Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 9
LA IMPORTANCIA DEL TIPO DE SUELO PARA EL FUNCIONAMIENTO DE LAS COSAS
5
En los pantanos los motores no funcionan, dijo Lenz Buchmann a su secretaria Julia Liegnitz muchos años después de haber oído esta frase por primera vez de labios de su padre. Lo dijo en respuesta a la resistencia de Julia Liegnitz a escribir una carta dirigida a un importante industrial que había solicitado ciertos trámites. Una carta de respuesta en la que mentía de principio a fin.
Nunca hasta entonces se había dado semejante situación.
Cierto es que desde muy pronto se había hecho evidente que la relación entre el político Lenz Buchmann y los ciudadanos no tenía como centro la verdad sino la parte de ésta que permitía que su nombre ganara solidez y fama. Sin embargo, en aquella situación se necesitaba más valor; Buchmann había ordenado a Julia Liegnitz que escribiera frases que eran lo opuesto de la verdad: hallarse frente a un muro blanco y afirmar que éste es negro, o saber sin sombra de duda que mañana es martes y afirmar que no, jurarlo si es necesario.
Por descontado, Julia Liegnitz no había osado negarse a realizar la tarea que le había sido encargada, pero su incomodidad respecto al sacrificio explícito de la verdad, y, por ende, al sacrificio de la idea que tenía de sí misma en cuanto persona que no miente de forma intencionada –cuando menos en situaciones que no suponían una implicación emocional–, dicha incomodidad resultó tan evidente –y esa confesión pasó a engrosar la larga lista de sus ingenuidades– que Lenz Buchmann no tuvo más remedio que exponer de modo casi incivilizado, lo que le brindó cierto placer, la doctrina de su rel ación con el mundo.
Y Julia escuchó.
NO PESCAMOS, SINO QUE HUNDIMOS LOS BARCOS
6
–Frecuente usted la iglesia si así lo desea, señorita, hasta se lo recomiendo –así concluyó Lenz Buchmann una larga conversación–. Considero incluso importante su presencia allí, en representación de mis propósitos de paz con tan extraordinaria institución. No falle un sólo domingo, se lo ruego.
La Iglesia, pensaba Lenz, no pertenecía al grupo de aliados orgánicos de los hombres, sino al grupo de aquellos a los que exigimos tan sólo una mudez cordial; sus armas debilitarían nuestro arsenal, somos de otro Reino y ¡as batallas políticas no emplean el método de caminar sobre el agua para impresionar.
Los seguidores de Buchmann y Kestner eran de otra estirpe, no eran pescadores; los que nos siguen quedarán impresionados única.mente cuando vean que los barcos de los enemigos se hunden, uno tras otro.
De hecho, la anarquía se había abaratado en los últimos años. Los puntos por los que ahora se podía empezar eran baratos y estaban por todas partes. Era tal la confusión, eran tantos los gritos de los tenderos que se enorgullecían de estar fundando una nueva religión, inventando una nueva máquina o sencillamente una nueva disposición de su jardín, que todos ellos, cansados de la multiplicación de voces, aguardaban no nuevos inventos sino el regreso al antiguo orden, de las viejas condiciones de existencia, del tiempo, en definitiva, en que había un único lugar fundador, un lugar guardado por las armas más modernas y liderado por la voz más firme.
Lenz sabía que si, previo acuerdo con otros elementos del Partido, decidía cortar la energía eléctrica, garantizando sin embargo la seguridad de cada individuo de forma plena y continuada, no intercalada como ahora, en poco tiempo los tendríamos de nuevo –al populacho, decía Lenz– sosteniendo velas, orgullosos de que éstas les permitieran asistir a los desfiles militares nocturnos en los que desfilan los hombres que protegen sus bienes y los hijos de éstos.
Todos querían seguridad, pero faltaba que se sintieran más amenazados.
LOS LIEGNITZ Y LOS BUCHMANN
LAZOS QUE NO SE CORTAN
1
Lenz Buchmann había respetado desde el primer momento a aquella mujer, Julia Liegnitz, por motivos de sangre que sólo él conocía. Había sido su padre quien había abierto la grieta decisiva en aquella familia. A él le cabía, pues, en el cumplimiento de una dignidad cuyas reglas sólo él definía, continuar el trabajo de su padre, Frederich. En el fondo, se trataba del mismo acto, disimulado bajo otra forma: proteger a aquella mujer y a toda la familia Liegnitz –en especial a su hermano, Gustav Liegnitz– era interferir, del modo que únicamente puede hacerlo la jerarquía superior, en la existencia de aquellos individuos, tal como había hecho su padre. En el fondo, Lenz Buchmann se situaba en un plano tal respecto a dichas existencias que matar o proteger se convertían en acciones similares.
Sentía que tenía la misión de proteger a los hijos del soldado al que su padre Frederich había matado, movido por el afán de reparar una injusticia, pero también por el orgullo de quien recibe la herencia paterna, en este caso una herencia que no ocupaba un espacio físico sino psicológico. Daba igual la causa, lo cierto es que ambas familias, la más alta –Buchmann– y la vulgar –Liegnitz– habían quedado unidas, atadas entre sí, y ese lazo debían respetarlo las generaciones siguientes. Eso era precisamente lo que estaba haciendo Lenz Buchmann al ignorar el robo probado de cierta suma de dinero que cometió su secretaria –conquistando así la fidelidad definitiva de ésta– y también al asumir, a lo largo de varios años, el objetivo de enseñar a Julia Liegnitz los mecanismos de la existencia.
JULIA APRENDE A ESCRIBIR CORRECTAMENTE
2
Así pues, fue con un orgullo casi paternal que vio más tarde la sonrisa cómplice que la señorita Liegnitz esbozó al concluir el primer texto político en el que mentía de forma inequívoca, y que había redactado de su puño y letra.
Y más satisfecho aún asistió después, andando el tiempo, a la disolución gradual de aquella sonrisa que caracterizaba a los contrabandistas y los espías, pues dicha disolución o desaparición significaba que el hecho de mentir había conquistado una segunda condición en la existencia pública de Julia Liegnitz. Ya no era algo que la conciencia detecta, sino una tarea profesional, una actividad mecánica que se practica de forma más rápida o más lenta, que se perfecciona o no, pero que jamás causa asombro, ni tan siquiera resulta significativa. Había aprendido a sacar el motor del pantano.
Lenz Buchmann sentía que los lazos que lo unían a Julia Liegnitz se iban estrechando día tras día. En cierto sentido, se la estaba haciendo, como en tiempos se había hecho a la criadita que servía en la casa paterna. Una violación no sexual pero continua, la que no coge para luego soltar, sino que coge y jamás suelta. Primero destruye, amasa, vuelve informe, colocando todos los valores antiguos al mismo nivel, y entonces sí, empieza a dar otra forma, conduce e infiltra otra fuerza. Día tras día, aquella mujer abandonaba por completo su ingenuidad.
En dos años, el político Lenz Buchmann y su secretaria Julia Liegnitz se hicieron inseparables. Como en el proceso de ósmosis: una sola sustancia.
LOS NOMBRES
DOS NOMBRES QUE HAN ACUMULADO FUERZA DURANTE SIGLOS SE PREPARAN PARA UN DUELO
1
Nada más empezar la relación profesional con su secretaria, el político Lenz Buchmann había manifestado el deseo de conocer al hermano de ésta: Gustav Liegnitz. La repetición del nombre que había oído pronunciar por primera vez a su propio padre, Frederich, se le antojaba un hecho histórico significativo. Aquel nombre representaba otro tipo de monumento, no material pero de igual relevancia simbólica.
Ciertos nombres eran en realidad cosas, es decir, edificaciones que merecían ser visitadas, al igual que una iglesia con varios siglos. En ocasiones, Lenz casi pensaba en la posibilidad de un circuito turístico universal; turistas que no quieren aprender la historia de las piedras ni de las espadas que quedaron rotas en los campos de batalla, sino que sienten curiosidad por esa energía de carácter indeterminado que se siente cuando se oye un nombre fuerte.
Era evidente para Lenz que el orden alfabético se había vuelto monstruoso. Había una relación entre determinados nombres, una especie de vibración y exaltación que se colaba en los intersticios de un orden demasiado civilizado. Y, tal como alguien que recorre atajos peligrosos para encontrar cuanto antes a su hermano, hay nombres que avanzan en busca de otros. Un nombre de familia concentraba un conjunto de experiencias antiguas que jamás podrían colocarse en una cesta ni contarse como piezas de fruta. Las experiencias individuales no eran unidades. No se trataba, eso lo había aprendido de su padre, de una operación del tipo 1 + 1 + 1.
Las sumas eran operaciones débiles comparadas con lo que se volvía visible en el momento en que se pronunciaba, por ejemplo, el nombre Buchmann. El alfabeto y la contabilidad no eran capaces de sujetar esa fuerza que encerraba una sola palabra, pues el fenómeno era idéntico a un almacenamiento, a una concentración sucesiva de experiencias de distintas generaciones, experiencias que ocupaban siempre el mismo espacio (si concebimos un nombre de ese modo: un espacio, una serie de metros cuadrados). El nombre se hacía, por tanto, cada vez más denso. Con cada nueva generación, el nombre de la familia acumulaba más intensidad en el mismo espacio. Aumentaba así, de generación en generación, el peligro de una explosión, pues las fuerzas que crecían ocupaban un área cada vez menor.
Lenz sentía que un mismo nombre tenía un límite en su capacidad en cuanto almacén o escondrijo. Y si el nombre Buchmann era un almacén en el que aún se trabajaba, en el que seguían acumulándose experiencias, lo mismo podría decirse del nombre Liegnitz. Las fuerzas cada vez más intensas ocupaban cada vez menos espacio, encogiendo no para desaparecer sino para atacar más tarde, tras haber tomado impulso, en el momento más imprevisto y aplicando el golpe más eficaz.
Era este sentimiento de devoción respecto a los nombres de familia y la convicción de que ninguno de aquellos nombres era una palabra neutra, como silla o mesa, sino una palabra que precisamente detesta la neutralidad, una palabra firme, única, que no se confunde con otra, era este sentimiento lo que llevaba a Lenz a desear y al mismo tiempo temer el encuentro con el hermano de Julia, Gustav Liegnitz, ya que éste tenía exactamente el mismo nombre que su padre, y este mero hecho lo hacía ser consciente de que la historia entre ambas familias aún no había terminado. Aún no se había disparado la última bala, pensaba, por más que al mismo tiempo, le pareciera muy improbable que volviera a suceder algo semejante a lo que había ocurrido en el pasado.
Pero un nombre, propio y de familia, que se repite en la generación siguiente no era tan sólo un homenaje a lo que ya no existe o algo que, en principio, dejará de existir primero, sino también una manifestación pública de que el trabajo quedaba incompleto; en cada generación, el nombre de familia buscaba la mejor posición en el campo de batalla. Posición esa que dejaría en herencia, pero que jamás era definitiva. El combate, cualquiera que fuese, posponía siempre la última decisión, y el fin técnico de dicha energía histórica quedaría señalado simplemente por el fin de un nombre de familia.
EL ALFABETO COMO FORMA DE ALLANAR EL MUNDO
2
Lenz respetaba de tal modo la historia de cada nombre que se indignaba cada vez que veía el vocablo Buchmann ocupando su sitio –la letra B– en medio de una enorme lista, como si no fuera más que eso, una palabra que empieza por una letra determinada.
En esta ordenación alfabética veía, de hecho, un intento de cambiar la fuerza antigua por la anarquía. En realidad no había orden, ni un comienzo racional. Ninguna torre estaba situada de tal forma que sólo de ella partieran las primeras órdenes. Todo estaba en un mismo plano; una máquina, tal vez conducida por un hombre ebrio, había anulado todas las diferencias de altura (y no sólo) entre edificios nuevos, ruinas de quince siglos, jardines bien cuidados, bosques todavía sin propietario, hombres, mujeres, niños y ancianos, discapacitados, locos, mendigos, hombres ricos, caballos y lagartos, mesas, sillas, libros, las diversas músicas: todo había quedado allanado y el mundo se concebía como si estuviese hecho de un sólo material, en el que las diferencias existían para que los nombres tuvieran sentido y, con éstos, el orden alfabético.
Sin embargo, Lenz Buchmann se negaba a vivir en un terreno achatado y plano.
PELIGRO BAJO EL SUELO
ÉSE AL QUE TEMES PODRÁ SALIR DE CUALQUIER PUNTO
1
En compañía de su padre Frederich, Lenz había visitado en ruinas de construcciones de siglos pasados, y en ellas había detectado una grandeza peligrosa y una fuerza que rara vez alcanzaba a ver en los edificios modernos, construidos y soportados por las últimas tecnologías. En medio de las ruinas subsistía una misteriosa circulación de fuerza.
Las ruinas son peligrosas, solía decir Frederich Buchmann a sus hijos Albert y Lenz, algo sigue moviéndose por debajo de ellas.
De hecho, aquella imagen había marcado muchas pesadillas de Lenz. Había crecido con la convicción de que había otro mundo, no el de las alturas –el que quedaba más allá de la capacidad de visión–, sino el subterráneo –el que quedaba amenazadoramente bajo los pies–, y que por eso mismo gozaba de una ubicación privilegiada. Todas las estrategias militares constataban lo obvio: sorprender al enemigo por la espalda, a lo sumo frente a frente, si somos más poderosos, y desde arriba, por supuesto –quien está arriba tiene ventaja, desde que se empezaron a construir castillos altos todos lo saben–, pero ninguna hacía referencia a un enemigo que llegara desde abajo; no se contemplaba el ataque por debajo.
El suelo firme y la tierra negra eran impenetrables, sitios en los que el combate humano no tenía lugar. Por encima de la tierra se combate y es posible hacerlo a distintas altitudes y con miles de estrategias. Sin embargo, el bajo tierra siempre había sido el gran misterio y a la vez el gran temor de Lenz, pues reconocía la incapacidad de los hombres para bajar a ese campo de batalla, a diferencia de la relativa facilidad con la que se adentraban en el mar, por ejemplo.
Había comprendido también, se le había hecho evidente al visitar ruinas, que aquel terreno no era neutro; allí se alojaba la última fuerza de los elementos naturales, la fuerza que la civilización de la ciudad aún no había logrado domesticar. Y más que un almacén de armamento misterioso, el bajo tierra era la torre invertida de la que salían, o podrían llegar a salir en cualquier momento, las grandes órdenes y la gran ley. La voz de mando del verdadero enemigo, en realidad, aún no había sido alcanzada.
Si los hombres fueran sensatos, no admitirían una sola piedra, un sólo vestigio de los siglos anteriores, pensaba Lenz. Las ruinas eran peligrosas. Debajo de éstas, debajo en definitiva del fracaso de una construcción, se formaba un campo favorable al desarrollo de una maldad para la que los hombres no tenían palabras y, peor aún, tampoco escudo.
La maldad humana, esa maldad civilizada, iba creando a su alrededor una especie de artesanía de defensa que podía incluso estar hecha del mismo material. A Lenz no le sorprendería en absoluto que la espada y el escudo de dos enemigos hubiesen salido no sólo del mismo taller, sino también del mismo trozo de metal, del mismo acero. Es decir, de la misma fuerza. La fuerza se divide en dos, y una parte de ésta nos defiende mientras la otra nos ataca.
Sin embargo, sobre la maldad no civilizada, aquélla para la que aún no existía orden alfabético posible, sobre esa maldad subterránea, nada se sabía: no había aún herramientas para moldearla o deformarla a nuestro antojo. La maldad de la naturaleza, que tenía en el suelo por debajo de las ruinas su campo abonado, con la humedad y dureza favorables a su crecimiento, aún se estaba desarrollando. Era todavía un niño, aquella maldad. Cuando llegue a la edad adulta, entonces sí, pensaba Lenz, será nuestro gran enemigo.
Lenz Buchmann, dicho sea de paso, consideraba a ciertos hombres –pocos, en verdad– sus adversarios. Es decir, los veía en posesión de armas hechas del mismo trozo de metal con que se había hecho su arma. Sin embargo, jamás se había sentido amenazado por ellos como a lo largo de la visita que hizo cuando era niño a las ruinas de algo que, según le había explicado su padre Frederich, había sido un antiguo centro de tortura.
Ningún miedo había nacido de lo que permanecía por encima del suelo. Los vestigios de una u otra máquina de tortura no habían provocado más que risas a los dos niños. Para entonces, aquellas reliquias parecían juguetes.
Todo el miedo había venido, por tanto, desde abajo. De algo que ni su hermano ni él, ni tan siquiera su padre alcanzaban a ver. Y era precisamente ésa la causa primordial del miedo: el hecho de no poder ver.
A Lenz Buchmann le gustaba estar vivo, se enorgullecía incluso del modo violento y no negociado con el que tomaba posesión de sus días y hasta de los días ajenos, pero había momentos en los que presentía que algo se le escapaba, que había entrado en el juego equivocado o en una batalla en la que defendía o trataba de conquistar territorios que le eran indiferentes. En esos momentos sentía que ninguna dirección –ninguna en absoluto– estaba vetada al arma que sostenía en la mano. Podía disparar a cualquier punto, pues de todos los puntos podían atacarlo a él.
EL ENCUENTRO CON GUSTAV LIEGNITZ
UNA CARCAJADA PRECIPITADA
1
Se había acordado la cita en la que Lenz Buchmann conocería a Gustav Liegnitz.
Lenz estaba preparado para todo. Sabía que la familia Liegnitz nunca podría sospechar lo que había ocurrido durante la guerra entre Frederich Buchmann y Gustav Liegnitz padre. Sin embargo, Lenz no respetaba sólo los hechos, sabía de sobra que ciertas catástrofes nacían de potencias que crecían ocultas. Más aún: Lenz creía que estos movimientos no visibles eran similares a los gestos que alguien puede hacer con una mano en la espalda estando frente a otra persona. Una mano que resulta asombrosamente visible, aunque no con los ojos, para quien la mueve, y al mismo tiempo invisible para la persona que se halla justo enfrente.
Los hechos históricos, creía Lenz, la historia en su sentido más amplio, se componía no sólo de lo que enseñaba sino también de una serie de movimientos que se hacían por detrás de la espalda. Sin embargo, puesto que nos haliábamos (hipnotizados) de cara a los hechos históricos visibles, no veíamos esos otros movimientos. Lo mismo sucedería en aquel caso concreto. La familia Liegnitz no sabía lo que había sucedido –algo se había hecho a su espalda–, pero había instintos, presentimientos. Lenz no tenía miedo, pero el hermano de Julia Liegnitz le merecía, por todo ello, un respeto tenso.
La hija, pensaba Lenz, crece para dar continuidad a la familia, mientras que el hijo crece –se hace más fuertepara vengar al padre. La hija crece para construir, el hijo para destruir.
El hijo del soldado Gustav Liegnitz era, así pues, un potencial enemigo. Si este –el hijo del soldado Gustav–supiera leer la escritura no visible que el encuentro entre dos hombres deja en el aire, no dudaría en retarlo a un duelo y empuñar su arma.
Aquella cita era la síntesis histórica de múltiples acontecimientos que se habían producido a lo largo de varias generaciones. Fuerzas y debilidades que, mezcladas, habían resultado en aquel trozo Buchmann y aquel trozo Liegnitz, una famil ia que, desde el punto de vista de Lenz, había adquirido una grandeza prestada e inesperada debido única y exclusivamente al episodio en el que se había cruzado con su familia.
No obstante, el episodio ocurrido en la generación anterior había otorgado una rara autoridad a aquel hijo: era un hombre que poseía legitimidad histórica para ser su adversario. Era un hombre al que asistía un derecho que supera con creces a la ley, el derecho a la venganza.
Mi hermano es diferente, había intentado decir Julia Liegnitz, pero Lenz le había pedido que no siguiera. Quiero conocerlo –había dicho Lenz–, así que no me hables de él.
Cuando Lenz Buchmann se levantó para saludar al hermano de su secretaria, que acababa de entrar en su despacho de la mano de esta, tuvo una reacción sumamente descortés que, por suerte, ninguno de los presentes comprendió en toda su extensión: de forma espontánea, Buchmann soltó una carcajada. Gustav Liegnitz era sordomudo, expelía unos mmms informes y, según explicó Julia, no oía más que sonidos amortiguados. (Gustav Liegnitz ni siquiera era capaz de pronunciar el apellido Buchmann.) Aquél, pensó, jamás podría ser su adversario.