Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 4

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NATURALEZA Y OTRA FORMA DE ORACIÓN

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Al día siguiente, cuando vio la carta todavía en el mismo sitio, aunque ya ligeramente desplazada –unos milímetros quizá hacia el interior del armario–, la observó de un modo completamente distinto. Ahora Lenz no estaba desatento, no estaba enfrascado en ningún razonamiento interior ni vuelto hacia preocupaciones futuras. Lenz miró la carta, la vio con nitidez y pensó en ella.

¿Qué quería aquella mujer? ¿Por qué lo había elegido a él para echar la carta al correo?

Él era médico. ¿Sabría aquella mujer que entre los quehaceres y los deberes más amplios de un médico no constaba, desde luego, la función de cartero? ¿Quién se había creído? Los moribundos exigían todo a los demás, como si fueran nuevos reyes, una especie de monarquía intempestiva instalada no por la fuerza absoluta, la espada ni los genes, sino por la cualidad opuesta: la debilidad. Los actos de compasión no podían instalar monarquías ni nuevos reinos, pensaba Lenz, pues de lo contrario la ciudad no tardaría en ser devorada. La naturaleza sigue esperando ahí fuera, pero mantiene exactamente la misma fuerza: ha retrocedido, es cierto, pero ni siquiera permanece prisionera. Está en otro sitio, en otro punto de la batalla, y afila sus armas; no reza, no suplica, no pide clemencia.

No reza, afila las armas.

EL REINO

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Para Lenz la carta, aquella carta que tenía delante, se hacía pues intolerable: un síntoma de debilidad de la humanidad que no era inconsecuente. Era un elemento que, de ponerse en circulación, partiría de un punto elevado; la fuerza de la gravedad haría que echara a rodar, y los efectos de aquel nuevo elemento circulando a gran velocidad en el mundo no tardarían en manifestarse.

Aquella carta era un virus débil, un mensaje que los vencedores guardarían más tarde como ejemplo histórico del anuncio de la caída. Los castillos empezaban a desmoronarse y los reinos perdían la fuerza y multiplicaban a los reyes hasta el punto de que éstos se confundían con camareros.

Aquella carta encerraba la decadencia del reino humano. Por fin Lenz lo había comprendido.

Y había sido su hermano, también él un enfermo, alguien que ya no sube con los estrategas a la montaña –los observa y los teme–, quien sin pretenderlo le había abierto los ojos. La compasión de su hermano por aquella carta –en una alianza entre dos débiles– hacía evidente la acción que se le exigía a Lenz. El doctor Lenz, importante cirujano de la ciudad, poseedor absoluto de sus placeres íntimos, apreciador de pequeñas humillaciones a prostitutas que había desarrollado el hábito reciente de recibir en su casa a un vagabundo, de ofrecerle sustanciosas limosnas, de darle pan y comida, y por encima de todo, de humillarlo, de retrasar la limosna, la comida, de regodearse en el hecho de estar en la parte fuerte y tener dos ojos sanos para ver lo que la claridad del mundo mostraba. La crudeza de ese mismo mundo, la violencia y la diferencia entre el que posee salud y el que no, entre el que tiene di­nero y el que no, entre el que es viejo y el que no, entre el que es feo o discapacitado y el que no, entre el que tiene marcas de accidentes en el rostro, quemaduras, cortes que desfiguran la belleza media y el que, por el contrario, no tiene nada que manche su orgullo, su orgullo externo, físico, la única moneda común a todos los siglos, todos los países, todas las lenguas. Era esto lo que veían los ojos sanos y claros de Lenz, era esto lo que le enseñaba la claridad del mundo.

En verdad, aquella carta no era de su mundo, no era de su física, de su ciencia, no pertenecía al mundo de sus máquinas de efectos asombrosos, de las técnicas médicas cada vez más modernas, de los trenes rápidos, no pertenecía siquiera al mundo más orgulloso de los animales, al mundo de los caballos fuertes.

Aquella carta era infantil, era del mundo que sólo sobrevive porque alguien o algo más fuerte lo protege. Per tenecía al mundo de la infancia, eso era, y a él, Lenz, cirujano, se le pedía que ejerciera el papel de protector. El papel del hombre que, por compasión o empatía, coge la carta, le pone un sello y la echa al buzón, haciendo un favor; repitiendo en definitiva, de forma modesta, el gesto de quien coge la mano de otro que empieza ya a caer desde las alturas.

Sin embargo, a Lenz no le gusta ver su mano utilizada en tales actos, que trascienden sus competencias, su profesión, sus deberes de médico.

Su deber es otro. El lado en el que se halla, el lado hacia el que avanza y hacia el que apunta la hoja del bisturí es otro: es el lado opuesto al de aquella carta.

Lenz avanza en otra dirección; más aún: es contra esa carta que vive y es contra ella que desea seguir vivo.

Lenz ya sabe que sólo le queda hacer un gesto y que su hermano ha desempeñado el papel de mensajero. Un mensajero estúpido, tonto, que recorre miles de kilómetros y vence decenas de peligros para llevar al otro lado del mundo un mensaje que ni él mismo entiende, un mensaje que en realidad dice lo opuesto de lo que él hubiese querido decir. Y Lenz ha recibido ese mensaje, y él sí lo ha entendido.

Y hete aquí que hace entonces lo que sabe que debe hacer. Y que lo percibe no como un gesto ocasional sino como un gesto con el que da cumplimiento a uno de sus deberes más elevados, un gesto que pertenece a su reino más profundo, el reino al que ha jurado lealtad, el reino de quien ataca y de quien sabe que hay elementos que se preparan para atacarlo.

Lenz coge la carta y la rompe una, dos, tres veces: la carta queda destruida.

MOMENTOS DECISIVOS
LA MUJER MUERE, PERO ANTES PIDE

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En el hermano de Lenz, Albert, la enfermedad había desarrollado en poco tiempo una arrogancia extrema: había avanzado como un caballo de carreras que, yendo en el segundo puesto, al acercarse a la meta siente que todavía puede vencer; un animal, en este caso, que no depende de la voluntad humana.

En dos meses la enfermedad había conquistado múltiples responsabilidades en el cuerpo: controlaba ya diver­sas funciones, había invadido y levantado campamentos militares en varios órganos; las células reorganizaban ya muchos de sus movimientos teniendo en cuenta las órdenes de la enfermedad y no del ciudadano que había caído en ella, como si lo hiciera desde el suelo hacia un punto todavía más bajo. Albert se muere y su hermano pequeño, el doctor Lenz, acaba de entrar en la habitación en la que el hospital guarda los cuerpos en ese breve intervalo que va del estado de moribundo terminal al otro gran estado de la materia, del que poco se sabe y del que se habla como si de un misterio se tratara.

Lenz conoce bien esos momentos decisivos en los que la posibilidad de la muerte empieza a anular las otras alternativas. Lenz venía ahora, de hecho, de uno de esos momentos: la mujer que había escrito una carta a sus hijos –carta que jamás llegó a su destino, pues llevaba días convertida en basura–, aquella mujer que había empleado su último aliento en la espera de una carta de respuesta o de otro movimiento más explícito por parte de sus hijos –una visita sorpresa, un regalo, cualquier señal de un esfuerzo por volver a tocar aquello que dentro de poco dejará de poder tocarse–, aquella mujer, aquella paciente del doctor Lenz, acababa de morir en el hospital. Y Lenz, siendo el médico que la había acompañado en el recorrido de la decadencia final y cumpliendo con rigor estricto sus deberes profesionales, fue el responsable de cerrar el ciclo de los hechos registrados en la existencia de dicha señora.

Y el último hecho, casi irrelevante, anticipó de algún modo la pasividad monstruosa que el cadáver expone. La mujer había pedido al doctor Lenz: Por favor, ciérreme los ojos; y cuando Lenz los cerró, con su mano derecha, la muerte vino y la señora murió.

EL ÚLTIMO BUCHMANN

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Hete aquí, por tanto, que el doctor Lenz se enfrenta a otro momento decisivo, el segundo: su hermano Albert se está muriendo.

Había en aquel instante una mezcla que lo repugnaba y, al mismo tiempo, la sensación de continuidad entre el momento anterior, en el que había visto morir en el hospital a un cuerpo que pertenecía al mundo de su profesión, el cuerpo de la mencionada señora, una paciente cuyo sufrimiento había intentado aliviar mediante todas las técnicas posibles, y este momento presente, en el que el cuerpo sobre el que el tiempo ejercía presión (en realidad, así lo sentía, el tiempo estaba hecho de una masa capaz de moverse y ejercer fuerza física) era ya no sólo un objeto anterior de su oficio sino un cuerpo con su misma sangre: el otro mundo de materia que sus padres habían puesto sobre la tierra, sin duda con la esperanza absurda de tener en ellos su continuación.

En realidad, Albert no se había casado y no había tenido hijos, y para Lenz los hijos eran también una aplicación innecesaria de la energía, un método ingenuo de bajar el fusil. Proyectos de amor arrojados, en el fondo, hacia la parte de delante de lo que va a ser destruido; nadie se esconde peor que los más frágiles.

Cabe señalar que su mujer, Maria Buchmann, se había conformado hacía ya varios años con la decisión –en palabras de Lenz– de estancar la producción de débiles. No quiero que un médico de la siguiente generación venga a salvar la vida de un niño con mi nombre.

En una familia, y Lenz lo había vivido en su propia piel, se formaba un amplio sistema de jerarquías, protecciones y compasiones que repetía, a veces incluso de un modo más intenso, la relación de intensidades de poder que existen en todo reino.

Pero, si de él dependía, el reino no pasaría de allí.

EL FUNERAL DE ALBERT BUCHMANN
UN MECANISMO QUE FUNCIONA

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Albert, entretanto, camina ya por otros medios distintos a los del mundo del hombre: cuatro militares generosos cargan el pesado ataúd en el que los símbolos del país y del Partido se mezclan, para algunos de forma inaceptable, con las flores que familia y amigos han querido dejar.

Lenz y su mujer, luciendo sobrios trajes en los que el negro anticipa el llanto, se mantienen rectos, en una asombrosa contención de movimientos que parece haber sido impartida a cada uno de los presentes, una consigna que pasa de mano en mano y en la que se definen los gestos aceptables, una extraña epidemia que hace que algunos de los hombres más activos de la ciudad parezcan en realidad señores insignificantes, invadidos por una pereza física que los coloca en situación de espera, como si fuera al muerto a quien se exigen grandes acciones.

Sin embargo, el cadáver de Albert Buchmann ya no está preparado para grandes acciones, y si alguna actividad existe, esta se mantiene del lado de fuera del cementerio. A veces un grito salta de un lado al otro del muro y llama a los señores activos que siguen simulando una debilidad respetuosa. Son gritos de niños que, desprovistos aún de órganos capaces de entender los grandes acontecimientos, demuestran un comportamiento constante sea cual sea el tumulto que agita la ciudad.

Lenz recibe una considerable secuencia de pésames, así como su esposa, que nunca soportó al cuñado Albert, al que consideraba desprovisto de “grandes objetivos”, pero que ahora recibe con avidez cada muestra de consuelo que le brindan los habitantes de la ciudad. Todos jurarían que aquella mujer tenía en gran estima a su cuñado Albert, a la vista de su recepción sentimental; en un momento dado, la fila de pésames hubo incluso de hacer una pausa, pues Lenz se vio obligado a atender a su esposa, que lloraba amargamente.

Cierto es que no había en este llanto atisbo de false­dad. La mujer de Lenz era sincera, no había la menor interferencia de la intención. Lo que sí existía era la manifestación de una impresionante eficacia por parte de ese mecanismo que llamamos entierro. Cada persona que lloraba, y a algunas se les había visto agachando la cabeza, lo hacía no por el muerto sino por el ruido que liberaban las ruedas de aquel mecanismo. Había, tanto en las pala­bras religiosas como en los gestos casi universales de los soldados bajando el ataúd hacia la tierra, la fijación de un punto que era común y no ya individual. Ese punto que unía a la comunidad de los presentes era la sensación de que cada uno de ellos podría, al día siguiente, convertirse en el muerto al que los demás hombres respetan. Se lloraban en conjunto por el fracaso de la ciudad: aún no se había hallado un antídoto para aquel ruido que parecía liberarse con cada entierro. Cada hombre reivindicaba que la muerte –y su sistema de funcionamiento– terminara antes de llegar a él. Y en cada funeral la despedida del muerto era asimismo la rememoración de un fracaso común, de un fracaso incluso de la más alta referencia de los humanos: su cultura, su forma de razonar que había construido un nuevo mundo y que casi había convertido el peligro, en tiempo de paz, en una energía no normal, extra­ordinaria, incluso. En verdad, en las ciudades sin guerra el peligro se había vuelto raro, pero la muerte en cambio seguía siendo abundante; parecía imposible que el hombre dominara su precio: éste seguía siendo bajo, accesible, igual al de cualquier producto insignificante. La muerte, cada muerte individual, manifestaba el fracaso económico, técnico y cultural de las ciudades.

Por eso se lloraba en el entierro de Albert Buchmann, como en cualquier otro, no por la ruina individual de un cuerpo sino por la continuada ruina de la comunidad de los hombres y de su principal proyecto, la inmortalidad.

LO QUE SE PUEDE DESCUBRIR POR EL RABILLO DEL OJO

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No obstante, se produjo una transformación importante en el espíritu de Lenz durante el funeral de su hermano. Y dicha transformación profunda se debió a un conjunto de hechos, imperceptibles y aparentemente sin el menor volumen, si se analizaban de uno en uno, pero que en su cabeza y en su voluntad se unieron resultando en una grieta que surgió de pronto en una pared hasta entonces intacta.

A partir de un momento dado, Lenz centró todo su interés en observar, por el rabillo del ojo, en los últimos momentos del funeral –momentos en los que algunas personas empezaban ya a salir–, el modo en que la población se dirigía al presidente de la ciudad que, por cortesía, había comparecido en aquella ceremonia fúnebre.

Mientras recibía los últimos pésames, Lenz notaba que las personas se acercaban a aquel elemento representativo del poder de un modo totalmente distinto. A muchos de los que habían ido a presentarle sus respetos con el rostro dolorido, gestos recatados y palabras que repetían fórmulas clásicas y contenidas, los veía ahora por el rabillo del ojo, saludando minutos después, o tan sólo segundos, con modales bastante más enérgicos y, por qué no decirlo, con alegría, en una alteración rapidísima, no del exterior sino del propio centro del organismo; aquellos hombres habían dado un salto como suelen hacer las gacelas, un salto en este caso aparentemente sentimental, pero que en el fondo revelaba una agilidad social que no era nueva: Lenz conocía a los hombres.

Lo que lo fascinó no fue, pues, la rapidez con la que un ciudadano pasaba de la tristeza a la adulación –si bien controlada, de modo que resultara todavía más eficaz–, lo que fascinó a Lenz fue el modo colectivo en que cada ciudadano individual saludaba al presidente de la ciudad, un modo totalmente distinto del que habían empleado para acercarse a él. No era la diferencia entre una tristeza fingida (por la muerte de su hermano) y una posible admiración fingida (por las cualidades del presidente), sino entre un hombre que se presentaba como individuo o que aceptaba ser alguien que pertenece a un grupo. Los pésames los habían dado individuos, y ésos mismos individuos, unos metros más allá, saludaban al poder en tanto que soldados, en tanto que elementos humanos que se repiten y anulan en medio de una masa. En aquel corto trayecto entre su hermano, la cuñada del difunto y el presidente de la ciudad, aquellos hombres habían perdido su nombre, como quien pierde un papel que llevaba en el bolsillo, y cuando llegaba el momento de hablar, ya al otro lado, parecían capaces tan sólo de repetir en voz alta el nombre del país, de la ciudad y de sus representantes más elevados.

A Lenz nunca lo habían saludado de aquel modo que, en la distancia, seguía contemplando. Incluso en otras ocasiones, siempre lo habían saludado de hombre a hombre. Hasta las madres cuyos hijos había salvado lo saludaban en tanto que hombre –en su caso, un médico de asombrosas capacidades–, pero nunca lo habían saludado como si fuera un país o una ciudad.

UN CAMBIO FUNDAMENTAL EN LA POSICIÓN DEL ESPÍRITU

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De hecho, la idea de que no era posible estrechar la mano a una ciudad, pues ésta posee una constitución física múltiple, casi infinita y por tanto incontrolable, se había desvanecido por completo en el funeral de su hermano. Lo que Lenz había visto a la salida del cementerio, era una fila de hombres disimulando la mediocridad que revelaba el hecho mismo de guardar fila mediante conversaciones inocuas que sólo pretendían hacer pasar el tiempo hasta que llegara su oportunidad. Lo que Lenz había visto era un conjunto de hombres despojados de nombre individual que saludaban con sus dedos óseos y aún cubiertos de carne y piel, los dedos que, si bien aparentaban la misma anatomía, terminaban en el centro de una ciudad; la población estrechaba la mano a la ciudad y se alejaba después, absolutamente saciada, como si hubiese acabado de comer, de satisfacer una necesidad orgánica. De hecho, fue esto lo que más sorprendió a Lenz: los hombres que acababan de saludar al máximo representante del poder se alejaban tal como él había visto alejarse infinidad de veces a “su” vagabundo tras haberle dado de comer. Lo que había visto en aquellos hombres aduladores o tan sólo miedosos era una clara satisfacción que iba del exterior, del rostro, hasta la más profunda célula de aquellos cuerpos. Se alejaban saciados con un apretón de manos, reproduciendo el modo en que se alejaba su vagabundo después de que desapareciera el estómago de este (después de quedar olvidado) con el alimento recibido y con algo de dinero en las manos.

¿Qué era aquello, qué les sucedía a los hombres, no sólo al razonamiento de los hombres sino a su organismo, a sus instintos, a todo aquello que la cabeza no puede controlar por completo?

Lenz no comprendió del todo los contornos de aquel fenómeno casi mágico, pero en aquel momento tomó una decisión, cuando ya el espacio alrededor de la tumba de Albert se hallaba desierto: entraría en el Partido y lucharía por conquistar uno de los puestos más elevados en su seno.

Tenía vía libre, en cierto sentido: su único hermano había muerto. Lenz podía al fin utilizar en exclusiva el nombre que representaba públicamente la sangre fuerte de la que había nacido. Lenz Buchmann estaba listo para emprender una nueva vida, a la altura del orgullo que le producía el renacimiento de su apellido.

Fue entonces, justo cuando en el exterior sus gestos autónomos se implicaban en el intento de retirar el barro que se había adherido a los zapatos, frotando un zapato en el otro con movimientos específicos, especializados incluso; fue entonces, en aquel instante pero en otro punto, en su mundo interior, cuando Lenz tomó la decisión de abandonar por completo la medicina –no le quedaba nada por conquistar en ese campo– y entrar en el mundo de la política, en el “mundo de los grandes acontecimientos y las grandes enfermedades”. Estaba cansado de tratar con hombres individuales y de serlo él también; aquélla no era su escala; quería operar la enfermedad de una ciudad entera y no de un sólo e insignificante ser vivo. Por encima de todo, quería sentir el placer de dar aquella comida extraña que el poder daba a sus soldados y empleados, aquella comida de energía casi mágica que saciaba los estómagos de la población de un modo no material, pero igualmente eficaz.

Algo de pan y algo de miedo, dijo Lenz en voz alta, de forma impulsiva, cortando un largo período de silencio. Estas palabras tomaron por sorpresa a su esposa, que desde hacía instantes se hallaba asimismo enfrascada en medio del cementerio ahora desierto, en el intento de expulsar el barro de los zapatos.

–¿Qué has dicho, Lenz? –preguntó su esposa, Maria Buchmann.

–Nada –contestó Lenz–. Estaba pensando en mi hermano.

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