Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 2
LA COMPETENCIA NO SE DEFINE CON EL CORAZÓN
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Hasta entonces, siempre había avanzado por el lado correcto, pero cada vez que volvía a sostener el bisturí para una nueva operación, el doctor Lenz Buchmann no podía dejar de pensar en aquella otra posibilidad que, una vez más, tenía a su alcance: podía rodar el mango en la dirección equivocada, hacia el lado que desconectaba intencionadamente el mecanismo. Y por mucho que se escandalizara a sí mismo –ya que su profesión era el reducto moral que aún conservaba en una vida que él sabía absolutamente desordenada–, Lenz se sentía atraído por esa segunda posibilidad, por ese camino negativo que nunca había recorrido.
Cierto es que su profesión siempre había permanecido al margen de su firme rechazo a negociar con la virtud: era un hombre que estaba vivo, que era fuerte y rico, y que sólo negociaba por placer lúdico, jamás por necesidad. Sin embargo, cuando operaba se convertía en un hombre respetuoso de las leyes de la ciudad y las convicciones al uso sobre el bien y el mal. Las aceptaba al igual que un soldado, un animal que había aprendido bien la lección. Y por eso salvaba a los hombres enfermos a los que operaba: su bisturí combatía la explosión y reinstalaba la precisión y el orden. Se sentía digno porque en combate” (en la operación) su mano derecha era digna en sí misma. Pero, día tras día, los elogios y la admiración técnica que los enfermos, los colegas médicos y el personal del hospital le profesaban se le hacían insoportables. No le molestaba que lo consideraran competente, sino que esa cualidad se confundiera con cierta clase de bondad, sentimiento que despreciaba sobremanera. Y esa confusión –entre bondad y competencia técnica– empezaba a corroer la barrera que Lenz había levantado entre su profesión y su vida particular, en la que la disolución de los valores morales era nítida. El placer que sentía en humillar a prostitutas, mujeres débiles o adolescentes, a los mendigos que llamaban a su puerta o incluso a su propia mujer, no podía ser más antagónico del aura que ponían a su alrededor algunos familiares de pacientes a los que había operado.
Fue por este motivo que, aquella tarde, cuando la mujer ingenua, al agradecerle el hecho de haber operado con éxito a su madre, le dijo: ¡Es usted un buen hombre!, él sintió la necesidad de contestar con brusquedad, delante del personal del hospital: Perdone, pero de eso nada. Soy médico.
UNA EXPLOSIÓN
LA EMBRIAGUEZ DE LOS QUE SOBREVIVEN
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La embriaguez provocada por una explosión era de una intensidad tal que reducía a una nadería cualquier embriaguez provocada por otra sustancia tóxica. En primer lugar, en la explosión de una bomba, la alucinación o el desvío brusco de la racionalidad hacia un campo de la emergencia que exige otra racionalidad era colectivo, no individual. Por otro lado, nada más estallar una bomba, los hombres a su alrededor se veían unidos entre sí por un sentimiento inexplicable, que el miedo y la necesidad práctica de ciertas acciones no bastaban para justificar.
Había, en realidad, la percepción de que los hombres habían ingerido de pronto una sustancia tóxica, una sustancia que podía tener su germen en el sobresalto y la sorpresa de la explosión, pero que se mantenía en los momentos siguientes. Por tanto, sus efectos no se reducían a un sólo instante. Esa sustancia que embriagaba a los hombres y los obligaba a comportarse como si pertenecieran a otra clase de animales parecía ser una sustancia incontrolable, y ningún especialista, psiquiatra de conductas en tiempos de catástrofe, podría prever jamás las dosis en que se repartía por los distintos organismos.
MOVIMIENTO E INMOVILIDAD. ATAQUE Y DEFENSA
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En el paisaje antes sereno, racional y ordenado, la bomba había explotado entre un grupo de militares que se entregaba a tareas secundarias. Parecía que el demonio en persona había caído en el paisaje –como un avión que ha perdido el control– y en la caída, en el momento del impacto, el vulgar demonio había esparcido, sin una sola orden, chispas rojas por el suelo.
Incontables soldados habían resultado heridos. Se había producido un intento de asesinato de un importante oficial, pero era ese mismo oficial el que, tras la explosión, impartía órdenes.
Había en ese oficial un núcleo de la legalidad antigua, de la ley anterior a la catástrofe, que permitía que los demás sintieran todavía un mínimo de seguridad. La sensación de que el peligro ya no existía sólo era posible porque la sangre no había llegado a interrumpir la voz de mando. Un barco que se hundiera bajo las órdenes firmes e innegociables del comandante era un barco que, pese a todo, se hundiría de un modo organizado y humano, tal como un hombre que antes de suicidarse deja la casa pulcra y ordenada, viste su mejor traje y limpia con cuidado el arma, para que nada falle.
Mientras, el tumulto en la ciudad era generalizado. Las ambulancias circulaban a la velocidad del triunfo: la afirmación de su utilidad dejaba en segundo plano los cuerpos deshechos y los gritos de auxilio que se repetían.
Como es natural, el doctor Lenz acudió al hospital. El martillo había golpeado, se necesitaban hombres que supieran hacer retroceder los efectos del metal que ya se disolvía en algunos cuerpos. Las bombas dejaban restos en los organismos cercanos y los médicos se transformaban en pescadores apresurados que recuperaban la basura que alguien había introducido intencionadamente en aquel sistema que, de tan tranquilo, se había dejado vencer, quizá por el tedio. De hecho, Lenz defendía una teoría que verificaba a cada momento: un hombre hastiado, alcanzado por una bala a la misma velocidad y en las mismas circunstancias que otro hombre que, por el contrario, se halle en combate, atento, con sus energías concentradas, morirá mucho antes. El hastiado morirá en un instante; quien resulte alcanzado en pleno movimiento y en plena atención quizá pueda aun sobrevivir. Y Lenz distinguía aun dos movimientos: el de ataque y el de defensa. El movimiento de ataque no convertía en inmortal al organismo que lo protagonizaba pero sí que lo acercaba a dicha condición. Y en ese sentido, había para Lenz una jerarquía, no sólo de las fuerzas sino también de la resistencia a las balas; los más fuertes y, valga la expresión, más inmortales, eran los que se movían atacando; luego venían los que se movían en el campo de la defensa y, por último, los más frágiles, los más mortales. En definitiva, los más enfermos: los que no se mueven, los hastiados.
Pero el doctor Lenz hubo de suspender sus divagaciones: llegaban ya algunos hombres que la técnica malvada y rápida había alcanzado en movimientos de avance. Merecían, pues, que los salvara.
HAGA EL FAVOR DE SALIR, ÉSTE NO ES SU SITIO
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El arte de la búsqueda de esquirlas de metal en medio del cuerpo; su mano derecha se paseaba por aquel espacio, si bien con un sentido determinado, con un destino.
Si Lenz no se reía a carcajadas era porque no estaba sólo, pero sus gestos –que parecían ocultos por un extraño segundo guante: el pecho del soldado alcanzado– se mofaban de sí mismos. Lenz se sentía como si practicara algún tipo de manualidad que, en el fondo, consideraba similar a la manipulación de las formas de barro o al trabajo con la madera. Todo el sentimiento de empatía se disolvía en la pericia profesional y el reconocimiento de su triunfo sobre el cuerpo que yacía en la camilla. Lenz estaba vivo, de pie, con su razón intacta, y dominaba aún el lenguaje: era él quien determinaba en aquel quirófano cada sí y cada no, y hacía mucho que había aprendido que dominar esas dos palabras extremas era la más incontestable manifestación de poder.
Una enfermera, sobresaltada, preguntaba al doctor Lenz si quería que le pasara otro bisturí de punta más fina, a lo que Lenz contestaba: No. No, no. Sí, sí, sí.
Cabe señalar que, llegados a cierto punto, aquella artesanía orgánica”, aquella artesanía rudimentaria, lo entusiasmaba. Lenz sabía que las balas o las esquirlas de bomba –en resumen, todos los trozos de metal allí esparcidos– sólo buscaban lo mismo que buscan todos los seres vivos: un refugio, un último hogar, una casa en la que se puedan quedar, en la que se sientan seguros. Y lo que para un individuo representa buscar refugio, para los demás, los que lo ven desde fuera, representa una huida: algo o alguien trata de esconderse. Lenz sabía que, también en la caza del metal, era de suma importancia que ésta se consumara antes de que cada fragmento hallara su refugio final, pues de lo contrario, por muy capaz que fuera, resultaría difícil arrancar no el metal, sino sus efectos en la estructura de órganos y células que Lenz conocía tan bien. En el fondo el metal, por pequeño que fuese, no poseía una intuición distinta a la de las liebres o de cualquier otro animal que en el bosque intentaba escapar a la mirada del cazador y encontrar un refugio indestructible. Y lo que estaba en juego en la velocidad de su bisturí era el conflicto entre el refugio, la comodidad y la seguridad que el metal trata de encontrar y la vida del hombre que había sido alcanzado. El peligro para la vitalidad del hombre era el refugio –el aburguesamiento, diría Lenz– del metal y de sus efectos en el último compartimento, en el último milímetro cúbico del cuerpo.
El murmullo, mientras tanto, aumentaba y disminuía; las estancias del hospital parecían obedecer los mismos ritmos que las mareas. Por otro lado, la concentración de racionalidad se reducía en proporción inversa a la llegada de más cuerpos sanguinolentos; la visión de la decadencia brusca de los cuerpos, aunque fuera meramente física, parecía afectar, de arriba abajo, la gran arma de la colectividad humana: el modo planeado y sensato en que decide. Algunos enfermeros se topaban entre sí, dos médicos daban indicaciones contradictorias respecto al mismo paciente; en definitiva, había en determinadas personas un evidente analfabetismo respecto al discurso de un hecho rayano en la catástrofe. Muchas de las personas del hospital estaban preparadas tan sólo para la normalidad, y la normalidad parecía ser otro nombre para referirse a la eternidad: la repetición hasta el infinito de una determinada secuencia de hechos.
Ahora Lenz gritaba a una enfermera que temblaba como si cada uno de los heridos fuese su amante, padre o hijo. Había en ella un nerviosismo tal que la hacía olvidar todo lo aprendido; confundía todos los movimientos.
Así pues, tras un nuevo gesto torpe, Lenz gritó a la enfermera: ¡No! Y con un gesto desabrido le señaló la puerta del quirófano.
Si no sabe coger el bisturí ni controlar las máquinas como es debido –dijo–, váyase de aquí. ¡Váyase! –llegó a gritar.
No la necesitaba, no necesitaba su irracionalidad.
Que se fuera a rezar fuera. Allí no, allí se trataba de otra cosa.
Y la enfermera hubo de abandonar el quirófano.
VUELTA A LA TRANQUILIDAD
CAPAZ DE ODIAR A LA NATURALEZA, CAPAZ DE SER ODIADO POR ELLA
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–Sí –contestó Lenz, sin levantar la cabeza, al ofrecimiento de un cigarrillo.
El estado de la situación había cambiado y el tumulto había cesado. El arma que los hechos parecían haber apuntado a la cabeza de Lenz, diciéndole ¡actúa! había bajado. El doctor Lenz B. podía fumar un cigarrillo con tranquilidad.
Ha pasado la tormenta –dijo alguien–, pero en realidad no se trataba de una tormenta sino de una desincronización entre la fragilidad orgánica de los soldados y una práctica desfasada de la ocupación del tiempo por parte de los seres humanos. Una catástrofe era, en el fondo, una exigencia excesiva de actos por parte de los acontecimientos: los humanos no lograban hacer tantas cosas en tan poco tiempo. Todo lo que era muy rápido, o incluso instantáneo, era más fuerte que el hombre; y en el fondo la fuerza era, por ese mismo motivo, sinónimo de velocidad. También en los cataclismos naturales, los elementos eran sencillamente más rápidos en empuñar las armas.
Lenz no se hacía ilusiones respecto a la tierra que pisaba: había entre la naturaleza y el hombre un punto de ruptura que se había rebasado mucho tiempo atrás. Existía una nueva luz en las ciudades, la luz de la técnica, una luz que daba saltos materiales que ningún animal había podido dar hasta entonces y esa nueva claridad aumentaba el odio que los elementos más antiguos del mundo parecían sentir desde siempre hacia el hombre. Lenz temía por igual a un terremoto y a un día de sol en el que unos pájaros desconocidos parecen entablar amistad eterna con parejas de enamorados a los que no conocen. En aquellos días serenos, Lenz veía una salud falsa, una preparación de la maldad: alguien limpiaba cuidadosamente el cadalso la víspera de que lo pisara la víctima. A él no lo entusiasmaba el orden de los elementos; sabía de sobra que ese orden no era confundible con el de las ciudades, donde el director de orquesta, las leyes y el policía señalan el camino por el que deben transitar la música y los criminales. Se sabe bien hacia dónde va cada cosa. Pero donde la naturaleza veía orden, la ciudad veía algo extraño.
A veces Lenz llegaba incluso a formular la cuestión, dirigiéndose mentalmente al jardín tranquilo: ¿En qué estará pensando él ahora? Como si en verdad la naturaleza y él jugaran un juego en el que la racionalidad tenía su importancia, pero también la fuerza muscular y la voluntad. Un día tranquilo era, para Lenz, un día de salud de la naturaleza y, en ese sentido, un día en que esta acumulaba fuerzas que antes o después arrojaría contra los humanos. Lenz no confiaba en la naturaleza.
En el fondo, eran –los hombres y los elementos de la naturaleza– cosas colocadas en el mismo espacio, pero que no compartían un sólo instante histórico. La naturaleza, de hecho, no tenía historia, todo se repetía; los elementos concretos del paisaje aún no habían inventado la rueda, todavía iban en carro, mientras los hombres, ésos, hacía mucho que habían construido aviones sumamente veloces. En realidad, la historia de la naturaleza se hallaba en el punto cero, aún no había arrancado, no había aparecido el segundo día, siempre estaba en la primera mañana; la naturaleza aún no ha inventado el fuego, solía decir Lenz repitiendo una idea de su padre, Frederich Buchmann.
No había una sola diferencia histórica entre el viento que él podía ahora percibir desde la ventana del hospital y el viento que había rozado el rostro de un emperador romano. Y esta inmutabilidad no era un síntoma de debilidad. Por el contrario, la impermeabilidad respecto a la historia, al cambio de las circunstancias, era la gran arma de la naturaleza, y en ese sentido ahí residía su peligro: la punta que quemaba. Por otro lado, si bien los materiales y el modo de transformarlos a través de dichas metodologías útiles de tortura –torsión, disolución, fusión– habían evolucionado, las pasiones humanas, en cambio, habían permanecido inmóviles. Ni un sólo sentimiento nuevo había surgido en la generación de Lenz. Existían, a diferencia de lo que afirmaba la frase bíblica, cosas nuevas bajo el sol, lo que no existía era nada nuevo bajo la piel. El corazón trababa los mismos combates y se debatía en las mismas dudas que en los tiempos antiguos. Claro está que la técnica y la medicina, de las que él era un fiel representante, permitían el alargamiento de las pasiones, lo que para Lenz significaba tan sólo que ahora el ser humano podía odiar hasta una edad más tardía.
La prolongación del tiempo de vida, ese añadido existencial, era –Lenz así lo creía– un período suplementario de incubación del odio, de la desavenencia y el desajuste entre opiniones, objetivos, deseos y costumbres entre los diversos seres humanos. Para Lenz estaba claro, siempre que salvaba la vida a alguien a través de una operación quirúrgica, que estaba salvando estadísticamente a un hombre, y la estadística era una forma exacta de manifestar indiferencia.
¿QUÉ IMPORTA UN DEDO?
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Mirar una tabla estadística de la población, con las sucesivas columnas de cifras, siempre había supuesto para él una experiencia que le permitía entender cada uno de los actos que los regímenes más violentos habían cometido. Las cifras formaban una intensidad negativa que anulaba por completo una eventual cercanía entre dos cuerpos.
Sosteniendo en las manos una tabla que explicitaba el número de médicos y empleados del hospital distribuidos por secciones, una tabla sin nombres, tan sólo con la cantidad por especialidad médica y por quirófano, sosteniendo dicho documento” en las manos, Lenz se divertía a veces preguntando a algunos de sus colegas dónde estaban ellos al tiempo que señalaba las cifras de las tablas.
Y algunos, más ingenuos, le seguían el juego e intentaban, en un proceso de descubrimiento normal, localizar su sitio, su lugar, dentro de aquel batiburrillo de valores. En el fondo, trataban de convertir una cifra en un nombre, y ese esfuerzo de ubicación de la columna y la fila a la que pertenecían en las tablas era recibido por Lenz con una sonrisa de compasión cínica; parecía escuchar las súplicas de un condenado a la cámara de gas que implora no ser el siguiente. Sin embargo, la cuestión era demasiado seria: si no eres tú el siguiente, dime quién lo será en tu lugar. Dame un nombre por el cual sustituirte. Lenz sabía que este cinismo trágico encerraba una síntesis de la humanidad: dime quién irá en tu lugar.
Pero el mundo no se detenía, y el doctor Lenz Buchmann vio interrumpidas estas consideraciones mentales y su cigarrillo a causa de un pequeño tumulto: un civil que había tenido un accidente de trabajo (ninguna relación, por tanto, con la explosión) y al que habían amputado el dedo índice de la mano derecha, perturbaba con sus llamamientos sucesivos el silencio que se había instalado en el hospital. Quería llamar la atención de la enfermera e insistía en levantarse de la cama. Iba ya por el pasillo, aquel pequeño hombre, cuando Lenz se dirigió a él para reprenderlo:
–¿Cómo se llama usted?
–Joseph Walser.
–Pues bien, señor Joseph Walser, haga el favor de comportarse.
El hombrecillo se quedó visiblemente azorado, y el doctor Lenz le dio la espalda. ¿Qué importa un dedo? Cobarde, pensó.
EL HERMANO
ALGO QUE LLAMA DESDE EL OTRO LADO
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Lenz consulta el fichero de los pacientes. La letra A. Luego la letra B. Albert, Albert Buchmann.
Las sucesivas fichas colocaban las cabezas unas al lado de otras, en una secuencia de decapitaciones técnicas, falsas, pero no por ello menos impresionantes. El fichero presentaba, delante de cada nombre, radiografías y TAC del cráneo. Las cabezas se igualaban desde el punto de vista interior, pero por supuesto la imagen no mostraba las diferencias intelectuales: los huesos de la cabeza de un tonto que no dominara siquiera el lenguaje no serían distintos de los de un estudioso o una persona de acción.
A Lenz le fascinaba esta estupidez neutra” del esqueleto, esta crudeza objetiva de la radiografía, por la que se obtenía una democracia invisible que se alejaba bastante de las sensaciones que un retrato normal –una fotografía, por ejemplo– solía proporcionar.
Todos aquellos cráneos tendrían de seguro un rostro singular, capaz de hacerlo más distante o más cercano. Ciertos rostros eran declaraciones de guerra inmediatas, mientras que otros, por el contrario, eran tan débiles, de expresión tan negociada con las condiciones exteriores que cualquier hombre orgulloso los rechazaría incluso como subalternos. La osadía, la capacidad de renuncia, la intensidad puesta al servicio del sacrificio o la comodidad, todas estas cualidades o defectos pertenecían al mundo de las expresiones faciales, pero lo que Lenz observaba ahora era el mundo de lo indeterminado, de lo informe, el rostro de la especie y no del individuo. Observa, en definitiva, los cráneos, la estructura de ingeniería antigua que permite que una cabeza se levante para aceptar un duelo o se baje para evitar mirar al que sufre. No había felicidad ni infelicidad en aquellos cráneos; algunos sencillamente presentaban manchas negras que no pertenecían al mundo de la seguridad ni la salud, sino al mundo de la muerte, de la muerte todavía incompleta –de la enfermedad–, pero que camina ya a grandes pasos.
Miró el cráneo de Albert, su hermano: dos enormes puntos negros.
Algo empezaba a exigir la presencia de Albert Buchmann en otro lado distinto.