Kitabı oku: «Aprender a rezar en la era de la técnica», sayfa 7
RECUPERAR LA POTENCIA INICIAL: NO TODOS SOSTIENEN DEL MISMO MODO
3
Ya no era un niño, ya se había formado, ya eran muchas las personas que se dirigían a él con cierta deferencia primaria como doctor Lenz. Pues bien, el doctor Lenz miró a su padre, sorprendido, y escuchó lo que sigue:
–No se cogen libros como ése del mismo modo que se coge la mano de una novia. ¿Lo entiendes?
Lenz lo había entendido. Y pasados muchos años, lo estaba comprobando. Los libros, no sólo aquél, conservaban la marca de las manos que lo habían sostenido por primera vez, y era ésa la marca que él buscaba. En la biblioteca de su hermano había libros que tenían la marca de unas manos de combate y había otros que sencillamente no tenían marca. Y resultaba fácil separarlos –como el grano de la paja–, pensó Lenz, liberando una sonrisa de maldad inequívoca, una sonrisa rara en alguien que, como él, sabía dosificar cada vez mejor la inscripción que el interior del cuerpo hacía en el exterior, en la realidad. Pero estaba sólo, en medio de la biblioteca, en un final de tarde casi melancólico. Podía sonreír de aquel modo, no tenía más espectadores que dios, y desconfiaba de su capacidad de observación. Algo no funcionaba en aquel Dios. Una especie de totalidad incompleta. Alguien que, habiéndose puesto un traje impecable para la boda, cuando por fin va a ponerse los zapatos se encuentra, sin razón ni sentido alguno, con dos zapatos perfectos, pero para el mismo pie, dos zapatos derechos. En realidad, como él mismo solía decir, Lenz no se dejaba intimidar por los ciegos.
Pero en aquel momento estaba asqueado, ésa era la palabra, con la mezcla que Albert se había atrevido a hacer entre sus libros y los del padre. Albert no había mantenido la biblioteca del padre en unas estanterías y la suya en otras; por el contrario, había juntado autores, había reordenado, había colocado los libros según las letras del alfabeto en un movimiento rudimentario que revelaba su carácter débil: había mezclado la fuerza con el alfabeto.
Allí había dos mundos enemigos artificialmente transformados en uno sólo, en una especie de paraíso tonto en el que lobos y perros se reencuentran pastando la misma hierba que las obedientes ovejas. Querido Albert, pensaba Lenz, tu muerte no ha sido suficiente; también te olvidaré con facilidad.
Los libros de Albert poseían la marca de esa decadencia sin retorno, de ese tren que, habiendo descarrilado, cae sin control por un espacio misterioso, no domesticado, que hasta entonces había rodeado pacientemente las proezas técnicas del motor. Su hermano Albert era alguien al que la naturaleza había rechazado, del mismo modo que un mal alumno se ve rechazado por una institución humana: los libros de su hermano poseían la marca y el olor de su enfermedad. Eran volúmenes civilizados pero frágiles. Eran algo higiénico, la habitación de un enfermo.
En cuanto a Lenz: era de otro mundo.
OLVIDOS Y DEUDAS IRRISORIAS
4
La biblioteca que Lenz había rescatado y ahora ordenaba en el interior, en el estómago” de su propia biblioteca, compuesta ahora por sus libros y los de su padre mezclados, pues entre ambos flujos no había diferencia: él llevaba en el cuerpo la marca del padre, y los surcos de su mano parecían haber sido trazados por el arma que el valeroso oficial Frederich Buchmann había empuñado en la guerra. Así pues, la biblioteca parecía ahora reconstituirse, recobrar fuerzas gracias a una ciencia misteriosa.
Lenz, él así lo sentía, era el único hijo verdadero de Frederich Buchmann: se cumplía así una necesidad de los propios libros, verdaderos hermanos que se reencontraban y que en dicho reencuentro liberaban una energía poderosa. Libros raros de un mismo autor, primeras ediciones, se hallaban finalmente unos al lado de otros; habían vivido algunos años en dos casas, separados –como si se hubiese producido un divorcio–, y ahora se celebraba su reencuentro, la fusión de dos espacios en uno solo. Los libros revelaban un compañerismo inimitable: al unirse de nuevo parecían vestir otro uniforme, unos y otros, como si hubiesen sido inmovilizados y de pronto, por el mero roce piel con piel, se movilizaran de nuevo, como soldados que se agruparan para reconquistar la casa paterna.
Este compañerismo entre libros asusta y exalta a Lenz Buchmann, ahora que ha quedado claro, en el mundo de los vivos y de los humanos, y en el mundo mudo de la naturaleza, que él es el único Buchmann, el único que posee el estilo de los que juzgan a los demás y no de los que son juzgados.
Por fin, la biblioteca del padre ocupa el lugar que le corresponde: la casa de su hijo, Lenz, del hijo que en el futuro será el primogénito, pese a no haber nacido por ese orden, pues en unos pocos años superará la edad con la que Albert murió.
Y no es ésta un ansia mezquina –la de superar en vida la edad de un muerto–, sino una necesidad de rescisión con el pasado, de un olvido que se convierte no en un descuido sino en una tarea. Lenz Buchmann necesita olvidar que tuvo un hermano Albert, que vivió y murió débil, que vivió y murió no pareciendo un Buchmann sino un espectador de la familia Buchmann.
Alguien que se contentó con mantenerse en la media; vivió queriendo salud. Y murió tras haber recorrido todos los peldaños de la enfermedad, como el buen reo que no se debate mientras sube al cadalso para no perturbar el espectáculo.
Y luego todavía vino la muerte, que no fue, como no lo es en ningún cobarde, el asombro que es para los hombres fuertes. Lenz va a olvidar al hermano del mismo modo que uno olvida pagar una deuda irrisoria. Y la deuda se mantendrá porque nadie es indelicado hasta el punto de molestar a otra persona para recuperar algo que no resulta relevante.
UNA PEQUEÑA DEBILIDAD DE LENZ BUCHMANN
5
Lenz acaba de guardar el último volumen. Se detiene a observar hasta el último rincón de la estancia.
La biblioteca vuelve a estar unida y en movimiento. Él es ahora el que posee la voz de mando, la voz que dice: ¡Quiero éste! ¡Y éste! ¡Y éste!
Por la biblioteca circula una corriente eléctrica antigua; no débil, sólo antigua. Lo que simplemente quiere decir que empezó antes. Y esa corriente tiene ahora quien la sepa coger para empujarla otra vez. Esto que no se ve es la cosa más violenta que hay –piensa Lenz–, esto que está entre los libros, entre cada par de libros, una energía que no tiene más nombre que el de sus propietarios, Lenz Buchmann y el valeroso oficial Frederich Buchmann, su padre.
Y, por una vez, Lenz se sintió atacado y sin tiempo para reaccionar. Se apoyó en el armario, bajó la cabeza y, por primera vez desde la muerte de su padre, hizo lo que ni siquiera había hecho en el funeral de aquel hombre que se había metido una bala en la cabeza en el momento en que había comprendido que la debilidad se apoderaba de él sin el menor disimulo. Rodeado por una biblioteca reconstituida y feliz, incompleta porque tiene demasiado apetito y no porque le falte algo, al caer la tarde, tan sólo un día después del insignificante entierro de su hermano Albert, Lenz pensó en su padre y lloró, olvidando en aquel momento que era Lenz el fuerte, el único hijo que conservaba en la mano la marca del arma del militar Frederich Buchmann.
SOBRE LOS HOMBRES
JULIA Y GUSTAV LIEGNITZ
1
Julia Liegnitz, la secretaria del político en más rápido ascenso en el Partido, Lenz Buchmann, era en efecto competente.
La unión entre ambos se vio acelerada por una serie de acciones urgentes que el Partido había puesto en manos del nuevo hombre público.
Sometiéndose al objetivo de una gestión eficaz de las decisiones, la unión entre el hombre ya poderoso, de enorme cultura, casado, y de aquella joven que a todas luces estaba empezándolo todo y parecía todavía ingenua respecto a varias cosas, entre ellas su propio sufrimiento y el ajeno, se consolidó de forma casi mecánica; había allí una estructura de acero con una forma inalterable en la que otra pieza pequeña, todavía moldeable, encajaba ahora.
Al igual que cualquier otra secretaria, Julia Liegnitz escribía cartas, realizaba el primer contacto con personas que ocupaban un segundo plano para que el doctor Buchmann no perdiera tiempo escuchando convicciones personales de gente anodina, contestaba al teléfono, seleccionaba la información relevante de los diarios y, por encima de todo, mantenía ese pudor discreto que, en opinión de Lenz, debía poseer todo camarero que se preciara.
Ella mantenía una distancia que existía no para propiciar un salto sino un acercamiento hecho de pequeños pasitos, transmitiendo así la sensación de no querer despertar algo malo que duerme. Era ésta la postura de Julia, por la que Lenz sentía un claro aprecio.
En ella era natural la inclinación solícita, rayana en lo servil.
Respecto al apellido que lo había asombrado el día que los habían presentado, ya no quedaba la menor duda; Lenz no había tenido dificultad para investigarlo: su secretaria era la hija del soldado que había muerto en combate, en el regimiento comandado por el oficial Frederich Buchmann. El soldado, cuyo nombre propio, ahora lo sabía, era Gustav, había dejado dos huérfanos: Julia, la mayor, y un muchacho que tenía ahora veinte años y que el soldado Gustav Liegnitz no había llegado a ver siquiera. Al chico, nacido ya después de la noticia de la muerte del padre en combate, le habían puesto el nombre que era de esperar en semejante situación: el de su padre, Gustav Liegnitz.
SALVAR MENDIGOS
2
El cambio de escala se había producido de un modo tan rápido que al principio Lenz había tenido dificultad para reconocer a determinados hombres con los que había tratado en el ejercicio de su profesión como médico y que de pronto se presentaban ante él por otros motivos ajenos al sufrimiento físico. Hombres a los que había visto sufrir de un modo decisivo, en una entrega dura por la defensa de la vida, y que habían afrontado la supervivencia como un trabajo, algo que dependía de su voluntad, venían de pronto a pedir o a insinuar pequeños asaltos al dinero casi ilimitado que gestionaba el Partido.
Algunos hombres habían pasado de la fisonomía de alguien que sufre, una fisonomía que, pese a todo, Lenz había aprendido a respetar, a una fisonomía de mendigo, de alguien que a cambio de unas monedas es capaz de repetir veinte veces una mirada de virgen.
Esta alteración, este desvío de la virilidad, esta existencia que amontonaba a hombres radicalmente distintos en una sola cueva de la que salían manos vivas que parecían pedir monedas, eran alteraciones y desvíos extraños, poco explicables. Lenz tenía la impresión de que a los hombres les gustaba aquella misteriosa forma de desaparecer entre la masa humana, y se quedaba estupefacto ante el empleado que, delante del político Lenz Buchmann, pedía algo y añadía de modo implícito, encogiéndose de hombros: no soy distinto a todos los demás. En tales circunstancias, la ausencia de vergüenza de aquel hombre no podía sino causarle sorpresa. ¿Cómo era posible?
¿QUÉ VES CUANDO MIRAS HACIA DONDE MIRAN TODOS?
3
Lenz Buchmann conservaba en la memoria alguna que otra imagen de su niñez, rodeado de muchedumbres exaltadas. En cierta ocasión, su padre Frederich lo había llevado a ver el desfile militar y, como siempre, se había negado a levantarlo por encima de su cabeza o a llevarlo en hombros. El niño Lenz debía esforzarse en ver por sus propios medios. Y la sensación del niño Lenz en tales momentos era de puro terror, en medio de cientos y cientos de piernas desconocidas, y peor aún, piernas cuya atención se dirigía hacia fuera, en una postura de hipnotizado que espera que pase el desfile militar para volver a la normalidad, es decir, a las preocupaciones individuales. En tales circunstancias, el niño Lenz sentía mucho temor, no de un hombre en particular sino de aquella unión falsa de principio a fin. Una unión no entre dos hombres que están uno al lado del otro, sino de dos hombres separados entre sí –en ese momento de un modo todavía más brutal que en el día a día–, y que se juntan tan sólo en la contemplación común de un mismo paisaje. Personas que se volvían aliadas no en la misma actividad, sino en la misma pasividad.
Lenz Buchmann conocía a los hombres: en su mayoría cultivaban la amistad para compartir el mismo refugio, y tan sólo una minoría, de la que él sabía formar parte, trababa amistad con quienes compartía una misma arma, por más que ésta no fuese metálica. Y esta conexión, siendo de lo más rara, bastante más difícil, era no obstante –Lenz lo sabía– la única que se acercaba a una relación sanguínea como la que existe entre padre e hijo, alejada por tanto de una relación contractual, de una relación lógica que existe dispersa en grandes cantidades en el mundo de la ciudad.
ESTRATEGIA Y ANATOMÍA
4
Aquella multitud de batallones enteros de espectadores desarmados lo había atemorizado cuando tenía seis años y lo atemorizaba ahora, cuando por la ventana de su despacho veía a la gente común y corriente, cientos de personas allá abajo, pasando de un lado al otro, reducidas a un tamaño mínimo. Pero personas que, con un esfuerzo de los ojos, acertaba todavía a distinguir y reconocer individualmente.
Aquella ventana tenía, en el fondo, una altura pensada al milímetro para permitir una especialización de la mirada, una mirada que lograba ver a quinientas personas y también, en caso de necesidad, enfocar a una sola y observar ese cuerpo en cuanto figura ejemplar, ampliándolo mediante una atención precisa. Quien quiera que hubiese construido aquellas ventanas, con aquella disposición, en esa planta concreta del edificio entendía desde luego no sólo de arquitectura, sino también de política.
La ventana del despacho del importante elemento del Partido Lenz Buchmann era para un hombre de acción, no para un espectador. Estaba hecha para alguien que ve los dos campos de la existencia: el estratégico y el anatómico. Desde aquella ventana, todos sus compatriotas podrían pasar por extranjeros si no enfocaba la mirada, y sin embargo, podía reconocer desde allí a un familiar directo. Si su padre aún viviera podría, por ejemplo, verlo con claridad desde la ventana, reconocer su fisonomía y su forma de caminar sin la menor sombra de duda. Se hallaba, por tanto, ante una combinación extraordinaria de alejamiento y cercanía, como si, por un efecto del azar que sólo podía resultar de las grandes fuerzas que dominaban el mundo, le hubiesen adjudicado a él, Lenz Buchmann, la única ventana del observador que observa para actuar, la ventana de las grandes existencias, la ventana de quien sabe que ha nacido para influir en los hombres de uno en uno, y también a todos en su conjunto.
Y Lenz Buchmann, aquella tarde de clima ameno, asomado a la ventana, tras haber traspasado incontables quehaceres a su secretaria Julia Liegnitz –una muchacha de trato sencillo, guapa y eficiente–, cumplidas las tareas políticas del día, veía pasar a la gente en un despliegue de la vitalidad de la ciudad, gente que iba y venía sin cesar.
Y en aquel preciso instante sintió, sin que acertara a saber por qué, el impulso de levantar el brazo y hacer la señal de la cruz. Él, que se había mofado de aquel gesto decenas de veces y seguiría mirándolo en los días siguientes con el distante sarcasmo de siempre.
LA SEÑAL DE LA CRUZ Y LA OTRA MARCA QUE LENZ SUEÑA DEJAR
5
Así pues, asomado a la ventana, como si fuese un cura, hizo la señal de la cruz sobre todos aquellos puntos humanos que marchaban, y en aquel momento pensó, como un padre que se dirigiera a sus hijos: Que Dios los proteja, aunque enseguida lo corrigió por un ¡Que Dios nos proteja!, que lo incluía no en la mezquindad individual de los de allá abajo sino en la debilidad, pese a todo, de la especie. En ese momento, la conciencia de que acabaría muriéndose, del mismo modo que todos aquellos a los que veía desde la ventana, se le hizo insoportable. Alguien había cometido un terrible error, que había teñido de irracionalidad toda su vida.
En aquel momento, Lenz se sintió observado. Se vio de nuevo como el cura que bendice o perdona en un gesto magnánimo a una multitud de creyentes, pero que tiene ahora a su espalda, sin percatarse de ello, a otro hombre que lo bendice y perdona. Y éste, a su vez, tiene a otro hombre a su espalda; y este a otro más, y así hasta el final de los días y del espacio en una línea que coincidía con la sucesión de las generaciones que lo habían precedido y que habrían de seguirle. Alguien hará sobre ti la señal de la cruz, pensó Lenz, y la imagen concreta de este pensamiento lo sacudió de nuevo. Pensó en el suicidio de su padre y lo vio ahora desde otro ángulo. En realidad, se había matado a tiempo para evitar caer en una situación de debilidad tal que no pudiera rechazar ese último gesto piadoso, la señal de la cruz.
No ser jamás la presa alcanzada de muerte que respira tan sólo desde un punto mínimo de la existencia, pensó. Lenz era un cazador, siempre había sentido placer en cazar y no consentiría, bajo ningún concepto, que transformaran a un cazador en presa.
Entonces hizo de nuevo, sin pensarlo, el gesto de la cruz sobre aquellas personas que no se detenían allá abajo, como si fueran un sólo grupo de hombres repitiendo en círculos el mismo trayecto. Pero no: era la población entera la que pasaba por allí. Él estaba en el centro, todos necesitaban algo del centro de la ciudad, pues era allí donde estaban los alimentos, los transportes, las mujeres que se hacían pagar. El centro de todo, y lo que quedaba al margen del centro eran pormenores. Las casas individuales, por ejemplo. Allí, en el centro, estaba el inicio de la explosión.
Lenz Buchmann, mientras tanto, se sentía más satisfecho con aquella segunda señal gesto de la cruz, en el que sus dedos casi habían tocado el cristal de la ventana. Había hecho el gesto con el brazo de cazador, no con el brazo de quien se dispone a mantener un duelo ni mucho menos con el brazo de algo que aspira tan sólo a sobrevivir.
Como el dueño del buey que señala con el símbolo de su propiedad el dorso del animal, así dejaría también Lenz Buchmann la marca de su nombre en el dorso de la población antes de desaparecer. Ése era su destino. Estaba seguro de ello.
Lenz se rió para sus adentros de su propia ambición y de la precocidad con que se había manifestado. Recordó el divertimento que tenía cuando era un muchacho: robaba decenas y decenas de horarios de trenes y, sobre aquellas tablas de números exactos que dirigían y condicionaban al igual que la luz la vida de miles de personas, escribía su nombre en negro:
¡Lenz Buchmann, Lenz Buchmann, Lenz Buchmann!
¿PODEMOS HABLAR A SOLAS?
6
Desde aquella ventana de francotirador, Lenz se sorprendía a veces reconociendo a alguien con quien había tratado en sus tiempos de médico. Y al ver aquel cuerpo ahora diluido en la masa de cuerpos cuya única virtud parecía ser la de ocupar su campo de visión, como si los hubieran contratado para distraer sus ojos –un conjunto de payasos o contorsionistas de circo–, habiendo reconocido pues a aquel cuerpo, Lenz casi se arrepentía de haber actuado sobre él. Y señalando con cierta repugnancia al individuo en cuestión, comentaba a renglón seguido, desolado:
–No puedo creer que sea el hombre al que salvé.
Como si el hecho de haberlo salvado para aquello” –para verlo desde la ventana, entre todos los demás– fuese la prueba de un error: no había salvado a un individuo, sino a una sustancia que se diluye y cuyas materias esenciales aceptan con tranquilidad el hecho de desaparecer. Agua en el agua, murmuraba Lenz Buchmann cuando Hamm Kestner, diputado del Partido y el hombre al que todos señalaban como futuro presidente, entró en su despacho.
–¿Podemos hablar, estimado Buchmann, a solas?