Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 11
NO LA TOTALIDAD, SINO UN BRAZO DEL MUNDO
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Frederich Buchmann había transmitido a su hijo la idea de que la gran vida estaba sólo en los lugares y los tiempos en los que no había nada más que la necesidad de matar para no acabar muerto. Una necesidad imperiosa, como la que, en otras situaciones, siente el ciudadano tranquilo de comer o dormir. El hecho de contemplar el acto de matar como un acto necesario y no solamente posible revelaba, según Frederich Buchmann, en el hombre que decidía, su razón más universal, y por tanto menos especializada.
Lenz Buchmann, de hecho, había escandalizado recientemente a un devoto de la Iglesia al decirle, no en el tono de quien pretende escandalizar, sino en el de quien transmite una información casi banal a alguien que ha estado fuera y acaba de volver, que el alma de la que hablaba la Iglesia era algo que sólo los especialistas podían entender y ver. Y a esos especialistas, había dicho Lenz, los llamamos creyentes, que es un nombre más respetado en el plano moral. Así pues, no dejaba de ser un detalle técnico y que por tanto hacía referencia a una nueva profesión –la de creyente– y no a cuestiones morales, como se pretendía hacer creer. Digamos que el alma –había proseguido Buchmann en el mismo tono provocador–, a la que sólo reconocen y trabajan los especialistas, es un objeto específico, algo que no lo abarca todo. Se compone únicamente de una parte del mundo, como el hombre que tiene un solo brazo o incluso como el brazo amputado que vemos al borde de la carretera.
Por el contrario, pensaba Lenz, todas las cosas del mundo eran portadoras del mismo movimiento instintivo, un movimiento de supervivencia, de resistencia personal, privada: los animales y hasta las plantas, ésas que aunque parezcan tranquilas en la superficie e indiferentes a su propio destino, ocultan bajo tierra una obsesión extrema por la búsqueda de agua o de la mejor posición para que las hojas superiores reciban suficiente luz. Todos poseen ese instinto universal que no es propiedad de ninguna profesión ni tiene creyentes a su alrededor, precisamente porque no puede existir la categoría de no creyente”, sostenía Lenz. Todos están implicados, todos han sido llamados.
Este sí es el gran aliento que corrió y corre todavía por el mundo: defiéndete, mata si es necesario, haz cuanto debas para sobrevivir; no hay posibilidad que no deba contemplarse, todas las acciones son posibles y todas son buenas si permiten alcanzar el objetivo.
ESPECIALISTAS AMEDRENTADOS POR UN UNIVERSALISTA
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Su alma es para especialistas, repetía Buchmann a uno de los sacerdotes, que se mostraba sencillamente estupefacto por el modo directo en que se expresaba aquel hombre poderoso.
Buchmann sabía de sobra que necesitaba a los sacerdotes. Sin embargo, había comprendido el fundamento para dominarlos. La estrategia era sencilla: amedrentarlos, cuando estuviera a solas con ellos. Un hombre –Lenz Buchmann– frente a un sacerdote, sin testigos y en suelo considerado sagrado por la Iglesia, he ahí el escenario. Era fundamental que la amenaza se llevara a cabo en el territorio del otro, para que éste comprendiera en qué lado estaba la fuerza.
Era el miedo lo que movilizaba, era el miedo lo que hacía visible el único instinto universal, que no excluía a nadie y del que se podía afirmar que no existía nada que no estuviera o quisiera estar, vuelto hacia él, al modo de ciertas plantas que buscan la mejor posición para recibir la luz, en este caso una luz negra. El miedo exigía de todas las cosas orgánicas un compromiso, un reposicionamiento, una atención, una preparación para el movimiento decisivo.
Y el sacerdote, uno más, allí delante de él, estaba ya movilizado, movilizado para la gran idea política de Lenz Buchmann, la idea sobre la que se basaba toda la campaña de Kestner, el candidato a presidente del Partido.
Fue con enorme satisfacción que, al final de lo que el sacerdote consideró un diálogo fructífero”, éste le estrechó la mano y le dijo: Puede usted contar conmigo, ejerceré la influencia que me sea posible”.
No se trataba sólo de haber movilizado a un enemigo para que luchara en sus trincheras, con su propia arma, es decir, el arma que todavía conservaba los símbolos del lado anterior. De un modo bastante más fiable del que resulta de cualquier contrato –porque lo había hecho por miedo–, el enemigo había aceptado ser su aliado. Y ello suponía una importante victoria para la campaña del Partido.
LA IMPORTANCIA DE LA ELECTRICIDAD
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Buchmann y el propio Kestner no veían a la Iglesia y a los sacerdotes exactamente como enemigos.
La Iglesia ya no tenía la fuerza de antes. Las piedras sagradas, que según la publicidad de la Iglesia eran portadoras de la energía incorruptible de los primeros tiempos, se habían cubierto desde hacía mucho con telas fabricadas por las máquinas más modernas, telas hechas no para durar un siglo, sino para brillar de forma intensa durante sólo unos meses.
La Iglesia se había transformado –o había dejado que el mundo la transformara– en tan sólo una asociación más, como existían no a cientos, sino a miles en el país.
Los hombres habían mostrado desde siempre la debilidad de asociarse, de acercarse, en una simulación de los tiempos de guerra verdaderos, en los que la asociación de fuerzas no nace de una formulación teórica –un conjunto de estatutos– sino de una sensación de que la materia inmediata (o la muerte) les ha puesto delante una prueba que no puede superarse individualmente. Y si la Iglesia tenía sus socios –y, al igual que en cualquier agrupación, había los que sólo cumplían las obligaciones formales y otros cuya vida se confundía con los proyectos del grupo–, también la Asociación de Bomberos o la Asociación de Abogados tenía los suyos. E incluso los antiguos combatientes tenían una asociación, fruto quizá de la nostalgia de las grandes reuniones de muerte que constituían las batallas reales.
La Iglesia era una movilizadora parcial, y su eventual resistencia podría compararse ya a la de elementos poco importantes. Si los creyentes o los propios curas hicieran huelga, su protesta resultaría bastante menos significativa y visible en la ciudad que una huelga de fontaneros o electricistas. La buena circulación del agua o de la electricidad se había hecho bastante más indispensable para el día a día que la buena circulación del aliento divino.
EL PAPEL DE LOS NIÑOS
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Lenz Buchmann ya había hablado del tema con Kestner: la Iglesia, en realidad, ya no era un elemento al que hubiese que combatir. Y tampoco resultaba decisiva una alianza con ella. En el mundo había un muro al que podían subirse, en función de su ubicación y altura, los hombres decisivos como Buchmann y Kestner, a fin de obtener desde ese punto importante una mejor posición para vigilar o disparar.
¿Qué era, así pues, la Iglesia para estos dos hombres fuertes? Un niño, alguien que posee una fuerza dispensable y al que el francotirador pide ayuda sólo para no dejarlo al margen. El niño, satisfecho por ser ya útil (en el caso de la Iglesia, debido a su historia, se aplicaba el todavía), une las manos para que el francotirador apoye en ellas el pie, lo que le permite tomar impulso y subir. Los escasos segundos que pasa allí arriba, soportados con enorme esfuerzo por el niño, serán suficientes para que el buen francotirador apunte por encima del muro y dispare.
–Amigo mío –había dicho Buchmann al despedirse en una de sus varias visitas–, yo a usted lo veo como un hijo. Y como tal lo respeto.
El cura se lo había agradecido, en aquel momento, inclinándose en una humillación privada, que Buchmann sabía tratarse de una inversión bastante más valiosa que las tentadoras humillaciones públicas.
–Estamos en el mismo lado –dijeron los dos hombres al unísono, mientras se estrechaban la mano.
Y estaban en el mismo lado, sí, pero no era Buchmann el que hacía el papel de niño.
¿CÓMO CAZAR PRESAS GRANDES?
DISTANCIA Y COMPETENCIA
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Lenz Buchmann, que había nacido con los genes dominados por la lucidez, había aprendido más tarde, a través de la medicina, a mantener cierta distancia respecto al sufrimiento ajeno, una distancia que otros podrían clasificar como una incapacidad para la empatia o incluso como perversidad. O podía entenderse sencillamente como pura profesionalidad.
Los sentimientos no deben oxidar el bisturí, decía Lenz, que consideraba que la competencia se ejercía desde un punto de vista objetivo, y que ese punto de vista presuponía cierto alejamiento: un intervalo entre el objeto que había que salvar (o matar) y su salvador (o verdugo). Un exceso de cercanía delataba la incompetencia profesional, y así lo habían enseñado en sus tiempos de médico a los jóvenes en prácticas. Sin embargo, lo que no decía entonces, y que ahora ya se atrevía a hacer, era que un exceso de cercanía revelaba también incompetencia moral. Un médico sólo podía actuar bien si tomaba distancia respecto al sufrimiento del paciente. La buena acción, la acción moral, era la acción competente.
Un médico lleno de buenos sentimientos pero con una mano derecha temblorosa no es un buen médico, ni siquiera un buen hombre, sino alguien al que acabarán maldiciendo hasta el último de sus días los familiares del paciente que sufrirá en el cuerpo los efectos del desvío incompetente de su bisturí.
ELOGIO DE LA LENTITUD
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En las largas charlas de Lenz Buchmann y Hamm Kestner, el debate sobre el modo de movilizar a la ciudad se había hecho capital. Al poner sobre la mesa la expresión movimiento forzado, Lenz dejó claras dos premisas: sin sentir verdadero temor, los hombres no se movilizan con significado, y una vez movilizados es necesario que algo los siga persiguiendo, algo que no cese. Lo difícil, dijo Lenz, es transmitir a cada hombre la sensación de que, incluso estando en una estrecha celda, conserva el dominio del mundo.
Del libro que guiaba parte de su vida y que había heredado de la biblioteca de su padre, Lenz Buchmann retenía la frase que definía su conducta tanto en su actividad de médico como en la de político, y que lo había perturbado desde el primer momento: El miedo es el misterio que la velocidad oculta”.
Lo interesante del caso es que esta frase había regido su profesión de médico de un modo opuesto a como regía ahora su pensamiento político. Como médico, y concretamente en el momento de sus intervenciones quirúrgicas, lo que oía de la frase – ”El miedo es el misterio que la velocidad oculta”– era la necesidad absoluta de imponer lentitud a sus movimientos profesionales.
Intervenir en tejidos minúsculos del organismo, casi tocarlos célula a célula con el bisturí, ser alguien que con una cuchilla separa las partes negras de las otras, era un oficio que requería una paciencia ilimitada, una lentitud que, vista desde fuera, podía llegar incluso a confundirse con la inmovilidad absoluta. Y, en cierto sentido, en los tiempos en que el doctor Lenz operaba, lo hacía a partir de la inmovilidad, una inmovilidad que acababa cambiando de posición de un modo casi imperceptible.
El competente cirujano Lenz Buchmann, en sus tiempos de tareas individuales, tenía como enemigo precisamente a la velocidad. Un cirujano sólo era veloz si tenía miedo. Sólo desea acabar cuanto antes quien no tiene plena confianza en lo que hace, quien teme fallar.
Desde muy pronto había comprendido que, pese a la inercia, era bastante más fácil poner algo en marcha que lograr que esa misma cosa no se detuviera una vez iniciado el movimiento.
Pero ahora los tiempos eran otros y la tarea de Lenz Buchmann ya no era la de uno para uno. Por el contrario, había adquirido, en un movimiento opuesto, una rara amplitud –el de uno para muchos–, y a medida que se sucedían los meses esos muchos aumentaban y ese uno se concentraba alrededor de un punto, con la intensidad poco común que resulta de tener un sólo objetivo. Se sentía como si dejara caer a cada paso las extremidades, esos márgenes limítrofes. Así, Lenz Buchmann iba abandonando a estos parientes lejanos”, estos razonamientos o proyectos menores, al tiempo que la masa central se iba haciendo cada vez más densa en torno a una idea: conquistar un mayor poder a partir de la imposición del movimiento a las personas.
Las condiciones habían cambiado de forma radical, pero la importancia de la frase –”El miedo es el misterio que la velocidad oculta”– se mantenía, si bien dirigida ahora, hacia las acciones ajenas.
DE MOMENTO, NO
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Suspender era el verbo por excelencia del poder, del rey que puede señalar con el pulgar hacia abajo determinando con ello la ejecución de un prisionero, pero que en el último instante decide suspender el gesto. No se arrepiente, tan sólo se lo piensa. Es el todavía no, o el más terrible de momento, no.
Este de momento, no, y de eso Lenz era plenamente consciente, tenía a todas luces un mayor alcance que la mera ejecución; podía mantener a toda una ciudad bajo su yugo.
Si, junto a Kestner, Buchmann ganaba las elecciones del Partido, pasaría a tener la autoridad necesaria, como vicepresidente, para utilizar el de momento, no en cualquier punto de la ciudad. Que no haya un sólo punto de abrigo o refugio inmune a los efectos de esta frase pronunciada por Lenz Buchmann, pensaba. Y se lo decía incluso a Julia Liegnitz, con la que había desarrollado una confianza cómplice que superaba con creces la ya débil relación contractual que mantenía con su esposa.
Ese hombre tiene el poder de decir de momento, no; era de esa posición de lo que Lenz Buchmann quería apoderarse.
DOS MIEDOS
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Lo que más asombraba a Buchmann era el modo en que el miedo y la velocidad se mezclaban en un momento dado, con lo que se hacía imposible señalar alternativamente a uno y otro. Llegados a este punto, lo que existía era ya una nueva sustancia –como el hidrógeno y el oxígeno en la molécula del agua–, una sustancia (miedo/velocidad) más explosiva que la dinamita.
O, dicho quizá de un modo más exacto: el gran reguero de pólvora del mundo, pues aquella mezcla no era todavía la explosión, sino el trayecto que culminaría en la gran explosión. Seremos tanto más fuertes, decía Buchmann a Kestner en sus conversaciones sobre estrategia, cuanto más logremos infiltrar esta mezcla en la población: movimiento rápido y temor. No dejar que se detengan para que no dejen de sentir miedo. No dejar de amedrentarlos para que no se detengan.
Había, por tanto, dos miedos y no uno sólo. El primer miedo arrancaba las cosas de su inmovilidad y el segundo, más poderoso, mantenía las cosas en movimiento. Cuando diez mil habitantes de una determinada etnia, desprotegidos y constituidos en su casi totalidad por ancianos, mujeres y niños, huían de un lugar al recibir la terrible información del avance de los demás, cuando eso sucedía, lo que impulsaba ese primer movimiento de abandono de la tierra natal era el primer miedo. Sin embargo, lo que hacía que esos refugiados, tras haber recorrido doscientos kilómetros a pie, siguieran avanzando lo más deprisa posible, dejando ya atrás a los más débiles y a los que empezaban a desfallecer, lo que hacía que eso sucediera doscientos kilómetros más tarde era el segundo miedo, el más poderoso, aquél que mantiene en movimiento lo que ya lo está desde hace mucho. Este segundo miedo es tan fuerte que permite vencer la fatiga extrema. Llegará la noche y ningún elemento deseará descansar.
EL EJEMPLO DE LA CAZA
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Al hilo de esta idea, Lenz recordaba sus mejores momentos de caza. Cuando la liebre lo detectaba y empezaba a huir, pasando de una inmovilidad despreocupada a una carrera torpe y desordenada; justo entonces, en ese momento, se instalaba el primer terror en la liebre. El buen cazador –y él, Lenz Buchmann, se enorgullecía de serlono desistía de una liebre tras la primera fuga. El buen cazador seguía adelante, a paso lento y sin carreras (cierta lentitud asociada al buen direccionamiento de las botas, he ahí la descripción del buen cazador). Así pues avanzaba despacio, con paso decidido, transmitiendo la información de que dominaba la situación, información que, de un modo u otro, la presa acabaría percibiendo. De este modo, el buen cazador prosigue y con tan sólo dos o tres pasos certeros en medio del bosque logra infiltrar en la liebre que huye el segundo miedo, ese miedo decisivo. Y será de éste del que la liebre sacará el combustible para seguir huyendo a gran velocidad, pero una velocidad desprovista de orden y objetivo, que en cierto modo recuerda a la de los pequeños roedores que, encerrados en una jaula, hacen girar una rueda con los movimientos de sus patas; movimientos rapidísimos que forman parte de una categoría que podría denominarse velocidad de quien no quiere caerse, tan distinta de la velocidad de quien quiere avanzar.
Sólo cuando comprendía que, por su papel de cazador, había logrado infiltrar el segundo miedo en la liebre, se convencía Lenz Buchmann, más allá de toda duda, de que el animal no se escaparía. Los muchos años de caza le habían dado la experiencia de que este segundo terror, a diferencia del primero, ejerce en la presa efectos ilógicos y casi suicidas. El primero siendo instintivo, hace que la presa huya en dirección opuesta a la del cazador; cualquier ser vivo inteligente lo haría. Sin embargo, el segundo temor, al entrar en el organismo perseguido, desorganiza por completo el sistema de estrategia que todos los seres vivos poseen y puede provocar un movimiento circular que concluye, estúpidamente, a cinco metros del arma del cazador.
Tal era, de hecho, el verdadero sentido de forzar el movimiento de las cosas. Este movimiento forzado provocado por el miedo era un movimiento excesivo que descontrolaba por completo el sentido de posicionamiento y orientación del cuerpo, y permitía a la voz de mando hacer lo que quisiera con aquél que huía.
Ese momento, dicho sea de paso, en que la liebre acaba estúpidamente plantada ante él, es el momento del verdadero cazador. Es un tiempo mínimo –tan sólo un instante–, pero si el cazador lo ha previsto, tendrá ante sí lo que buscaba: de la posición de ataque, el cazador ha evolucionado hacia la posición de quien ejecuta; el arma ya empuñada, la liebre ante sí, y luego el disparo certero. Una vez más, el cazador utiliza en provecho propio el terrible misterio que quien huye carga en su centro.
Eso es lo que hay que hacer con la liebre, pensaba Lenz, y eso es lo que hay que hacer con las personas.
OTRO AVISO AL QUE NO SE PRESTA ATENCIÓN
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Lenz Buchmann estaba sólo en ese momento, en el despacho del Partido, y sonrió.
Toda su vida anterior, todas las tareas que había ejecutado a nivel profesional o en los domingos que los demás habían dedicado a la pereza, parecían cobrar sentido. Un sentido único que se agrupaba en el centro del organismo y esperaba, como si se tratara de un predador inmóvil y silencioso que prepara el salto. O sencillamente esperaba, del mismo modo que espera, acumulando fuerza, la frase de momento, no.
Lenz Buchmann esperaba, sí, pero no quería mantener ese estado de suspensión para siempre. Buchmann esperaba ansioso el momento en que, frente a una multitud expectante, movería el pulgar lentamente hacia abajo, como hacían los antiguos reyes, consciente de las consecuencias prácticas de su gesto.
En el mundo exterior todo avanzaba tal como había previsto. Y la posición de Lenz Buchmann en el mundo sería perfecta de no ser por el tremendo dolor de cabeza que ahora lo atacaba con insistencia, llegado de un territorio indeterminado; suyo, sin duda, pero sobre el que no ejercía el menor control.
Pese a ello, a los fortísimos dolores de cabeza, pese a este aviso, Lenz Buchmann seguía aún entretenido con el mecanismo de sus armas y la definición de sus objetivos.