preparados.

Y en ello Guillermo tenía toda la razón. Juan era por esencia ateo, de esos extraños ateos que nacen con el agnosticismo arraigado en el ADN; desde los cinco años se resistía a ir a la iglesia y prefería quemar hormigas con una lupa o leer los cuentos de los hermanos Grimm. Aunque sus padres devotos nunca entendieron por qué tal resistencia devocional de su único hijo, respetaron sus principios. Con el paso de los años se transformó en un hombre de mente abierta, versado y práctico, y su formación académica lo alejó más de la religión. Desde muy joven fue un crítico de la fe por lo que tuvo varios enfrentamientos con docentes de religión en la secundaria. Decía que perdía el tiempo y que prefería una clase de cálculo; su raciocinio estaba alejado de toda creencia que implicara cerrar los ojos y taparse los oídos ante ideas no comprobables. Sus andanzas por el mundo de la ciencia lo llevaron a conocer científicos que compartían sus opiniones en todos los continentes, uno de ellos fue Ana Pontefino, con la que se había casado una tarde de un cinco de abril.

Por otro lado, Guillermo pensaba en la conversación de la noche anterior con el Secretario de Naciones Unidas. El pánico era un problema exponencial con un comportamiento similar al de una epidemia viral, sin control podía expandirse rápidamente e infectar toda una población. Como ejemplo, le explicaron las estrategias de violencia psicológica que hacía más de cuarenta años había aplicado ETA en la población vasca.

El abuso emocional materializado con amenazas constantes condiciona la cotidianidad de las personas. El ataque los había cogido desarmados y sin herramientas efectivas para restringir el contagio. Ahora todos estaban presos por la incertidumbre. La voz de Juan retumbó de nuevo en los oídos del presidente, esta vez con tono conciliador.

—Señor, esta vez debo sugerirle lo contrario, si no hace nada, la gente creerá que la amenaza viene del Estado.

—He pensado en eso, la mayoría en este país cree que el gobierno es la madre de todos los males.

Juan hizo una pausa y se cruzó de brazos. Hacía diez años, él era uno de los que pensaban así. La vida es irónica y le enseñó que la mayoría de los críticos están equivocados.

—No estamos preparados para esto y nunca imaginamos tal escenario. —Guillermo miró su reloj—. Señor, es mejor que se marche, ya es hora del programa, ¿preparó algunas palabras? —El presidente asintió con la cabeza.

Juan Pacheco hacía referencia al breve espacio televisivo en el que el presidente se dirigiría a la Nación. Guillermo se alejó, fue hasta la sala de prensa y entregó una hoja al asistente de cámara que tenía el discurso. Lo leyó rápidamente en el teleprónter para darle paso a una maquilladora que le espolvoreó la cara.

La alocución era una impecable exégesis de templanza que tenía como objeto generar confianza en la población y serenar los ánimos. Nada malo pasará, todo está controlado; en pleno siglo XXI las maldiciones apocalípticas son artimañas urdidas por mortales, no existe poder humano capaz de hacer tal cosa que dicen las cartas; ninguna fábrica deberá cerrar, ninguna universidad cesará sus actividades...exhortaba, en fin, a que la vida de cada ciudadano siguiera su curso natural. Fueron cuatro minutos llenos de elocuencia urdidos con palabras precisas y categóricas. Luego Guillermo regresó al despacho, donde Juan lo esperaba con un par de copas llenas de vino tinto.

Bebieron en sincronía un trago largo y luego otro hasta agotar el licor contenido en los cristales praguenses. La noche asomaba y el frío los arañaba. Era hora de llamar a casa. La familia de Guillermo residía en Londres, su esposa e hijos estaban en una lujosa residencia ubicada a corta distancia del emblemático Palacio de Buckingham; su mujer, alarmada por la situación del país, lo había llamado varias veces durante el día, él no había contestado. En cada ocasión retornó un mensaje indicando que estaba en reunión, ahora era el momento de prestarle la debida atención y dejar que la voz dulce de Marion lo apartase por minutos del mundo. Se despidió de Juan y se alejó hacia una de las habitaciones privadas, allí se tendió encima de una cama y marcó el teléfono con lentitud. Mientras lo hacía pensaba qué cosas le contaría para no erizarle los nervios.

—¡Tesoro, hola mi vida! Sí, sí amor, todo está bien, no te preocupes, solo son rumores… todo está controlado. No, no, mamá está bien, solo fue una descompensación emocional, ya está mejor, ella es tan fuerte como una roca, ¿Las voces? ¡Ah…! Las voces que escucha en las noches no son otra cosa que ella hablando consigo misma, Aravena dice que es la demencia senil… no creas en todo lo que te diga Gabriel; es un cura, a todos nos ve en el cielo o en el infierno. Amor, no te inquietes, sabes que eso no es bueno para tu salud.

Su esposa apaciguó el tono quebradizo de la voz; la situación política del país y su estado emocional eran incompatibles. Padecía de crisis nerviosas hacía dos años. Guillermo sabía que eran causadas por la naturaleza emotiva de su esposa, una mujer de sentimientos dulces y quebradizos, de emociones inestables, que se volvía eufórica con la misma facilidad con que se deprimía. A veces, él creía que Marion era bipolar y no recordaba por qué se había enamorado de esa mujer tan frágil. Por su salud y la de él, habían tomado la decisión de que ella residiera en el extranjero rodeada de un séquito de personas para cuidarla, ellos evitarían a toda costa cualquier malestar: mucamas, médicos y asistentes la asediaban permanentemente. Marion Dubois, que todo lo tenía, cada día tenía menos. En el fondo de su pecho un abismo de soledad subyugaba su vida, impregnándola de nostalgia.

Aquel era uno de esos días en los que le provocaba huir, se sentía intrascendente y fútil; de no ser por la compañía de sus dos hijos, no lo dudaría, tomaría carrera hacia cualquier parte donde pudiera encontrar las ilusiones que garantizaban su felicidad. Ella sabía que ese lugar en particular no era un espacio físico, era un tiempo; el único resquicio en el mundo donde ella se sintió joven, bella y libre… su infancia. Sus pensamientos siempre la llevaban hacia allá; hasta un balcón de cristales amarillentos de un cuarto piso ubicado en la calle Lutèce.

13. Espectros en las calles

Eran casi las nueve de la noche y el viento silbaba en la calle. La falta de motores rugiendo y de cuerpos tibios deambulando por las vías deformaba la imagen mental que el colectivo social tenía de la tranquilidad noctámbula; esa noche estaba cristalizada por coplas de grillos y sombras fosilizadas. El caos normal había sucumbido para dar paso a un silencio de miedo. Fue tal la realidad que la gente en el interior de las casas encendió sus artefactos de sonido, sus televisores y las lámparas para sentir un poco más de seguridad. La música llenó todos los rincones mientras jugaron Tío rico, ajedrez o cualquier otro juego de mesa que distrajera los pensamientos; al hacerlo evitaban por un momento sentir escalofríos.

Carlos Rojo estaba tumbado encima de la cama con los audífonos ajustados por encima del pasamontaña; como todos, pretendía entretenerse, pero no se sacaba de la cabeza la alocución presidencial. El día siguiente sería uno normal de universidad, aunque muchos compañeros faltarían a clase, según los comentarios publicados en sus redes sociales.

Llamó a Abigail Lucero, su novia, una joven de veintidós años, de aspecto encantador y mojigato, que despertaba en secreto algo más que admiración en su cuñado. Desempleada y recién graduada de sociología de la Universidad del Rosario había optado por la investigación mientras conseguía el empleo de sus sueños. Pero, más que una investigación era un pasatiempo consistente en analizar los cambios disruptivos en la sociedad actual e identificar signos patológicos de los bogotanos, para diseñar un modelo predictivo de los comportamientos peligrosos en las masas. Abigail acababa de tomarse un par de pastillas para el dolor de cabeza, y sus hallazgos le sugerían que en cualquier momento estallarían manifestaciones estudiantiles con un alto impacto que podían converger en una cadena de situaciones vandálicas sin control por las Avenidas Boyacá y Caracas, las calles 80 y 72.

Después de discutir la situación actual, ambos pactaron, a modo de previsión, cancelar todas las actividades que tenían el día siguiente y no salir de casa. Luego de la conversación, Carlos regresó con su música y se entregó a sus fantasías desplomado encima de la almohada. Siendo las tres de la madrugada flotó entre espiraciones y deseos lejos de su cuerpo, apenas un ligero dolor en el cuello lo persiguió hasta el mundo de los sueños, no escuchó la música hasta que un malestar en el oído derecho lo despertó; regresó del mundo de Morfeo un poco aturdido, sin abrir los ojos y por instinto retiró el auricular de su oreja. El silencio impregnó todo, incluso sus pensamientos, hasta que un movimiento involuntario del pie izquierdo tropezó con la baranda metálica de la cama. Estaba helada como un tempano, y esa sensación lo terminó de despertar. Caviló sobre los acontecimientos y miró el reloj ubicado encima de la mesa de noche: las tres con cinco minutos de la madrugada. Pensó que pronto llegaría el día, la luz del sol bañaría la vida de millones de personas que, como él y su novia, se negarían a salir hacia los trabajos, los colegios, las universidades o tan solo a pasear a los perros. La emoción negativa contenida por la expectativa de los acontecimientos venideros canibalizó su voluntad y la de los demás que, como él, se morían de miedo.

Su mente se atestó de imágenes y de ideas, de pensamientos, hipótesis y contradicciones, su razón indagó en su imaginación las respuestas. Por quince minutos aguantó los discursos mentales, sus frívolos e infértiles soliloquios, y cuando no los soportó más se puso de pie; dejó la cama y fue a la cocina a beber leche fría. Se sentó junto a la barra de la cocina. Fue tal el silencio que lo único que percibieron sus oídos fue el ruido de su boca al tragar y unos pasos lejanos antes de terminar.

Agudizó su oído y levantó la cabeza ladeándola para un costado como si al hacerlo oyera mejor. Al principio creyó que sus padres se habían despertado y caminaban por el pasillo, luego entendió que el ruido provenía de afuera del apartamento, de la calle. Parecía haber mucha gente rezando. El murmullo de los pasos llegaba lejano, como cuando se camina despacio, pero eran tantos los que marchaban que el débil eco de los pasos se escuchaba como el epílogo de una canción militar, y un bisbiseo de cientos de voces le daba al momento una atmósfera solemne. ¿Qué hacía tanta gente rezando a esta hora? Fue a ver, se acercó a la ventana del balcón y corrió sutilmente la cortina para no ser descubierto, al instante el bullicio cesó. La calle estaba desierta.

—¡Imposible! ¿Dónde están?

Cerró la cortina y apareció de nuevo el leve susurro de cientos de voces pasándose un secreto, su mirada encontró a través de la tela que cubría la ventana pequeñas luces amarillentas flotando en la calle, como si la gente de afuera tuviera velas encendidas. Las piernas de Carlos flaquearon, no hizo ningún ruido. La imagen filtrada por la cortina era difusa, pero distinguía el tránsito de las sombras. Levantó su mano y corrió de nuevo el telón para ver mejor. Nada, la calle estaba desierta, pero los sonidos permanecían. Allí, en la vía, bullían como enjambres los susurros y cuchicheos de palabras rotas e incomprensibles y de ecos de pasos ahogados en el asfalto. Sus pupilas se dilataron y un escalofrío le recorrió la espalda. Sin saberlo, un puente invisible se formó a través de su miedo y las miradas de los ausentes lo alcanzaron desde el oscuro abismo de la muerte. Le tocaron la espalda, sintió una caricia de frío espeluznante y, petrificado, juzgó que los espectros estaban en su casa, a su espalda. Contuvo la respiración y, como si tuviera el don de la clarividencia, en su mente apareció una imagen horrenda. Unas manos largas y huesudas, aún con pedazos de carne putrefacta colgando, se acercaban para abrazarlo. Apreció la cercanía con un soplo de frío que le dio un molesto cosquilleo en la nuca y le congeló la sangre. Intentó serenarse y pensó que tal vez su mente calenturienta le jugaba una broma, le mostraba presencias inexistentes que se sentían reales, tan reales que confundió un vapor de aire exhalado de su propia boca con un suspiro aterrador proveniente del más allá. Brincó y cerró los ojos. Rezó un Padre Nuestro. Cuando dijo “libranos del mal”, unos dedos extremadamente delgados y ásperos le tocaron el hombro, a la vez que una voz respondió con cierto tono burlón: “Amén”. Carlos corrió hacia la pared como un ratón acosado por un gato. Se quedó inmóvil, con los párpados cerrados. Intuyó que una abominable mirada lo taladraba y se le pagaba al cuerpo como brea ardiente. Escuchó pasos que se acercaban y, antes de gritar, unos brazos lo rodearon con fuerza sobrehumana haciéndole perder el habla, toda la calma, el sentido de la orientación. Languideció. Su cuerpo parecía de plastilina, y de hierro el que lo atenazaba. El contacto se hizo estrecho y en la fricción de los cuerpos unidos se sentían los corazones latiendo al unísono. Los esfínteres de Carlos se soltaron como diques estropeados y la orina le mojó los pies. En ese espantoso momento creyó que la tierra se abriría y caería al infierno. De nuevo llegó a sus oídos la dulzona voz de ultratumba…: “hijo, no pasa nada”.

Carlos tardó ocho segundos para salir del estupor y reconocer a su padre que le decía que estaba sonámbulo. Fue a darse un baño y regresó a la cama sintiéndose un niño de cinco años que cree en la Patasola y en el monstruo debajo de la cama. Se tapó la cabeza con la cobija de lana y se dijo repetidamente que los espejismos noctámbulos eran fruto de su mente sugestionada.

“Están pasando cosas extrañas; ¿y ahora qué hago para conciliar el sueño…?”, se dijo. Solo había una cosa qué hacer, su salvavidas para las noches de insomnio era evocar la última vez que estuvo con una mujer en la cama.

Ya hacía muchos años y el tiempo había lavado las sensaciones de ese entonces, pero al menos dos imágenes tenía bien reservadas: el grito de ahogo cuando ella gritó de dolor y cuando ella llegó; cerró los ojos y forzó la rememoración del momento con el cuerpo de Abigail: apareció la desnudez de su novia y sus desconocidos quejidos y su tierno semblante ocultando el miedo de entregarse por primera vez; pero Carlos no logró mantener la imagen, el rostro de Abigail se distorsionaba y en su reemplazo aparecían los susurros que escuchó de fantasmas en la calle; luego en su mente surgían por ensalmo las caras de gente desconocida con bocas desencajadas. Una tras otra las alucinaciones se le aparecían para atormentarlo. Entonces intentó algo más contundente; igual que de la costilla de Adán salió su mujer, Carlos sacaría a su Eva de su propia mano. Pronto aparecieron imágenes diáfanas y sensaciones similares a las del pasado que no se borraron. Cuando terminó, su fisiología cebada por el deseo lo recompensó con un profundo sueño. No duró mucho; una hora después un silbido constante surgió de su teléfono móvil; la pantalla se iluminó con la imagen de Lucero: era un mensaje de texto.

—¿Estás dormido?

—No —respondió haciendo una mueca y se preguntó qué hacía levantada a esas horas.

—Tuve una pesadilla. No puedo conciliar el sueño, ¿te molesta si hablamos?

Miró el reloj y pensó: “sí me molesta, son las cuatro de la madrugada”.

—Claro que no, ¿qué soñaste?

—Estaba en el balcón de mi apartamento con mi primo Efraín, eran las tres de la tarde y comíamos un helado, sabes lo mucho que me gusta hablar con él…

—Sí, lo sé… dices que es el hombre más carismático e inteligente del mundo, si no fuera porque está casado y tiene una maravillosa familia, diría que estás enamorada.

—Pues, para una mujer es fácil amar a un hombre así. En fin, no tienes por qué sentir celos, él nunca se fijaría en mí, es un hombre de principios y nunca pondría cachos.

—¡Ahhh! ¿y tú sí?

—Carlos… no. Me conoces, soy tan tonta para esas cosas que parezco monja. Solo lo admiro. Te decía que estaba mirando y de repente todo el mundo cayó al suelo, todo el mundo, las cabezas rebotaban y se escuchaba el crujir de los cráneos al partirse con el pavimento, parecían muñecos a los que se les hubiera desconectado la energía, creí que se habían desmayado, ¡pero todos a la vez! Fue algo muy extraño.

Carlos recordó lo que acababa de sucederle, ¿acaso, ese mar de gente que escuchó deambular frente de su calle eran las almas de los que Lucero vio en su sueño? No quiso contarle la experiencia metempsicótica que había acabado de tener, la aterrorizaría; además, él estaba intentando convencerse de que eso que vio y escuchó fue producto de su imaginación.

—Fue solo un sueño, y ya lo contaste, no se hará realidad.

—De todas maneras me da miedo. Yo nunca sueño.

Abigail tenía una colección de miedos y fobias que transitaban por su mente de manera intermitente. Temía a la soledad porque sus padres nunca la habían dejado sola, incluso en el preescolar ellos fueron sus maestros. Temía escuchar el latido de su propio corazón cuando dormía, sufría de astrafobia y de miedo a las palomas porque cuando tenía cinco años fue atacada en un parque por una bandada que confundió su blusa con un enorme pedazo de pan; y, sobre todo, temía a la muerte, producto de una experiencia aterradora que experimentó cuando fue testigo del último aliento de vida de su abuelo Fernando, el carpintero; las convulsiones involuntarias y expresiones congestivas del rostro del anciano le dejaron una impronta indeleble frente al hecho de morir: era un acto grotesco y doloroso; por eso nunca iba a funerales, ni siquiera de familiares. Como Carlos lo sabía, prefirió callar y cambió la línea de conversación por algo más académico, su trabajo de investigación. Él estaba a punto de graduarse de antropología y Abigail le ayudaba a completar la tesis de pregrado sobre el liderazgo precoz y el desarrollo de competencias comunicativas en niños de colegios públicos sensibilizados en el programa de matemáticas y ciencia del planetario. Fue la excusa perfecta para escapar de los miedos de ambos. Escucharon truenos y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, hablaron hasta que el sueño regresó a asaltar sus cerebros y, antes de cortar la llamada, se mandaron tantos besos que se hartaron de las caricias normales y desearon tener sexo, pero no lo dijeron.

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9789585331839
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