Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 10

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OTRO DIÁLOGO ENTRE BUCHMANN Y KESTNER
LA ARTICULACIÓN ROTA

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Caminaban ambos por las calles más agitadas de la ciudad, como tantas veces desde hacía algún tiempo. Era sobre la marcha que acordaban estrategias políticas. De un modo implícito, intuitivamente, ambos habían dado por sentado que mantendrían las conversaciones significativas mientras caminaban: en marcha, siempre en marcha. Había en ello una especie de fe: la dirección del movimiento muscular, tras una traducción de energía más o menos misteriosa, pasaría a las palabras. Las palabras pronunciadas, mientras se actuaba, transportaban al instante la marca de la impaciencia, indispensable para el inicio de cualquier hecho significativo. Así pues, Lenz Buchmann y Hamm Kestner se entendían a la perfección en ambos movimientos, el de caminar y el de pensar.

–Estamos rodeados de cobardes –dijo Kestner de pronto.

La ciudad, sentía Kestner, empezaba a estar más pegada a la muerte que a la vida. Tenía la sensación de que, si se les dejara sueltas, las masas no tomarían ningún palacio, sino que huirían en busca de refugio. Cada revolución exigía ahora no un mayor poder, sino una mayor seguridad.

Desde el momento, sostenía Kestner, en que la comprensión y el diálogo sustituyeron a la sed de justicia que caracterizaba determinadas aglomeraciones humanas, desde el momento en que los criminales empezaron a ser escuchados atentamente en asamblea, en que los secretarios empezaron a levantar minuciosa acta de todos los argumentos del asesino, desde el momento en que los árboles más cercanos y las cuerdas más robustas dejaron de dar cumplimiento inmediato, en el mismo lugar del crimen, al veredicto del pueblo, no había nada que temer.

Kestner sonrió. Lenz se mantuvo impasible. Entre ambos hombres había una fusión total de ideas. Kestner era de una crudeza extrema. Es decir, no pecaba de ingenuo y no recurría a juegos de palabras para fingir ingenuidad. Lenz Buchmann apreciaba a aquella clase de hombres, cada vez más rara. Además, ambos habían hecho suyos algunos de los argumentos más violentos que corrían entonces por el mundo.

Llegados a este punto, Lenz dijo:

–Mi padre repetía a menudo que la articulación que antes unía a la población con los antiguos reyes se rompió hace mucho. Ahora, más que miedo, lo que hay entre ambas partes es indiferencia.

Un jefe, pensaba Lenz, podía mandar degollar a un elemento de cada familia o invitar a toda la ciudad a un baile, y la reacción sería más o menos la misma.

HUIR HACIA LA BASTILLA A CAUSA DE LA LLUVIA

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El diálogo proseguía. Kestner decía que lo importante era saber quién había roto esa articulación, esa cosa material que mantenía a los espectadores unidos al espectáculo. Ahora la historia –continuaba Kestner– pasaba por delante de toda aquella gente sin que se dieran cuenta de ello. Saludan los grandes acontecimientos como lo harían a un bebé en la cuna.

Había, pues, una tarea urgente para el Partido.

–Tenemos que acordar –dijo Lenz– una especie de ceremonia en la que las dos piezas del rompecabezas se vuelvan a encontrar y encajen.

–El problema de la pasividad es que es un arma de doble filo: por un lado, evita que los imbéciles vuelvan a tomar la Bastilla (–dijo Lenz, en alto, a Kestner–) y a conducir con sus manos demasiado rudimentarias máquinas que no dominan, pero al mismo tiempo –señaló con brusquedad– impide que nos oigan con atención. Son sordos y mudos, lo que no nos conviene si queremos dialogar con ellos –concluyó.

–Podemos limitarnos a impartir órdenes, no necesitamos dialogar –precisó Kestner.

La indiferencia era peligrosa. A corto plazo, podía resultar útil, pero con el tiempo se volvería más amenaza­dora que otro partido fuerte, sostuvo Lenz. Era una indiferencia completa, absurda: ya nadie cuestionaba una sola ley.

–Sólo si volviéramos a empezar la especie –dijo Kestner.

UNA REFLEXIÓN
PERDERLO TODO: PERDER LA RAZÓN, PERDER EL DOMINIO

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Lenz concedía especial importancia a la idea de que el hombre, además de ser un depósito de libros, ciencia, técnicas e instrumentos –él era un claro exponente de ello–, había aprendido también, a lo largo de los siglos, a ser un animal mejor, más eficaz en cuanto portador de necesidades orgánicas e instintos cuya marca esencial no era la racionalidad. Como si en realidad, pensaba, además de la historia de la cultura humana, el hombre hubiese construido una segunda historia, la de la cultura de la especie. Y esta parte de la evolución del hombre era asimismo un recorrido que podía permitir que una generación fuese más eficaz que la generación anterior.

Respecto a su padre Frederich, ¿sería Lenz más culto en la relación con su hambre, revelaría una mejor capacidad para dirigir su excitación sexual?

Es evidente que poco sabía de los secretos de la vida de su padre con su madre o con otras mujeres –seguramente había, tal como ocurría con Lenz, un segundo relato, un relato paralelo al matrimonio–, y sin saber nada de esa segunda vida no podía establecer una comparación de ningún tipo.

Sin embargo, detectaba en sí mismo el descontrol que le provocaba, de un modo evidente, la excitación sexual. Todo lo que podría hacer hallándose sexualmente excitado, pertenecía a un conjunto de acciones que jamás podrían llevar su nombre completo, precisamente porque había un desplazamiento de la propiedad del cuerpo. Lenz se sentía como si prestara sus miembros y su vigor a una fuerza paralela a su voluntad que no tenía un sólo punto en común con la racionalidad y la inteligencia, que eran el motivo de la admiración que muchas personas le profesaban. Lo que hacía cuando estaba sexualmente excitado, la necesidad de un observador, el acercamiento a cierta clase de personas que no pertenecían ni por asomo a su mundo físico o mental –hombres o mujeres groseros, prostitutas, mendigos y hasta enajenados, como aquel Rafa en el que había pensado a menudo en los últimos tiempos–, lo que hacía, por tanto, en los momentos en ¡os que se veía superado no era en realidad una acción, sino todo lo contrario: algo que se hacía sobre él. Se sentía en tales momentos –que podían durar tan sólo unos minutos, el tiempo que tardaba el esperma en salir– como algo moldeado, un material que por su fragilidad acepta la forma que otra fuerza quiere darle.

Es evidente que esta disolución de la voluntad –este estado de incapacidad para tomar decisiones– le provocaba más tarde una repulsión incontrolable. Nada más consumarse el acto, Lenz miraba a todas las personas que habían participado en él con el mismo asco con que había contemplado por primera vez un cadáver destrozado por una bomba; un asco muscular, involuntario, que escapaba por completo de las causas y los efectos, de las tablas y los cálculos, al mundo de las frases, ese mundo de la biblioteca que había heredado de su padre. Y entraba en ese otro universo grotesco y desprovisto de explicaciones en el que un perro gruñe a un niño porque este siente temor, en el que un lobo se queda inmóvil y en sus patas crece una tensión enorme, no porque se disponga a atacar sino porque está a punto de defecar; ese mundo material e inmediato en el que el suelo que parecía compacto engulle por completo el zapato y el pie de un hombre, así era el otro mundo en el que Lenz creía entrar cuando se excitaba: un mundo que no comprendía ni controlaba.

Lo asqueaba la sorpresa que los elementos no controlados del mundo provocan en el cuerpo, y por eso observaba su propia excitación y el desorden moral –y peor aún, racional– que existía en esos instantes como quien contempla una tormenta desde la ventana. El relámpago era un hecho tan ajeno a su voluntad como los actos que llevaba a cabo cuando estaba excitado.

Así pues, más que a reparos de tipo moral, cabría atribuir el asco que sentía a su obsesión por dominar. Despreciaba a las personas que participaban en aquellos momentos suyos de desorden –su propia mujer y los hombres extraños a los que empujaba a ocupar el puesto de observadores o participantes–, pues eran cómplices del asalto a su propia voluntad. Su mujer y los demás participaban en una revuelta que, aunque de forma temporal, le arrebataba el dominio sobre los demás.

Pese a que era él quien ejercía la coacción física y psicológica, en los instantes que seguían a la consumación de la excitación, Lenz miraba a los participantes y se sentía como alguien que ha obedecido y no como alguien que acaba de dar órdenes.

Cuando expulsaba al vagabundo después de mantener relaciones sexuales con su mujer delante de él, lo hacía también por vergüenza. Vergüenza no por la quiebra de ningún valor moral, sino por la quiebra de fuerza que había revelado. Era alguien que sabe que su dominio sobre los demás depende del hecho de sujetar en todo momento un objeto y aun así, en determinados momentos, y sin que nadie lo obligue a hacerlo, lo posa.

Cuando estaba excitado posaba la razón y avanzaba en otra dirección, obedeciendo.

TOMAR LA PARTE DE DENTRO DE LAS LEYES SIN QUEMARSE LOS DEDOS
DENME UNA RAZÓN PARA NO MATAR A LOS MÁS DÉBILES

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Pese a la gran naturalidad que intentaba aparentar –exhibiendo una rara comodidad en el trato con los elementos más miserables de la ciudad–, Lenz no dejaba de sentirse cohibido, amenazado incluso, cuando se cruzaba en la calle con el vagabundo con el que había firmado una especie de contrato secreto entre la limosna generosa y su posición de observador del acto sexual de una pareja.

Más que en el cruce con cualquier rival político o en el encuentro fortuito con algún antiguo colega médico a la sazón todavía más reputado que él, Lenz se sentía inequívocamente retado a un duelo cuando se cruzaba en público con el vagabundo, la parte más débil de la ciudad.

A veces, Lenz llegaba incluso a pensar –en períodos, bien es cierto, de menor deseo o en los que olvidaba la utilidad del vagabundo– que la forma de resolver ese problema –la incomodidad que sentía cada vez que se cruzaba con él– era eliminar a aquel hombre. De hecho, no sería difícil.

Lenz casi sonreía cuando pensaba en la impresionante desproporción entre el peligro que existía en mandar matar a un hombre como aquél, sin familia, sin ninguna relación significativa (ese hombre no tenía nadie a quien desear los buenos días nada más despertarse), y el peligro, éste sí real y de gran intensidad, de conspirar contra la vida del actual presidente del Partido o de su poderoso amigo Kestner.

Todos los hombres se hallaban sometidos a la misma ley, y la ciudad y cada uno de sus habitantes se enorgullecían de ello. Sin embargo, era evidente que la ley más importante, la ley básica, era otra, ajena a la de las frases que sobre el papel intentaban crear equilibrios entre dos hombres. Había una jerarquía pragmática que aplastaba sin contemplaciones la jerarquía teórica que las leyes intentaban imponer. De hecho, el problema de las leyes, en opinión de Lenz, era precisamente ése: no se imponían, sino que argumentaban. Las leyes de la ciudad, en tiempo de paz, habían reemplazado las órdenes con los argumentos, como si en última instancia una buena conversación bastara para convencer a un violador de que se fuera a la cárcel durante seis años o a un asesino de que cumpliera la pena de muerte por su propio pie, saliendo de casa por la mañana y llegando con puntualidad al paredón de fusilamiento.

Lenz no pertenecía a este mundo. La evidente facilidad con la que mandaría matar a un pobre mendigo o a aquel buen loco de Rafa sin que ello le acarreara ninguna consecuencia personal –seguiría recibiendo los mismos buenos días de los ciudadanos– lo llevaba a sentir un desprecio brutal hacia la idea de la ley.

Lenz no pudo evitar pensar que incluso en las sociedades más equilibradas y aparentemente más justas los hombres poderosos sólo se abstenían de matar a un vagabundo en la calle, delante de todos, con sus propias manos o con un arma, porque no querían humillar en público las leyes del país, ya que en cierto modo eran éstas las que los protegían en algunos pormenores.

EL DESEO
Y UNA MOLESTIA

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Lenz Buchmann sonrió, sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió.

El deseo, evidente, empezaba a interferir con sus pensamientos. Una mancha, agradable y desagradable al mismo tiempo, que empezaba a crecer.

Hacía ya algunas semanas que nada ocurría.

Consultó el reloj, en un intento por no pensar en el dolor de cabeza que lo atacaba con insistencia en los últimos tiempos. ¿Qué era aquello?

Recordó que tenía un compromiso alrededor de aquella hora, pero apenas tenía importancia. Ni siquiera recordaba de qué se trataba. Estaba ya en otro nivel. En otro peldaño.

Se levantó. No hay nada que hacer, murmuró Lenz Buchmann para sus adentros. No hay nada que hacer.

Ya no era él, en aquel momento, quien dominaba su cabeza.

Estaba pensando en su mujer y en Rafa, el loco. Era el loco el que ahora mandaba en la cabeza del doctor Lenz.

BREVÍSIMAS CONSIDERACIONES SOBRE GUSTAV LIEGNITZ
LOS SORDOMUDOS NO SIEMPRE SON AMABLES

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Tras su primer encuentro con el importante político Lenz Buchmann, jefe directo de su hermana Julia, Gustav Liegnitz vio cómo su vida cambiaba de forma radical. Por influencia expresa de Buchmann, no sólo lo admitieron en un puesto adecuado a sus condiciones físicas y muy bien remunerado, sino que ascendió rápidamente dos categorías, descalabrando así el riguroso orden de promociones de la estructura en la que había entrado.

El hecho de hallarse bajo la protección explícita, nada camuflada, del importante doctor Buchmann –se habían producido incluso una o dos visitas suyas al lugar de trabajo de Gustav– alteró también de arriba abajo sus relaciones con las demás personas.

Gustav Liegnitz no poseía ninguna cualidad excepcional. Era sordomudo de nacimiento, el hijo más joven de un soldado que “había muerto en combate” y que –por suerte según algunos, en vista de sus deficiencias– no había llegado a conocerlo. Y además de la compasión habitual en un individuo sordomudo, no había despertado a lo largo de los años ninguna otra fuerte manifestación afectiva. De hecho, antes del cambio importante, de la brecha incluso, que el encuentro con Lenz Buchmann había iniciado y definido, al joven Liegnitz lo tildaban de perezoso, poco inteligente y con mal carácter.

Desconfiado en extremo de las peticiones habituales del día a día, se había convertido en una persona obscenamente sumisa cuando se hallaba en presencia de algún poderoso. No obstante, estas malas cualidades, entre muchas otras, se habían visto rápidamente disueltas con el cambio ocurrido en la vida del joven Liegnitz. Era ahora públicamente un protegido de aquél al que ya se apuntaba como posible vicepresidente del Partido, si su amigo y aliado Hamm Kestner ganara las elecciones a las que se había presentado.

Se inició así, con toda naturalidad, un período en el que la gente comentaba entre sí: “Interesante este joven Liegnitz, pese a su problema ha logrado desarrollar una gran capacidad de trabajo”. Frases como ésta, banales, se sucedían.

Sin embargo, este período se agotó en pocos meses. Y el mal de ojo volvió a caer sobre él.

El mal carácter de Gustav Liegnitz se revelaba ahora de otro modo, pues lo expresaba desde una posición de fuerza y no desde la posición de debilidad anterior. Su carácter era todavía más visible y consecuente. Día tras día, el joven Gustav Liegnitz, sordomudo de nacimiento, el protegido de Lenz Buchmann, se hacía cada vez más insoportable para sus compañeros de trabajo.

El sordomudo Gustav Liegnitz tenía también otra particularidad poco conocida: era bastante ambicioso. Si supiera hablar, dicha particularidad se habría hecho evidente mucho tiempo atrás. Pero no era así.

EL LOCO SE PRESENTA EN EL LUGAR EQUIVOCADO
POR LA MAÑANA, EN LA SEDE DEL PARTIDO

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Un episodio que perturbó, aunque sin grandes consecuencias, el trabajo del Partido.

Lenz Buchmann estaba sentado a su escritorio y leía, en uno de esos momentos que a veces reservaba para sí mismo. Sin embargo, unos gritos empezaron a perturbarlo. Bajó el libro al tiempo que su secretaria, Julia Liegnitz, abría la puerta del despacho.

–Disculpe, doctor. Es ese loco, Rafa. Dice que quiere hablar con usted. Que es amigo suyo. Que le dijo usted que quería hablar con él. Está abajo, gritando.

–Dile que suba. Sí, sí, eso es. No pongas esa cara. Que suba, que suba. Sí, quiero hablar con él. ¿Qué te parece? ¿Qué tontería es ésa? Hazlo pasar y acaba con ese escándalo. Y luego ciérrame esa puerta. Quiero estar a solas con ese hombre.

Julia Liegnitz se mantuvo en silencio durante unos segundos. Luego habló.

–No puedo decirle que suba. El señor Kestner ya ha llamado a la policía. Están abajo.

ES PREFERIBLE VER DESDE ARRIBA QUE SER ARRASTRADO HACIA ABAJO

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–Lenz, te he dicho cientos de veces que lo dejes. ¿Cómo puede ser que un hombre como ése entre en nuestro edificio? No te acerques a esa gente.

Aquel episodio casi insignificante había enojado de un modo visible a su amigo y aliado Hamm Kestner.

Lenz contestó:

–Me habías reconocido que tipos como ese tal Rafa te inspiran más confianza que la mayor parte de las personas que andan por ahí.

–Dejémonos de cuentos –interrumpió Kestner–, ya nos conocemos. Sé que te sientes atraído por esa gente y eso nada tiene que ver con tu buen corazón político, querido amigo, ambos lo sabemos de sobra. Se trata de algo mucho más fuerte e individual. Yo no me meto en tus asuntos privados, haz lo que quieras, pero aquí no. No es bueno para ninguno de los dos. Te necesito, Buchmann. Por favor, no hagas ningún disparate, piensa en nosotros, y en esa gente que en cuanto te ve pasar enseguida baja el tono de voz. No eches por la borda todo lo que llevas ganado. También corre el rumor de que te dedicas a repartir cuantiosas sumas de dinero a los hermanos Liegnitz. No me parece bien. Ya es motivo de chisme. Insinúan que tienes una aventura con la señorita Julia. Tenemos que mantener cierta dignidad, Lenz.

Lenz se levantó.

–No tengo ninguna aventura con la señorita Liegnitz. No osaría hacerlo. Y, amigo Kestner, demos esta conversación por terminada. No te canses más. Te he escuchado con la máxima atención. Seguiré tus consejos. No te preocupes. Sé que ambos queremos lo mismo. Adelante.

De todos modos, cabe señalar que el rumor de que Julia era amante de Lenz carecía de todo fundamento. Cierto es que a los pocos meses de que la joven secretaria asumiera sus funciones, Lenz Buchmann había intentado un pequeño avance que sin duda habría llevado a muchos otros. Pero Julia Liegnitz, con la delicadeza que la caracterizaba y fingiendo no darse por enterada, había impe­dido dicho avance del modo más cortés. Y la cosa, en definitiva, no había pasado de allí. Habladurías y nada más, por tanto.

En cuanto al loco, fue alejado de aquel espacio, como no podía ser de otro modo. Aquélla era la sede del Partido.

INDICIOS DEL NACIMIENTO DE UNA NUEVA CIVILIZACIÓN
NO ESCUCHES LO QUE DICEN LOS SACERDOTES

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Se acercaban unas elecciones decisivas y el distanciamiento protagonizado por el antiguo presidente del Partido había abierto un súbito apetito en varios hombres. Sin embargo, no todos partían con las mismas posibilidades.

Lenz Buchmann ya no era, en la ciudad, un elemento cuyo tiempo de duración e influencia fuera motivo de apuestas. Había dejado atrás la condición que poseen ciertas catástrofes y apariciones. No se convertiría, en pocos años o meses, en un hecho existente tan sólo en la memoria. Lenz era ya el famoso portador de esa mano derecha que destruye para luego construir a su manera; y en cuanto al número dos del principal candidato, Hamm Kestner, se había apoderado ya de explosivos (no físicos) que amedrentaban e imponían respeto. En resumen: su presencia despertaba la atención individual. Uno a uno, cada hombre, al ver pasar al importante político, juntaba los pies y se hacía lo más compacto posible, endureciendo los músculos de la espalda, exhibiendo una postura de soldado en un tiempo que no era de guerra.

Buchmann, dicho sea de paso, despertaba más el estado de atención sobre sí mismo que el propio Kestner, lo que se debía a la brillantez de su cabeza y a su forma de unir la autoridad práctica y una cultura expresada en fórmulas fuertes. Había sido él quien lanzó la idea central de la campaña de Kestner: “Hay que forzar el movimiento”. Este “movimiento forzado” se había convertido rápidamente en una especie de contraseña que los hombres se transmitían unos a otros.

La ciudad permanecía fijada de forma exclusiva en el desarrollo del espacio, fascinada por el metro cuadrado y por aquello que en él se puede construir. Buchmann, en este contexto, había logrado lanzar la idea de que el espacio pertenece a los cobardes y de que lo verdaderamente importante era el movimiento. Se trataba, para empezar, de derribar la idea de que la construcción en altura era la que principalmente marcaba el siglo.

La construcción en altura significaba para Lenz una renuncia. A diferencia de lo que muchos sostenían, Lenz decía que el hombre ya conocía el cielo. El instinto de la Iglesia que intenta elevarse para tocar un punto alto que nadie ha visto jamás y que nunca ha protegido a nadie en las verdaderas catástrofes había contaminado la ciudad, que había subido en lugar de avanzar. El hecho de pensar que no se avanza en vertical, sino sólo a ras de suelo, llevaba a Buchmann a clasificar el movimiento y la velocidad como los grandes bienes de la multitud. Así, el otro lado, sobre el que la multitud siente curiosidad, debería desplazarse de lugares desconocidos y mágicos –”el más allá”, “el cielo”, “el infierno”– hacia aquello que existe, y cuya prueba de existencia es el hecho de poder ser derribado. Todo lo que no puede destruirse no existe, sostenía Buchmann, y las iglesias existían, era un hecho. Pero dejémoslas estar, decía Buchmann, tienen armas que sólo disparan después de escucharnos. Dios, por su parte, no podía derribarse. De ahí su poder.

No se trataba de un edificio, la iglesia no la habían construido hombres tan estúpidos como para decir: este edificio es nuestro Dios. Sabían de sobra que un edificio que vive en un siglo que todavía no posee una tecnología capaz de derribarlo, acabará cayendo por las armas más certeras del siglo siguiente. Los hombres jamás lograrán echar abajo un edificio que no llegó a construirse. En opinión de Lenz, ahí estaba el truco.

Sin embargo, Lenz Buchmann sabía leer los indicios de la civilización, tal como había aprendido a leer los rastros que la presa dejaba tras de sí en el bosque. No había tardado en percatarse de que el sistema de crédito que la ciudad había creado alrededor de Dios empezaba a agotarse. Los ciudadanos más sensatos ya no prestaban una sola moneda a quien nunca había devuelto lo que generaciones anteriores habían puesto bajo su custodia, en una especie de ahorros morales que creían poder utilizar más adelante.

Si se tomara a un grupo de soldados, no resultaba difícil adivinar a quién escogerían ahora si pudieran elegir la clase de hombre que habría de guiarlos, el que tendría la voz de mando: si un sacerdote o un buen estratega militar. Aunque ese general fuera el más inmoral de todos, aunque individualmente todos esos soldados temieran estar a solas con él, aunque describieran el carácter de ese estratega como el de un bellaco, todos se sentirían más seguros bajo sus palabras. En semejante contexto, las palabras del sacerdote sólo provocarían carcajadas.

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