Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 12
ESPECTADORES Y ESPECTÁCULO
¿CUÁNTOS ESTÁN DE TU PARTE?
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Lo que lo fascinaba en las personas extrañas, que se habían desviado por su propia voluntad o sufrían el rechazo de los demás, era la absoluta libertad individual con la que hacían sus elecciones. En un loco o un mendigo que vagaba por las calles pidiendo algo que llevarse a la boca y que por la noche, al igual que los demás humanos, solo quería dormir, Buchmann veía a alguien que podía escoger en total libertad, y sin consecuencias, su moral individual. Una moral que ni siquiera tenía un par, un elemento que la acompañara.
¿Quién iba a cuestionar la vida inmoral” de un mendigo o un loco? Aquellos hombres tenían ya en sí, debido a su diferencia, una carga de inmoralidad universal y profunda que los hacía inmunes a las pequeñas inmoralidades practicadas.
Un loco, al igual que un mendigo, no era inmoral. Eran individuos sin copia, similares a un rey; alguien que no tiene par, que no tiene a aquél que está a su lado. Y por eso no hay para estos hombres repudiados, como no lo hay para el hombre más poderoso, criterio alguno de comparación.
Buchmann miraba con admiración a aquellos hombres que llevaban en el bolsillo un sistema jurídico único, con su nombre al final.
En cierto modo, era eso lo que Buchmann deseaba: ser portador de un sistema legal cuyas leyes sólo se aplicaran a sí mismo; ser portador de una moral que no es la del mundo civilizado ni la del mundo primitivo; que no es la moral de la ciudad, ni tan siquiera la de su familia, sino la moral que lleva su nombre, y sólo el suyo, escrito encima.
¿A QUIÉN ELIGES COMO ESPECTADOR?
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Los instintos íntimos que separan el bien del mal, o más específicamente, el sistema legal interno, personal, privado, no era algo susceptible de ser compartido.
De hecho, sólo con su padre tenía la sensación de haber comulgado en lo que se refería a la moral, a la determinación con la que se dirigía a cada hecho, aunque no tuviera ningún espectador.
Y en este particular, Buchmann no había tardado en comprender que la mayor parte de las personas sólo revelaban la moral individual, el sistema legal de un sólo ciudadano, cuando no había espectadores. Cuando los había, la moral fuerte se diluía e intentaba hablar utilizando los valores de quienes la observaban, en un juego de seducción que recordaba a un mal actor tratando de cautivar al público. Así era el mundo del hombre común con sus espectadores banales; y Buchmann no quería pertenecer a ese mundo.
La gran cualidad que compartían aquellos locos y vagabundos era precisamente el hecho de actuar como si no tuvieran espectadores, como si estuvieran solos en el mundo. Y en realidad lo estaban. No eran queridos, no querían, no eran odiados: tenían vía libre para poder ser libres.
Y los hombres libres excitaban a Lenz Buchmann. Eran, también por todo ello, los espectadores ideales.
Desde hacía unos días, no podía evitar que la imagen del loco Rafa se infiltrara en sus pensamientos a todas horas. Aquel hombre lo atraía. Intuía en él la posibilidad de hallar a su gran espectador, pues era innegablemente el gran hombre libre de la ciudad.
La ciudad, claro está, no necesitaba en absoluto a los hombres libres, pero la vida personal de Lenz Buchmann exigía, cada vez más, la presencia de esa libertad excitante, tan libre que todo lo ve y nada juzga. Se limita a ver. Ve.
Lenz Buchmann, dicho sea de paso –y aquel intenso dolor de cabeza no era ajeno a este hecho–, sentía a veces que ejercía un menor control sobre su organismo que sobre la ciudad, sensación que lo enorgullecía y lo asustaba a partes iguales.
Pero en aquel momento lo importante era esto: sólo con aquella clase de espectadores, desviados, lograba él, Lenz Buchmann, ser absolutamente inmoral. Un individuo único, sin copia.
Luego, los necesitaba.
UN HECHO TRÁGICO
EL ESPECTADOR LEVANTA LA CABEZA
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Era evidente que Lenz Buchmann no se detendría hasta llegar a este punto: el loco Rafa acaba de entrar en su casa. Está de pie en la cocina y, cosa rara en él, poco hablador. Ha aceptado la invitación de aquel hombre y allí está. ¿Qué quieren de él?
Buchmann ya ha llamado a su mujer, se la ha presentado a Rafa, como había hecho la primera vez con el vagabundo. Maria Buchmann lo ha recibido con una gran sonrisa.
–Mi mujer, Maria –ha dicho Buchmann–. Te presento a Rafa, un buen amigo.
Luego venía todo el desarrollo de una sensación de dominación, ya fuera respecto a su mujer, ya fuera respecto a aquellos extraños visitantes, los más rechazados de la ciudad. De entrada, por norma, las conversaciones eran absolutamente banales, pero con aquel hombre, Rafa, la charla fue más irrelevante aún. Un intercambio de frases del todo inconexo, acompañado de vino y observado desde fuera, a distancia, por la mujer de Buchmann, que apenas abría la boca pero que de vez en cuando sonreía a su marido con una mirada tan explícita que Lenz la veía ya como la mirada de una prostituta, con la particularidad insólita de que ésta llevaba su nombre, Buchmann. Su mujer era una prostituta Buchmann; qué bien, pensaba irónicamente.
Llegados a este punto, sin embargo, la impaciencia se convertía en el valor más fuerte. Y así sucedió. Excitado, Lenz empezó a tocar a su mujer, pero el loco, a diferencia de lo que sucedía con el mendigo que solía visitarlos, no bajó los ojos. Por el contrario, miraba de forma explícita, sin amago de humildad, la mano de Lenz en el seno de su mujer; más aún, comentaba en voz alta lo que el doctor Lenz estaba haciéndole a su mujer.
Era como si las tres personas presentes –incluido él– no vieran nada y necesitaran su ayuda: el loco describía todos y cada uno de sus gestos.
Buchmann sintió aquella extrañeza que tanto le gustaba. Aquel cambio de actitud del observador había desplazado por completo la situación pero lo mantenía excitado. Aquel loco no bajaba los ojos, decía en voz alta palabras y expresiones ordinarias y se reía de lo que su mujer y él estaban empezando a hacer.
Lenz Buchmann pidió a su mujer que se levantara y, allí mismo, en la mesa, con una silla como único obstáculo entre el loco y ellos, empezó a levantarle la falda al tiempo que se desabrochaba los botones del pantalón. El loco Rafa no paraba de decir obscenidades, pero de pronto se levantó y con un empujón impresionante tiró al suelo a Lenz Buchmann mientras gritaba, fuera de sí, que aquello quería hacerlo él.
Decía en voz alta: ¡Déjeme a mí, doctor!, como si los dos hombres fuesen cómplices, y mientras lo decía ya cogía por la fuerza a la señora Buchmann.
Entonces Lenz se levantó rápidamente y sacó el arma de caza de la pared. Sin la menor oposición, liberó el gatillo.
La señora Buchmann intentaba defenderse del loco, que la obligaba a seguir acostada boca arriba presionándole la cabeza violentamente y ya había sacado por la bragueta del pantalón el pene excitado.
De pronto, se oyó un estruendo. Lenz había disparado con puntería a la cabeza del buen loco Rafa.
Por un instante, Lenz Buchmann se quedó inmóvil, con el arma en el aire. Las manos firmes, sin moverse. La mujer ya tenía las bragas medio bajadas hasta los muslos, dejando a la vista dos nalgas muy rojas.
Algo ocurrió entonces en la cabeza de Lenz Buchmann. ¿”El miedo es el secreto que la velocidad oculta”? Quizá. ¿Cómo saberlo?
Fue rápido, desvió tan sólo unos centímetros el cañón del arma, apuntó a la cabeza de la señora Buchmann y disparó.
LA NOTICIA LLEGA A LA CIUDAD
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Toda la ciudad se vio sacudida por un sobresalto cuando la noticia empezó a circular.
La forma en que todo se transmitió fue ésta: un loco –Rafa– había entrado en la casa del conocido político Lenz Buchmann con la intención de robar y, cuando lo sorprendieron infraganti, cogió el arma de caza del doctor Buchmann y disparó a la esposa de éste, que murió a consecuencia del disparo. Tras un forcejeo, el doctor Buchmann recuperó el arma y logró abatir al ladrón mientras este intentaba huir. Éste fue el relato que quedó registrado en los oficios criminales y que más tarde recuperaría la historia.
Es evidente que algunos actos extraños de Lenz Buchmann ya daban que hablar desde hacía mucho, y fueron varios los que no creyeron que el loco Rafa hubiese entrado en aquella casa sin una invitación por parte del dueño de la misma.
La pequeña perversión de Lenz Buchmann era motivo de comentarios desde hacía muchos años, pero a nadie le hubiese pasado por la cabeza que lo demás pudiera no ser cierto. Incluso quienes dejaban escapar una pequeña sonrisa irónica cuando se insinuaba el acceso demasiado fácil del loco a una casa bien custodiada” considerarían inaceptable pensar que el respetado doctor Lenz Buchmann, uno de los posibles jefes de la ciudad, pudiese haber matado a su mujer.
Lenz Buchmann, además de contar con la protección natural que su nombre le procuraba, había sido cuidadoso en extremo. Todavía en el mismo movimiento, sin ninguna pausa en la que el pensamiento y el raciocinio pudieran crear una línea de causa y efecto, Lenz había posado el arma y había intentado colocar los cuerpos en la posición que correspondiera, de un modo lógico, a la única versión de los hechos que podría eximirlo de toda culpa.
Compuso las bragas de su mujer, la señora Buchmann, no sin gran dificultad, ya que su cuerpo había caído de bruces con el impacto de la bala, y recompuso también la falda hasta borrar por completo todo vestigio de acercamiento sexual. Luego, todavía bajo la misma intensidad del momento, bajo la misma velocidad, una suerte de fiebre que hizo que su cuerpo se volcara totalmente en aquellos movimientos urgentes, Lenz se inclinó sobre Rafa y, disipando el asco por la velocidad con que lo hizo, empujó con la mano el pene del loco hacia el interior del pantalón y luego cerró la bragueta, con lo que parecía que nada había pasado. A continuación alejó el cuerpo hasta la posición que le pareció más apropiada.
Así pues, cuando llegó la policía, había dos cuerpos con las cabezas deshechas –los disparos se habían hecho a una distancia cortísima–, caídos ambos en el suelo de la cocina del doctor Lenz Buchmann que, con singular entereza, les relató todos los pormenores del incidente, la primera vez todavía en el espacio de la tragedia, y la segunda ante el policía de mayor grado de la ciudad, que con gesto deferente dejó que tomara asiento en primer lugar y le dijo antes de preguntarle nada, en un tono hasta tal punto servil que Lenz se había tenido que esforzar por no reírse:
–Lo siento mucho, señor Buchmann, lo siento mucho. Estas cosas no son... Es un desastre, señor Buchmann, un desastre.
MÁS FUERZA AÚN: UNA EXPLOSIÓN EN EL TEATRO
FABRICAR EL PELIGRO, PERO NO INDUSTRIALIZARLO
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Lenz Buchmann y Hamm Kestner habían hablado ya de la posibilidad de una explosión en el edificio del teatro principal, un medio tal vez necesario para instalar el estado de tensión en la ciudad. Ese primer miedo útil para el Partido.
El tedio sólo puede limpiarse con explosiones localizadas, una explosión cerca de cada individuo, una explosión para cada ciudadano, dijo Buchmann divertido, en aquel momento, dirigiéndose a Kestner.
Los dos habían encontrado una nueva dirección para la campaña, una dirección secreta, claro está: crear un peligro que ellos mismos después, vencerían. Sin la sensación de un peligro consistente no había héroes, y aquellos dos hombres no aspiraban a sólo a conquistar la autoridad a través del voto; sabían que la autoridad del viejo valor y la vieja fuerza era la única que resistía a las fluctuaciones provocadas por los múltiples acontecimientos. Ellos aparecerían como los únicos capaces de hacer frente a un terror de origen aún no determinado.
Pero se trataba de un asunto serio: Buchmann y Kestner querían ganar las elecciones. No se trataba de un juego en el que cada parte acepta jugar mada más con el número de cartas correcto. Era fundamental partir del principio de que el otro lado no tenía buenos métodos con los que arropar su intención. Un opositor siempre persigue un objetivo que exige medios que en tiempos de paz no son más que armas disimuladas. ¿Quién podrá combatirlos usando manos vacías y medios previsibles? En ninguno de los lados había niños. Los opositores de Buchmann y Kestner eran señores de ideas desfasadas, pero tenían una tradición de combate: durante el período de confrontación harían de todo, pero luego aceptarían el resultado.
Sin embargo, era evidente que el todo de Buchmann y Kestner era más emocionante que el todo de sus opositores. Era la diferencia entre quien cita una frase antigua y quien pronuncia una nueva frase que las generaciones siguientes repetirán. Buchmann y Kestner estaban en el nivel que anuncia el salto en cada individuo.
Tenían a su disposición un conjunto de fuerzas imposibles de contabilizar. Habían simplificado sus ideas, y por eso su moral de acción no tenía obstáculos. Primero, construir un peligro sin origen identificable; luego, gracias a éste, forzar el movimiento de la población; por último, preparar el estado fuerte del que saldrían dos clases de personas: las que protegen y las que son protegidas. Éstas eran las tareas que estaban sobre la mesa de su mundo. Con menos tareas que dedos en la mano derecha, todo se hacía más fácil.
Así pues, la decisión de ambos estaba tomada: en el teatro principal habría una pequeña explosión. Que no alcance a nadie, había sugerido Kestner, y Buchmann se había mostrado de acuerdo.
EL PRIMER MIEDO; APRENDER EN EL BOSQUE, APLICAR EN LA CIUDAD
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Los procesos no siempre transcurren según lo previsto. En aquella explosión intencionadamente modesta murió un hombre. La bomba se había colocado en la entrada lateral del teatro, en el centro de una pequeña sala en la que se erguía la estatua de un antiguo rey, defensor incondicional del teatro de su época. La estatua quedó hecha añicos, lo que permitió, tanto al lado de Kestner y Buchmann como al de los opositores, defender públicamente y de forma vigorosa un proyecto común: la reconstrucción de la estatua, con el doble de su tamaño original y en un lugar todavía más noble del teatro”. Una estatua que, en realidad, nunca llegaría a construirse.
En la explosión había muerto un actor secundario, un nombre desconocido para el público, que por desgracia había pasado por allí en el momento equivocado. Los homenajes al gran actor” fallecido en aquel instante de gran responsabilidad para la ciudad”, ya que la existencia real de peligro” demostraba que era fundamental la presencia de un líder fuerte en el Partido, se sucedieron a partir de entonces como nuevas deflagraciones, ahora benévolas, de la misma bomba; y el correspondiente funeral contó con la presencia de todos los hombres ilustres, siendo todavía más concurrido que el de la señora Maria Buchmann y borrando por completo la conmoción que tan sólo tres semanas antes había suscitado éste.
A una tragedia privada le había sucedido una tragedia pública que liberaba amenazas dirigidas a cada uno de los elementos de la ciudad. La diferencia entre el arma con un sólo cañón que dirige la bala al modo de la voz del profesor que llama al niño por su nombre, dándole así permiso para levantarse de la silla, y la bomba que no sabe todavía el nombre de sus alumnos” se hacía evidente: el caos y la ausencia de sentido o de explicación de la violencia varían de modo eficaz la seguridad de la ciudad. Buchmann y Kestner lo sabían de sobra.
Nadie reivindicó el atentado; nadie entendió las causas del mismo. Sólo una cosa quedó clara: la explosión no iba dirigida a aquel pobre actor. Por tanto, podía ir dirigida a cualquier persona. Hete aquí el miedo instalado. El primer miedo.
MÁS ARRIBA TODAVÍA
LA BIBLIOTECA AUMENTA SU FUERZA
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Eximido de consecuencias penales por el asesinato del loco Rafa porque había actuado probadamente en legítima defensa”, Lenz Buchmann no sólo no vio afectada su reputación sino que, por el contrario, ganó la dimensión humana de quien ha sufrido mucho”. Si su dureza y convicción anteriores le habían valido numerosas adhesiones, aquel hecho –que demostraba que ni siquiera él estaba a salvo en los tiempos que corrían– había conquistado al público femenino. De haber planeado una estrategia de ese tipo, de conquista de ambos lados del público, no habría obtenido mejores resultados.
Buchmann, con la tragedia privada que lo había alcanzado, se convirtió en el hombre más comentado y respetado de la ciudad. No sólo tenía poder y se disponía a ganarlo de un modo técnico, por así decirlo, a través de las elecciones en el seno del Partido, sino que ya había sufrido eso que las personas ingenuas calificaban de violenta derrota: la muerte, en semejantes circunstancias, de su esposa.
Sin haberlo calculado, Buchmann había logrado algo que ni siquiera cien mil acciones políticas concretas le habrían podido otorgar: había conquistado la atención, simultáneamente, del instinto del miedo y compasión de los demás. ¿Quién puede enfrentarse a alguien que es todavía más fuerte después de haber sufrido? He ahí la pregunta que, a un nivel no verbal, se infiltraba en la ciudad y hacía que cada aparición pública de Buchmann se viera ahora rodeada de un murmullo animalesco que se mantenía mucho tiempo después de que aquel hombre eminente hubiese desaparecido ya en el interior de los edificios más importantes y decisivos por puertas inaccesibles a los ciudadanos comunes.
Ahora, a su alrededor, todos los lugares se transformaban en talleres y cada hombre se convertía en artífice de una cons t rucción común cuyo dibujo final sólo él, Lenz Buchmann, parecía conocer. Ya no quedaba la menor duda: era gracias a él, Lenz, que Kestner ganaría las elecciones. Su padre Frederich Buchmann podía sentirse orgulloso: su hijo estaba en el mundo de los fuertes y conservaba su libertad. Se había librado de una mujer que, ahora lo veía con más claridad, era absolutamente vulgar, y en ese sentido una compañera que traicionaba a cada momento sus golpes, aminorando la velocidad de la marcha; y se había librado también de aquella manifestación equivocada del nombre Buchmann en su hermano Albert.
La biblioteca familiar, mientras tanto, considerada ahora como un todo, había aumentado en los últimos tiempos a un ritmo inusitado. Raro era el autor contemporáneo que no le hacía llegar sus libros, y algunos de éstos se incorporaban a la parte principal de la biblioteca, ya que Lenz veía en ellos el instinto nuevo y fuerte que le gustaba y que parecía hallarse en plena ascensión en el mundo.
MIENTRAS MIRAS HACIA OTRO LADO, GOLPES EN LA CABEZA
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Así pues, su nombre estaba limpio. Había ahora un sólo Buchmann, y ese hombre estaba a punto de convertirse en uno de los más importantes de la ciudad, si no el más importante.
Era la gran noche de las elecciones y Lenz Buchmann, junto con Hamm Kestner y algunas personas cercanas, incluida su secretaria, la señorita Liegnitz, aguardaba el resultado final de la voz de la población”. Kestner bromeaba, aunque expresara cierto nerviosismo, y Lenz tampoco se mostraba tan tranquilo y confiado como era habitual en él.
En el caso de Lenz, esto no se debía al temor de perder las elecciones. Iba a ganar, lo sabía de sobra. Su incomodidad no era exterior, sino causada por el intenso dolor de cabeza que no le daba tregua. Desde hacía algunos días aquel dolor, del que sólo se quejaba con Julia Liegnitz, parecía haber experimentado un salto cualitativo, como si quisiera llamar la atención de su propietario, como un vulgar perro que muerde al dueño para que éste no siga haciendo caso omiso de su presencia.
La necesidad de realizar una serie de acciones a lo largo de aquellos días había hecho que Buchmann anulara la atención que prestaba al dolor, ahora constante, y la desviara hacia la bandeja sobre la que, en los últimos tiempos, parecía presentar su corazón ante cada pequeña multitud que trataba de conquistar. El juego de seducción a gran escala en el que se había embarcado le impedía enfrentarse a su cuerpo individual del modo que, por su antigua actividad como médico, le era habitual. Aquella relajación de la autovigilancia, por hallarse en el papel de quien ataca permanentemente, llegó a su fin aquella noche.
Ya no había nada que hacer, sólo esperar los resultados. Y quizá debido a esa disminución brusca de actividades de ataque, Buchmann permitía que su cuerpo se expresara. Por ese motivo empezó a medir el dolor de cabeza que sentía.
Era, de hecho, de una intensidad inusitada, excesiva, brutal incluso.