Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 13
LA VICTORIA INACABADA
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La esperada noticia llegó al filo de la madrugada: Hamm Kestner había ganado las elecciones. Así pues, Lenz Buchmann era ya, de un modo formal, el segundo hombre más poderoso del Partido y, tras solucionar de forma definitiva el dolor de cabeza que lo perseguía, podría seguir adelante con su proyecto tranquilamente.
Sabía de sobra que si su padre viviera, fuera cual fuese el punto en el que se hallaba, jamás consentiría en dejar de avanzar. La posición de Lenz Buchmann en el mundo era, la noche de las elecciones victoriosas, la del combatiente que acepta descansar porque los días anteriores han sido duros; sin embargo, habían quedado en su cuerpo ciertos vestigios que indicaban la existencia de algún enemigo. Así pues, aquella noche, más que ninguna otra, era como mucho el armisticio que precede a las noches más violentas.
En medio de la plaza central de la ciudad, junto a su aliado y nuevo presidente, Hamm Kestner, expresó su gratitud y retribuyó abrazos y saludos de viejos compañeros de pupitre, de antiguos médicos, de señoras y ancianos, algunos de los cuales repitieron hasta la saciedad anécdotas protagonizadas por su padre, Frederich. Y, pese a que el dolor de cabeza era insoportable, se mantuvo hasta tarde en medio de la fiesta, pues era su centro, no cabía la menor duda. Kestner era tan sólo su futuro adversario.
Kestner era un hombre fuerte, claro, sin escrúpulos y con esa especie de violencia inteligente que Buchmann también reconocía en sí mismo, pero no era invencible, ni mucho menos. Y tampoco era un amigo.
Así pues, Lenz Buchmann se despidió del nuevo presidente del Partido con un fuerte abrazo, saludado con euforia por la multitud, pero al regresar a casa acompañado por su secretaria Julia Liegnitz, mientras se esforzaba en no dejarse absorber por el dolor de cabeza que parecía a punto de volverse incontrolable, murmuró, dirigiéndose a la señorita Liegnitz:
–No se quedará demasiado tiempo en el cargo. Voy a matarlo.
EL DIAGNÓSTICO DE LA ENFERMEDAD
MIRARSE A UNO MISMO DE UN MODO DISTINTO
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–He visto imágenes como esta incontables veces –dijo Lenz Buchmann, irritado, mientras sostenía en las manos las radiografías de su cabeza.
–Sí, señor Buchmann –dijo el médico–, pero esta vez se trata de su cabeza.
–¡Eso no me asusta! –dijo Buchmann.
–Nosotros no podemos hacer nada. Lo único...
–No me interrumpa –dijo Lenz–. Aún no he terminado.
–Le pido disculpas, doctor Buchmann.
Volvió a acercarse la radiografía a los ojos y la observó con atención. Era indudable: los puntos negros estaban por todas partes. Su cabeza ya no era totalmente suya. Había sido invadida por dentro, de un modo cobarde.
¿Qué cabía decir en semejante situación? Era algo que Lenz Buchmann jamás había aprendido.
SEGUNDA PARTE
ENFERMEDAD
DESPERTARSE ENTRE MÁQUINAS Y SENTIR GRATITUD
LA MANO PIERDE PESO
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Rodeado de tubos que a primera vista y a primera sensación parecen surgir de su propio interior y no de fuera, así como de diversos aparatos mecánicos con luces rojas y verdes que señalan estados que nadie podría interpretar con rigor a primera vista, Lenz Buchmann se despierta medio aturdido en la cama del hospital varias horas después de que le hayan operado la cabeza. No comprende de inmediato dónde está ni lo que le ha pasado, y su único instinto nace de un hecho que él sitúa, de forma vaga, en el lado derecho de su cuerpo. En un primer momento todo parece borroso, pero luego acaba definiéndose: alguien le ha robado la mano derecha, o por lo menos eso es lo que piensa en aquel momento. Entonces ladea ligeramente el cuello, todavía con dificultad debido al dolor, y ve a una mujer, su secretaria Julia Liegnitz, que está sentada a la cabecera de la cama y le sujeta con ambas manos la mano derecha, su poderosa mano derecha que de pronto le parece muerta, un cadáver autónomo que aún no se ha separado. Para confirmar si es así o no, Lenz se esfuerza por mover los dedos y no, no está muerta: los dedos se mueven. Luego dobla la palma de la mano, un poco nada más. La mano conserva sus funciones, los músculos mantienen intactas sus posibilidades de contracción y relajación.
Pero, ¿qué le ha pasado a la mano? Está blanda –no encuentra otro modo de decirlo–, posada sobre las manos de Julia, como podría estarlo cualquier otro objeto. Enseguida intenta levantar la mano y apartarla de aquel estado humillante; sin embargo, ahora sí, se topa con una resistencia: el movimiento tendría que partir de los músculos del hombro para que pudiera levantar el brazo del todo o, por lo menos, del codo hacia abajo. Pero no puede; no tiene fuerza para levantar el brazo y apartar su mano de las de Julia. Se ha quedado sin fuerzas.
Julia dice algo y él oye algo, como si el oído también estuviese todavía despertándo, como si aún no hubiese recuperado del todo sus capacidades. No comprende lo que dice Julia, quizá una frase similar a Tranquilo, no se mueva.
–No puedo levantar la mano –murmura, con lengua estropajosa, Lenz Buchmann.
Y en ese instante logra oír con claridad.
–Doctor Lenz, deje quieta la mano. Ya la sujeto yo.
El doctor Lenz Buchmann ni siquiera había llegado a entrar en las nuevas instalaciones a las que tenía derecho la vicepresidencia de la ciudad. Los médicos que lo examinaron habían decidido no esperar ni una hora más. Lenz Buchmann tenía un tumor en la cabeza, muy desarrollado ya. Se despertaba ahora de la anestesia general tras una larga operación, muy delicada y no definitiva. La enfermedad ya se había diseminado; hacía mucho que rondaba por allí. Lo habían operado, habían reducido el área ocupada por el enemigo, pero aún quedaba mucho por dominar. La cosa” ya había avanzado hacia otros órganos.
Para los médicos que lo habían operado, estaba claro que sólo quedaba esperar. La muerte estaba a la vuelta de la esquina.
–Me duele la cabeza –dijo Lenz, sin saber que la enfermedad hacía mucho que había dejado de contentarse con la parte de arriba de su cuerpo.
UN NUEVO CUERPO REGRESA A UNA NUEVA CASA
CAMBIOS ÍNTIMOS
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Semanas después, Lenz Buchmann salió del hospital por su propio pie. Al parecer, había recuperado el vigor.
A su lado, pero sin necesidad de ayudarlo, estaban Julia y su hermano sordomudo, repitiendo un tototo que, porque intentaba ser protector, molestó profundamente a Lenz.
–Déjate de mmms –llegó incluso a decirle en tono desabrido.
Gustav Liegnitz ayudaba en lo necesario, pero era Julia quien lo dirigía y organizaba todo.
Julia había tomado el centro de las operaciones.
Por entonces era ya una mujer hecha y derecha, conocedora del mundo y de los diversos estados por los que pasan los organismos. Había crecido sin padre, y hacía mucho que su madre había desaparecido también. Desde muy joven había tenido que proteger a su hermano, que se había convertido a causa de su discapacidad en diana fácil de la mofa de los niños. Mofa y sarcasmo que, más tarde, se habían visto reemplazados por una mucho más educada dificultad para encontrar trabajo; ¿Quépuede hacer un sordomudo? No le quedan sino los ojos, ¿qué va a hacer con ellos, mirar?
Había sido Julia la que le había conseguido su primer empleo, y de no haberse cruzado en su camino el poderoso doctor Lenz Buchmann, de no haber sido por el consecuente y vertiginoso ascenso profesional de Gustav Liegnitz, Julia seguiría sin duda volcada en su hermano, pendiente de sus necesidades, preparada para defenderlo como si siguieran ambos en el patio de la escuela, rodeados de niños que se reían de sus mmms informes.
Podría decirse que Gustav Liegnitz hablaba un poco. Sus mmms eran en realidad un intento de esbozar palabras, de distinguir letras; un intento que su hermana, cuyo oído estaba acostumbrado desde hacía mucho, lograba comprender casi del todo. Julia funcionaba a menudo como una especie de traductora de su hermano.
Cabría añadir que, cuando se concentraba, Gustav lograba comprender lo que decían los labios de las personas. No oía, pero parecía ver las palabras formándose allí mismo, en su origen. No oía las palabras, sino que veía cómo se esculpían, valga la expresión.
Gustav Liegnitz no era tonto, muy al contrario. Poseía una astucia intelectual que, si bien no era brillante, sí perfectamente normal, mediana. La dificultad estribaba siempre en vencer el prejuicio según el cual aquéllos que todavía no saben hablar –como los niños– sin duda poseen también una cultura y una inteligencia infantiles o infantilizadas. De hecho, a veces era con cierta sorpresa que los extraños comprobaban que Gustav Liegnitz sabía escribir, como si presenciaran un acto mágico: un sordomudo que escribe, ¿cómo es posible? Semejante ignorancia de sus capacidades, perfectamente normales a todos los niveles, a excepción del habla y la audición, era en definitiva el gran obstáculo que debía superar.
Fuera como fuese, una vez más la situación de los hermanos Liegnitz había cambiado drásticamente en los últimos días.
A raíz de la enfermedad declarada de Lenz Buchmann, y tras la operación, uno y otro Liegnitz dieron el último paso hacia la intimidad del todavía poderoso Buchmann.
DOS NUEVOS INQUILINOS VIENEN A AYUDAR
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Desde la muerte de su mujer, Lenz vivía sólo. Así pues, fue con toda naturalidad que los hermanos Liegnitz se mudaron a la gran casa de los Buchmann, Julia con las funciones aparentes de una secretaria, aunque semana tras semana se iba convirtiendo cada vez más en una enfermera, alguien que presta apoyo no a la profesión de un cuerpo, sino al cuerpo propiamente dicho.
Gustav Liegnitz, a su vez, pasó a ocuparse de un modo paulatino de la gestión de la casa, y más concretamente de las pequeñas inversiones de la familia Buchmann, o de lo que quedaba de ella: Lenz, tan sólo.
La decadencia física de Lenz Buchmann se veía, pues, acompañada de una presencia cada vez más vigorosa y por una fuerza que se interponía en cada metro cuadrado de la casa: la presencia de los dos hermanos Liegnitz. En resumen, la familia Liegnitz avanzaba.
En otras circunstancias, y vista de lejos, esta sucesión de hechos, así como la notoria ocupación del territorio por parte de la familia Liegnitz, podría parecer una invasión, una conquista hostil. Sin embargo, todo se desarrollaba con una armonía singular.
Lenz Buchmann, que había salido del hospital por su propio pie, vigoroso, no se había conservado con ese vigor durante muchos días. Poco más de dos semanas después, tras haber visitado tres veces su nuevo despacho y haber mantenido una conversación con el poderoso y recién elegido presidente del Partido, Hamm Kestner, decidió alejarse de la parte pública de la ciudad, por así decirlo.
Había comprendido que su debilidad física era evidente. Era objeto de las miradas ajenas (siempre lo había sido), pero ahora se trataba de una mirada completamente distinta. Una mirada que no soportaba recibir.
Se apartó con la promesa de volver, y Hamm Kestner declaró con naturalidad enfática que el puesto quedaría vacante hasta su regreso, ya que, según subrayó con su tono característico; ¡Lenz Buchmann no es sustituible!
Así pues, en la casa de Buchmann las caídas y ascensos se sucedieron con una armonía que a veces recordaba un baile; un baile a tres, o a dos, si se quiere. Un baile lento, bien sincronizado, en el que una de las partes, Lenz, se iba debilitando mientras que la otra, Julia y Gustav Liegnitz, se hacían más fuertes para sostenerlo mejor, en el fondo para que la pareja de opuestos, en su conjunto, no decayera.
Eran dos partes, y si una parecía desfallecer, era el deber de la otra no permitir que cayera, sin dejar de sonreír en todo momento al exterior, a los espectadores.
LA ARMONÍA NO ES POSIBLE, PERO PODEMOS INTENTARLO
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A medida que se sucedían las semanas, la casa de Lenz Buchmann se vio invadida con delicadeza por otros objetos, objetos de otra familia, tanto en el sentido de familia humana como en el sentido de familia de gustos. De hecho, los dos hermanos Liegnitz, pese a los esfuerzos que habían hecho a menudo sin el menor apoyo, no poseían ni por asomo la solidez cultural, los gustos y los hábitos refinados y nobles de los Buchmann, y en especial de su último elemento vivo, Lenz Buchmann.
Así pues, los pequeños objetos que fueron entrando en la casa llevaban otra marca, la marca Liegnitz, si es que se le puede llamar así, un sello que era el efecto actual de incontables acciones, hechos, contingencias, voluntades, decisiones que a lo largo de décadas e incluso siglos había atravesado, originado, resistido, etcétera, la familia Liegnitz. Los objetos de una familia y de cierta forma de pensar se vieron así mezclados poco a poco con los objetos y la forma de pensar de Lenz Buchmann.
Desde una distancia relativa y un punto de vista meramente estético, podría decirse que los Liegnitz transportaron hasta la casa de Buchmann cierto mal gusto. Desde una lámpara que a Julia le gustaba particularmente y que llevó a la habitación en la que ahora dormía sola –contigua a la de Lenz para que pudiera acudir rápidamente a petición de éste– hasta la ropa de Julia y Gustav, mucho de lo que había aparecido allí llamaba la atención por su escasa adecuación al espacio y por su fealdad.
Gustav, que ocupaba ahora una de las habitaciones de la planta baja de la casa, olvidaba a veces sin pretenderlo alguna pieza de su vestuario sobre una silla, lo que se convertía en un hecho reseñable, como un dígito que surgiera en medio del alfabeto y ante el que cualquier niño exclamaría: ¡Eso no va ahí!
Además de la ropa y de algunos objetos personales, llegaron a la casa Buchmann dos pesadas piezas de mobiliario que pertenecían a la familia Liegnitz desde hacía varias generaciones y de las que Julia no podía separarse. Un voluminoso armario de madera, de cerca de un metro de altura y casi dos de largo, estaba ya instalado en el salón principal, y algunos de los objetos de caza de Lenz se habían guardado en su interior, muy bien ordenados y organizados por las manos siempre solícitas de Julia. La otra pieza de mobiliario de la familia Liegnitz que se había trasladado a la casa Buchmann era un escritorio que había pertenecido al padre de Julia, Gustav Liegnitz.
Pese a la extrañeza de todo aquello, sentado al escritorio de los Liegnitz, ahora colocado en una de las salas, junto a la biblioteca, que Lenz escribía aquellos días algunas notas de reflexión política con pulso cada vez menos firme.
DE SUCESIVAS INUNDACIONES DISCRETAS SE AHOGARÁ EL MUNDO
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Otra de las nuevas incorporaciones relevantes que sería imposible obviar fue la de los libros Liegnitz, si es que se les puede llamar así. Es decir, de un modo muy natural, con el paso de los meses, tanto Julia como Gustav habían llevado a la casa algunos de sus libros, aquél que en ese momento estuvieran leyendo y otros que pertenecían a sus pequeñísimas bibliotecas. Éntre ellos, se contaban algunos –muy pocos, cierto es– que habían heredado de la biblioteca de sus padres. Estos, en concreto, no pasaban de una decena pero contrastaban de forma brutal con la selecta biblioteca de los Buchmann. Eran libros de pequeños y miserables relatos, consumidos a miles por adolescentes tontos y familias diversas de escasa cultura, como los Liegnitz.
Lo que a veces todavía irritaba a Buchmann –y eso que ahora rara vez se irritaba; de hecho, no podía hacerlo, pues su estado de mínima comodidad orgánica dependía del mantenimiento de un equilibrio tranquilo–, lo que pese a todo era capaz de molestarlo profundamente era toparse con uno de aquellos volúmenes –¡Estos libros!– descansando sobre una mesa o una silla.
Todo lo demás lo aceptaba, guiado por el instinto de supervivencia que lo caracterizaba; de sobra sabía que su posición en el mundo había cambiado y que ahora necesitaba a aquellos dos hermanos a su alrededor, sobre todo a Julia. Por entonces parecía no percatarse (o fingía no hacerlo) de lo mucho que, de forma lenta y constante –como si de un flujo se tratara–, entraba en su casa con la marca de la familia Liegnitz. Y si se percatara de ello no le concedería, desde luego, demasiada importancia.
Sin embargo, los libros sí le molestaban. Había pedido incluso –en un momento determinado había exigido– que los libros de Julia y Gustav Liegnitz no salieran de sus respectivas habitaciones y no quedaran olvidados por la casa.
Fuera como fuese, su biblioteca, la que unía dos bibliotecas fuertes –la de Frederich Buchmann y la de Lenz Buchmann– permanecía inviolable, y entre los objetos y documentos más importantes que guardaba en los cajones de su mesilla de noche estaba precisamente la llave de esa estancia crucial. Una biblioteca en la que los Liegnitz –más por desinterés (nunca le habían pedido la llave a Lenz) que por otra cosa– aún no habían entrado.
LA EXISTENCIA DE UN ROBO, PERO LA AUSENCIA DE UN LADRÓN
ALTERACIÓN DE LA VISIÓN Y DEL OBJETO OBSERVADO
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¿Qué le había sucedido a Lenz Buchmann, al orgulloso Lenz Buchmann, para que asistiera a todo con una placidez admirable? Sencillamente esto: Lenz Buchmann tenía cáncer. O, dicho de un modo más exacto, había dejado de ser propietario: era el cáncer el que lo tenía a él. El poderoso Lenz se había convertido en un objeto.
De hecho, no lograba pensar en nada más, nada era importante. Se había convertido rápidamente en un guardián exclusivo de sí mismo: no apartaba los ojos de su propio cuerpo, de sus reacciones, de su evolución. Analizaba al detalle el estado en que se encontraba en cada momento, si se sentía mejor o peor que la víspera, si notaba los músculos de los brazos más débiles, si las piernas temblaban o no tras permanecer unos minutos en pie. En definitiva, analizaba de forma exhaustiva hasta la más nimia de sus actividades.
Más aún: poco a poco todos sus movimientos, por insignificantes o inconsecuentes que fueran, pasaron a ser para él objeto de observación, como si la enfermedad hubiese reducido de forma abrupta su campo de visión al tiempo que le concedía una extraordinaria capacidad para distinguir pormenores minúsculos. Como si lo hubiese dotado de un microscopio que apuntaba exclusivamente hacia sí mismo y que había sustituido toda la variedad de instrumentos de visión que antes poseía.
Tiempo atrás observaba más cosas y desde más puntos de vista. Ahora observaba y veía tan sólo una cosa en el mundo –su propio cuerpo–, pero lo veía con otra agudeza, con un alcance que nunca antes había tenido. Daba la impresión de haber descubierto, a su edad, la grandeza de los problemas que entrañaba la simple fisiología del gesto de decir adiós, así como los mecanismos y las incontables actividades ocultas que implicaba internamente un simple gesto como aquél. Lo que siempre le había parecido sencillo hasta el punto de no considerarlo jamás un problema –el funcionamiento del cuerpo– era ahora para él, en realidad, el único problema existente.
¿Cómo ponerlo a funcionar? ¿Cómo me levanto de la cama sin más ayuda que la de mis brazos, si apenas tienen fuerza? ¿Qué superficies de apoyo debo usar?
La enfermedad no era modesta, desde luego. Ya no llegaba desde fuera, sino que se había infiltrado en el estado general de sus pensamientos. Esto lo asustaba cada vez más: su debilitamiento partía del patrimonio íntimo del propio cuerpo. Buchmann se sentía como si observara a un ladrón mientras roba, un ladrón lejano que administra poco a poco lo que antes era gobernado por la exaltación normal de los hombres. La salud dejaba lugar para la acción, no imponía reglas ni límites, a diferencia de la enfermedad, que le controlaba los movimientos, en ocasiones a semejanza de una abuela cautelosa que impide al niño caminar más deprisa, más parecida en otras a un señor sádico que repite sin cesar el sinfín de acciones que el otro no puede ejecutar por incapacidad orgánica.