Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 5

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ALGUNAS ANÉCDOTAS DE LA FAMILIA BUCHMANN
DE CÓMO LENZ CRECIÓ Y SE HIZO FUERTE

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Ante todo, la fascinación por la naturaleza en tumulto, el placer del observador cuando las grandes tormentas avanzan sin aviso, trastocando rápidamente el sistema organizado del día y el espacio.

Además de eso, la inexistencia en la cabeza de familia, el padre de Lenz y Albert, Frederich Buchmann, de esas contracciones musculares –muchas de ellas invisibles– a las que en su conjunto llamamos miedo.

–En esta casa el miedo es ilegal –era una de las frases más recordadas de Frederich Buchmann.

Esta frase, dicho sea de paso, resultó determinante para Lenz; su padre conocía bien la importancia de ser consecuente. Frederich castigaba las manifestaciones de miedo de cualquiera de sus hijos encerrándolos bajo llave en una estancia de la casa, “la cárcel”, cuyas ventanas había tapiado y en la que no había una sola pieza de mobiliario ni objeto alguno.

Fueron pocas (aunque dejaron huella) las ocasiones en las que Lenz se vio confinado en la “cárcel” por cometer la ilegalidad de mostrar miedo. Por el contrario, a su hermano Albert lo encerraban a menudo en aquel espacio que suspendía el lado lúdico, el ataque o la defensa. Era un espacio absolutamente neutro, donde las funciones de los gestos quedaban anuladas: el movimiento era innecesario y casi ridículo. Las paredes no eran superficies estimulantes para un humano, mucho menos tratándose de un niño. Precisamente por ello, era un espacio que aplastaba la infancia –una masa pesada aplastando otra mucho menos robusta–, por lo que resultaba imposible actuar o incluso pensar de forma adecuada a la edad.

Los períodos que pasaban en la “cárcel” eran cortos. A veces no superaban los veinte minutos, y sólo en las peores ocasiones se alargaban unas horas. Pero si existía una gran marca de la acción pedagógica de Frederich Buch­mann, la simbolizaba esa estancia sin gestos (así la designaba Frederich).

Para la familia Buchmann, la gran perturbación en el desarrollo de la personalidad provenía, en efecto, del miedo. Frederich Buchmann solía decir:

–Me dan igual las acusaciones que pesen sobre ustedes, que cometan la más grave de las inmoralidades, que os busque la policía o el mismísimo demonio: defenderé a mis hijos con todas las armas a mi alcance. Sólo sentiré vergüenza si algún día alguien me dice que tuvieron miedo. Si eso ocurre, no se molesten en venir huyendo hacia aquí: encontrarán la puerta cerrada.

Tal era el ambiente en el que Lenz se crió. Aprendió a existir de este modo. Se preparó, creció, se hizo fuerte.

NO HAY ORDEN EN LA NATURALEZA

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El carácter de los dos hermanos era opuesto: ambos poseían una inteligencia fuera de lo común y una cultura muy por encima de la media gracias a la nutrida biblioteca del padre, que fomentaba la afición de ambos por la lectura, pero en realidad Lenz y Albert pertenecían a dos mundos distintos. Lenz no sólo era combativo sino que buscaba el enfrentamiento –como su padre, de hecho–, mientras que Albert, heredero de ciertos rasgos de su madre, se recogía, esquivaba al enemigo. Y lo esquivaba ya fuera un obstáculo material peligroso –un muro demasiado alto que hay que saltar– o un compañero de pupitre que lo hubiese provocado. En ocasiones Lenz se veía obligado a luchar en nombre de su hermano mayor, con una mezcla de sentimientos fraternales y, en mayor proporción, de atracción física e instintiva por la lucha.

Además, la atracción por los momentos en los que la naturaleza cambia muy rápidamente había pasado asimismo del padre a su hijo más joven, Lenz, y sólo a éste. Frederich había intentado, a través de la educación, demostrar que la naturaleza era, en sus días comunes, una máquina lenta, una máquina que parecía igual a cualquier otra de las que el hombre había inventado; como si también ella dependiera de palancas con la forma de la mano humana. Frederich señalaba al jardín y a su jardinero, en franca decadencia física desde hacía mucho, y les decía a sus hijos que aquél era el mejor ejemplo de lo que representa la naturaleza en tiempos de paz: hasta un anciano analfabeto sin apenas fuerza en los brazos, incapaz de pronunciar una sola frase sensata, hasta un hombre así, un hombre secundario, podía controlar aquel jardín, aquella otra máquina, aquella máquina verde.

Pero Frederich había alertado desde muy pronto a sus hijos respecto al otro momento de la naturaleza, el momento en que se vuelve guerrera; “sólo entonces vale la pena hacerle fotos”, decía. En esos momentos –una tormenta, por ejemplo– en que los cambios rápidos sustituyen al cambio lento, asoma a la superficie la incompatibilidad moral, valga la expresión, entre el sistema de los hombres y el sistema de la naturaleza. Llevado hasta sus últimas consecuencias, lo que representaba un crimen a un lado no lo era al otro.

Es por este motivo, sostenía Frederich, que la naturaleza con la que se convivía en los días comunes, en los “días débiles” llamaba a engaño.

Y el engaño era el siguiente: en un día de sol, un día pacífico, uno abría la ventana y miraba hacia fuera, miraba lo que no había sido hecho por la inteligencia del hombre, con la misma benevolencia con la que contemplaría un conjunto de cuadros dispuestos en las paredes de un museo. El error consistía, precisamente, en ver la naturaleza como algo semejante a un museo que crece. Un museo cuyas piezas cambian de posición de modo casi imperceptible, como si esta naturaleza cambiante fuera fruto de la timidez o sencillamente de la debilidad de dichos elementos. Los días en los que lo no humano podía cortarse en trozos, a semejanza de una máquina que se subdividía en diversas partes, esos días en los que el hombre podía enorgullecerse de lustrarle los zapatos al mundo que había existido antes que él, la naturaleza era realmente un museo.

Sin embargo, a veces las piezas del museo demostraban que eran, en realidad, piezas de una artillería secreta y que tan sólo habían aguardado el momento propicio para reorganizarse con otros fines. Y así, de repente, aquello que parecía haber sido hecho con un objetivo, la contemplación –los hombres necesitaban el cine, y la naturaleza parecía ser la película que Dios había elegido para pasar ininterrumpidamente ante sus ojos–, aquello que parecía poder afrontarse con una actitud relajada hasta el punto de colocar sillas para contemplar la salida o la puesta del sol y la nieve, aquello en definitiva que parecía tan sólo un aliado más débil se transformaba en breves instantes en el más poderoso de los enemigos.

Y esto era así porque aquellas armas no se entendían como tales: la tormenta que arrojaba árboles y personas al suelo devoraba casas y animales domesticados; el mar que, iluminado por movimientos que pertenecían al terreno de lo no razonable, hundía barcos y hombres; los sonidos grotescos de los relámpagos, sonidos reveladores de una indisposición fundamental, de una inconformidad respecto a la calma y la seguridad de la ciudad, donde edificios con instrumentos de defensa contra cataclismos se volvían ridículos cuando las verdaderas fuerzas de ese falso museo se liberaban; la sensación, en definitiva, de que el hombre, en tales ocasiones, rodeado por lo absurdo, sería incluso capaz de blandir un martillo para combatir las llamas, no como un loco sino sencillamente como si hubiese quedado despojado de raciocinio técnico, incapaz de comprender siquiera mínimamente el mecanismo de las fuerzas de ataque. En resumen: los hombres que se defendían no entendían nada. De ahí su manifiesta posición de fragilidad frente a la naturaleza maldispuesta.

¿POR QUÉ MOTIVO NO LOGRAN HABLARSE COSAS TAN CERCANAS?

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En el pequeño Estado monárquico que era aquella familia, Lenz era con diferencia el más preparado para recibir la corona, llegado el momento de la transmisión de ésta. De hecho, Albert ni siquiera la deseaba.

Sin embargo, Albert era el mayor de los Buchmann, y la edad revelaba un indicio de otras fuerzas no demasiado explicables que contrarrestaban los actos de la existencia de cada uno de los hermanos.

Frederich miraba a Lenz con orgullo y a Albert, en ocasiones, con vergüenza y hasta repulsión: Albert había heredado de su madre una precaución combinada con un espíritu de sacrificio no frontal. Es decir, estaba hecho para sufrir (allí nadie temía al sufrimiento), pero soportaba dicho sufrimiento en posiciones de defensa y no de ataque.

El hecho de haber nacido antes que el hermano impedía que Frederich tomara alguna decisión inequívoca en torno a la entrega del testigo: el momento del nacimiento era el lenguaje de una fuerza universal que por ser incomprendida en todos sus contornos imponía un significativo respeto. Si él llegó primero por algo será, decía a veces para sus adentros la cabeza de la familia Buchmann, intentando argumentar en defensa del hijo más cauteloso.

Pero respecto al comportamiento de uno y otro no albergaba la menor duda:

–Tengo un perro y un lobo –decía Frederich Buch­mann a sus hijos sin disimulo alguno.

Y no llegaba a decirlo, pero pensaba en esto a menudo cuando sentía que no sería capaz de mantener por mucho más tiempo su vigorosa custodia de la familia; creía que aquellas dos clases de personalidad hacían incompatible, de entrada, cualquier alianza: el perro no podrá proteger al lobo porque no tiene fuerza para hacerlo, y el lobo jamás protegerá al perro porque no está en su naturaleza hacerlo.

INGRESO EN EL PARTIDO
PRIMERAS REACCIONES. PEQUEÑO Y GRAN MUNDO

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El ingreso de Lenz Buchmann en el Partido fue recibido con sorpresa, reemplazada al instante por un entusiasmo que expresaron diversas personalidades de la ciudad. Lenz era uno de los médicos más prominentes y la sorpresa se debió precisamente a este hecho: ¿cómo se explica que alguien que se halla en la cima del desempeño de cierta función la abandone de repente? El anuncio a la prensa había sido explícito: “Lenz Buchmann declara que abandona definitivamente la profesión de médico cirujano para dedicarse por completo a los problemas de la ciudad”, y dicho anuncio alimentó incontables rumores en las aceras de las calles principales, en las que Lenz se empeñaba ahora en demorarse para ser visto, señalando un regreso a las calles, como si en realidad se tratara de alguien que había estado preso durante años y años en quirófanos, en compartimentos cerrados en los que reinaba una higiene rigurosa, y que sentía ahora la necesidad imperiosa de respirar aire puro. Cierto es, sin embargo, que precisamente lo que se intentaba dentro de los edificios del hospital era purificar el aire equivocado que existía en las calles mediante procesos artificiales.

Pero hete aquí que Lenz Buchmann respira, con cierto arrobo, el humo de las máquinas que se va infiltrando en el cielo, y en este enfrentamiento, o esta declaración ambigua de amistad entre dos elementos, Lenz veía también en el cielo un humo azul, un color provocado y no espontáneo, ya que en ningún momento lograba excluir del otro extremo, de la naturaleza, la existencia de una fuerza y una voluntad.

Por otro lado, Lenz se siente feliz con ese nuevo vocabulario que poco a poco va conquistando en las reuniones del Partido y en las conversaciones que mantiene con los ciudadanos “robustos”. Ciudadanos que lo saludan, que alaban sus cualidades de médico y se asombran con su actitud de entrega a la ciudad: “Seguramente ganará la mitad de lo que ganaba” o bien “No ganará nada”, se repite con la boca chica; y lo repiten también delante de él aquéllos que ya lo quieren conquistar. Algunos, incrédulos, dudan incluso de su decisión: “No tardará en volver al quirófano”; “El dinero de la familia aún alcanza para muchas generaciones”, decían otros, etcétera, etcétera.

A los que preveían su regreso a la vida anterior por no existir en el Partido voluntad de dejar entrar nuevas personas y nuevos pensamientos, o a los que preveían su rápido cansancio de las grandes extensiones y su consecuente regreso al mundo de los espacios mínimos del hospital, Lenz contestaba en tono divertido:

–Me he prometido a mí mismo que sólo volveré al hospital en calidad de paciente.

Y al oír esta respuesta todos a su alrededor se reían.

NUEVA POSICIÓN EN EL MUNDO
EL NÚMERO DE PERSONAS QUE TE RECONOCEN CUANDO CRUZAS LA CALLE

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La vida de Lenz cambió. No del todo, es cierto, pero en pocos meses se hizo evidente que había entrado en otro sistema, en otra ciencia distinta a la médica, en la que los enfrentamientos eran físicos y en cierto sentido implicaban tan sólo a un par de individuos –médico y paciente–, y por eso eran enfrentamientos individuales, exclusivistas. Apenas dos meses después de haber abandonado la medicina, Lenz Buchmann veía ya en esta actividad una expresión de egoísmo y, al mismo tiempo, de excesiva humildad, pues en general cuanto había hecho lo hizo sin espectadores, o a lo sumo con contadísimos espectadores. Espectadores especializados desde el punto de vista técnico –sus compañeros de oficio o ayudantes– o bien, por así decirlo, especializados en lo afectivo: los familiares cercanos de los pacientes que en ocasiones asistían a actos médicos poco relevantes. Estos espectadores especializados constituían, de hecho, ahora lo veía perfectamente, un número reducidísimo, una minoría. Dos meses después de haber empezado a tomar parte en algunas actividades políticas del Partido ya lo conocían más personas de las que nunca lo habían hecho a lo largo de los más de quince años en los que había desempeñado la función de médico. Y la cuestión fundamental era que Lenz Buchmann no tenía la menor duda de que había sido un médico extremadamente competente y eficaz, mientras que en su nueva actividad política se sentía aún en prácticas. Un neófito, en definitiva, pese a haberse percatado, en aquellas escasas semanas, de que su organismo reivindicaba desde hacía mucho aquella actividad y por eso sentía, día tras día, que estaba a punto de coger algo de aquel flujo constituido por las personas de la ciudad; a punto de coger algo como se coge un objeto, un objeto que más tarde, ya en las manos, se transforma en una especie de llave. He ahí lo que sentía estar a punto de coger.

Y es que, en aquel aparente caos de trasiego humano y decisiones posibles, Lenz había comprendido la existencia de un punto central en aquello a lo que llamaba energía de dominación. Había, en el fondo, una cuestión técnica, exactamente como la que le había surgido, en su vida anterior, cuando se hallaba ante el quirófano. Así, del mismo modo que en una intervención quirúrgica delicada resultaban indispensables ciertos gestos previos para que el gesto decisivo se volviera eficaz –siempre hay un último toque que salva o falla, solía decir Lenz–, también en aquella operación colectiva que era la política, en aquel acto (casi monstruoso si se consideraban sus dimensiones) que ponía a miles de personas bajo el bisturí que constituía una simple decisión política, también en aquellas operaciones médicas gigantescas había por tanto una técnica elemental que, pese a no implicar directamente la salvación o la muerte de un organismo, tocaba una zona sensible: los puntos de miedo y admiración de los hombres, que en muchos casos –Lenz no había tardado en aprenderlo de su padre– se confundían entre sí.

La gran ventaja de este cambio de sistema era sin duda el número de personas a las que ahora podía influenciar, o incluso tocar en sentido físico, en el sentido del bisturí que interfiere con la tela. De hecho, Lenz se sentía como el militar que baja la pistola; pistola que posee una especie de eficacia circunscrita, el efecto único de un odio individual, y se sienta luego a los mandos de un bombardero que en un sólo segundo puede reducir a ruinas una ciudad entera y diez o veinte siglos.

Esta sorprendente posibilidad de reducir un espacio y un tiempo dilatados a un punto negro, vacío, la posibilidad de eliminar siglos –iglesias, por ejemplo, con marcas que se decía que habían sido hechas por el mismísimo Jesucristo–, de eliminar tiempo siempre había fascinado a Lenz (la explosión destruía espacio y, a todas luces, tiempo) un poco por contagio de su padre Frederich, que, habiendo sido militar, había lamentado hasta el final de sus días no haber tenido voz de mando más que para hundir, uno a uno, cada organismo enemigo y no haber nacido en el período en que una sola voz de mando pudiese eliminar y quemar extensiones importantes del mapa. Antes teníamos armas que interferían con órganos, o a lo sumo con familias, ahora tenemos armas que interfieren con países, decía el militar retirado Frederich, lamentando esta desincronización entre su vigor físico personal, que en aquellos tiempos de vejez se hallaba en franco declive, y el armamento que ganaba, día tras día, mayor alcance y potencia.

MEDICINA Y GUERRA: DOS FORMAS DE UTILIZAR LA MANO DERECHA

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Lenz, dicho sea de paso, ya no se extrañaba de que sus pensamientos desembocaran en imágenes militares. La estructura fundamental de su educación había sido dada por un militar, su padre, pero además había en Lenz una adoración por esa especie de excitación urgente que el combate colocaba en cada hombre y que su padre, Frederich, le había transmitido en diversas ocasiones. Ninguna mujer, decía Frederich Buchmann, te excitará tanto como la posibilidad de matar a un hombre al que, por el motivo que sea, odies en ese instante.

Por lo demás, Lenz Buchmann se había decantado por la medicina por mero azar, había sido una decisión de su optimismo temporal y no de aquella desolación respecto al ser humano que constituía la base de sus pensamientos y su existencia. Era alguien que, habiendo nacido y habiendo sido educado para matar, había decidido por devaneo intelectual ejercer la medicina. Paradójicamente, había elegido salvar a los hombres de uno en uno, pues hubiese sido obsceno, o solamente inadecuado, matar a muchos en un tiempo en que esa necesidad había quedado suspendida, ya que la elección de su profesión había coincidido con el fin de la guerra o, mejor dicho, con un intervalo de la misma. Pocos años después, la guerra volvería.

Sin embargo, en el fondo, incluso durante los años en los que había ejercido la medicina, Lenz había sido un militar. Alguien con un sentido tenso de los deberes y conocedor de todo el recorrido de una decisión: comprendía bien que cualquier voluntad, una vez desencadenada, debe aplicarse en cada punto hasta el final, sin una sola indecisión o aminoramiento. Sabía que no se puede cambiar en el último momento la dirección del bisturí ni de una bala, pues así es como ocurren los errores, los grandes fallos, por ese pecado no sólo técnico sino también moral de alcanzar por torpeza, por ejemplo, a un aliado.

La ética de Frederich Buchmann respecto a este asunto estaba también clara, y Lenz la había absorbido en su totalidad: Quien mata a un amigo por accidente, si es honrado, a continuación elegirá el suicidio. Pero si mata a un amigo por una decisión consciente, es porque ya había elegido el ca,mino del demonio, y siendo así no le queda más que seguir avanzando.

–No dejen engañar por la velocidad del tráfico –había dicho Frederich en cierta ocasión a sus dos hijos, Lenz y Albert, algo que había repetido después, muchas otras veces, sólo a su hijo lobo, a Lenz. La velocidad más importante, decía Frederich Buchmann, no es la de la máquina en la que estamos sentados, sino la de las decisiones que tomamos. Una velocidad que depende exclusivamente del organismo, de la sangre que recibes cuando naces y de las ideas que recibes cuando creces. Ésa es la verdadera velocidad, decía Frederich, aquélla con la que decides. A su lado, la velocidad de un avión es similar a la de un carro.

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