Kitabı oku: «La formación en investigación en la universidad», sayfa 3

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Como requisito para culminar la licenciatura, algunas carreras piden tesis o trabajos de investigación, pero otras no. No obstante, los dos campos laborales predominantes que se mencionan en las carreras de esta unidad académica son la docencia y la investigación. Asimismo, otra particularidad es tener como requisito para todas las carreras la aprobación de tres niveles de comprensión de un idioma latino y un idioma anglosajón. Según los resultados obtenidos en un estudio del año 20005 en esta facultad, más de la mitad de los alumnos encuestados en aquel entonces se encontraban disconformes con la formación recibida en investigación, formación para la docencia e idiomas, por considerarla no suficiente.

Este descontento se identificó y se sigue identificando más fuertemente en el caso de la investigación (77% de los encuestados). Los alumnos demandan para mejorar su preparación en este campo una mayor participación en equipos de investigación (ya formados o en formación). La idea que tienen en su mayoría es que se aprende a investigar investigando y durante toda la carrera. En relación a la formación docente recibida para ejercer en el nivel medio o superior, el 55% consideró que es insuficiente y que sería necesaria mayor práctica en instituciones (60%) y mayor trabajo con los contenidos en función del nivel y destinatario al cual van dirigidos (60%), ya que consideran necesario saber hacer la transposición didáctica y la selección, organización y secuenciación de la mejor manera posible a la hora de enseñar su área disciplinar. En cuanto al aprendizaje de idiomas, el 51% opinó que la formación recibida no es suficiente y que sería importante aprender a hablar un idioma (82%) en primera instancia y a escribir en segunda (57%). Como se observa, hay una fuerte demanda de mayor relación con estas prácticas profesionales, la referida al licenciado como investigador y al profesor como docente (Calvo, 2000).

Asimismo, de la investigación anteriormente mencionada surgió que la relación teoría-práctica y la formación profesional (en docencia e investigación) aparecen como los ejes más importantes para tener en cuenta ante una reforma curricular. Es así, como este trabajo se propone llevar a cabo un análisis de uno de estos aspectos: los espacios curriculares de formación en investigación en las carreras de grado de la Facultad de Filosofía y Letras.

La formación en investigación resulta central para continuar con la producción de conocimiento científico que posibilita a la vez el desarrollo de estrategias que permitan accionar sobre la realidad social. Es sabido, aun desde el saber popular, que no resultan suficientes los cursos de metodología que otorga una carrera para formar a un investigador y que hay que propiciar otras modalidades de formación, tales como integración en equipos de investigación, participación e involucramiento en todas las tareas de investigación, así como la realización de seminarios y talleres de objetivación de la práctica cotidiana en una articulación continua entre teoría y práctica. Tanto los planteos teóricos (Geltman y Hintze, 1987; Gibaja, 1987; Borsotti, 1989) como la demanda de los estudiantes coinciden en la necesidad de aprender a investigar investigando. En este sentido, resulta de interés, a través de este trabajo, conocer cuáles son y qué características presentan a nivel didáctico, las instancias curriculares que se proponen en el nivel de grado para la formación en investigación en nuestra facultad. A su vez, conocer este punto permitirá tener en cuenta nuevos aspectos que se podrán considerar en futuras reformas de planes de estudio con la perspectiva de mejorar la calidad académica.

Entre las concepciones de la universidad, Tardif (2002) nos recuerda nuestro compromiso con la formación de investigadores, aquella que remite a la Universidad de Humboldt sobre la cual se asentaron las bases de nuestra universidad, a saber: (a) la misión de una formación general y universal; (b) centro de investigación, hegemonizada por la búsqueda de la verdad científica, y (c) formación que articula cultura general y ciencia, la enseñanza y la investigación.

Como se observa, desde las más significativas concepciones sobre la universidad se reconoce, como un gran pilar institucional a la investigación. En este sentido la producción de conocimiento científico se constituye como uno de los ejes que dan identidad al quehacer universitario junto con la docencia y la extensión.

Rojas Soriano (2008, pp. 21-34) afirma, desde su contexto y perspectiva teórica, que la docencia ocupa un sitio privilegiado dentro de las actividades que realizan las instituciones de nivel superior, debido al reconocimiento que tiene en el conjunto de la sociedad, por lo que la mayor parte del presupuesto se destina a salarios de quienes sostienen esta actividad. Por ello, se ha señalado por parte de quienes forman parte de tendencias emergentes como necesaria la elaboración de políticas y estrategias para la formación de profesores, así como la organización e instrumentación de programas específicos tendientes a la preparación didáctica-pedagógica de las personas que se dedican a la enseñanza. En cambio, sobre la investigación, el mismo autor plantea que en el proyecto académico no se ha hecho tanto énfasis en la formulación de políticas orientadas a la preparación de investigadores a pesar de la insistencia en el discurso oficial de impulsar la ciencia y la tecnología a través de la política de incentivos y de estímulo a los posgrados.

“La falta de una política integral de investigación ha dificultado establecer programas para la formación de investigadores. Por lo mismo, son pocos los elementos teóricos o éstos se encuentran dispersos sobre dicha formación, considerada como un proceso objetivo que se inserta en una realidad más amplia como es la educativa y la social en general” (Rojas Soriano, 2008, p. 34).

Por lo tanto, preguntarnos en torno a la formación de los investigadores en la universidad resulta de interés ya que problematiza y busca aportar conocimiento sobre un tema de relevancia académica y social, ya que no sólo implica a la institución productora de ese conocimiento sino también a la sociedad que aparece como destinataria de ese conocimiento producido.

Es en función de lo expuesto que surgen preguntas tales como: ¿Cómo se forma en investigación en la universidad? ¿Cómo actuará la relación teoría y práctica en la formación de los licenciados y específicamente en su formación en investigación? ¿Cómo se articula este eje didáctico (la relación teoría y práctica) en estas instancias curriculares de formación, con las características propias y específicas de lo que implica investigar? ¿Cómo se articula el interjuego entre teoría y empiria propio del proceso investigativo y el interjuego teoría y práctica propio del proceso de la formación en las profesiones? ¿Cómo juega en todo esto el contenido con el que se trabaja? ¿Cómo atraviesa estas relaciones las características particulares de la profesión para la cual se está formando en el área de investigación?

Así el hecho social en el cual se centra este trabajo es: la articulación teoría y práctica en los espacios de formación en investigación en las carreras de grado que se cursan en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). El problema general indagado es: ¿Cómo se manifiesta la articulación teoría y práctica en los espacios curriculares de formación en investigación de las carreras de grado que se cursan en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA)? Esta pregunta general puede comprenderse mejor a través de dos preguntas más concretas: ¿De qué modo el lugar que ocupan los espacios de formación en investigación en las carreras de grado facilita o inhibe la articulación teoría y práctica?, y ¿de qué modo las características didácticas (en cuanto a contenidos y estrategias de enseñanza) presentes en los espacios de formación en investigación en las carreras de grado facilitan o inhiben la articulación teoría y práctica? Cabe señalar, que para poder cumplir con los objetivos y responder al problema planteado, se organizó a nivel metodológico (ver capítulo 4), un diseño cualitativo o de generación conceptual con instancias participativas ya que se formularon preguntas abiertas que buscan la comprensión profunda y compleja del hecho social estudiado.

Capítulo II
El caso a estudiar: breve historia de la UBA y la Facultad de Filosofía y Letras
a) La Universidad de Buenos Aires

Durante el siglo XVIII el mundo cambiaba rápidamente: se transformaban los métodos de producción y, al mismo tiempo, los conocimientos sobre la naturaleza, el modo en que los hombres se veían a sí mismos, a la sociedad y a los gobiernos. Esta revolución del pensamiento se conoce con el nombre de ilustración o iluminismo y la época pasó a la historia como el Siglo de las Luces. Ya a finales del siglo XVIII un movimiento de reforma buscó separar a la universidad de la dominación escolástica y de la influencia de la Iglesia en términos generales. Esta tendencia adquirió diferentes expresiones en distintos Estados europeos.

Pero, en líneas generales, todos estos cambios aspiraban a modificar las características de la universidad transformándola en una institución de la que se esperaba la generación de un conocimiento útil para la sociedad, orientada en muchos casos a la acción y a la resolución de problemas concretos. Este clima, dejará su impronta en el origen de la Universidad de Buenos Aires, fundada en el año 1821. La UBA es la segunda universidad creada en nuestro país, luego de la Universidad de Córdoba.

En 1820 –siguiendo el recorrido histórico desarrollado por Buchbinder (2010, p. 44)– luego de la caída del gobierno central de las Provincias Unidas del Río de la Plata, la ciudad de Buenos Aires ingresó en una nueva etapa de su historia. Se convirtió en la capital de un Estado Autónomo: el de la provincia de Buenos Aires. Las nuevas autoridades, lideradas por el gobernador Martín Rodríguez y su ministro de Gobierno, Bernardino Rivadavia, procuraron llevar a cabo una reorganización del aparato del Estado para modernizarlo y adecuarlo a las circunstancias políticas. La renovación del sistema de enseñanza pública se encontraba también entre los objetivos del gobierno. En este contexto fue creada, por un decreto del gobierno provincial del 9 de agosto de 1821, la Universidad de Buenos Aires.

Al respecto de la creación de la UBA, Fernández Lamarra (2003, p. 24) señala que fue concebida como una instancia educativa suprema del territorio de la naciente Argentina y como un instrumento de formación de dirigentes y de conciencias al servicio del proyecto de carácter capitalista y centralista que inspiraba a los gobernadores de Buenos Aires en esa época. Su primer rector, Antonio Sáenz, le otorga un cierto equilibrio entre los enfoques tradicionales escolásticos y las concepciones iluministas en pugna con ellas.

La UBA en sus orígenes adoptó una organización por departamentos. El proyecto de Sáenz contemplaba la existencia de seis departamentos: el de Primeras Letras, que tenía a su cargo la educación básica; el de Estudios Preparatorios; el de Medicina; el de Ciencias Exactas; el de Jurisprudencia y el de Ciencias Sagradas. Durante los primeros años los principales esfuerzos organizativos se concentraron, en los departamentos de Primeras Letras y Estudios Preparatorios. El principal problema de los otros departamentos radicó en la escasa cantidad de alumnos que recibían. El departamento de Ciencias Sagradas, por ejemplo, no pudo comenzar a funcionar por falta de alumnos.

En julio de 1825, Antonio Sáenz falleció y el rectorado de la Universidad fue asumido por José Valentín Gómez. Este último debió afrontar un conjunto de tareas que hasta entonces no habían sido resueltas: por ejemplo, la institución todavía no contaba con un reglamento interno que delimitara las atribuciones de los distintos funcionarios y órganos de gobierno o la expedición de títulos y grados. Todo esto, trajo nuevos cambios en la organización de los departamentos.

Hacia mediados de 1830 la universidad comenzó a experimentar las consecuencias del proceso de aguda politización impulsada por el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Señala Buchbinder (2010, p. 49) sobre esta época:

“La universidad, a pesar de su indudable declive académico y científico, continuó desempeñando el papel de instancia de formación y sociabilidad para todos los que aspiraban a ejercer un rol relevante en la vida política de la provincia. Gran parte de la dirigencia política del estado provincial de la etapa posrosista adquirió su instrucción formal durante la década de 1840 en los claustros de la universidad”.

La universidad experimentó una nueva etapa de transformaciones luego de la caída de Juan Manuel de Rosas. En 1853, señala Fernández Lamarra (2003, p. 27), se dictó la Constitución Nacional y en su texto se incluyó referencia explícita a las universidades, otorgándole al Congreso, como una de sus atribuciones, el dictar la legislación sobre universidades. Según Buchbinder (2010, p. 53), después de 1852 se le restituyeron entonces a la UBA las partidas que el gobierno de Rosas, derrocado en Caseros, le había sustraído en 1838. La actividad universitaria se concentró en los cursos preparatorios y en los de jurisprudencia, ya que los estudios de medicina fueron separados de la universidad. Las nuevas autoridades introdujeron innovaciones significativas. Particularmente importante fue la decisión de proveer los cargos de catedráticos a través de concursos de oposición. Sin embargo, durante toda la década de 1850 los planes de estudio y la organización de la universidad se mantenían según las disposiciones estructuradas en 1833 y la casa de estudios continuaba subordinada estrechamente al poder político.

Los rectores de la UBA durante el Período de Organización Nacional (1862-1880) fueron importantes personalidades político-intelectuales de este proyecto conducido por la denominada generación del ’80: Juan María Gutiérrez estuvo entre 1861 y 1873, Vicente Fidel López entre 1873 y 1877, Manuel Quintana entre 1877 y 1881, y Nicolás Avellaneda –simultáneamente Senador Nacional– entre 1881 y 1885. Se incorporaron –aunque sea parcialmente– las áreas científicas y de humanidades, se intentaron modernizar los estudios jurídicos y se propusieron reformas pedagógicas. En 1874 la Facultad de Medicina fue reincorporada a la Universidad de Buenos Aires y se implementaron una serie de reformas en los planes de estudio. A través de un decreto del Poder Ejecutivo firmado en marzo de 1874, la universidad dejó de ser concebida como un organismo unitario y se transformó en una suerte de federación de facultades, presidido por un Consejo Superior encabezado por el rector e integrado por decanos y dos delegados por cada una de las facultades. La UBA quedaba entonces organizada en cinco Facultades: la de Humanidades y Filosofía, concebida nuevamente como departamento de estudios preparatorios, la de Ciencias Médicas; la de Derecho y Ciencias Sociales; la de Matemática y la de Ciencias Físico-Naturales. Sin embargo, las profesiones liberales siguieron siendo el centro de interés. En cuanto a lo organizativo, la UBA estableció la autonomía docente y el sistema de concursos a través de la preparación de las ternas para la provisión de las cátedras.

En 1880, luego de la federalización de la ciudad de Buenos Aires, un conjunto de instituciones culturales de la ciudad fue transferido al Estado Nacional. Se imponía la necesidad de conformar un nuevo marco legal que abarcase las dos grandes casas de estudios superiores dependientes de la Nación (la UBA y la Universidad de Córdoba). En mayo de 1883, el entonces rector de la UBA y senador, Nicolás Avellaneda, presentó un proyecto de ley universitaria, que se sancionó en 1885. Esta primera Ley Universitaria (Ley 1.597), que consta de cuatro artículos, fijó las bases a las que debían ajustarse los estatutos de las universidades nacionales; se refería fundamentalmente a la organización de su régimen administrativo, y dejaba los otros aspectos liberados a su propio accionar. Los artículos se centraban fundamentalmente en la forma de integración de los cuerpos directivos, en las atribuciones de esos mismos cuerpos, en el modo de designación de los profesores y en el origen de los recursos presupuestarios. En 1886 se modificaron los estatutos de la Universidad para adaptarlo a las prescripciones de la Ley Avellaneda.

Según Fernández Lamarra (2003, p. 28), a partir de 1885 y con la sanción de la Ley Avellaneda, se inicia el período de la universidad oligárquica y liberal que se extendió hasta 1918, año en que se produjo en Córdoba el pronunciamiento de la Reforma Universitaria. En estos años, existió una fuerte homogeneidad ideológica y política entre gobierno y universidad. Así los funcionarios políticos y legisladores alternaron el desempeño de estos cargos con los profesores universitarios y formaron a sus alumnos como futuros herederos en el campo político y universitario. Buchbinder (2010, p. 67) también lo plantea diciendo:

“las universidades se concentraban así en la formación de profesionales liberales y cumplían, además, un rol esencial en la generación y socialización de las elites políticas. El acceso al empleo público y a los círculos políticos dirigentes se asociaba en forma estrecha a la posibilidad de ingresar a la universidad”.

Destaca el mismo autor, que en la UBA fue probablemente la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras en 1896, la principal manifestación de este intento de comenzar a modificar el perfil de la universidad introduciendo aspectos relacionados con la práctica de la ciencia pura y la investigación desinteresada. Incluso las dos facultades creadas en Buenos Aires luego de la organización de la de Filosofía y Letras fortalecían las tendencias profesionalistas. La de Agronomía, fundada en 1909 se consagraría a la formación de ingenieros en su especialidad y la de Ciencias Económicas, que inauguró sus cursos en 1914, se orientaría a la instrucción de contadores.

Frente a este centralismo del gobierno nacional, algunos grupos del interior del país se plantearon el tema del control de la educación superior en sus territorios, por lo que se crearon en 1889/1890 la Universidad de la Provincia de Sante Fe y en 1890, la Universidad de La Plata (aunque se puso en funcionamiento en 1897). Posteriormente, en 1912, se creó la Universidad de la Provincia de Tucumán. Los autores que han estudiado este período coinciden en que los proyectos de las universidades de La Plata y Tucumán anticiparon algunos de los principios y lineamientos políticos que años más tarde serían consagrados por la Reforma Universitaria de 1918.

La Reforma introdujo modificaciones sustanciales en la vida académica. La gran mayoría de los investigadores coinciden en afirmar que la Reforma democratizó el gobierno de las instituciones académicas y abrió las posibilidades de los sectores medios de acceder a un título universitario. Sin embargo, existen otros aspectos relevantes como la nueva relación entre la investigación científica y la universidad, la generación de una intensa vida política en las casas de estudio, la creación de una carrera académica y la conformación de una nueva dirigencia. Gran parte de los protagonistas de la Reforma cuestionaban el modelo profesionalista imperante en las casas de estudios. En algunas carreras, particularmente en las humanísticas, la Reforma del 18 se asoció estrechamente a un cambio de perspectiva que impactó en los planes de estudio y en la orientación general de las carreras. La voluntad de otorgar un lugar de privilegio a la práctica de la ciencia impregnó también los debates sobre las modificaciones curriculares. También la extensión fue incorporada como en la mayor parte de los estatutos de la Reforma como una tarea central de la universidad.

Entre 1918 y 1943, señala Buchbinder (2010, p. 109), con una breve interrupción entre finales de 1930 y principios de 1932, cuando el Poder Ejecutivo fue ejercido por el general José Félix Uriburu, la administración de la universidad argentina se rigió por los postulados reformistas.

En la etapa comprendida entre 1943 y 1946 –iniciada por el golpe militar del 4 de junio– se produjeron importantes cambios en la situación política y social de nuestro país. Las autoridades del nuevo gobierno se proponían llevar a cabo una transformación profunda de la sociedad y, particularmente, del sistema de instrucción pública. Las universidades no podían quedar fuera de la transformación. Sin embargo, en las universidades sólo podía llevarse a cabo en la mayoría de las casas de estudio imponiéndose por la fuerza sustituyendo a los rectores por interventores. Las protestas contra la nueva situación universitaria se hicieron sentir prácticamente de manera inmediata.

En mayo de 1946, luego de las elecciones y un mes antes de que Perón asumiese la presidencia, las universidades fueron nuevamente intervenidas y se produjeron las cesantías de la mayor parte de los profesores opositores. En 1947 se aprobó la ley 13.031, que estableció un nuevo régimen para las universidades nacionales donde se limitó fuertemente la autonomía universitaria. El objetivo de esta ley era el control político de las universidades. Entre 1946 y 1955 –año en que fue derrocado Perón– se desarrolló una política de fuerte expansión del sistema educativo en todos sus niveles, incluido el universitario. En 1949 se estableció el ingreso libre a la universidad y su gratuidad, lo cual aumentó en un muy alto porcentaje la matrícula. Posiblemente, la mayor innovación de este período haya sido la creación en 1948 de la Universidad Obrera Nacional, que luego del derrocamiento de Perón, en el año 1959, se transformó en la actual Universidad Tecnológica Nacional.

En septiembre de 1955, un golpe militar derrocó al presidente Perón. El nuevo gobierno intervino a las universidades y declaró cesantes a la mayor parte de los profesores que habían participado de la etapa peronista. Se derogaron las leyes de la etapa peronista y se restableció la ley Avellaneda. La aprobación de la ley 14.557/58 sancionada por el Congreso de la Nación, posibilitaba la creación de universidades privadas y dio lugar a fuertes enfrentamientos y manifestaciones públicas entre quienes estaban a favor y en contra de esta ley.

Según Fernández Lamarra (2003, p. 34), este proceso de restauración reformista permitió la inmediata normalización organizativa de las universidades nacionales y el inicio de un proceso de crecimiento cualitativo muy significativo que se extendió hasta el año 1966, en que el gobierno constitucional de Arturo Illia fue derrocado por otro golpe militar. Este período es considerado por muchos especialistas como el más floreciente, en términos de avances científicos y académicos, de la historia de las universidades nacionales. Surgieron nuevas carreras y los planes de estudios fueron reformados tratando de actualizarlos. Este proceso se observa fuertemente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde se crean nuevas carreras, se avanza en nuevas modalidades de los cursos y se busca la flexibilización y actualización curricular. El 5 de febrero de 1958, mediante el decreto Ley 1291, el gobierno nacional dispuso crear el CONICET –Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas– en respuesta a la necesidad de estructurar un organismo académico que promoviera la investigación científica y tecnológica en la Argentina. Su primer presidente fue el Dr. Bernardo A. Houssay (1887/1971), médico, Premio Nobel de Fisiología de 1947.

Buchbinder (2010, p. 192) plantea que la intervención de 1966 cerró la etapa de renovación universitaria. El gobierno intervino a todas las universidades nacionales y se protagonizó la Noche de los Bastones Largos en la UBA. A partir de ese hecho, un número relevante de docentes e investigadores abandonó la actividad académica y muchos de ellos partieron hacia el exilio. El régimen de Onganía no logró limitar la politización creciente de la vida académica. Desde entonces, las fuerzas policiales se instalaron en las facultades, sobre todo en Buenos Aires. Pero la resistencia de los estudiantes fue aumentando progresivamente. Esa situación desembocó en el Cordobazo, que provocó cambios y, tiempo más tarde, la caída de Onganía. La movilización de los universitarios se acentuó al comenzar la década del setenta. La diversificación del sistema universitario constituyó uno de los principales instrumentos con que el régimen militar procuró frenar los efectos políticos de la movilización estudiantil. Durante los últimos años de la década de 1960 y los primeros de 1970 se llevó a cabo, a partir del denominado Plan Taquini (cuyo autor, Alberto Taquini, era decano de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA), la creación de doce nuevas universidades nacionales. Estas creaciones ampliaron fuertemente la red de universidades nacionales de 10 a 25.

Fernández Lamarra (2003, p. 36) destaca que

“ya desde la década del ’70, el peronismo fue creciendo y desafiando al gobierno militar, en especial en las universidades. Por ello, al iniciarse el período del Presidente Cámpora, se designaron como rectores en las universidades nacionales a intelectuales y profesores vinculados política e ideológicamente con la Juventud Peronista”.

En la UBA, rebautizada Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires, fue designado el historiador Rodolfo Puiggrós. La universidad del ’73 estuvo fuertemente signada por un clima de efervescencia política y por el peso de las utopías de los setenta. Destaca Buchbinder (2010, p. 205) que a partir de julio de 1974 el giro conservador y autoritario del gobierno conducido por María Estela Martínez de Perón forzó cambios sustanciales en los cuerpos directivos de las casas de estudios. En la UBA, Puiggrós fue obligado a renunciar a su cargo de rector sólo cuatro meses después de asumir. Durante todo 1975 se llevaron a cabo cesantías masivas de docentes y expulsiones de alumnos. La represión en la Universidad, iniciada en 1974, se acentuó en marzo de 1976, cuando un nuevo régimen dictatorial procuró acallar los reclamos y la protesta social a través de una feroz política represiva. Pocos días después del golpe militar se dictó una nueva ley llamada ley de facto, la 21.276, que dispuso que las universidades quedasen bajo el control del Poder Ejecutivo. El número de estudiantes en las universidades nacionales se redujo. En la UBA, las vacantes disminuyeron un 59% debido a un sistema de exámenes basado en la fijación estricta de cupos por carreras y facultades, y posteriormente la implementación de aranceles a los cursos universitarios. Al terminar la dictadura, el panorama universitario se había modificado de manera sustancial. El sistema privado, a raíz de las limitaciones impuestas al sector público, había incrementado considerablemente su participación en la matrícula universitaria.

En 1983 se inició un proceso de recuperación democrática en nuestro país. Las universidades fueron intervenidas y se otorgó un año de plazo para la normalización de los diferentes claustros. El Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) fue creado por decreto del Presidente de la República Argentina, Dr. Raúl Alfonsín, el 20 de diciembre de 1985. El CIN tiene funciones, esencialmente, de coordinación y promoción de políticas y actividades de interés para el sistema universitario. Los requerimientos para normalizar la universidad obligaron a implementar un masivo proceso de concursos. Las instituciones universitarias asumieron, prácticamente desde los inicios del período democrático, diferentes tipos de desafíos.

En 1985, el rector normalizador Delich inaugura el Ciclo Básico Común (CBC), unidad académica dependiente de Rectorado en la cual los ingresantes cursan materias comunes e introductorias antes de su incorporación a la facultad de la UBA elegida. Sus objetivos generales son brindar una formación básica integral e interdisciplinaria, desarrollar el pensamiento crítico, consolidar metodologías de aprendizaje y contribuir a una formación ética, cívica y democrática.

Cuenta Buchbinder (2010, p. 215) que el rector normalizador de la Universidad de Buenos Aires, Francisco Delich, al señalar poco tiempo después de asumir su gestión los principales problemas que debía afrontar, manifestaba que se encontraba con una universidad de masas, prácticamente sin investigación, con sus orientaciones profesionalistas profundamente acentuadas, inmersa en un proceso de deterioro de la formación de sus docentes y con graves problemas edilicios, agravados por la explosión que había experimentado la matrícula durante ese mismo año 1984 ya que en la mayoría de las casas de estudios las restricciones al ingreso habían sido suprimidas. Por otro lado, se fue conformando una nueva relación entre Estado y universidad que aseguraba la vigencia de la autonomía. La investigación científica volvió a ser considerada como una función esencial de la universidad y se procuró apoyarla a través del impulso al sistema de dedicación exclusiva a la docencia y de un conjunto de becas y subsidios para la formación de jóvenes científicos. El optimismo que acompañó a los universitarios durante los primeros años de la normalización fue reemplazado por un creciente desencanto dado que en 1988 el deterioro de la situación económica y las carencias presupuestarias generaron un crecimiento notable de la conflictividad en las instituciones universitarias.

En julio de 1989 se inicia el gobierno de Menem implementando una política que incluyó la privatización de las principales empresas en manos del Estado y la concesión de los servicios públicos a firmas, en su mayoría extranjeras. Comenta Buchbinder (2010, p. 219) que la prédica que veía en un sector público sobredimensionado la causa de la crisis económica alcanzó también a las universidades. La UBA fue blanco de estos ataques, que se prolongaron a lo largo de toda la década del noventa, señalándose su ineficiencia, los altos costos y la magnitud de su gasto político. En el contexto privatizador y conservador de la década de 1990 se pusieron en cuestión el sentido social, la prioridad y la naturaleza de la inversión en educación superior. Aparecieron en debate temas en torno al financiamiento, arancelamiento, la calidad y la evaluación. Dos hitos en este proceso de planificación de cambios fueron la creación en 1993 de la Secretaría de Políticas Universitarias y la sanción, en 1995, de la ley 24.521 de educación superior. A partir de esta ley, en 1996 comenzó a funcionar la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), que es un organismo público argentino dependiente de la Secretaría de Políticas Universitarias del Ministerio de Educación, encargado de la evaluación de las universidades públicas y privadas y la acreditación de sus respectivas carreras de grado y posgrado y de sus correspondientes títulos. El sistema sobrevivió durante la última etapa de los noventa en un contexto de fuertes restricciones y presiones para disminuir el presupuesto del sector.

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