Kitabı oku: «La educación sentimental», sayfa 2
II
El padre de Charles Deslauriers, un viejo capitán de infantería retirado en 1818, volvió a Nogent para casarse, y con el dinero de la dote compró una plaza de procurador que apenas si le daba para vivir.
Agriado por las continuadas injusticias, resintiendo sus añejas heridas y echando de menos al emperador, desahogaba con los más cercanos sus arranques de cólera. Pocos muchachos habían sido más golpeados que su hijo; pero el pillete, a pesar de los golpes, continuaba en lo mismo. Cuando la madre trataba de interponerse, salía tan maltratada como el chico. Por último, el capitán le colocó en su despacho, teniéndole durante todo el día inclinado sobre un pupitre copiando documentos, por lo que el hombro derecho se desarrolló más que el otro.
En 1833, a instancias del señor presidente, el capitán vendió su bufete. Su mujer murió de cáncer. El se fue a vivir a Dijon, estableciéndose a poco como corredor de quintos en Troyes, y habiendo obtenido una media beca para Charles, le inscribió en el colegio de Sens, donde Frédéric le conoció de nuevo. Pero el uno tenía doce años y el otro quince; además, mil diferencias de carácter y de origen los separaban.
Frédéric guardaba en su cómoda toda suerte de provisiones y finos utensilios y, entre otros, un estuche de aseo. Le gustaba levantarse tarde, contemplar a las golondrinas, leer obras teatrales y, echando de menos las comodidades de su casa, la vida del colegio le parecía penosa.
En cambio, el hijo del procurador la tenía por buena, y trabajaba tanto, que al segundo año estudiaba ya las asignaturas del tercero. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su carácter pendenciero, le rodeaba una sorda malevolencia. Cierta vez, cuando un criado le llamó, en plena clase "hijo de mendigo", se abalanzó sobre su cuello, y lo hubiera estrangulado, de no ser por la oportuna intervención de tres jefes de estudios. Frédéric, lleno de admiración, lo estrechó entre sus brazos. A partir de ese día, la intimidad fue completa. Tener el afecto de un mayor lisonjeó, sin duda, la vanidad del muchacho, y el otro aceptó como una felicidad aquella adhesión que se le ofrecía.
Durante las vacaciones, el padre lo dejaba en el colegio. Una traducción de Platón, que la casualidad puso en sus manos, lo llenó de entusiasmo y le sembró la afición por los estudios metafísicos, en los que hizo rápidos progresos, pues a ellos se entregó con juveniles arranques y con el orgullo de una inteligencia emancipada. Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Malebranche, los Escoceses, todo cuanto la biblioteca contenía, pasó por sus manos; inclusive llegó a sustraer la llave para procurarse libros.
Las distracciones de Frédéric eran menos serias. Dibujó en la calle de Trois-Rois la genealogía de Cristo, esculpida en un pilar de madera, y luego el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media, la emprendió con las Memorias, leyendo las de Froissart, Comines, Pierre de l'Estoile y Brantôme.
Las imágenes que esas lecturas producían en su espíritu le dominaban de tal manera que se sentía empujado a reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott de Francia. Deslauriers, por su parte, meditaba sobre un vasto sistema filosófico que tuviera las más amplias aplicaciones.
De todo esto hablaban durante las horas de recreo, en el patio, frente a la inscripción moral que se leía bajo el reloj, y cuchicheaban sobre lo mismo en la capilla, delante de San Luis; luego soñaban con eso en el dormitorio, desde el que se dominaba un cementerio. Los días de paseo se rezagaban para seguir charlando interminablemente.
Hablaban de lo que harían más adelante, cuando salieran del colegio. En primer término, emprenderían un largo viaje con el dinero que Frédéric recibiría a cuenta de la fortuna que había de heredar al llegar a la mayoría de edad. Luego volverían a París, trabajarían juntos y no se separarían, y, para descanso de sus afanes, tendrían amores con princesas en gabinetes de raso o resplandecientes orgías con cortesanas célebres. Transitaban del entusiasmo a la duda, cayendo en silencios profundos después de su alegre verbosismo.
En los atardeceres estivales, tras largas caminatas por los pedregosos caminos que bordeaban los viñedos, o por las carreteras, a través de los campos, cuando los trigales ondulaban al sol y se diluían en el aire los perfumes de angélica, los sobrecogía una especie de sofocación y se echaban boca arriba, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban a la barra o echaban las cometas. El celador los llamaba, y todos emprendían el regreso por los jardines atravesados por arroyuelos, después cruzaban los bulevares, ensombrecidos por los antiguos muros; sus pasos resonaban en las calles desiertas; la verja se abría, subían las escaleras y se quedaban tristes, como en una especie de resaca, al pensar en las pasadas expansiones. Según el prefecto del colegio, los dos jóvenes se exaltaban mutuamente: sin embargo, si Frédéric llegó a trabajar en las clases superiores, ello fue debido a las exhortaciones de su amigo; por eso, durante las vacaciones de 1837, lo invitó a casa de su madre.
A la señora Moreau no le agradó el joven: comía excesivamente, se negaba a ir a misa los domingos y tenía ideas republicanas. Por último, ella creyó descubrir que había llevado a su hijo a lugares deshonestos.
Decidió vigilar esa relación, lo que no hizo sino acrecentar la amistad entre ellos. Al año siguiente, cuando Deslauriers abandonó el colegio para estudiar Derecho en París, la despedida de los dos amigos fue dolorosa. Frédéric pensaba reunirse con él. Hacía dos años que no se veían; cuando acabaron de abrazarse, se dirigieron al puente para platicar a sus anchas.
El padre de Deslauriers, que tenía por entonces un billar en Villenauxe, enrojeció de cólera cuando su hijo le pidió cuentas de su tutela, llegando al extremo de negarle, en absoluto, la comida. Pero como Deslauriers pretendía para más adelante una cátedra de profesor en la escuela y carecía de dinero, aceptó un puesto de oficial en casa de un procurador. A fuerza de privaciones ahorraría cuatro mil francos, y, en caso de no obtener nada de la herencia materna, siempre podría trabajar libremente durante tres años, en espera de hacerse una posición.
Era preciso, pues, dejar de lado su antiguo proyecto de vivir juntos en la capital, al menos por el momento.
Frédéric inclinó la cabeza. Aquél era el primero de sus sueños que se desvanecía.
—Consuélate —dijo el hijo del capitán—: la vida es larga y somos jóvenes. Ya me reuniré contigo. No pienses más en eso.
Y estrechándole las manos, le preguntó por las incidencias de su viaje, para distraerlo.
Frédéric no tenía mucho que contar. Pero ante el recuerdo de la señora Arnoux su pesadumbre se desvaneció. Sin embargo, por pudor, no habló de ella, y sí, en cambio y muy extensamente, del marido, refiriendo sus ideas, sus modales y sus relaciones; Deslauriers, después de oírlo, le animó a que cultivara la amistad de aquel hombre.
En aquellos últimos tiempos Frédéric no había escrito nada; sus opiniones literarias sufrieron un notable cambio; estimaba por encima de todo la pasión; Werther, René, Franck, Lara, Lelia y otros de menor fama le entusiasmaban casi en idéntica medida. A veces le parecía que la música era lo único que podría expresar sus íntimas turbaciones, y entonces soñaba con componer sinfonías; otras veces se sentía sobrecogido por el aspecto exterior de las cosas, y el deseo de pintar se apoderaba de él. Sin embargo, había escrito algunos versos. Deslauriers los encontró bellísimos; pero no pidió que le leyera más.
En cuanto a Deslauriers, había abandonado la metafísica. Ahora le interesaban la economía social y la Revolución francesa. Por esta época era un mozo avispado, de veintidós años, enjuto, de boca ancha y aire resuelto. Aquella noche llevaba un pantalón de lana ya raído, y sus botas se veían blancas de polvo, pues había recorrido a pie el camino de Villenauxe, con la intención expresa de ver a Frédéric.
Isidoro se acercó. La señora rogaba al señorito que volviera y, temiendo que hiciera frío, le enviaba la capa.
—¡Quédate! —dijo Deslauriers.
Y siguieron paseando de un extremo a otro de los dos puentes que se apoyan en la angosta isla formada por el canal y el río.
Cuando iban por el lado de Nogent tenían enfrente una manzana de edificios ligeramente inclinados; a la derecha, la iglesia emergía entre los molinos de madera, cuyas compuertas estaban cerradas, y a la izquierda, a lo largo de la orilla, un conjunto de arbustos cercaba los apenas perceptibles jardines. Pero del lado de París la carretera bajaba en línea recta y los prados se perdían en la distancia, entre los vapores de la apacible noche, de una claridad lechosa. Los olores del húmedo follaje llegaban hasta ellos, y el agua, cien pasos más allá, al rebasar la presa, se oía el suave murmullo de las aguas entre las tinieblas.
Deslauriers se detuvo y dijo:
—¡Es tan curioso!: jesas buenas gentes durmiendo tan tranquilas!
¡Paciencia! ¡Un nuevo 89 se prepara! ¡El pueblo está harto de Constituciones, de Cartas, de sutilezas, de mentiras! ¡Cómo sacudiría todo eso si tuviera un periódico o una tribuna! ¡Pero para emprender cualquier cosa hace falta dinero! ¡Qué desgracia ser el hijo de un cantinero y tener que dedicar la juventud a la lucha por el pan cotidiano!
Inclinó la cabeza y se mordió los labios, tiritando bajo su delgado traje.
Frédéric le echó la mitad de su capa por los hombros; los dos se envolvieron en ella y, cogidos de la cintura, prosiguieron su marcha.
—¿Cómo quieres que viva allá abajo sin ti? —decía Frédéric, que volvió a entristecerse ante la amargura de su amigo. De haberme amado una mujer, yo hubiera hecho cualquier cosa... ¿Por qué te ríes?
El amor es el alimento y la atmósfera del genio. Las emociones extraordinarias engendran las obras sublimes. En cuanto a buscar a la que yo necesitaría, renuncio a ello! Por otra parte, si alguna vez la encuentro, me rechazará. Pertenezco a la raza de los desheredados, y mi tesoro, de borra o de diamante, se extinguirá conmigo.
Una sombra se reflejó en el suelo, mientras oían estas palabras:
—Servidor de ustedes, señores.
El que las pronunciaba era un hombrecillo vestido con amplio levitón oscuro y tocado con una gorra que bajo la visera dejaba ver una puntiaguda nariz.
—¿Tío Roque? —dijo Frédéric.
—El mismo —repuso la voz.
El nogentés justificó su presencia en aquel sitio diciendo que venía de su huerto, de inspeccionar sus trampas para los lobos, a la orilla del agua.
—¿Así que estás de regreso? ¡Muy bien! Lo he sabido por mi chiquilla. La salud, supongo, será buena. ¿Te quedarás un tiempo entre nosotros?
Y se marchó, desalentado, sin duda, por la reacción de Frédéric. La señora Moreau no lo frecuentaba; el tío Roque vivía en amasiato con su sirvienta, y no obstante ser el electorero y administrador del señor Dambreuse, no tenía muy buena reputación.
— Ese señor Dambreuse, ¿no es el banquero que vive en la calle de Anjou? —preguntó Deslauriers—. ¿Sabes lo que deberías hacer?
Isidore les interrumpió otra vez. Tenía órdenes de llevar consigo a Frédéric; la señora se inquietaba con su prolongada ausencia.
—Bien, bien; ahora mismo va para allá --dijo Deslauriers; no se quedará fuera de casa.
Y una vez que el criado se marchó, Deslauriers prosiguió:
—Deberías pedirle al viejo que te presente con los Dambreuse; nada tan útil como frecuentar una casa rica. Puesto que tienes frac y guantes blancos, júsalos! Es preciso que frecuentes esa sociedad.
Después me llevarás a mí. Piénsalo bien, ¡se trata de un hombre millonario! Arréglatelas para agradarle, lo mismo que a su mujer, y si puedes hazte su amante.
Frédéric protesto.
—Pues me parece que lo que te digo es algo normal. ¡Acuérdate de Rastignac, en la Comedia humana! ¡Lo lograrás, estoy seguro!
Frédéric confiaba plenamente en Deslauriers, de modo que lo convenció, y olvidando a la señora Arnoux, o incluyéndola en la predicción hecha por su amigo, no pudo contener una sonrisa.
Deslauriers prosiguió:
—Un último consejo: examínate. Un título es siempre muy conveniente. Y abandona de una vez a tus poetas católicos y satánicos, tan al corriente de la filosofía como se estaba en el siglo XII. Tu desesperación es tonta. Personajes importantísimos tuvieron en sus principios dificultades mayores, comenzando por Mirabeau. Además, nuestra separación no será tan larga. Ya haré vomitar el dinero al tramposo de mi padre. En fin, ya es hora de que me vaya; adiós. ¿Tienes cinco francos para mi cena?
Frédéric le entregó diez; el resto de lo que por la mañana le diera Isidore.
A unos veinte pasos de los puentes, a la orilla izquierda, en el desván de una casa achatada resplandecía una luz.
Deslauriers, al verla, se quitó el sombrero y dijo enfáticamente:
—¡Venus, reina de los cielos, salud! Pero ¡la Miseria es la madre de la Sabiduría! ¡Cuánto se nos ha calumniado por eso! ¡Misericordia!
Esa alusión a una aventura común los puso alegres; avanzaron, riendo a carcajadas, por en medio de las calles.
Luego, y una vez pagada la cuenta en la fonda, Deslauriers acompañó a Frédéric hasta la plazuela del Hôtel-Dieu, y después de un prolongado abrazo los dos amigos se separaron.
III
Dos meses después, Frédéric, apenas llegó a la calle Coq-Héron, pensó en hacer su gran visita. La casualidad ayudó a sus deseos. El tío Roque había ido a llevarle un rollo de papeles, suplicándole que lo entregara personalmente al señor Dambreause, y con el rollo le entregó una carta abierta en la que hacía la presentación de su joven paisano.
La señora Moreau pareció sorprendida ante esta situación, mientras que Frédéric disimulaba el gran placer que le producía.
El verdadero nombre del señor Dambreuse era conde d'Ambreuse; pero desde 1825 abandonó su título nobiliario y se dedicó a la industria, atento siempre a lo que se decía en los despachos y metido en toda suerte de negocios, al acecho de las oportunidades, sutil como un griego y dedicado como buen auverniano, por lo que logró amasar una considerable fortuna; además, era miembro de la Legión de Honor y del Consejo General del Aube, diputado, y con el tiempo llegaría a Par de Francia; complaciente, por lo demás, asediaba al ministro con sus continuadas peticiones de apoyos, cruces y estancos, y, en sus ataques al poder, se inclinaba siempre al centro izquierda. Su mujer, la linda señora Dambreuse, cuyo nombre aparecía en los periódicos de modas, presidía las reuniones de caridad. Halagando a las duquesas, apaciguaba los rencores de la nobleza y hacía creer a todos que su marido podría aún arrepentirse y prestarles buenos servicios.
Frédéric se encaminó a aquella casa, sumamente turbado. "Debí haberme puesto frac. ¿y si me invitan al baile de la próxima semana?
¿Qué irán a decirme?" Recuperó el aplomo al pensar que el señor Dambreuse no era más que un ricachón, y saltó con gallardía de su coche a la acera de la calle de Anjou.
Tras empujar una de las dos puertas cocheras, atravesó el patio, subió la escalinata y penetró en un vestíbulo con piso de mármol de color.
Una doble y recta escalera, con alfombra roja y varillas de bronce se apoyaba en las altas paredes de brillante estuco; al pie de la escalera se veía un plátano cuyas anchas hojas caían sobre el terciopelo del pasamanos; de dos candelabros de bronce pendían unos globos de porcelana, merced a unas cadenillas; los radiadores de los abiertos caloríferos exhalaban un bochornoso hálito, y sólo se oía el tic-tac de un enorme reloj, al otro extremo del vestíbulo, bajo una panoplia.
Sonó un timbre y apareció un criado, que condujo a Frédéric a una salita en la que se veían dos arcones con los compartimientos llenos de legajos, y entre uno y otro arcón estaba el señor Dambreuse, en el escritorio de su despacho, escribiendo.
Pasó la vista por la carta del tío Roque, rasgó con su cortaplumas la tela que envolvía los papeles y los examinó.
De lejos, y debido a sus pocas carnes y corta estatura, parecía más joven; pero sus escasos y blancos cabellos, sus miembros débiles y, sobre todo, la notable palidez de su rostro, descubrían el desgaste provocado por el paso del tiempo. Sin embargo, en sus ojos verdes, más fríos que si fueran de cristal, brillaba una despiadada energía. Tenía los pómulos salientes y nudosas articulaciones en las manos.
Levantándose, dirigió al joven algunas preguntas sobre personas que ambos conocían, sobre Nogent, y luego sobre sus estudios; por último, inclinándose, se despidió. Frédéric salió por otro pasillo y fue a dar al patio, junto a las cocheras.
Un carruaje azul, tirado por un caballo negro, estaba parado al pie de la escalinata. Se abrió la portezuela; una señora subió, y el coche empezó a rodar sobre la grava, con un ruido apagado.
Frédéric llegó al mismo tiempo a la puerta de la cochera, por el lado opuesto, y como el espacio no era suficiente, tuvo que esperar. La joven mujer, asomada a la ventanilla, hablaba en voz baja con el portero. Frédéric sólo le veía la espalda cubierta con un manto morado, entreteniéndose en examinar el interior del carruaje, forrado de reps azul, con pasamanerías y calados de seda; el vestido de la dama lo llenaba todo; de aquel acojinado transporte emanaba un perfume de iris y una vaga sensación de elegancia femenina. El cochero aflojó las bridas; el caballo arrancó, rozando bruscamente el guardacantón, y todos desaparecieron.
Frédéric regresó a pie por los bulevares, lamentándose de no haber podido ver más detenidamente a la señora Dambreuse.
Un poco más allá de la calle Montmartre, el paso de unos carruajes le detuvo y le hizo volver la cabeza, y entonces pudo ver, del otro lado, una placa de mármol que decía:
JACQUES ARNOUX
¿Cómo no había pensado antes en ella? La culpa era de Deslauriers; se dirigió hacia la tienda, pero no entró: esperaba a que ella apareciera.
Las altas y transparentes vitrinas ofrecían a las miradas curiosas, merced a una hábil disposición, estatuillas, dibujos, grabados, catálogos, algunos números de L'Art Industriel, y los precios de la suscripción se repetían sobre la puerta, adornada con las iniciales del editor. De las paredes colgaban enormes cuadros, abrillantados por el barniz, y allá, al fondo, dos estantes repletos de porcelanas, bronces y atractivas curiosidades; los separaba una escalerilla rematada por una cortina de alfombra; y una araña antigua de Sajonia más una alfombra verde en el suelo, y una mesa labrada, daban al interior una apariencia de gabinete, más que de tienda.
Frédéric fingió examinar los dibujos, y, tras infinitas vacilaciones, entró por fin.
Un dependiente le dijo que el dueño no vendría "al almacén" sino a las cinco; pero que si deseaba dejarle un recado...
—No; volveré - replicó Frédéric suavemente.
Los días siguientes se dedicó a buscar alojamiento, decidiéndose por una habitación amueblada en el segundo piso de un hotel de la calle de Saint-Hyacinthe.
Con un cartapacio nuevo bajo el brazo, se dirigió a la apertura del curso. Trescientos jóvenes sin sombrero llenaban un anfiteatro en el que un anciano con toga roja disertaba con monótona voz, mientras se oía el rasguear de las plumas en el papel. Volvía a encontrar en aquella sala el polvoriento olor de las clases, una cátedra igual a las que ya conocía, un fastidio idéntico. Durante quince días continuó asistiendo; pero aún no llegaba al artículo tercero cuando decidió abandonar el Código Civil, dejando la Instituta en la Summa divisio personarum.
Los goces que se había prometido no llegaban, y cuando hubo agotado los libros de un gabinete de lectura recorrió las salas del Louvre, y asistió con frecuencia al teatro, cayendo a menudo en la más insondable ociosidad.
Mil nuevos motivos aumentaban su tristeza. Tenía necesidad de contar su ropa blanca y aguantar al portero un patán con pinta de enfermero--, que todas las mañanas subía, gruñendo y apestando a alcohol, a hacerle la cama. Su habitación, adornada con un reloj de alabastro en la pared, le desagradaba, y como los tabiques eran delgados, estaba obligado a oír a los estudiantes vecinos hacer ponches, cantar y reír.
Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos camaradas, llamado Baptiste Martinon; dio con él en una modesta casa de huéspedes de la calle Saint-Jacques, empollando sus códigos ante un buen fuego. Frente a él, una mujer en bata zurcía calcetines.
Martinon era lo que se llama un guapo mozo: alto, mofletudo, de facciones regulares y azules ojos saltones; su padre, un rico labrador, lo dedicaba a la magistratura, y queriendo aparentar seriedad, usaba barba cortada en forma de collar.
Como el malestar de Frédéric no tenía una causa justificada y tampoco podía alegar desgracia alguna, Martino no podía explicarse aquellas lamentaciones sobre la vida. Iba todas las mañanas a la Escuela, se paseaba luego por el Luxemburgo; por la noche tomaba media taza de café, y con sus mil quinientos francos anuales y el cariño de aquella obrera se sentía perfectamente dichoso.
"¡Qué dicha!", pensó Frédéric para sí.
En la Escuela conoció al señor de Cisy, hijo de una buena familia y que por sus delicados modales parecía una señorita.
El señor de Cisy se dedicaba al dibujo y sentía predilección por el arte gótico. Varias veces fueron juntos a Sainte-Chapelle y Nôtre-Dame, pero bajo la distinción de aquel noble mozo se ocultaba una mediocre inteligencia. Todo le sorprendía; se reía de cualquier cosa, era tal su ingenuidad, que Frédéric, en un principio, le tomó por socarrón, convenciéndose, finalmente, de que era bobo.
Explayarse, pues, no era posible con nadie; de modo que continuaba aguardando la invitación de los Dambreuse.
En Año Nuevo les envió su tarjeta, sin que ellos correspondieran.
Había vuelto otra vez por L'Art Industriel. Reincidió una tercera, y, por fin, vio a Arnoux, discutiendo con cinco o seis personas, y apenas si contestó a su saludo, lo que molestó a Frédéric; pero ello no fue suficiente motivo para que renunciara a buscar el medio de acercarse a ella.
En un principio se le ocurrió presentarse con frecuencia por allí para comprar cuadros. Luego pensó en depositar en el buzón del periódico, como medio de relacionarse, algunos artículos " muy fuertes"
¿Sería más conveniente, acaso, ir directo a su objetivo y declarar su amor? Escribió entonces una carta de doce páginas, llena de apóstrofes y líricos arranques; pero luego la rompió y, atemorizado por el fra-
caso, nada hizo ni intentó nada más.
Arriba de la tienda de Arnoux había tres ventanas, que se iluminaban todas las noches. Tras de aquéllas se deslizaban algunas sombras: una sobre todo le atraía; sin duda era la de ella. Frédéric recorría una larga distancia sólo para contemplar esas ventanas y aquella sombra.
La negra que llevaba una muchachita de la mano, y con quien tropezó un día en las Tullerías, le recordó a la negra de la señora Arnoux; ella debía ir por allí, como las demás. Cuantas veces atravesaba las Tullerías, el corazón le latía fuerte, con la esperanza de encontrarla. Los días soleados continuaba su paseo hasta el final de los Campos Elíseos.
Mujeres indolentemente reclinadas en los asientos de sus calesas, con sus velos flotando al aire, desfilaban junto a él, al andar firme de sus caballos, con un insensible balanceo que hacía crujir las charoladas capotas. Había cada vez más coches, y a partir del Rond-Point acortaban el paso, cubriendo toda la avenida. Avanzaban crin a crin; los faroles junto a los faroles; los estribos de acero, las barbadas de plata, las hebillas de cobre, lanzaban luminosas chispas, entre los cortos calzones, los guantes blancos y las pieles que caían sobre el blasón de las portezuelas.
Frédéric se sentía como perdido en un mundo lejano. Su mirada iba de una cabeza femenina a otra, y vagas semejanzas hacían surgir en su memoria el recuerdo de la señora Arnoux. Se la imaginaba allí, entre las demás, en uno de esos carruajes parecidos al de la señora Dambreuse.
El Sol se ponía y el frío viento levantaba torbellinos de polvo. Los cocheros hundían la barbilla en sus corbatas, las ruedas giraban más aprisa y el pavimento rechinaba; a lo largo del paseo, todos los vehículos descendían al vivo trote de sus caballos, rozándose, adelantándose, apartándose los unos de los otros y dispersándose, al fin, en la plaza de la Concordia. Más allá de las Tullerías, el cielo se tornaba pizarroso; los árboles del jardín, de violáceas copas, formaban dos masas enormes; se encendían los faroles de gas, y el Sena, verdoso en toda su extensión, se deshacía en burbujas de plata contra los pilares de los puentes.
Iba a cenar, en un restaurante de la calle del Harpe, con su abono de dos francos por cubierto.
Miraba desdeñosamente el viejo mostrador de caoba, las manchadas servilletas, los cubiertos grasientos y los sombreros colgados de la pared. Todos los que estaban a su alrededor eran estudiantes, como él, y hablaban de sus profesores y de sus amantes. ¡Con lo que le importaban a él los profesores! En cuanto a las amantes, ¿las tenía él acaso?
Para no presenciar el alborozo estudiantil, llegaba lo más tarde posible.
Todas las mesas estaban cubiertas de sobras. Los dos camareros, cansados ya, dormían en algún rincón, y un olor a cocina, a petróleo y a tabaco llenaba el desierto salón.
Después subía lentamente por las calles. Los reverberos de los faroles se mecían, haciendo temblar en el encharcado piso largos y amarillentos reflejos. Bajo los paraguas y por el borde de las aceras se deslizaban algunas sombras con paraguas. El pavimento estaba sucio y pegajoso, la bruma caía y se le antojaba que las húmedas tinieblas que lo envolvían, bajaban para hundirse indefinidamente en su corazón.
Embargado por las penas, volvió a sus clases; pero le costaba trabajo comprender incluso las cosas más sencillas.
Se puso a escribir una novela, que tituló Silvio, el hijo del pescador.
La trama se desarrollaba en Venecia, y el héroe era él mismo; la protagonista era la señora Arnoux, a quien llamaba Antonia. Para conseguirla, asesinaba a varios nobles, incendiaba una parte de la ciudad y cantaba bajo su balcón, donde, al soplo de la brisa, se estremecían las rojas cortinas de damasco del bulevar Montmartre. Las excesivas reminiscencias que descubrió en aquel relato lo desalentaron; se detuvo allí y su ociosidad aumentó.
Entonces suplicó a Deslauriers que viniera a compartir su habitación. Ya se las arreglarían para vivir con su pensión de dos mil francos; cualquier cosa era preferible a esa vida intolerable. Pero Deslauriers aún no podía abandonar Troyes; sin embargo, lo animaba a distraerse y a que entablara relaciones con Senecal.
Senecal era pasante de matemáticas; un hombre de carácter firme e ideas republicanas; un futuro Saint-Just, según Deslauriers. Tres veces fue Frédéric a visitarlo al quinto piso donde vivía; pero como no corespondió a una sola sus visitas, no volvió más.
Quiso divertirse, y fue a los bailes de la Opera. Pero ya en la puerta, ante la algarabía, desbarajuste, la sangre se le helaba. Además, la escasez de dinero le contenía y atemorizaba, imaginándose que la cena con una mascarita suponía gastos considerables y que aquello era para él demasiada aventura.
Sin embargo, se creía digno de que le amaran. A veces despertaba, el corazón lleno de esperanza, se vestía con sumo cuidado, arreglándose como para una cita, y daba interminables paseos por París. Ante cada mujer que caminaba frente a él o con la que se cruzaba, se decía: "¡Es ella!; así, sufría a cada paso una nueva decepción. El recuerdo de la señora Arnoux fortalecía la avidez de su deseo. Acaso la hallaría en su camino; se imaginaba, para llegar a ella, complicados e imprevistos trances, y extraordinarios peligros, de los que él la salvaría.
De este modo se deslizaban los días, repitiendo los mismos actos y enfrentando idénticos fastidios. Hojeaba folletos bajo las arcadas del Odeón; iba a leer la Revue des Deux Mondes en el café; entraba en un aula del Colegio de Francia para oír, durante una hora, una lección de chino o de Economía política. Todas las semanas escribía extensamente a Deslauriers; comía de vez en cuando con Martinon, y a veces visitaba al señor de Cisy. Finalmente, alquiló un piano y compuso algunos valses.
Una noche, en el teatro del Palais-Royal, divisó a Arnoux junto a una mujer en un palco de proscenio. ¿Sería ella? La pantalla de tafetán verde, al borde del palco, le tapaba el rostro; se alzó el telón y la pantalla descendió. Era una mujer alta, como de treinta años, ajada y de gruesos labios, que al reír descubrían una espléndida dentadura. Charlaba familiarmente con Arnoux, dándole en la mano golpecitos con su abanico. Después, una jovencita rubia, de párpados ligeramente enrojecidos, como si acabara de llorar, se sentó entre ellos. Desde ese momento, Arnoux permaneció inclinado sobre su hombro, diciéndole cosas a las que ella no contestaba. Frédéric se esforzaba por descubrir la condición de aquellas mujeres, modestamente vestidas con trajes oscuros de cuellos lisos y bajos.
Al terminar el espectáculo, se precipitó a los pasillos, llenos de gente. Arnoux, delante de él, descendía lentamente por la escalera, del brazo de las dos mujeres.
De pronto, un mechero de gas se encendió. Llevaba un crespón negro en el sombrero. ¿Acaso ella había muerto? La idea lo atormentó a tal grado que al día siguiente se dirigió a toda prisa a L'Art Industriel, y después de comprar uno de los grabados de la vitrina, preguntó al dependiente cómo se hallaba el señor Arnoux, a lo que el dependiente repuso: