Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 14
LA IMPORTANCIA DE LOS NOMBRES
BORRANDO COSAS QUE SE PUEDEN BORRAR
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Lenz Buchmann, si bien gravemente debilitado por la enfermedad, intentaba en alguna que otra ocasión demostrar que todavía era él quien gobernaba la casa impartiendo pequeñas órdenes que Julia y Gustav se esforzaban por cumplir discutir si eran o no adecuadas. Lenz daba una indicación, pongamos por caso, que implicaba cambiar de sitio un mueble del sótano que ya no estaba allí desde hacía mucho, pues los hermanos Liegnitz habían comprendido tiempo atrás que su presencia allí era perturbadora.
A veces, en tales ocasiones, Lenz Buchmann encargaba a Gustav Liegnitz tareas precisas, por lo general asociadas a trabajos manuales algo pesados que implicaban esfuerzo físico.
La más importante, por su simbolismo, fue la tarea que Gustav llevó a cabo con la placa de bronce que contenía el escudo de armas de la familia, así como los nombres del padre y la madre de Lenz y los de ambos hermanos, Albert y Lenz Buchmann.
Lenz Buchmann pidió a Gustav algo extremadamente difícil, dadas las características del metal: que eliminara de aquella placa de bronce uno de los nombres, el de su hermano Albert. Que dejara tan sólo el escudo de armas, el nombre completo de su padre –Frederich Buchmann–, el de su madre y el suyo, Lenz Buchmann. Como si hubiese sido hijo único.
El de su madre era un nombre débil, sin duda, pero mezclado con la sangre de su padre había demostrado ser al menos capaz de generarlo a él. Un nombre débil, pero que consiente que la fuerza se mantenga fuerte, pensaba Lenz del nombre de su madre.
Gustav no hizo preguntas (no las escribió, no intentó formularlas con sus prolongados mmms ni mediante gesto alguno). Comprendió a la perfección lo que había dicho la secuencia de movimientos labiales de Lenz, de aquellos labios que, acostumbrados ya, hablaban para él muy despacio y articulando cada sílaba.
Para que no diera lugar a dudas, Lenz dibujó con la mano cada vez menos firme, la placa, lo que quería que quedara en ella y, con una x clara, lo que quería que Gustav eliminara de aquel objeto.
AL FIN HIJO ÚNICO
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En los días siguientes, el sordomudo se sentaba, a petición de éste junto a la cama de Lenz, que se quedaba observando aquel minucioso trabajo manual consistente en rayar con una pequeña lima cada letra del nombre de su hermano. Gustav empezó borrando la a, luego la l.
No era un trabajo imposible, pero exigía una enorme paciencia. Sobre todo porque su deseo era que la tarea se realizara allí mismo, en su propia casa, lejos de cualquier mirada que la interpretara o juzgara. Era una acción íntima, una decisión familiar, secreta –al menos, así la consideraba Lenz– y por eso no había recurrido a un taller que, dotado de herramientas bastante más específicas, habría ejecutado el encargo con facilidad.
Para Lenz Buchmann estaba claro que no se trataba tan sólo de una tarea, sino de una ceremonia que debía celebrarse allí, no solamente en su casa, sino junto a su cama. Gustav trabajaba sobre una pequeña mesa, sentado en una silla que llevaba y retiraba cada vez de la habitación de Lenz.
Aquella tarea, pensaba Lenz, debía realizarla quien la ejecutando: el hijo sordomudo de Gustav Liegnitz, el hijo homónimo del hombre al que Frederich Buchmann había matado. Para Lenz Buchmann, las horas que pasaba observando el lento progreso del sordomudo funcionaban como un ritual que tocaba alguna esencia cuya naturaleza no acertaba aún a comprender. Se cumplía algo que la generación anterior había dejado pendiente. El qué, no habría sabido decirlo.
Tras la tarea de eliminar aquel nombre, Lenz había pedido a Gustav que puliera la placa de bronce para que los nombres supervivientes –sobre todo el de su padre Frederich y el propio– brillaran. Había empleado incluso las palabras: como dos luces fuertes en la noche.
Y en tres semanas, a un ritmo de entre dos y tres horas diarias, el trabajo quedó listo. La placa tenía ahora sólo tres nombres, y entre ellos, dos pulidos con mucho más empeño que relucían, dando la impresión de que las letras se habían grabado la víspera y no décadas atrás, como en realidad había sucedido. El Sordomudo –así lo llamaba Lenz (a veces le preguntaba a su propia hermana en tono de mofa: ¿Y el sordomudo, dónde anda?)– Gustav había hecho un trabajo verdaderamente admirable.
Pese al sempiterno gesto de escarnio de Lenz, entre ambos, Lenz y Gustav, había surgido a surgir una relación distinta que llevaba al primero a depositar poco a poco su confianza en quien hasta hacía poco sólo había sido el hermano de Julia, su secretaria, una mujer en la que, en cambio, sí tenía razones de sobra para confiar ciegamente. No veía al sordomudo como un amigo, huelga decirlo, pero al menos sí como alguien de confianza, como un empleado que todavía conoce el centro del poder.
–Empieza a caerme bien tu sordomudo... –murmuró Lenz a Julia la noche que por primera vez la placa de bronce de la familia, colocada en vertical, durmió a su lado, pulida, reluciente, limpia de toda impureza y limpia también, al fin, del nombre débil de su hermano mayor, Albert, que a partir de aquel momento era como si nunca hubiese nacido.
Pero al día siguiente ya se había olvidado de todo aquello, y a los pocos días nadie podía localizar la placa. Había cuestiones más importantes que resolver.
¿DE QUÉ METAL ESTÁN HECHAS LAS MANOS?
EL OLVIDO DE UN NOMBRE
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En medio de aquellos amplios desplazamientos, amplios no en el espacio ni en la dimensión de los actos sino en el área, llamémosla así, de la conciencia y la mente de Lenz, ¿qué lugar ocupaba ahora el recuerdo de su mujer? Seamos claros: había ocupado desde siempre un lugar insignificante, lo que se había hecho aún más visible a raíz de la reciente tarea de Gustav con la placa de bronce de la familia. No había sido necesario borrar el nombre de su mujer, Maria Buchmann, pues ni siquiera había sido grabado.
En ningún objeto del mundo aparecía el nombre de la mujer de Lenz. Figuraría, sin duda, en numerosos documentos –en incontables hojas de papel–, y en el momento de su muerte, de su asesinato, había aparecido incluso en muchos diarios; Lenz lo recordaba bien, había ocupado la primera plana, y en los días siguientes a la tragedia, las páginas interiores. Pero, ¿cómo se llamaba?
En aquel preciso instante, Lenz no recordaba ni siquiera eso. ¿Qué más daba? En él, Lenz Buchmann, aquel nombre no había llegado a acuñar ni tan siquiera la primera letra.
No podía decir que haber disparado al loco, que apenas conocía, y a su mujer hubiese sido lo mismo. Sin embargo, por lo que alcanzaba a recordar, sus manos, al disparar sobre su propia esposa, habían permanecido neutras como si fueran la mera prolongación material del arma, y no recordaba que le hubiesen temblado en ningún momento.
No recordaba, en definitiva, ninguna emoción. Ni antes ni en el momento del disparo. Ni después, cuando desde arriba, desde la posición de hombre vencedor, contempló los dos cuerpos tratando de hallar el mejor paisaje entre ambos para convencer a los investigadores criminales de su versión de los hechos.
Tal como un director de escena, había colocado los dos cuerpos –eso sí lo recordaba– en el lugar y con la disposición que exigía la historia que tenía en la cabeza. Y también en ese momento, lo que lo había unido a su mujer no eran sentimientos sino una mera sensación física: se hallaba ante un peso concreto que debía arrastrar y cambiar de posición.
Con un cinismo que no se molestaba en controlar, Buchmann pensaba a veces que el sentimiento más fuerte que había experimentado hacia su mujer –además de los deseos puramente animales que ésta despertaba a veces en él– era el del peso de su cuerpo muerto, de un cuerpo que no colabora y que por eso mismo, en cierto modo, parece dejar aflorar todos sus defectos.
Había matado a su mujer, y esto no le producía remordimientos de ningún tipo. Pensar en una confesión o en algo similar hubiese sido absurdo para Lenz, pues la sensación de que no había sucedido nada relevante era incompatible con el acto de arrodillarse. Los recuerdos más significativos que conservaba de su mujer guardaban relación con la actividad sexual de la pareja, con el modo en que ella se había sometido tras haber comprendido ciertos ángulos de su perversidad, a las mayores humillaciones, participando de un modo absolutamente servil en los juegos que Lenz Buchmann construía con la implicación de terceras personas. También tenía claro que si su mujer nunca hubiese descubierto, en primer lugar, y más tarde aceptado y participado en sus perversiones, su nombre estaría grabado en la existencia de Lenz a una profundidad distinta y no ocuparía la superficie neutra que ahora ocupaba. ¿Cómo se llamaba? Se ha dicho ya que Buchmann tenía dificultad para recordarlo en determinados momentos. Pero también es verdad que empezaba a olvidar muchas otras cosas.
ESCONDER LA BASURA DE LA CIUDAD
HAY MUCHOS MÁS SONIDOS EN LA TIERRA DE LOS QUE SUPONEN LOS HOMBRES
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Hace ya dos semanas que Lenz Buchmann no se levanta de la cama. Un súbito agravamiento de las condiciones de su existencia lo había obligado a un retroceso, por así decirlo. Él, que días antes había salido a la calle, siempre al lado de Julia pero sin apoyarse en ella, y había dado un paseo de pocos metros por la plaza que estaba alrededor de su casa.
Pero su estado se había agravado, y a raíz de ello experimentaba una sensibilidad extrema al ruido. Tanto Julia como Gustav intentaban no mover ningún objeto de su sitio, y Julia atendía con especial cuidado y generosidad todas las necesidades de Lenz, como si no existiera, como si no estuviera allí, como una mujer que, aunque inmóvil, resuelve los problemas. Y de hecho no se percibía su presencia, sino los efectos de ésta.
Dicha sensibilidad extrema al ruido llevó a Lenz Buchmann a quejarse con Julia del ruido que el camión de la basura hacía por la noche, cerca de la una de la madrugada, cuando pasaba a recoger las bolsas, tanto de aquélla casa como de muchas otras casas y edificios que existían en la plaza.
Cabe decir que no se había producido ninguna alteración en los servicios de limpieza. No había ninguna furgoneta nueva o precozmente envejecida que, por algún motivo, hiciera más ruido del habitual. Las acciones de los hombres que recogían la basura eran exactamente las mismas, y la hora –la una de la madrugada– permanecía inalterable desde hacía años. Así pues, no había ningún cambio en el exterior.
Lo que sí había cambiado, y de modo drástico, era el cuerpo de Lenz. Siempre había vivido allí y nunca se había percatado siquiera de la existencia de aquel oficio, de aquel hecho nocturno, llamémoslo así, de la recolección de la basura.
Pero la agudeza auditiva de Lenz y su incomodidad corporal se habían visto exacerbados hasta tal punto que sabía, por los sonidos, en qué fase exacta del proceso de recolección se hallaban los basureros. Primero era el ruido agudo, el terrible chirrido del camión de la basura cuando se detenía muchos metros antes de llegar a su casa; luego un sonido vago, ahogado, que Lenz reconocía como el que hacían los basureros, todavía muy lejos de su ventana, al apearse de un salto del camión (como una nueva clase de buitres que olfateara y viera los restos a distancia) antes de dirigirse a las bolsas que los vecinos habían dejado a la puerta de los edificios para cargarlos con esfuerzo sobre los hombros y arrojarlos al interior del camión, a una boca que todo lo tragaba y aceptaba.
Luego venían, lo que siempre era una sorpresa, unos breves instantes de silencio, y cuánto sufría Lenz durante aquellos segundos anticipando lo que saldría o podía salir de aquella pausa. Luego, de nuevo, el arrancar del camión.
Otra parada, el chirrido, ahora más cercano, el sonido de los hombres saltando al suelo, ahora ya mucho más claro, a veces una u otra voz que lo asustaba como si hubiese un ladrón que acabara en la habitación de amenazarlo; una voz humana en medio de aquellos rugidos, frenazos y chirridos mecánicos, una voz humana en medio de la basura, entrometiéndose en aquella masa informe de mecanismos que todavía funcionaban, de alimentos degradados, de objetos amputados, deshechos, una voz humana que le causaba más sobresalto que todo lo demás, porque era humana, y él siempre lo había temido todo, siempre había esperado todo, de lo humano.
Y luego todo se repetía allí mismo, bajo su ventana: los ruidos de la máquina al detenerse, el asqueroso sonido de las bolsas blandas cayendo sobre otras bolsas blandas. A veces, el sonido nítido de pequeñas cosas que caen de una bolsa que se ha roto, un sonido que le producía un asco similar al que sentía ante una comida grasienta cuando ya tenía el estómago lleno. De nuevo, las palabras groseras de los hombres que parecían ir a él directamente, y por último la disminución lenta, casi sádica, de este sufrimiento a medida que el camión se alejaba, repitiendo todos los pasos, sólo que ahora unos metros más allá; luego un poco más lejos todavía, y más lejos aún, hasta que por fin todo parecía haber desaparecido.
En ese momento Lenz sentía que ya había pasado y estaba a punto de soltar un suspiro de alivio cuando, a lo lejos, un aullido cualquiera o el eco de una voz parecían recordarle que aquello no se acababa nunca, que jamás estaría a salvo, que en cualquier momento podían volver, porque se habían olvidado de recoger la basura de alguna casa o sencillamente porque querían atormentarlo hasta el límite.
¿POR QUÉ HABLAN ENTRE SÍ LOS BASUREROS?
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Lo que más lo molestaba de todo aquello era el hecho de que los hombres actuaran con total indiferencia respecto a su estado. Sin duda sabían que aquella era la casa de Lenz Buchmann, y sin duda sabían –todo el mundo lo sabía yaque estaba enfermo, que tenía una grave enfermedad, por lo que resultaba inconcebible aquel relajamiento, los ruidos constantes y repetidos; por encima de todo, aquellas voces que se oían manifestando un absoluto distanciamiento respecto a su sufrimiento. ¿Por qué no podían, al menos, hacerlo en silencio? ¿Por qué necesitaban hablar? ¿Qué tenían que decirse los unos a los otros? ¿Qué tenía que decir un hombre que carga la espalda una bolsa que desprende un hedor absolutamente inhumano, o demasiado humano, o el hedor que queda después de que el humano se haya saciado? ¿Qué podía decir semejante hombre a otro como él, hombres ambos que cargaban basura? ¿Qué se contarían los unos a los otros?, pensaba Lenz. ¿Chistes? ¿Comentarían alguna noticia del diario? ¿Hablarían de sus hijos? ¿Por qué tenían que hablar? ¿Por qué, al menos, no desempeñaban aquel oficio los sordomudos? Gustav, el pobre Gustav Liegnitz, sería perfecto para aquel oficio. ¿Para qué necesita hablar y escuchar un hombre que carga basura, un hombre que debe, en primer lugar, localizar con los ojos las bolsas negras a la entrada de los edificios y luego sencillamente transportarlas desde un punto al otro, hacerlas desaparecer de la vida normal de las personas y llevárselas no se sabe bien adónde, pero a un lugar que, por lo menos, posee la cualidad de hallarse lejos? No soportaríamos el olor que una sola semana de nuestras vidas deja a su paso. Qué bien, sí, lejos. ¡Llevense la basura lejos, pero háganlo en silencio!
Buchmann decidió quejarse con Julia. Que fuera a hablar con su compañero Hamm Kestner, el presidente del Partido. Él lo entendería, sin duda. Que alteraran las rutinas, que recogieran la basura de aquella plaza a última hora de la mañana, un momento perfecto. Resolverlo no costaría nada, dijo Buchmann, sólo había que pasar aquella actividad al mediodía, insistió. A esa hora –apuntó Buchmannnunca duermo. El ruido en ese momento tiene poca importancia para mí. Podrán hablar a sus anchas. Si quieren, si tienen motivos para ello, pueden incluso cantar, dijo Lenz Buchmann.
EL PRESIDENTE KESTNER SIGUE MOSTRÁNDOSE COMPRENSIVO
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Julia llegó a la última hora de aquella misma tarde, con un rostro que a primera vista no dejaba entrever nada, ni positivo ni negativo. Más tarde explicó al doctor Buchmann que había hablado directamente con Kestner, lo que era del todo excepcional y digno de subrayarse; le envía un fuerte abrazo –un abrazo fraternal–, ésas han sido sus palabras, que ha repetido y me ha pedido que le diga a usted con exactitud; le ha deseado también una pronta recuperación; ha dicho que no tardará en venir a visitarlo, que está tan sólo a la espera del desenlace de una cuestión fundamental; ha dicho también que su despacho –el de vicepresidente– sigue intacto, reservado para usted; de hecho, olvidó usted allí ese libro que siempre estaba leyendo y el presidente ni siquiera me lo ha devuelto porque dice que el libro se queda allí esperándolo, esperando su regreso vigoroso, pues necesitan su brazo fuerte y sus ideas. Ha dicho incluso que, anteayer, la ceremonia que conmemoró el primer aniversario del atentado en el teatro fue todo un éxito y que su nombre, el del cerebro más importante de la ciudad, en palabras de Kestner –yo me limito a repetirlas, dijo Julia–, que su nombre lo pronunciaron varias personas en sus discursos, y que él mismo repitió su nombre tres veces, tres veces, señor Buchmann. Me ha dicho también que no es posible alterar las rutinas instaladas desde hace tantos años y que funcionan con eficacia; me ha dicho también que, dada la importancia que concede usted a la ciudad, está seguro, ha dicho, de que lo entenderá. De todos modos, dará orden de que los basureros moderen sus diálogos, y ha prometido que la basura se recogerá en el más estricto silencio, como si esos hombres –y éstas han sido sus palabras– no estuvieran recogiendo desechos sino velando a un muerto, en total silencio; me ha dicho también que está seguro de que no tardará usted en recuperar el buen sueño que tanta falta nos hace a todos; me ha recordado también que guarda, para entregarle a usted personalmente, una placa con su nombre –al doctor Lenz Buchmann, en señal de amistad– que le concedió la Asociación de los Antiguos Combatientes a la que pertenecía su padre, y que dicha asociación tiene intención de organizar en breve un homenaje a su persona, un homenaje sencillo, pero que revela toda la amistad que la ciudad siente hacia usted; por último, cuando ya se iba, el presidente Kestner ha insistido en que la semana que viene, a más tardar, pasará por aquí y que, cuando lo haga, quiere que salga usted a recibirlo de pie y con un abrazo más vigoroso que el de un joven de veinte años; ha dicho también...
Fue entonces que Lenz Buchmann hizo una señal firme para que Julia se callara. Y Julia se calló.
UNA TAREA NOCTURNA
QUE LAS CAMPANAS SUENEN CON EL MOVIMIENTO DE MI MANO
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Gustav Liegnitz aceptó la insólita petición que Lenz Buchmann le hizo en sus últimos días de vida, considerándola, sin lugar a dudas, como una voluntad irracional y absurda, pero que por provenir de un cuerpo que se degradaba día tras día no podía rechazarse.
Lenz había pedido a Gustav que diseminara una frase por la ciudad. Que por la noche, a escondidas de todos, la escribiera en muros que dividían propiedades, en paredes de casas, en fachadas de edificios públicos, por todas partes.
Le pidió asimismo un secretismo absoluto. Que no se lo contara a nadie. Ni siquiera a su hermana Julia. Llegó incluso a recomendarle una clase de pintura fuerte que resultaba casi imposible rascar o borrar, lo que implicaba que, para hacer desaparecer la frase, había que mandar pintar de nuevo el muro o la pared. Luego apuntó en un papel la marca de dicha pintura y añadió también, en letras minúsculas, la frase que Gustav Liegnitz debía esparcir por toda la ciudad una de las noches siguientes.
Uno de los detalles importantes era precisamente ése: todo debía hacerse en una sola noche, para evitar cualquier obstáculo posterior. Pintar en las paredes, ya fueran públicas o privadas, era un delito. De hecho, escribir aquella frase en determinados edificios públicos pondría a Gustav en gran peligro, pues algunos contaban probablemente con un servicio de vigilancia.
Lenz fue exhaustivo: escribió en un papel todos los puntos, paredes, muros en los que debería aparecer la frase. Y presentó su petición como una exigencia que no podía frustrarse bajo ningún concepto.
Dos noches más tarde, Gustav Liegnitz, el mudo Gustav Liegnitz, llevó a cabo a solas una acción del todo admirable, desde un punto de vista meramente práctico, y que sólo fue posible gracias a un enorme esfuerzo físico y una pericia fuera de lo común.
Al día siguiente, las primeras luces del alba revelaron a los más madrugadores una nueva ciudad.
Repetida en un sinfín de paredes –muchas de las cuales estaban en el plano propuesto por Lenz y otras que no, pero que pese a ello destacaban como una mancha poderosa, incluso en la fachada posterior del edificio principal del Partido–, aquella frase inundaba e invadía por completo la ciudad, obligando a los ciudadanos a detenerse, pasmados.
Ésta era la frase, escrita en negro sobre la pared de ladrillo rojo de una escuela primaria: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
Algunos metros más adelante, en la fachada principal de la oficina de correos: ¡Muerte a LenzBuchmann!
Justo al lado, en un edificio de viviendas, en su muro lateral: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En un callejón que desembocaba en una de las principales plazas de la ciudad, sobre un muro: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
Escrita en una acera del centro de la ciudad: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En un rincón medio oculto de uno de los muros laterales del hospital central: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En la fachada de un conocido bufete de abogados: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En la fachada de una guardería: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En el chasis de un autobús: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En la entrada de uno de los jardines de la ciudad, en el suelo: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
Sobre el muro blanco de los lavabos públicos del mismo parque: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En el monumento a los muertos de la última guerra, empezando en la base de la estatua y terminando hacia la mitad de la misma: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En el tronco de un árbol, probablemente por iniciativa de Gustav, ya que estos elementos no constaban en la lista, de abajo arriba: ¡Muerte a Lenz Buchmann!
En una maternidad, en varios edificios privados, en dos coches aparcados en una de las calles que conducían a la plaza central, en la propia plaza central, en la base de mármol que rodeaba la fuente e incluso en la fachada principal de un banco ubicado en esa misma plaza, en la fachada principal de dos sedes menores del Partido y, como se ha dicho ya, en la fachada posterior de la sede principal, en el edificio al que los jubilados iban a recoger sus pensiones, en la parte posterior de una de las bibliotecas de la ciudad y, por último, en la propia fachada de la casa de la familia Buchmann, la misma frase pintada en negro: ¡Muerte a Lenz Buchmann! ¡Muerte a Lenz Buchmann! ¡Muerte a Lenz Buchmann!