Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 3
RADIOGRAFÍA Y PAISAJE
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Lo que siempre había fascinado a Lenz de la enfermedad era la inutilidad del trabajo; el enfermo no podía trabajar para curarse. Y en ese sentido se arrebataba al hombre su gran capacidad: la de construir, la capacidad de hacer, sencillamente. Hacer era el gran verbo humano, el que a todas luces había separado al hombre de la hormiga, el perro o las plantas: sus haceres eran gigantescos, poderosos; nunca inmortales pero bas t ante más permanentes que cualquier otra construcción de cualquier otra especie.
El hacer había hecho al hombre digno de un gran enemigo, de otro enemigo que aún estaba por surgir, puesto que todas las especies animales habían bajado la guardia y se habían rendido mucho tiempo atrás. De hecho, había sido este hacer lo que había destruido los vínculos inicialmente existentes entre el hombre y el paisaje.
Ocurría lo mismo que con aquellos cráneos desnudos: sólo se veía el paisaje cuando el rostro del mundo perdía su carne. Y su carne nueva, el nuevo rostro del paisaje, era un rostro humano que estaba por doquier. El cráneo de los elementos naturales estaba en realidad tapado por los billones de humanos y también por el puente, la fábrica, los edificios altos que competían entre sí en una pelea de gallos inmóviles (quién sube más alto, quién alberga a más personas).
Lenz sentía que al hombre le faltaba la ciencia capaz de radiografiar los elementos de la naturaleza. Ver el cráneo del paisaje, he ahí un objetivo, murmuró para sus adentros al tiempo que cerraba el cajón del fichero y sostenía, en la mano derecha, la radiografía del cráneo de Albert Buchmann, su hermano, al que no quedaba, era evidente, más que un año de vida. Dos manchas de una avidez negra se habían instalado en un lugar del que ya no saldrían; habían encontrado su última morada en la cabeza de su hermano.
¿Y qué sentía Lenz respecto a esto, a la muerte anunciada de Albert Buchmann, su hermano mayor? Nada; absolutamente nada. Miraba aquella radiografía como quien mira un paisaje. Le daba la espalda del mismo modo.
RADIOGRAFÍA Y DESEO
RITUAL Y RUTINA
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Una provocación espontánea y al principio casi lúdica se había convertido en un hábito, dependiente ahora del empujón de las fuerzas que rodean el deseo: aquel vagabundo volvió a casa del doctor Lenz B. –recibía su pan, comía, recibía dinero– y el doctor Lenz repetía lo que su mujer había aceptado, pasiva, casi alegre, como un nuevo compromiso entre ambos. Delante del vagabundo, en la cocina, Lenz la fornicaba. La mujer –Maria Buchmann– lo aceptaba todo, con el ocasional refinamiento de fingirse ingenua, sorprendida. Ella, que era lo opuesto a todo eso.
Pero antes humillaban al vagabundo con una lentitud atípica. Él –o incluso la mujer– hacían ademán de ir a sacar dinero de la cartera para dárselo, pero se detenían y decían: Aún no es el momento”.
Lenz leía y comentaba las noticias de los periódicos del día, le hacía preguntas, se mofaba de la ignorancia de aquel hombre: Pero ¿de dónde sales? Qué poco informado. ¿Acaso no te interesa la política?
Y con cada visita se repetía el ritual: Lenz no le daba dinero ni comida hasta que el vagabundo cantaba el himno.
Las primeras veces el doctor Lenz había corregido frases adulteradas, pero ahora el vagabundo ya cantaba correctamente, sin errores.
Cierta noche, cuando aún no había llamado a su mujer para que les hiciera compañía –aumentando así adrede su excitación con la expectativa–, el doctor Lenz dijo de pronto dirigiéndose a aquel hombre al que, después de seis meses, aún no había preguntado cómo se llamaba:
–¿Sabes que mi hermano Albert va a morirse? Tiene dos manchas aquí –señaló–, en la cabeza.
MEDIR EL MAL
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Lenz sostiene en la mano derecha la radiografía del cráneo de su hermano Albert B. y se la enseña al hombre que, como siempre, apenas dice nada, sino que asiente en silencio, intenta escuchar, mostrarse atento.
–Fíjate –y Lenz señala las dos manchas en la radiografía.
Están ambos sentados a la mesa de la cocina. El vagabundo no ha comido más que pan. Hay comida en la mesa, pero Lenz todavía no ha permitido que se sirva. El vagabundo intenta olvidar el hambre y concentrarse en las palabras de Lenz, pues sabe que, si no demostrara interés, sería peor: el doctor Lenz alargaría más aún el ritual y hasta podría molestarse, echarlo de casa sin darle de comer y sin dinero. Lo fundamental era el rostro y, por encima de todo, la expresión de los ojos: el vagabundo sabe que son los ojos los que pueden echar todo a perder. Por eso se esfuerza en concentrar cierta energía, la energía de la atención, alrededor de los ojos. Y este sentido de atención dirigido a un hecho era una masa exacta e indivisible: no era posible estar al mismo tiempo atento al olor de la comida y a la radiografía del cráneo que el doctor Lenz le enseñaba. El esfuerzo del vagabundo era impresionante. Conocía ya las reglas del juego, en el que no había más que una voluntad: la de recibir dinero o comer; nada más. Y para obtener ambas cosas sabía lo que tenía que hacer. En aquel momento se trataba de eso: mostrar interés por la radiografía de una cabeza.
–Fíjate –insiste Lenz–. Dos manchas, enormes –Lenz señala las manchas–. Voy a buscar una regla, las voy a medir.
El doctor Lenz se levanta, sale de la cocina, se va hacia el interior de la casa. El vagabundo se queda inmóvil, sentado; intenta no moverse, intenta no mirar siquiera la comida. El estómago le sigue doliendo, pero debe esperar.
El doctor Lenz regresa. Trae una regla.
–La he encontrado. Una regla. Para encontrar una regla casi hace falta un mapa. Ya conoces a mi mujer... –Lenz se ríe.
El vagabundo asiente en silencio.
–Fíjate –dice Lenz, sujetando la regla y midiendo–, aquí un centímetro, más de un centímetro. Y aquí sólo tres milímetros, pero es mucho. Tres milímetros es mucho, un centímetro ya es un volumen que nadie puede arrancar: es un peso, ¿comprendes? Estas cosas pesan, y a partir de un momento dado es imposible levantar ese peso, sacarlo de ahí, de su sitio. La medicina no tiene una grúa a su disposición. Se trata realmente de un proceso de ingeniería, pero la ingeniería no ha evolucionado tan rápidamente en el dominio de las cosas pequeñas como en el de las cosas grandes. Los bichos minúsculos siguen causando más estragos que un bisonte; aún no hemos encontrado las pinzas adecuadas, ¿comprendes?
CINEMA
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–Pero, ¿sabes qué? –añadió el doctor Lenz–. El que esta radiografía sea de mi hermano, Albert, y no tuya, es tan sólo una casualidad. Son dos cabezas: una, dos. Claro que, en tu caso, si tuvieras algo así ni siquiera tendrías el placer de ver una imagen semejante: sencillamente sufrirías un fuerte dolor de cabeza y luego, poco tiempo después, todo se habría acabado.
Por lo menos algunas personas tienen derecho a ver cierta clase de cine. A ver la secuencia de la película que se desarrolla en el interior de su propia cabeza. Es casi un divertimento como otro cualquiera. Pero, claro está, este divertimento acaba mal. ¿Sabes qué? Voy a buscarte comida. ¿Quieres dinero?
REFLEXIONES SOBRE LA ENFERMEDAD
NEGRA FLOR
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A veces Lenz ve en la enfermedad un encuentro fortuito con un transeúnte que, tras un fuerte impacto, deja en nuestras manos, distraído, una flor negra. Y cuando por fin nos levantamos para devolvérsela, el transeúnte ya ha desaparecido apresuradamente. Empezamos a correr con la flor en la mano –no nos pertenece, podrá necesitarla quien la perdió–, pero en vano; no hay rastro de él. El extraño transeúnte ha desaparecido, se ha evaporado. Y en nuestras manos está la negra flor. El movimiento siguiente podrá hasta parecer un no movimiento –la indecisión–, pero la incomodidad no tardará en dejar de ser un pormenor para convertirse en lo esencial: se hace urgente deshacernos de aquella flor que nos repele. Pues bien, estamos a unos centímetros de un contenedor de basura público, levantamos la tapa y con la mano derecha dejamos caer la flor. Pero algo ocurre: la flor negra no se separa de la mano, está pegada a ella, ya no es posible expulsarla, a no ser que dejes caer también el brazo. Los días siguientes dejarán entrar incontables intentos de expulsar la flor negra primero, y de olvidarla después. No obstante, en un momento dado se producirá un cambio de un extremo al otro del organismo, similar al cambio de moneda en un país, que surge con otros valores, otras referencias; y el hombre se resigna. Ya no hay flor negra; y los médicos se refieren a ese conjunto de hechos inverosímiles con un nombre lógico y antiguo: enfermedad.
ESTRATEGIA DEL MAL
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Lo que más asombraba a Lenz en su trayectoria como médico era el hecho de haber comprendido rápidamente que cada enfermedad fundaba una ciencia singular, con su propia metodología, sus instrumentos específicos, con su tiempo –no confundible– de crecimiento y maduración, con sus resultados, que siempre eran algo asombroso, algo nuevo. Había en Lenz la sensación clara de que alguien estaba llevando a cabo experimentos; tal como un químico que manipula sustancias en su mesa de trabajo, alguien juntaba elementos, probaba reacciones, introducía ligeras variantes. Las enfermedades –aquella enfermedad en particular– buscaban los mejores caminos, como cualquier animal vivo, los caminos que ofrecían una inclinación más favorable al movimiento; había en aquella enfermedad una lógica de infiltración. No era una masa negra, brutal y súbita que provocaba el hundimiento de algo, no era una bomba. Al contrario, era algo que parecía experimentar placer en no derribar de inmediato que mantenía una unidad malvada de movimiento, un ritmo de sufrimiento por minuto o centímetro cuadrado que en un primer momento procuraba no sobrepasar, como si su placer aumentara con la resistencia del organismo. Era una enfermedad que discurría por callejones; quizá partiera de un punto central, pero no tardaba en extenderse hasta los puntos más insignificantes del organismo. Era una enfermedad que sólo empezaba a reclamar la atención del organismo precisamente cuando éste estaba a punto de convertirse ya en la parte más débil del combate. No había, pues, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo; la enfermedad no era un cuerpo, sino un material poco visible, casi transparente; no se arrojaba aquella enfermedad al suelo del mismo modo que se arroja a un hombre.
Al rehuir el duelo, al insistir en una guerrilla mínima, la enfermedad actuaba mediante una estrategia de conquista sucesiva de aliados, y lo que los diversos análisis demostraban, a lo largo del tiempo, era que diversas partes sanas del organismo se iban pasando, mes tras mes, al otro bando, al bando enemigo, en una entrega que mezclaba rendición y traición.
Al contemplar, estupefacto, la rapidez de progresión de la enfermedad en ciertos individuos, la asombrosa rendición de las armas de órganos que sólo unos meses antes parecían vigorosos y no conquistables, Lenz sentía que aquellos órganos, ya domesticados por el mal, no eran sencillamente prisioneros, pues éstos no disparan contra su antiguo cuartel. Más que prisioneros, eran ya parte del ejército enemigo. De ahí la velocidad con la que, a partir de cierto punto, la muerte venía a buscar a las personas. No había, pues, equilibrio entre el mundo de los vivos y el mundo de la muerte. A un lado no se podía hacer nada, no había material de construcción, mientras que al otro sí se hacía: existía un evidente material de aniquilación, de extinción, de destrucción.
DOS BANDOS EN LUGAR DE UNO
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Sin embargo, en el fondo, el material que estaba en juego era el mismo: la enfermedad mataba con las células de las que se componían las grandes voluntades, decisiones y acciones del pasado: la misma materia con otra organización, con una carga negativa.
Un hombre intentaba resistir, sobrevivir, teniendo por aliados a los otros hombres e incluso los siglos de perfeccionamiento médico y técnico, y al otro lado estaba la enfermedad, fortalecida asimismo por siglos de una historia particular, de una historia a la que los hombres no tenían acceso pero que de seguro tendría también su trayectoria, sus altibajos, sus invasiones, sus revueltas, ruinas y grandezas. Las enfermedades, los emisarios de la muerte, no se habían detenido.
En el mundo había, así pues, dos sistemas organizados, y no uno sólo. Había el sistema de los vivos, dominado por el gran hombre de las ciudades más evolucionadas, y el sistema de la muerte, perfectamente desconocido, con poleas de otra naturaleza, que tenía objetivos y métodos específicos.
El sistema de la muerte, o más concretamente la voluntad de la muerte, avanzaba con incontables medios, algunos de ellos sorprendentes, pero las enfermedades, y aquélla en particular, constituían sus grandes ventajas, precisamente porque escapaban a la clasificación de accidentales, de no intencionales, de fruto del azar. La enfermedad no era consecuencia de una naturaleza distraída. Al contrario, la naturaleza, pensaba Lenz –tomando ésta como todo aquello que no es el hombre o no se halla bajo el incontestable dominio de éste–, ejercía a través de la enfermedad una voluntad de lucha, una voluntad malvada, si lo consideramos desde el punto de vista humano, o sencillamente una voluntad fuerte, si el punto de vista es neutro, extrahumano.
Y era en este punto elevado, al nivel de las montañas, que Lenz intentaba colocarse a veces: contemplaba con perspectiva extrahumana la lucha entre ambas fuerzas y sus respectivas voluntades, y desde el papel de espectador se maravillaba con la estética de las chispas y los heridos, negándose a tomar partido emocional ni moral por ninguna de las dos partes.
Siendo médico, tenía por supuesto la obligación profesional, y también a nivel práctico e instrumental, de actuar y tomar partido por uno de los bandos, el humano. Era un soldado del ejército que había fundado las ciudades, pero no más que eso. Nunca lo oirían gritar por la causa humana, no sufriría por la especie del mismo modo que no sufriría si su bisturí se rompiera por accidente. Su abordaje del sufrimiento era individual; no aceptaba el sufrimiento prestado de otros; la compasión era un sentimiento innecesario o, como solía decir el propio Lenz, una herramienta inútil para la existencia, que no resolvía nada desde el punto de vista técnico: como si alguien empuñara un martillo para unir dos telas.
ACERCARSE A LA MONTAÑA
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Siendo un maestro en aquel lenguaje que no levantaba la cabeza, un lenguaje minúsculo situado entre sus dos manos y las células enfermas, Lenz era ante todo un adorador del aire libre, del aire alejado del olor y la temperatura de las máquinas de defensa que los hospitales tenían en abundancia.
En contacto con los elementos mudos del mundo que el hombre aún no controlaba, Lenz se sentía cercano a verdaderos instrumentos de ataque y no de defensa, a diferencia de lo que ocurría en el hospital. En la montaña, en el bosque, entre campos de tierra desordenados, Lenz sentía el temblor de la cercanía de algo que no se contenta con mantenerse, que no lucha por la supervivencia con el apoyo de ninguna máquina médica.
El desorden de la tierra no era un bisturí sino un puñal. Sólo, vagando por lugares extraños y sin un sólo vestigio de metal en las cercanías, Lenz se sentía como un soldado extranjero que, habiéndose perdido, se ve de pronto en medio de un ejército que habla otra lengua y avanza en formación de ataque hacia una ciudad. Y siendo ese soldado, Lenz sabe que lo más sensato es repetir lo que ve, mantenerse en medio de aquella corriente de excitación: no sabe si está entre los vencedores, pero tiene la certeza de que está entre aquéllos que atacan. Y ahí es donde Lenz Buchmann quiere estar.
UNA ANÉCDOTA CON UNA ENFERMA TERMINAL
LA PETICIÓN
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Una anécdota, que no debe ser malinterpretada.
El doctor Lenz recibió un sobre cerrado de una enferma terminal que llevaba largos meses internada en su unidad.
–Es para mis hijos. Ya he puesto la dirección.
Era sin duda una petición para que los hijos fueran a verla.
Pese a ser alguien que conocía bien la resistencia física, era evidente que aquella paciente estaba llegando al final de su combate. Su aspecto empezaba a acercarse ya a la frontera en la que la compasión de los demás da paso a cierta repulsión que, incluso cuando se controla y reconstruye humanamente en una contención del comportamiento, no permite ya ciertos gestos espontáneos de ayuda o acercamiento. Ella lo comprendía, y por esa razón había cedido. Ella, que nunca había querido llamar a los hijos, había escrito al fin la carta en la que se rendía y en la que sin duda diría algo parecido a necesito sus despedidas.
Los hijos, Lenz no sabía a ciencia cierta si eran dos o tres, no vivían en el país. Sabían que su madre estaba enferma, pero creerían que se trataba de un estado pasajero, sencillo, y no del verdadero epílogo del recorrido.
Lenz cogió la carta con un gesto poco intenso, los dedos en pinza, un gesto casi instintivo, pues la mujer había cerrado el sobre delante de él con su propia saliva en un movimiento que Lenz había considerado muy poco elegante.
Se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta:
–La echaré al correo hoy mismo.
–Sí –dijo la mujer–, gracias.
Lenz se despidió inclinando ligeramente la cabeza e hizo girar el pomo de la puerta.
–Necesito despedirme de ellos –añadió la mujer en el último momento.
–No se preocupe –contestó el doctor Lenz.
LA CARTA
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Cuando llegó a casa al final de aquel día, tras otra serie de peticiones y de hechos intrascendentes, el doctor Lenz se quitó la chaqueta y, con gesto despreocupado, posó la carta, que ahora ya no era para él más que una carta de tantas. La puso en la mesa en la que siempre dejaba los papeles que traía del hospital, papeles que no tardaban en mezclarse con los de días anteriores y con el diario de la víspera.
La semana siguiente transcurrió con la celeridad habitual, y el doctor Lenz apenas paró en casa. Algunas operaciones quirúrgicas, tres de ellas de suma importancia, operaciones para engañar a la muerte en el último momento (así las denominaba Lenz); aquella semana no hizo más que mantener el sistema de procedimientos que su actividad le exigía habitualmente.
Así pues, la carta de la moribunda pasó toda aquella semana entre una pila de otras cartas y papeles. El sábado, con un poco más de tiempo, Lenz miró la correspondencia atrasada, abrió las cartas que le iban dirigidas, llegó incluso a contestar a una que pedía con urgencia su parecer sobre determinada alteración en la estructura del personal auxiliar del hospital y se topó luego, sin el menor sobresalto, con la carta de la mujer. La separó de sus cosas, la colocó sobre una pequeña repisa del armario del salón para llevarla más tarde al buzón. La carta de la moribunda estaba ahora aislada de los demás papeles, alejada de la confusión y perfectamente visible en un punto de paso constante de la casa.
TODO EL MUNDO TIENE DERECHO A DESPEDIRSE
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Pero los días pasaron y el doctor Lenz se fue olvidando de la carta. Nada intencionado.
Es que había en él un doble circuito: uno exterior, constituido por sus acciones y diálogos, y otro interior, invisible y no compartible que, al fin y al cabo, era el más relevante. Este circuito de los pensamientos lo ocupaba de tal modo que a veces su propia mujer tenía que señalar su presencia, obligándose así a interferir en el espacio material del marido, tocándolo o incluso empujándolo de forma dócil, para que Lenz le prestara atención y detectara verdaderamente una existencia cercana.
Lenz se veía como un observador del mundo, y de ahí provenía parte de su gran fuerza: aún no había sido llamado al centro; la existencia era algo que podía ver, tanto la suya como la de los demás; un espectador cuya única preocupación era la alimentación, el sueño y la calidad del espectáculo. Lenz no podía ocultar que se consideraba la única instancia decisiva de su vida. Todos los demás elementos eran secundarios a aquello que él consideraba esencial en ese problema –el único problema importante– que era el hecho de estar vivo. Cierta adoración desproporcionada que siempre había desplazado hacia su padre se basaba, en el fondo, en esta adoración por la autosuficiencia, y sus padres –aquéllos que le habían dado la posibilidad de tener el problema de estar vivo para resolverlo– eran los únicos de los que nunca podría decir: no han hecho nada por mí, porque a decir verdad lo habían hecho, de la cabeza a los pies: una casa humana.
Con su hermano, por ejemplo, no tenía ninguna deuda: eran construcciones distintas, Albert y él, dos casas paralelas; en una podría faltar la luz durante años y en otra haber electricidad abundante y por ello despreciada, como todo lo que tenemos en exceso, pero nada entre las dos casas se volvería sentimental.
Entre los dos hermanos se producía un irreversible alejamiento. Es decir, todo acercamiento era un ataque y nunca el inicio de un vulgar apretón de manos.
Había, sin duda, la sensación de lucha por un espacio. El patrimonio material, y también el nombre de la familia, eran los motivos de una repulsa que sólo un conflicto explícito podría posponer. ¿Quién tenía más derecho a usar el apellido familiar? He aquí la cuestión más relevante. Porque llegados a este punto no había posibilidad de división: un nombre no era un terreno que una regla más o menos bien intencionada pudiera dividir manteniendo dos lados mínimamente satisfechos. No se puede dividir un nombre.
Y para Lenz era fundamental el nombre de la familia: Buchmann. Si Lenz Buchmann no lo exhibía y no exigía que lo llamaran por el apellido familiar era tan sólo porque Albert, Albert Buchmann, su hermano unos años mayor que él, había empezado a exhibirlo mucho antes, como si lo dejara sobre la mesa antes de iniciar cualquier diálogo. Lenz jamás aceptaría ser el segundo Buchmann, y de hecho consideraba que en su hermano el nombre Buchmann se había convertido en un nombre defensivo, mientras que en sus manos, antecediendo sus acciones, el nombre Buchmann tomaba innegablemente un carácter guerrero, de ataque. Y por eso era sencillamente Lenz y trataba también a su hermano por el nombre de pila, negándose a explicitar el apellido familiar.
Pero fue precisamente su hermano, Albert, quien estuvo en el origen de un cambio en su actitud respecto a la carta que una mujer a punto de morir le había entregado en el hospital.
En una de sus raras visitas, siempre amenizada con alguna disertación sobre literatura (ambos eran grandes lectores), y ya en el momento en que, de pie, se preparaba para los pequeños diálogos insignificantes previos a la despedida, Albert vio la carta, todavía el armario de la sala, con el remitente y el destinatario vueltos hacia arriba.
Lenz se lo aclaró:
–Es la carta de una mujer que se está muriendo en el hospital. Me la dio para que la echara al correo. No le queda mucho más tiempo de vida. Aún no he podido...
Albert frunció el ceño, como solía hacer ante cualquier alusión a la enfermedad, pues él mismo estaba enfermo, y por más que pareciera hallarse todavía en el bando del poder respecto al otro bando, al de la muerte, tenía ya la percepción de que en poco tiempo se alteraría el resultado del combate.
–Son momentos delicados –se limitó a decir Albert–. Todo el mundo quiere despedirse.
–Todo el mundo tiene derecho a despedirse –respondió Lenz con sequedad.