Kitabı oku: «Condenados», sayfa 9

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14. La segunda cosecha de la Parca

Amaneció con una delgada llovizna que levantaba del suelo vapores perfumados a invierno. En la televisión comentaban que la época invernal empezaba a recrudecerse. La acritud del clima y el estado amodorrado de Carlos le nublaban la razón, una razón saturada de alertas, riesgos e incertidumbres. A las seis de la mañana el tráfico bogotano era de lujo, quien viera el estado de las vías diría que había amanecido en otra ciudad. La fuerza policial también se había volcado a las vías en mayor medida que todos los días, la institucionalidad deambulaba por los parques y proliferaban los retenes de la policía de tránsito en Chapinero, Teusaquillo y Fontibón en los que se detenía a transeúntes, motociclistas y vehículos particulares.

Una luz que entró por la ventana de la habitación jugueteó en su rostro hasta despertarlo. Lugo de abrir los ojos, bendijo su cuerpo con la mano derecha y, dándoselas de Sumo Pontífice, hasta bendijo el día. En el celular, tenía otro mensaje de Lucero contándole que había vuelto a tener la misma pesadilla. Él suspiró y anheló que el tiempo pasara rápido para que llegara la noche. Respondió con un simple: no pienses en eso, y se dio vuelta para seguir durmiendo.

La ciudad despertaba apenas a las ocho y media de la mañana gracias a una miríada de ráfagas de luz que se colaban como cuchillas entre los negros nubarrones remanentes de la noche. Como se sospechaba, mucha gente optó por aplazar sus actividades habituales y fueron pocas las personas que acataron las recomendaciones del presidente. Emilio Rojo era uno de ellos, aplicado estudiante de derecho que combinaba su vida académica con un trabajo de medio tiempo en la notaría de Sauzalito. Se desplazaba por la Carrera 10 hacia el trabajo en su automóvil con las ventanas cerradas mientras escuchaba las noticias; las más relevantes eran el restablecimiento del paso hacia Villavicencio, las pérdidas millonarias debidas a las heladas en Boyacá y Cundinamarca en cultivos de papa, arveja y maíz; y el paso cercano a la órbita terrestre de un meteorito nombrado Ate. El reportero indicó que la roca de diecisiete kilómetros de ancho y una masa de diez mil toneladas procedente del cinturón de Kuiper viajaba a una velocidad de cuarenta kilómetros por segundo y tenía, para sorpresa de todos, la forma de una calavera; de caer en el planeta ocasionaría una explosión treinta veces mayor a la bomba de Hiroshima. Emilio se persignó y disminuyó la velocidad al acercarse al cruce vial de la calle 19, se detuvo y colocó la marcha del carro en neutra. Miró desprevenido el reloj ubicado en el panel del vehículo y luego el computador portátil que estaba encima del sillón del pasajero; en ese momento escuchó un par de golpecitos en el vidrio de la ventana y giró la cabeza para ver qué ocurría. Un cañón negro de una pistola lo señalaba. Emilio sintió que su intestino se escurría; un hombre montado en una motocicleta le apuntó, una voz juvenil que salió dentro del casco le pidió el computador. El sobresalto causado por la situación lo paralizó, su corazón latió tan rápido que sus costillas temblaron. Su visión dejó de ver objetos lejanos. De nuevo un par de golpecitos en la ventana. Emilio bajó el cristal y temblando estiró la mano para entregar con desconsuelo el equipo. En ese momento, el motociclista emitió un grito de dolor, dejó caer el arma y se llevó la mano al pecho; doblado sobre sí se desplomó de cabeza hasta estrellarse en el asfalto. El cuello se dobló produciendo un crujido que a Emilio le erizó los pelos; el peso del cuerpo del motociclista en caída libre impulsó la columna vertebral en un ángulo antinatural que hizo perder el soporte cervical, ocasionando que el atlas perforara el cráneo. El joven quedó tendido con culo al aire y la frente en el piso. El primer impulso de Emilio fue huir, pero no lo hizo: dejó el ordenador en su lugar y respiró hondo; el semáforo cambió a verde y los coches de atrás empezaron a pitar insistentemente. Emilio tardó unos segundos en recuperarse y luego recordó el mensaje del cielo. Los vehículos empezaron a esquivarlo y al pasar por su lado le gritaron improperios. Al difunto nadie le puso cuidado, solo Emilio que aún tenía miedo.

Siendo las ocho y cuarenta de la mañana una llamada rompió el sueño de Carlos. Contestó con voz distante y por el auricular escuchó: “Hermano, cayó el primero”. Carlos no alcanzó a descifrar el mensaje que se repitió dos veces más con un eco de exclamación. Por fin, a la tercera vez lo entendió y con un salto se levantó de la cama mientras su hermano le daba detalles por el auricular.

—Hermano, no salieron rayos del firmamento… simplemente el tipo se llevó la mano al pecho, fue como si una bala lo hubiera atravesado y cayó muerto.

El motociclista fue el primer muerto del día. Un malandrín incrédulo que no llegaba a cumplir veinte años. Holgazán para cualquier trabajo, perezoso incluso para robar; con hábitos tan irracionales y grotescos que su misma ralea lo excluía por carecer de principios frente a sus colegas. Robaba de seis de la tarde a seis de la madrugada, una vez por semana, y rotaba cada ocho días para no exponerse demasiado a la policía. Con el producto de su faena daba de comer a su madre, compraba ropa nueva, el sexo de una puta y una docena de porros. Su vida era un ciclo de adrenalina y de excesos. El joven de hombros flacuchos, pómulos saltones y pecho hundido se creía el varón más varón de todos los varones por tener un arma y un pene de película de porno; contaba con una marca criminal de siete arrestos durante el mismo año, y era el niño adorado de la casa.

Hoy no era un buen día para trabajar… no pudo levantar el dedo medio para burlar a la justicia. Situación similar, con algunas variantes, sucedía en tiendas de barrio, en zonas de parqueaderos, autobuses, en las vías y en los parques. Había gente tendida en el suelo, gente muerta sin aparente causa más que intentar robar. Al mediodía, muchos noticieros hablaban a boca llena sobre los hechos acontecidos, la noticia se convertía en tragedia gracias a la manipulación de los reporteros. Tan solo unos pocos periodistas se ceñían a la noticia, sin comentarios henchidos de conjeturas quiméricas. A pesar de las circunstancias, en la mayoría de la población reinó la tranquilidad, incluso con pleno conocimiento de que era real la amenaza proveniente del cielo.

El número de muertes era alarmante. Uno de los noticieros independientes del poder político hizo caso omiso a la orden de no dar las cifras de los fallecidos y reveló que la cantidad aproximada era de nueve mil personas. Ningún ladrón se escapó de la justicia de Ate, como la denominaron en las noticias. Cayeron fleteros, ladrones de carros, de motocicletas, de bicicletas, de celulares e incluso los que hurtaban víveres en minimercados. Murieron comerciantes, abogados y una docena de concejales. Entre muchas personas, cayeron bandidos consumados, tenderos, secretarias, empleadas de servicio doméstico y banqueros. Ate no respetó género ni edad, atacó a adolescentes, mujeres, adultos y ancianos. Los periodistas decían que un robo era una falta censurable, un delito sin importar el objeto robado: dos muchachas de quince y catorce años murieron en el probador de un local de ropa del Centro Comercial Andino. Una mujer de sesenta años falleció al olvidar pagar un café en un establecimiento ubicado en Tunjuelito. Y un cura en el barrio San Cristóbal falleció dentro de la sacristía al tomar doscientos mil pesos de las limosnas recogidas en la misa matutina.

El reporte forense entregado por Medicina Legal de los primeros cadáveres indicó que todos habían muerto a causa de infarto.

Cada minuto crecía la cantidad de personas que se aglomeraban en la carrera 13 y ocupaban las zonas aledañas; familiares de las víctimas, incrédulos de lo que pasaba, lloraban desconsolados a sus seres queridos. Las pérdidas de miles de vidas humanas afligieron a gran cantidad de familias y, por lo general, la otra facción de la población tenía dentro del pecho un sentimiento agridulce, pues, a consecuencia de esas muertes, se podría caminar con tranquilidad por las calles. Todos, tanto afectados como no afectados, padecían una aflicción como la que se siente en los minutos posteriores a un desastre natural. Después de las dos de la tarde no se reportaron muertes masivas. Dicen que los que tenían planes para hacer de las suyas en la siguiente jornada, se rindieron al ver las noticias.

Había un hecho que causaba desconcierto, no todas las víctimas fallecieron en el acto de cometer un hurto. 920 personas, de las que se aseveraba completa inocencia y conducta intachable, fallecieron al parecer por la misma enfermedad. El caso más dramático fue el de Fermín Villalobos, un emblemático profesor del Colegio Renatus Cartesius, ganador del Premio Llinás por destacarse en la enseñanza de las ciencias naturales y promover proyectos de investigación en jóvenes de primaria. En el laboratorio del colegio, Fermín enseñaba a construir un espectroscopio casero. Doce pequeños vieron como murió retorciéndose de dolor en el suelo.

Tres horas después, en el Salón del Consejo de Ministros, Guillermo miraba a su gabinete con cara de reproche, quería respuestas que nadie podía darle. Lo que acontecía sobrepasaba todo entendimiento, pero él seguía cavilando que lo ocurrido era obra terrenal. Se sentó y apoyó sus manos encima de la mesa, tomó aliento y miró el cuadro El cóndor, del maestro Alejandro Obregón. Repasó con la mirada el rostro de los presentes y no encontró nada que le gustara. Milton Calahor, el ministro más influyente, se mostraba más apático que nunca y parecía tan distante como uno de los tantos retratos que adornaban el recinto. Raúl Alfaro miraba el celular y a juzgar por su cara se intuía amargura en el mensaje que leía. De nuevo, el presidente buscó en sus adentros el detonante dialéctico que sacudiera a sus ministros del bodrio mental en el que estaban. Y lo halló en el retrato de Camilo Torres, el Verbo de la Revolución.

—Entonces, ¿creen que Dios los mató?

Nadie respondió. Leopoldo lo miró con sus pequeños ojos de ratón de manera extraña, como se repara un platillo antes de comer. Los demás esquivaron la mirada. Luego, uno a uno intentó dar una explicación, pero todos los argumentos eran imaginarios.

—Declararé el estado de sitio. Quiero respuestas y quiero culpables.

Juan Pacheco estaba recostado en la pared cerca del cuadro La Constituyente de Beatriz González. Su mediana estatura lo dejaba por debajo de los hombros de todos en el gabinete por lo que prefería quedarse de pie en las asambleas; así, de alguna manera, le decía a su mente que respondiera con mayor altura y decoro que sus interlocutores; miraba entretenido la discusión, para él lo que sucedía era inexplicable desde lo espiritual e inaceptable y cuestionable desde la razón. Después de su última plática con el presidente había optado por investigar qué podía generar tales muertes y había encontrado en la ciencia una respuesta sensata. Cuando notó un hueco en la conversación se metió.

—Somos testigos del arribo de la singularidad tecnológica y el inicio de la edad posthumana. Las muertes son el producto de una tecnología nueva que puede utilizar gadgets con señales mentales, algo que desconocemos, un arma operada a distancia con gran cobertura y…

—Qué estupidez. Esto es serio, doctor Pacheco, lo que menos necesitamos es trazar un plan basado en fantasías. Los criminales murieron por causa divina, no hay otra explicación —replicó tajante el regordete Elías Tobar, ministro de defensa nacional. Guillermo los observó sin parpadear, era evidente que entre el ministro y el asesor no existían buenas relaciones, Tobar y Juan entronaron las cejas y se miraron como toros de lidia dispuestos a darse cabezazos.

—Estúpido es aquel que por sus prejuicios banales se hace el ciego ante la realidad. Apuesto mi sueldo que no conoce el themerim, se lo recomiendo, mírelo funcionar para que entienda lo que he dicho.

Hubo silencio en la sala de reuniones hasta que habló Facundo Soler, ministro del interior.

—No hay delito sin contravención de la ley, los atacantes eran ladrones en potencia que no consumaron el delito, es decir, no hubo crimen, así que no podemos llamarlos como tal, por ende, no hay victimarios qué incriminar y todos se convirtieron en víctimas inocentes, además, si los tratamos como criminales no tardarán sus familias en demandarnos.

—Doctor Soler, su silogismo abductivo raya con la moral. No vamos a entrar en señalamientos. Si a esas personas no las hubiera detenido algo, el día de hoy acabaría con ese mismo número de hurtos; es improcedente tomar una posición moralista, no es nuestra labor; ni el objetivo de esta reunión —exclamó el presidente. Facundo asintió y continuó hablando en un intento de robustecer su participación en la reunión.

—Lo entiendo, señor presidente, reconozco que, desde el ámbito legal ellos no cometieron un delito, no hay un acto consumado. Por otro lado, el problema que ahora tenemos es de sanidad, hay municipios en los que no hay espacio para albergar los cuerpos mientras se hacen las autopsias, se están utilizando coliseos y técnicas de conservación para evitar malos olores y problemas de salud pública.

—El último reporte indica que todos murieron por la misma causa. Postulantes a ser criminales y otros novecientos como maestros, ingenieros y estudiantes que no estaban en proceso de robo —añadió Pacheco.

—¿De qué murieron? —urgió Guillermo Pontefino con tono de impaciencia e intuyendo la respuesta.

—En cincuenta y cinco autopsias realizadas se encontró lo mismo: muerte natural a causa de un infarto agudo al miocardio —completó Leopoldo Azcón.

—¡Homicidio! —exclamó Guillermo, golpeando la mesa con el puño.

—Posiblemente a todos los demás se les dictamine la misma causa. Pero eso tardará meses —repuso Facundo, arrugando la frente.

—Señores, el tema es más delicado de lo que parece, las familias querrán a sus difuntos pronto para los funerales y seguramente habrá problemas sociales, han muerto jóvenes de todos los estratos sociales, ¿quién lo hubiera pensado? Se supone que gente de niveles socioeconómicos altos no necesitan robar. Surgirán señalamientos y discriminación entre las clases sociales —agregó Leopoldo y todos empezaron a opinar.

Juan Pacheco, con ironía, los miraba discutir y pensaba que todos justificaban lo que ocurría en la sociedad, olvidando que el mismo sistema abogaba por la libre expresión y el desarrollo de las personas. Él pensaba que todos y cada uno de los ciudadanos tenían las oportunidades y medios necesarios para ser quien quisieran ser. Entre tanto observaba con jocosidad a los ministros y reflexionaba que ellos, en su afán de dar una respuesta, olvidaban que no existen modelos perfectos para gobernar y que toda comunidad es una amalgama de personalidades diferentes que hibridan la cultura en matices complejos difíciles de predecir y mucho menos de controlar. Las estribaciones surgidas en contra de las normas no corresponden a una causa raíz, a un núcleo de maldad o a un sistema defectuoso, sino a una acumulación de eventos degenerativos que causan efectos encadenados. La oferta y demanda en la satisfacción de las necesidades básicas genera una competencia tutelada por leyes que muchos atacan. Después de unos segundos, la reunión parecía un mercado donde cada cual trata de imponerse sobre los demás para vender sus ideas.

—¡BASTA! No nos excusemos más. La culpa no puede ser de la sociedad, del sistema o de nosotros. Es de todos —apuntó Guillermo—, tenemos deficiencias que trataremos a su debido momento. Pero ese es otro tema; no pongan sus necesidades ministeriales como plataforma para ganar recursos y adelantar proyectos como alternativa de solución a esta situación en particular. No nos apartemos del asunto que nos tiene aquí. Estoy seguro de que todo esto es un acto humano, y probablemente el doctor Pacheco tiene razón. Los infartos pudieron generarse por medio de alguna fuente de radiopropagación o cualquier otra tecnología de ondas; cómo lo hicieron y, sobre todo, cómo identificaron a las personas que iban a cometer un delito es un misterio que debemos solucionar, y entendiendo que no tenemos los recursos tecnológicos necesarios para esta investigación, así que solicitaré ayuda internacional.

Pacheco sonrió levemente, se sintió ante el doctor Elías Tobar. Era sensato que el presidente, en un caso como estos, confiara más en sus juicios que en los del ministro de defensa, un eminente abogado muy bueno como jurista, pero muy malo en asuntos de ciencia. Además, Juan Pacheco era el hombre del gabinete presidencial más ilustrado en tecnología.

—¿En verdad es posible? —preguntó el doctor Soler.

—Es la hipótesis más probable —respondió Pacheco—. El desarrollo tecnológico de la humanidad avanza con pasos agigantados. Sin embargo, las características de dicha arma son tan particulares que rayan con la ciencia ficción. Y no tenemos los recursos tecnológicos ni los académicos para estudiarla.

—Señor presidente, ¿qué hará cuando tenga en sus manos esa tecnología? —preguntó el doctor Tobar.

“Ajustar la intensidad”, pensó.

—Primero encontremos el arma. Después decidiremos qué hacer.

—Señor presidente, cuidado con lo que dice. Recuerde que hoy murieron aquellos que intentaron robar —expresó Elías con tono mordaz—. Si en verdad es un arma con la facultad para detectar las intenciones de las personas y atacarlos en el acto… —vaciló— podría detectar las intenciones de terceros para rastrearla. De todas maneras, dudo mucho que dicha arma exista; de equivocarme, que Dios nos ampare porque todos somos vulnerables.

—Entonces, ¿qué cree que es?

—Un castigo divino. No hay duda, apoyo la posición del doctor Soler. Sucedió lo mismo en el pasado. Dios envía viento, tierra, fuego y agua…

—Y ahora envía cartas… vamos, no diga estupideces. ¿Juan, existe la posibilidad de un arma así? —insistió el presidente.

—Señor presidente, no debemos descartar que somos presa de un artefacto tecnológico. Desde hace ochenta años existen frecuencias infrasónicas o extremadamente bajas (ELF) que afectan dos tipos de ondas cerebrales en los humanos; las señales Berger son las ondas Beta y Gamma. Existen armas usadas para producir desordenes en la conducta, como es el caso de las armas neuroelectromagnéticas utilizadas de manera especial para infundir miedo, causar vómitos, provocar dolores de cabeza e incluso acelerar el ritmo cardíaco. Se ha documentado que armas con estas características se usaron a finales del siglo pasado en la Guerra del Golfo. En la actualidad, el ejército de los Estados Unidos cuenta con el Active Denial System o rayo de calor que puede usarse para controlar manifestaciones. Otras armas desarrolladas con tecnología LRAD1 consideradas como no letales se emplean a diario sin que la gente se percate de su uso. Incluso, hay documentación sobre aparatos que producen resonancias indetectables por los sentidos que afectan nuestros órganos internos haciéndonos vomitar. Hace dos meses, y no sé si está relacionado, un grupo de transhumanos londinenses vieron ondas de luz extrañas que corrían sobre las mismas líneas magnéticas del planeta y vaticinaron que habría profundos cambios en el clima y en la forma en que las personas piensan.

—Alharacas, simples y tontas alharacas. Los metahumanos nunca dicen la verdad, siempre esconden algo, si les seguimos la corriente terminaremos siendo sus esclavos —respondió Calahor.

—Doctor Calahor, puede que usted tenga o no razón, lo que sé es que los cíborgs nos superan por mucho en inteligencia y capacidades. Y no estoy tan seguro de si lo que vieron tiene o no algo que ver. Ese mismo hecho fue registrado por los equipos del observatorio magnético de Islandia, el reporte oficial indica que un cordón de energía vibró como cuerda de guitarra sobre una isolínea del campo magnético del planeta, se especula que fue ocasionada por la tormenta solar que no logró ser filtrado por nuestro Cinturón de Van Allen, afectando la ionosfera y produciendo auroras boreales; las mismas que vimos aquí en Bogotá se observaron en Tarragona, Ibiza y Orán. —Calahor se cruzó de brazos—. Por otro lado, el hecho es que las armas que mencioné no tienen una emisión de ondas selectiva y los efectos impactan a todos los individuos que estén dentro de un rango de alcance. Nos enfrentamos ante una poderosa arma letal que, a mi modo de ver, no solo amenaza el país, sino que amenaza a toda la humanidad. Piénselo bien, un terrorista podría elegir cualquier blanco.

—Si es cierto lo que dices, entonces el arma emite señales que se transportan sobre las líneas magnéticas y perturba el magnetismo del planeta, pero… la detección se hizo en ciudades del mediterráneo y estamos muy lejos, por eso su teoría se cae.

—No señor, la cartografía de isolíneas demuestra que el recorrido no es lineal, y la perturbación generó que el flujo magnético se moviera sobre el océano Atlántico llegando al país.

—Aun así, no hay nada que relacione ese evento físico con las cartas. Señor Pacheco, nos está desenfocando.

—Tal vez Pacheco tenga razón. No podemos descartar información si la causa de las muertes es un arma desconocida.

—Tendría el poder de Dios en sus manos —interrumpió el doctor Tobar.

—¡El poder de su dios o el poder de su diablo! Da igual, cualquiera de los dos es un criminal —respondió Pacheco mientras el ministro abría los ojos al escuchar tal blasfemia.

Un murmullo se generó en la sala, los ministros alterados manoteaban y cada uno intentaba hablar. Las cartas estaban echadas sobre la mesa, existía una nueva arma de alcances inimaginables o acaecía un castigo divino, a eso se enfrentaban y en ambos casos estaban desamparados.

—Señores, es posible que estemos ante una amenaza terrorista de magnitudes inimaginables. No podemos cruzarnos de brazos ni llenarnos la boca con justificaciones parcas o con especulaciones insulsas mientras siguen muriendo ciudadanos. Tampoco creamos que esta amenaza que ha empezado en nuestro territorio se va a quedar en nuestro territorio. Cualquier acto de barbarie que amenace el estilo de vida libre de una sociedad también coacciona el estilo de vida de todos en el planeta. Señores, un terrorista nos sometió a vivir en medio de un escenario dantesco y no podemos ceder, ni agachar la cabeza. Somos víctimas de una amenaza global y como tal tenemos que actuar —acotó el presidente y todos callaron.

—¡Que Dios nos libre! ¿Ahora quién será? —añadió Leopoldo.

—Debemos apurarnos. El mundo entero conoce lo que sucedió y varios países nos señalan como agresores potenciales.

—¡Agresores! Pero si somos las víctimas.

—Doctor Elías, por favor, no es hora de hacer preguntas estúpidas.

Elías no caía en cuenta de que, así como el país estaba bajo ataque, cualquier otro podría estarlo.

—Todos estamos en peligro y, como lo mencioné, no estamos preparados ni científica ni tecnológicamente para resolver una situación como esta. Por esto, antes de esta reunión hablé con varios mandatarios de países con los recursos necesarios para hacerle frente a esta amenaza. Esta noche aterrizarán un par de aviones militares con ayuda tecnológica y científica. —Todos se sorprendieron, el presidente se les anticipó—. Señores, esto es muy grave. Debemos perseverar y esforzarnos sin miramientos para solucionar el problema.

1 Long Range Acoustic Device, también llamado Grito, es un arma no letal. Entre sus utilidades está la emisión de sonidos dolorosos utilizados para reprimir manifestaciones.

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