Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 6

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UN SUICIDIO QUE LENZ NO OLVIDARÁ

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Ahora que su hermano había muerto, Lenz no dejaba de pensar en la extraña circunstancia de que, pese a haber crecido oyendo las mismas frases y las mismas ideas, se hubiesen vuelto tan distintos. Y en el origen de aquella separación entre dos sistemas por parte de cada una de las existencias, Lenz veía la determinante influencia de la sangre, y por eso mismo no dejaba de acusar mentalmente a su madre de la debilidad del hermano. Había sido de ella que éste había heredado aquel modo de vivir que no se medía con la misma vara que la de su padre o la propia.

Y ahora que la existencia de Albert había tocado a su fin, Lenz ya podía decir que no había sido sólo el modo de vivir, aquella cortesía excesiva, aquella delicadeza higiénica que aspiraba únicamente a no molestar, no había sido solamente esto lo que el lado femenino de la familia había dejado en su hermano sino también su enfermedad, que lo había debilitado primero lentamente y más tarde a una velocidad similar a la que existe en las tecnologias más recientes, en un traspaso rápido de información entre la muerte y lo que aún quedaba de vida en el organismo de Albert; asi pues, su muerte, su forma de morir similar a la forma de vivir, había sido también indudablemente femenina. La suya era una enfermedad que venia del lado de la madre y, además, había sido aceptada sin combate, o cuando menos Lenz no se había percatado de éste.

El médico Lenz había dicho a sus interlocutores en numerosas ocasiones que todo enfermo debe no sólo defenderse de la enfermedad sino también atacarla, del mismo modo que él la atacaba en calidad de médico, empuñando un arma y tratando de cortarle la cabeza. Y era este instinto de soldado que quiere ganar terreno y no solamente conservar el terreno ya conquistado, lo que Lenz no había visto jamás en los últimos días de la vida de Albert, una vez que los efectos más visibles de la enfermedad habían empezado a manifestarse.

Albert buscó refugio en los terrenos que ya conocía cuando debería haberlo buscado en la ciudad del enemigo, en pleno campo adversario, a ser posible a unos cientos de metros del general opuesto, de aquél que planea la mejor estrategia para aniquilar a los de nuestro lado; debemos buscar un escondrijo, pero para apuntar a la cabeza de ese general.

La indisciplina mental y física de su hermano, el modo en que había reducido sus acciones al mínimo, como si regresara a estados cada vez más informes –estados del individuo todavía nonato–, el modo en que había aceptado la progresión de la enfermedad, como si respetara sin la menor objeción una nueva legalidad impuesta desde fuera, como si fueran otros los amos de su vida; todo eso había consternado a Lenz.

La enfermedad, siempre lo había pensado, no era un modo valiente de morir, y su acción como médico, operando y en ocasiones salvando en el mismísimo límite a algunos hombres, era en el fondo un intento de dotar a esos organismos de cierta dignidad. No es propio de un hombre fuerte dejarse morir por la actividad de algunas células, decía Frederich a su hijo Lenz y, años más tarde, el médico Lenz a sus pacientes. Por el plomo –recordaba Frederich a sus dos hijos–, un Buchmann muere por el plomo.

Como siempre, su padre había cumplido aquella orden que en cierto modo se había dictado a sí mismo y que habría de revelarse tan importante en un momento dado, más adelante, en la vida de su hijo Lenz.

Dos días después de cumplir cincuenta y ocho años, cuando empezaba su declive físico, se había suicidado con una bala en la cabeza.

Era un episodio que ningún hijo, por fuerte que fuera, podría olvidar jamás.

POSICIONES EN EL MUNDO (INVENTARIO)
ORDEN Y DINERO EN LOS BOLSILLOS

1

Para Lenz, Albert había salido de la vida como “un niño” o “una virgen”. Y esta torpeza esencial, esta especie de depreciación de la moneda más importante de la familia –la honra y la valentía– hizo que Lenz no sintiera la menor incomodidad moral con la rápida apropiación de todos los bienes de su hermano. La que fuera la casa de Albert Buch­mann –al que Lenz, desde el momento de su muerte, intentaba que todos se refirieran tan sólo por su nombre de pila, dejando caer la conexión con el apellido en lo que no parecía más que un descuido– se había vendido en menos de seis meses, mientras que otros terrenos habían seguido valorizándose, a la espera de que “soplaran vientos más favorables”, como decía Lenz, que asociaba los altibajos de la moneda, las crisis y las euforias económicas a un conjunto de elementos más o menos aleatorios, no controlados por el hombre, mecanismos misteriosos que se acercaban así a la variabilidad del clima y a su naturaleza imprevisible.

En este particular, la ciudad, a fin de distribuir y aprovechar la riqueza, parecía depender de una voluntad externa. En el fondo, había la sensación de que pese a los muchos avances conquistados, a los asombrosos inventos técnicos, el hombre seguía dependiendo de que el árbol diera o no sus frutos, por más que ya no quedaran árboles y que los frutos ya no se arrancaran de sus ramas ni se cogieran del suelo: sencillamente se negociaban. ¿Dónde estaba entonces el nuevo árbol? ¿Y qué árbol era aquél que hacía que de pronto los precios subieran y el hambre se instalara en varios puntos del país para luego, pasados algunos años, empezar sin justificación alguna a dar frutos en exceso?

De algún modo, su ingreso en el Partido y su acercamiento a los espacios e instantes decisivos del país se relacionaban asimismo con ese sentido, simultáneamente erótico y militar, que era para Lenz la curiosidad. Quería saber si, estando más cerca de quien tomaba decisiones que afectaban a la población, podía captar, como quien halla por fin la última pieza de un rompecabezas, la lógica de las fluctuaciones de la riqueza. Quizá lo que en su vida práctica anterior (vida individual y ante individuos, vida de uno para uno, así la llamaba) interpretaba como anárquico, desordenado y sin un general que lo coordinara –las fluctuaciones económicas y militares de una sociedad– que tuviera en realidad un jefe inequívoco, un punto de partida claro, una velocidad y un ritmo mecánicos, y por tanto adaptables y susceptibles de ser repetidos. En esta posición de uno para muchos, que era la nueva posición de combate que Lenz Buchmann había conquistado con su ingreso fuerte en el Partido, tal vez pudiera ver una lógica, causas y fundamentos en lo que antes le había parecido simplemente caos.

Era éste un deseo secundario si se comparaba con la obsesión por la energía surgida del poder que lo había fascinado en el funeral de su hermano, pero también figuraba entre sus objetivos: comprender hasta qué punto la composición de las sustancias del poder político inter­fería en los recorridos y la velocidad de circulación del dinero. Quería confirmar aquello que su padre le había enseñado: la voz de mando del general determina el dinero que el hijo del soldado tendrá algún día en los bolsillos.

El adolescente Lenz, y más tarde el médico Lenz, habían crecido fascinados por esta frase; ahora se acercaba el momento de que un distinguido político –Lenz Buch­mann– comprendiera sus fundamentos. Pero, como se ha dicho ya, se trataba de una investigación secundaria; si su padre lo había dicho, él confiaba en que así sería.

Añádase que Lenz siempre había interpretado simples ideas de su padre acerca del mundo como declaraciones inequívocas o incluso órdenes. Y Lenz estaría más predispuesto a desplazar al mundo para que éste ocupara la posición exacta señalada por su padre que a reconocer que se había equivocado. Conocía bien el sentido de una orden. Puede tener buenas o malas consecuencias, pero ésa es una cuestión posterior, al margen de la energía central. Una orden es, sencillamente, una frase que hay que obedecer, un trozo de lenguaje; y quien lo recibe debe, a costa de su vida si fuera necesario, hacer que exista en la realidad. Una orden expresa la voluntad de quien sabe más, y por ende, a una voz de mando debe corresponder un conjunto de movimientos que procuran que el mundo confirme la visión clarividente de quien ha ordenado. Cada vez que una orden se cumple del todo, se confirma la jerarquía existente y, en ese sentido, el corazón se tranquiliza.

NO ESTAR NUNCA TAN CERCA

2

Dadas sus capacidades intelectuales –su cultura flexible contrastaba con el monopolio de ciertas ideas que dominaba la mayor parte de las cabezas de los que ahora eran sus pares–, Lenz Buchmann ascendió rápidamente en el Partido. Lenz Buchmann, tal cual, siempre: el apellido se había convertido en una exigencia del nombre de pila; el vocablo Lenz había desarrollado apetito, como un espectador que desea tener a alguien en la silla de al lado para así poder contemplar el mundo en compañía. Y este puesto de vigía había adquirido nueva reputación con la asociación del apellido.

Así pues, Lenz aprendía nuevos contenidos con celeridad. No la nueva matemática ni la nueva física, sino la vieja ciencia de unión y separación de los hombres. Cierto es que las alianzas y declaraciones de guerra se despojaban de su virilidad final, pero permanecían en esencia en todas las relaciones humanas dentro del Partido. Acostumbrado a lidiar a solas con las circunstancias de la venganza de un grupo de células particulares sobre un cuerpo, Lenz tenía ahora “más gente a su lado”. Su equipo médico en las operaciones más complejas nunca había pasado de siete personas, y de pronto se veía envuelto en reuniones en las que decenas de compañeros del Partido escuchaban sus declaraciones. Estos encuentros políticos revelaban una especie de energía magnética que funcionaba o no en el seno de un grupo, uniendo los elementos que lo constituían de un extremo al otro.

El sentimiento de comunidad era uno de los inventos de este nuevo tiempo en el que Lenz había entrado. Las premisas no se habían debatido, es decir, hombres llegados de sangres completamente distintas, de familias que jamás se habían cruzado en la cama ni en los grandes pactos de rendición o de declaración victoriosa, se hallaban ahora alineados, como si en realidad llevaran siglos combatiendo en el mismo ejército.

Esta ilusión –que lo era– no cegaba a Lenz. Incluso en las reuniones en las que el paisaje parecía adoptar una fisonomía única y la necesidad de unión entre los hombres se acercaba al límite a partir del cual sólo el amor físico puede saciar, Lenz se mantenía en dos puntos: estaba allá abajo, afinando las armas al unísono con los demás y simultáneamente arriba, en un puesto de vigía, un puesto secreto, oculto y –por qué no decirlo– que revelaba una traición, pues desde allí tenía acceso visual no al campo del enemigo sino al de los propios elementos aliados.

No en vano, Lenz Buchmann le había escuchado a su padre incontables anécdotas en las que dos soldados, o un soldado y un oficial, aprovechaban instantes y circunstancias que los situaban a solas, completamente aislados del resto del ejército, para vengarse el uno del otro por motivos personales disparándose por la espalda, y alegando más tarde una emboscada en la que el otro, por desgracia, había caído. En aquellas historias que contaba su padre, Lenz había intuido algo significativo: el hombre era uno, no dos, no tres, no veinte; uno. Y nada borraría ese hecho jamás.

Cuando alguien mataba a un integrante de su propio ejército por una razón puramente individual, se hacía evidente que odiaba mucho menos al enemigo del país o de sus ideas sobre el mundo que a su enemigo personal. El odio personal tenía una potencia inigualable.

UNA CONFESIÓN QUE TENDRÁ INNUMERABLES CONSECUENCIAS

3

Había sido por entonces cuando Frederich Buchmann había relatado un importante episodio que ocurrió, en uno de esos raros momentos en los que había descrito un pormenor concreto de su participación en la guerra. Sólo se lo había contado a su hijo Lenz, siendo éste ya adulto, mientras paseaban ambos por la ciudad. En lo que no era una confesión sino un relato neutro, como si él mismo, Frederich, no hubiese sido más que el testigo de un accidente de tráfico en el que no había tenido la menor responsabilidad ni implicación emocional, su padre le contó que había matado a un soldado de su propio ejército.

–Reduje los efectivos de mi regimiento con mi propio puño –fueron sus palabras–. ¿Y por qué? Por una sencilla razón: su mirada –dijo el padre Frederich. Y había proseguido–. Fue por ese motivo que, en un momento en que nos quedamos los dos a solas, lo maté. Nadie se percató de lo ocurrido. En el informe puse que, por descuido, había muer to víctima de una bala de su propia arma. Y era cierto: la bala era de su arma. Sólo que quien disparó fui yo. Su mirada cuando recibió una orden mía –insistió el padre–, esa fue la causa. Nada relevante, podrás decir tú ahora, muchos años después, rodeado de elementos pacíficos. Pero cuando se está en guerra las órdenes son esenciales, son la base, y hay miradas que tienen consecuencias. Él hubiese hecho lo mismo de haber tenido ocasión. Después de aquella mirada, actué más deprisa que él. En cuanto a él, no comprendió mi mirada o sencillamente fue más lento. O bien, y esta es la tercera posibilidad, no quiso reducir los efectivos del regimiento... –Y Frederich Buchmann, llegados a este punto, rompió a reír.

Lenz recordó varias veces este relato del padre, tanto para controlarse a sí mismo respecto a la embriaguez que el sentimiento de fraternidad hace aflorar –hasta el punto de hacer que en ocasiones la unión entre dos hombres pareciera eterna– como por otra particularidad de la que hablaremos a continuación.

En realidad, Lenz jamás había olvidado el nombre del soldado al que su padre había matado. De hecho, había sido su curiosidad la que había desenterrado su nombre.

–¿Cómo se llamaba, padre?

–¿Quién?

–El soldado.

–Hay nombres que no conviene conservar en la cabeza –había contestado Frederich.

–Dime cómo se llamaba.

–No recuerdo su nombre de pila. Se apellidaba Liegnitz.

Aquel nombre sonó como una pequeña explosión en su cabeza, y recordó el relato al instante cuando el presidente, dos días después de que Lenz Buchmann hubiese sido elegido por sus compañeros de Partido para desempeñar un importante cargo en la ciudad, le presentó a una joven de veinticinco años que sería, a partir de entonces, su secretaria:

–Mi querido doctor Lenz Buchmann, le presento a su secretaria; es extremadamente eficiente, se lo aseguro: Julia Liegnitz.

LA BIBLIOTECA
¿CÓMO DOMAR A UN ANIMAL SIN TENER EL PULSO FUERTE?

1

La recuperación de la mitad de la biblioteca de su padre que había quedado en casa de Albert tras la muerte de éste dejó en el cuerpo de Lenz la sensación de rescate, borrando por completo la de robo o incluso la de una negociación que se cierra en el momento en que la otra parte está demasiado débil para defenderse con el precio justo. La biblioteca de Frederich Buchmann poseía un carácter total. Más aún: constituía, en su conjunto, uno de los rasgos más significativos de la personalidad de su propietario. Así pues, a la muerte de su padre, el reparto de la biblioteca con su hermano había supuesto para Lenz una violencia absoluta.

Aquél había sido, de hecho, el incidente que había marcado el alejamiento definitivo entre Lenz y Albert. Ambos eran lectores, y por tanto potenciales interesados en aquel raro botín de miles de libros. Sin embargo, para Lenz la biblioteca no era una suma de libros. Planeaba sobre ella la figura del jefe de la familia Buchmann. Una especie de fantasma único, incompatible con algún pensamiento estadístico, unía todos aquellos volúmenes, convirtiendo el vulgar reparto del “uno para ti, uno para mí” en un desempeño técnico que en un momento dado se volvía obsceno por el hecho de haberse prolongado durante muchas horas.

Aquel día, Lenz sintió un odio perfectamente claro hacia el hermano que lo obligaba a dejar caer sus cualidades de luchador –renunciando a la totalidad del espacio y contentándose con la mitad– en una lógica de tendero que coloca el metro cuadrado, así como la unidad de cualquier objeto (ya sea un libro o un cacharro más estético), en el mundo del equilibrio, de la distribución justa y moral, como si la justicia fuera, al fin y al cabo, un concepto no humano sino numérico.

Como si el exceso no representara, en determinados momentos, a la justicia en toda su plenitud, y el peso equilibrado a cada lado no pudiera ser una mezquindad que humilla a dos hombres al tratarlos como semejantes.

Lenz todavía intentó decir, en aquel día difícil, que “semejante biblioteca no se puede dividir”, con la esperanza de que su hermano Albert avanzara hacia un gesto de quien baja los brazos para que el otro pueda mantenerlos erguidos. Sin embargo, había en Albert (Lenz lo comprendió aquel día), además de la debilidad, del carácter blando, la incapacidad de someterse a un verdadero sacrificio. En aquel momento Albert, pensó después Lenz, debería haber presentido que lo que estaba en juego no era quién se quedaba una obra de un determinado autor, sino quién se quedaba la obra inacabada de su padre. Se trataba de saber quién cogía el martillo que seguía en el aire y, con rapidez e intensidad, terminaba en el suelo el golpe certero que el padre de ambos, Frederich Buch­mann, había empezado.

Se trataba realmente de la herencia del padre, pero la biblioteca no era una herencia material en su sentido más clásico, sino que implicaba una posición, una moral propia.

Albert debería haber comprendido que él no podría ofrecer el movimiento que aquella biblioteca exigía. La biblioteca de su padre había instalado una serie que tendría una continuidad natural. Había un intervalo de intensidad entre cada uno de los libros, y hacía falta conocer ese intervalo, llegar a su núcleo, para poder dar continuidad a la biblioteca, sujetándola y conduciéndola por el mismo camino, como un caballo al que había que dominar, por la brutalidad si fuera necesario, pero con un objetivo preciso. Aquella biblioteca no era un objeto pasivo, no era algo que había que ordenar. Al contrario: era un elemento vivo que necesitaba que lo domaran, que lo condujeran; un caballo, ni más ni menos, ésa era la imagen perfecta, un caballo que, por más que llevara largos años al servicio de la familia, seguía conservando en el fondo del organismo ese instinto no humano (y también humano) de no apreciar a los hombres; de sentir que son incompatibles el hocico y las patas con la acción que un mero hombre exige al final de un día ajetreado.

La biblioteca del padre aún no había terminado sus exigencias. Era evidente, en ese sentido, la invitación a la acción que la entrada en la estancia de la biblioteca instalaba en Lenz.

¿Y qué podría entender de tales invitaciones al combate su hermano Albert, para el que la lectura era un momento de descanso y no ese raro instante en el que la estrategia de ataque al mundo empieza a consolidarse? Para Albert, la vejez sería la etapa de la vida en la que podría leer más aún; para Lenz, por el contrario, la vejez significaría el abandono de la lectura, pues esta exigía una vitalidad que sólo quien actúa con fuerza sobre el mundo logra conservar.

¿Qué estará pensando mi padre de mí?, murmuraba a menudo Lenz tras su muerte, precisamente en los momentos en que el día parecía descorrer una cortina y el sol surgía, como si fuese a la vez una voz de mando capaz de unir todas las cosas sobre las que se alza y el punto de discordia inicial. ¿Qué pensará de mí?

¿CÓMO SE SEPARAN DOS ENERGÍAS QUE YA NO SE VEN?

2

Lenz hizo todo el trabajo sólo. El entierro de Albert había tenido lugar la víspera.

Ni un día más de intervalo. Allí estaba Lenz, entrando en la biblioteca del hermano, intentando separar los libros originales de la biblioteca de su padre de los libros que después, o antes, había adquirido Albert.

Separaba aquellos libros y los veía diferentes y opuestos, como la salud y la enfermedad, el arma que ataca y el escudo, el hombre que se levanta y el que se duerme. En Lenz había una atracción o un rechazo que dirigía de forma alternada cada volumen según su propietario. No había en este caso una separación entre buenos libros y libros de autores mediocres y pasajeros. Nada de eso. El hermano Albert era también un hombre de cultura sólida, alguien que sabe cuáles son los libros que pesan en la estantería y cuáles los que parecen flotar, que no pare­cen ser cosas sino aire, un elemento al que nadie presta atención. No había libros de ésos, inmateriales, en casa de Albert. Pero lo importante era el impulso de quien los había comprado. En el acto de dejar los libros del hermano y llevarse tan sólo los que habían pertenecido a la biblioteca paterna subyacía el establecimiento no de una jerarquía literaria sino de una jerarquía de existencias. No se trataba de las frases que los ojos leían sino del modo en que las manos sujetaban el libro.

Lenz recordaba, de hecho, un duro reproche de su padre cierto día en que, tras una pausa, Frederich le había dicho bruscamente, como si Lenz estuviese a punto de romper una joya simbólica de la familia o de caer al vacío desde un precipicio:

–Ese libro no se coge así.

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