Kitabı oku: «La educación sentimental», sayfa 3
–Pues muy bien.
Frédéric añadió, palideciendo:
—¿Y la señora?
—También.
Frédéric se olvidó de llevarse el grabado.
Terminó el invierno. En la primavera estuvo menos triste; se preparó para los exámenes, y una vez que hubo aprobado, con mediano éxito, partió en seguida para Nogent.
Con el fin de evitar las observaciones de su madre, no fue a Troyes a visitar a su amigo. Después, a su vuelta, abandonó su antiguo alojamiento, y tomó y amuebló un departamento de dos habitaciones en el muelle Napoleón. Había perdido la esperanza de ser invitado por los Dambreuse, y su inmensa pasión por la señora Arnoux comenzaba a extinguirse.
IV
Una mañana del mes de diciembre, al dirigirse a clase de derecho procesal, creyó notar en la calle Saint-Jacques más animación que de ordinario. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en mitad de las aceras, miraban con inquietud; se cerraban los postigos, y ya en la calle de Soufflot notó, en torno del Panteón, una enorme y alborotada concurrencia.
Algunos mozalbetes, en desiguales grupos de cinco a doce, se paseaban cogidos del brazo, acercándose a otros grupos más numerosos que se percibían acá o allá; al fondo de la plaza, contra las rejas, unos hombres de blusa peroraban, mientras que algunos agentes de policía, con el tricornio ladeado y las manos atrás, iban y venían a lo largo de las fachadas, haciendo resonar bajo sus recias botas el enlosado. Todos tenían un aire de misterio y asombro; era obvio que algo aguardaban; todos los labios contenían una interrogación.
Frédéric se hallaba junto a un joven rubio, de simpático rostro, con bigote y perilla como un cortesano de la época de Luis XIII, a quien preguntó la causa del desorden.
—No sé nada repuso el interrogado, y ellos tampoco. ¡Es la moda! Vaya farsa!
Y se echó a reír.
Las peticiones para la reforma, que hacían firmar en la Guardia Nacional, unidas al empadronamiento Humann, y a otros acontecimientos, producían en París, desde hacía seis meses, inexplicables tumultos, y se renovaban con tal frecuencia, que los periódicos no se ocupaban ya de ellos.
—Esto no tiene gracia ni color prosiguió el vecino de Frédéric—. ¡Deduzco de esto, señor, que hemos degenerado! En los buenos tiempos de Luis XI, y aun de Benjamin Constant, había más rebeldía entre los escolares. Me parecen pacíficos como borregos, estúpidos como calabazas y muy apropiados para ser tenderos, ¡voto a Dios! ¡Y a esto llaman la juventud de las escuelas!
Y abrió mucho los brazos, como Frédérick Lemaître en Robert Macaire:
—Juventud de las escuelas, yo te bendigo!
A continuación se dirigió a un trapero que buscaba entre un montón de conchas de ostras, junto al guardacantón de una taberna:
—¿Tú también perteneces a la juventud escolar?
El anciano levantó su horrible cara; en medio de una barba gris, se descubría una nariz roja y unos avinados y estúpidos ojos.
—No; tú más bien me pareces uno de esos hombres de rostro patibulario que se ven, en diversos grupos, sembrando oro a manos llenas... ¡Oh, siembra, patriarca, siembra! ¡Corrómpeme con los tesoros de Albión!
Are you English? ¡Yo no rehúso los regalos de Artajerjes! Hablemos un poco sobre la unión aduanera.
Frédéric sintió que alguien le tocaba en el hombro y se volvió. Era Martino, extraordinariamente pálido.
—Bueno... —dijo, lanzando un gran suspiro—. ¡Otro motín!
Tenía miedo de verse comprometido y se lamentaba. Sobre todo, los hombres de blusa, en quienes veía a miembros de sociedades secretas, le causaban inquietud.
¿Pero es que existen sociedades secretas? —dijo el bigotudo—.
¡Ése es un viejo rumor que el Gobierno usa para asustar a los burgueses!
Martinon le instó a hablar más quedo, por miedo a la policía.
—Pero ¿usted aún cree en la policía? Después de todo, ¿cómo sabe si no seré yo mismo un soplón?
Y le miró de tal modo, que Martinon —tan inquieto estaba— no se dio cuenta, en un principio, de la broma. Como la muchedumbre los empujaba, se vieron forzados a resguardarse en la escalinata que conducía, por un pasillo, al nuevo anfiteatro.
La turba se abrió paso y muchos se descubrieron, saludando al ilustre profesor Samuel Rondelot, quien, envuelto en su pesada levita, agitaba en el aire sus gafas de plata, resoplando, a causa del asma, mientras avanzaba con paso tranquilo para dar su clase. Aquel hombre era una de las glorias jurídicas del siglo XIx, el rival de los Zachariae y de los Ruhdorff. Su reciente dignidad de par de Francia no había modificado sus costumbres. Se sabía que era pobre, y todos lo respetaban.
Mientras tanto, al fondo de la plaza, algunos gritaron:
—Abajo Guizot!
—¡Abajo Pritchard!
—¡Abajo los vendidos!
—¡Abajo Luis Felipe!
La muchedumbre se arremolinó, y apretujándose contra la puerta del patio, que estaba cerrada, impedía al profesor seguir su camino. Delante de la escalera se detuvo; a poco se le vio en el último de los tres descansillos; quiso hablar, pero los murmullos no dejaban oír su voz. Aunque hacía un rato simpatizaba a todos, en ese momento se le odiaba, pues representaba a la Autoridad. Apenas pretendía hacerse oír, reiniciaban los gritos. Hizo un ademán enérgico, invitando a los estudiantes a seguirle; pero como respuesta recibió un griterío general. Se encogió desdeñosamente de hombros y se perdió en el pasillo. Martinon se había aprovechado de la coyuntura para desaparecer al mismo tiempo.
—¡Qué cobarde! —dijo Frédéric.
—Sólo es prudente —replicó el otro.
La muchedumbre rompió en aplausos; aquella retirada del profesor se convertía en triunfo para ella. Todas las ventanas se llenaron de curiosos. Unos entonaban La Marsellesa, otros proponían ir a casa de Béranger.
—¡A casa de Lafitte!
—¡A casa de Chateaubriand!
—¡A casa de Voltaire! —rugió el joven del bigote rubio.
Los polizontes trataban de disolver los grupos, diciendo con la mayor dulzura que les era posible:
—Vamos, señores, circulen; hagan el favor de retirarse.
Alguien gritó:
—¡Abajo los matarifes!
Ésta era una injuria usual desde las revueltas del mes de septiembre. Todos la repitieron. Los policías, que comenzaban a palidecer, eran silbados y escarnecidos; uno de ellos, agotada la paciencia y al divisar a un mozalbete que se le acercaba demasiado, riéndose de él en sus mismas narices, le dio tan fuerte empujón que le hizo caer de espaldas, cinco pasos más allá, ante una taberna. Todos se apartaron; pero casi al mismo tiempo el policía vino a tierra, derribado por una especie de Hércules, cuya cabellera, semejante a un manojo de estopa, se desbordaba bajo una gorra de hule.
Detenido desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle de Saint-Jacques, abandonó la caja que llevaba para echarse sobre el policía, y una vez que lo tuvo debajo, le cubrió de puñetazos el rostro.
Acudieron los camaradas del esbirro; pero aquel terrible muchachote era tan fuerte, que necesitaba por lo menos cuatro hombres para reducirle. Dos le sacudían por el cuello, otros dos le jalaban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, sedicioso. Y él, con el pecho al desnudo y el traje hecho trizas, protestaba de su inocencia: no había podido ver con sangre fría que maltrataran a un niño.
—Me llamo Dussardier y estoy colocado en la mercería de los señores Valincart hermanos, que están establecidos en la calle de Cléry.
¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —y repetía—: Dussardier.. calle de Cléry. ¡Mi caja!
Se apaciguó, sin embargo, dejándose conducir estoicamente a la comisaría de la calle Descartes. Una oleada de público le siguió. Frédéric y el joven del bigote le iban inmediatamente a la zaga, llenos de admiración hacia él e indignados por los abusos de la fuerza pública.
A medida que avanzaban iba decreciendo la muchedumbre.
Los polizontes, de vez en cuando, se volvían con ceño feroz; los alborotadores y los curiosos, como ya no tenían nada que hacer los unos, ni que presenciar los otros, se iban dispersando lentamente. Los transeúntes, al cruzar, quedábanse mirando a Dussardier y se entregaban a toda suerte de ultrajantes comentarios. Una anciana, de pie en su puerta, llegó a decir que había robado un pan; semejante injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron a la Comisaría; sólo quedaban unas veinte personas; la vista de las fuerzas fue bastante para dispersarlas.
Frédéric y su compañero reclamaron valerosamente al que acababan de encerrar en un calabozo. Un policía les amenazó, si insistían, con encerrarlos a ellos también. Preguntaron por el comisario y dieron a conocer su nombre y su condición de estudiantes de Derecho, afirmando que el detenido era un camarada.
Se les hizo entrar en un cuarto, completamente desmantelado, con cuatro banquetas a lo largo de las enyesadas y ennegrecidas paredes.
Allá, en el fondo, se abrió un ventanillo, y por él surgió la robusta cabeza de Dussardier, que vagamente recordaba a la de un perro, con su revuelta pelambrera, sus diminutos y francos ojos y su nariz de punta cuadrada.
—¿No te acuerdas de nosotros? —dijo Hussonnet, que era el apellido del joven del bigote.
—Pero... —balbuceó Dussardier.
—No te hagas más el tonto —repuso el otro—; ya saben que eres, como nosotros, estudiante de Derecho.
Pero a pesar de los guiños que le hacían, Dussardier no adivinaba nada.
Pareció reflexionar y de pronto preguntó:
—¿Han encontrado mi caja?
Frédéric, desalentado, levantó los ojos, y Hussonnet repuso:
—¡Ah!, tu caja, en la que guardabas tus apuntes de clase. Sí, sí; tranquilízate.
Y redoblaron su pantomima. Dussardier se dio cuenta al fin de su salvadora intención, y, temiendo comprometerlos, no dijo una palabra.
Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado a la categoría de estudiante y al nivel de aquellos jóvenes de manos tan blancas.
—¿Deseas que le llevemos algún recado a alguien? —preguntó Frédéric.
—No, gracias.
—¿Ni a tu familia?
El pobre mancebo, que era hospiciano, bajó la cabeza sin responder. Este silencio llenó de asombro a los dos amigos.
—¿Tienes tabaco? —insistió Frédéric.
El dependiente se palpó los bolsillos y sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa de espuma de mar, con depósito de madera negra, tapadera de plata y boquilla de ámbar. Hacía tres años que estaba dedicado a hacer de ella una obra maestra y se cuidaba mucho de tener el depósito constantemente encerrado en una funda de gamuza, de fumar con la mayor lentitud posible, de no dejarla jamás sobre el mármol y de colgarla todas las noches a la cabecera de su lecho. Y ahora se veían los despojos de ella entre sus manos, cuyas uñas sangraban, y, boquiabierto, hundida en el pecho la barbilla y con las pupilas fijas, contemplaba con ojos de inefable tristeza aquellos restos de su alegría.
—Si le diésemos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo Hussonnet en voz baja, haciendo ademán de buscarlos.
Pero Frédéric había puesto ya en el borde del ventanillo una petaca llena.
—¡Toma! ¡Adiós, y mucho ánimo!
Dussardier se abalanzó a las dos manos que se le tendían y, estrechándolas frenéticamente y con la voz entrecortada por los sollozos, dijo:
—¿Cómo? A mí!... A mí!
Y los dos amigos, para libertarse de las muestras de su gratitud, escaparon, dirigiéndose juntos, para almorzar, al café Tabourey, delante del Luxemburgo.
Mientras partían el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que escribía en los periódicos de moda y que redactaba los reclamos para L'Art Industriel.
—¿En casa de Jacques Arnoux? - dijo Frédéric.
—¿Le conoce usted?
—Sí... no... es decir, lo he visto... me lo he encontrado..
Y negligentemente preguntó a su amigo si veía algunas veces a la señora Arnoux.
—De vez en cuando —repuso el bohemio.
Frédéric no se atrevió a seguir haciéndole preguntas; aquel hombre venía a ocupar un lugar importantísimo en su vida. Pagó la cuenta del almuerzo, sin que el otro, por su parte, hiciera la menor protesta.
La simpatía era mutua; se ofrecieron sus casas, y Hussonnet se ofreció cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus.
Se hallaban en medio del jardín, cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración y haciendo un rarísimo mohín con el rostro, se puso a cacarear, y al punto todos los gallos de los alrededores le respondieron con prolongados quiquiriquíes.
—Es una señal —dijo Hussonnet.
Se detuvieron junto al teatro Bobino, delante de una casa a la que se llegaba por una alameda. En el tragaluz de una buhardilla, por entre capuchinas y olorosos guisantes, se asomó una joven, destocada y en corsé, apoyando los brazos en el borde del canalón.
—Buenos días, ángel mío; buenos días, monina —dijo Hussonnet enviándole besos.
Y abriendo la verja de un puntapié, desapareció.
Durante toda la semana le aguardó Frédéric, no atreviéndose a buscarle en su casa, no fuera a parecer que estaba deseoso de que le devolviera el convite; pero lo buscó por todo el barrio latino, hasta que por fin dio con él una noche y lo condujo a su albergue del muelle de Napoleón.
La charla fue tan extensa como expansiva. Hussonnet ambicionaba la gloria y los beneficios que el teatro reportaba; colaboraba en vodeviles no admitidos aún; "tenía muchos asuntos", y hacía canciones, de las cuales cantó algunas. Luego, y como viera en un anaquel un volumen de Hugo y otro de Lamartine, se deshizo en sarcasmos contra la escuela romántica. Aquellos poetas no tenían sentido ni corrección y, sobre todo, no eran franceses. Se jactaba de conocer el idioma y escogía las frases más bellas, con esa intolerable severidad y ese gusto académico de que se valen las personas dicharacheras cuando se ocupan de arte serio.
Frédéric se sintió mortificado en sus aficiones y estaba ansioso por romper de una vez. ¿Por qué no atreverse a decir la palabra de la que su felicidad dependía? Hasta que, por fin, le preguntó al joven literato si le era factible presentarle en casa de Arnoux.
La cosa era fácil, y se citaron para el día siguiente.
Hussonnet faltó a aquella cita y a otras tres más, hasta que un sábado, a eso de las cuatro, apareció: pero, aprovechándose del coche, se detuvo primero en el teatro Francés para sacar una entrada de palco; luego se dirigió a casa de un sastre, y a la de una costurera a continuación; escribió algunas cartas en las porterías, hasta que por fin llegaron al bulevar Montmartre. Frédéric atravesó la tienda y subió la escalera.
Arnoux lo reconoció a través del espejo colocado frente a su escritorio, y sin abandonar su tarea le alargó la mano por encima del hombro.
Cinco o seis personas, de pie, ocupaban por completo el angosto recinto, iluminado por una sola ventana que daba al patio; en el interior de una alcoba se veía un canapé de lana oscura adamascada, entre dos biombos de parecida tela; sobre la chimenea, y entre dos candelabros con bujías rosas, se destacaba una Venus de bronce; a la derecha, junto a un armario, un hombre, con el sombrero encasquetado y sentado en un sillón, leía un periódico; las paredes aparecían llenas de cuadros y estampas, de lindísimos grabados o bocetos de maestros del día, con dedicatorias demostrativas del sincero afecto que les mereciera Jacques Arnoux.
_Usted bien, como siempre, ¿no? —dijo volviéndose hacia Frédéric. Y sin aguardar su respuesta, preguntó en voz baja a Hussonnet:
—¿Cómo se llama su amigo?
Y luego en voz alta, añadió:
—Cojan un cigarro de la caja que hay ahí encima, en el estante.
L' Art Industriel, enclavado en un sitio céntrico de París, era un cómodo lugar de reunión y terreno neutral en el que las rivalidades se codeaban familiarmente.
Se hallaban allí aquel día Anténor Craive, el retratista de los reyes; Julio Burrieu, que comenzaba a popularizar con sus dibujos las guerras de Argelia; el caricaturista Sombaz, el escultor Vourdad y algunos otros; pero ninguno respondía a los prejuicios formados por el estudiante. Sus modales eran sencillos, y libres sus livianas conversaciones.
El místico Lobarias recitó un cuento obsceno, y el famoso Dittmer, creador del paisaje oriental, llevaba una camisola de punto bajo el chaleco y tomó el ómnibus al marcharse.
Primeramente se habló de una tal Apolonia, antigua modelo, a la que Burrieu pretendía haber visto en el bulevar, en un coche a la d'Aumont. Hussonnet explicó aquella metamorfosis por la serie de protectores que la tal había tenido.
—¡Cómo conoce a las muchachas de París este perillán! —dijo Arnoux.
—No tanto como usted, señor —repuso el bohemio saludando militarmente para imitar al granadero que le ofreció su cantimplora a Bonaparte.
A continuación discutieron sobre algunos cuadros para los que la cabeza de Apolonia había servido de modelo. Criticaron a los colegas ausentes, asombrándose de los precios que alcanzaban sus obras y quejándose de no ganar ellos lo suficiente; en tal punto llegó un hombre de mediana estatura, con un solo botón de la levita abrochado, de viva mirada y con aire de loco.
—¡Vaya un hato de burgueses que son ustedes! —dijo. Qué importa nada de eso, por Dios! Los antiguos pintores que hacían obras maestras no se ocupaban del dinero. Correggio, Murillo.
—Añada a Pellerin —dijo Sombaz.
Pero, sin recoger el epigrama, continuó discurriendo con tanta vehemencia, que Arnoux se vio obligado a decirle dos veces:
—Mi mujer le necesita el jueves; no lo olvide.
Aquella frase hizo surgir en la mente de Frédéric el recuerdo de la señora Arnoux. Sin duda, se llegaba a sus habitaciones por el gabinete próximo al diván. Arnoux, para coger un pañuelo, acababa de abrirlo, y Frédéric vio allá en el fondo un lavabo. Pero de la chimenea partió una especie de gruñido: era el personaje que leía el periódico, sentado en un sillón. Tenía cinco pies y nueve pulgadas de estatura, los párpados algo caídos, la cabellera gris, un majestuoso talante y se llamaba Regimbart.
—¿Qué ocurre, ciudadano? —dijo Arnoux.
—¡Una nueva canallada del Gobierno!
Se trataba de la destitución de un maestro de escuela; Pellerin volvió a establecer su paralelo entre Miguel Angel y Shakespeare. Dittmerse fue; Arnoux le detuvo para entregarle dos billetes de banco. Hussonnet, creyendo que aquella era la ocasión propicia, le dijo:
—¿Podría usted adelantarme algo, querido jefe?
Pero Arnoux se había sentado de nuevo, y censuraba acremente a un anciano de aspecto sórdido y gafas azules.
—¡Es usted muy divertido, señor Isaac! ¡Aquí tiene usted tres obras desacreditadas, perdidas! ¡Todo bicho viviente se burla de mí! Ya las conocen! ¿Qué quiere usted que haga con ellas? ¿Será preciso que las envíe a California?... jo al infierno! ¡Cállese usted!
La especialidad de aquel buen hombre consistía en poner al pie de aquellos cuadros las firmas de los antiguos maestros. Arnoux se negaba a pagarle, y lo despidió groseramente. Luego, cambiando de modales, saludó a un caballero muy condecorado y estirado, con patillas y corbata blanca.
Con el codo en la orilla de la ventana, y con voz melosa, le habló durante un gran rato. Por último dijo:
—Señor conde: a mí no me apura el tener que servirme de corredores.
Se resignó el hidalgo y Arnoux le entregó veinticinco luises, y cuando se fue dijo:
—¡Estos señorones son pesadísimos!
—¡Y unos miserables! —murmuró Regimbart.
A medida que el tiempo transcurría, aumentaban las ocupaciones de Arnoux: clasificaba artículos, abría cartas, preparaba las cuentas; al ruido de los martillazos en el almacén, salía para vigilar los envases; se entregaba luego a su tarea, y mientras hacía correr la pluma por el papel replicaba vivamente a las bromas. Por la noche debía cenar con su abogado, y al día siguiente partir para Bélgica.
Los otros, entre tanto, charlaban de los asuntos de actualidad: del retrato de Cherubini, del anfiteatro de Bellas Artes, de la próxima exposición. Pellerin arremetía contra el Instituto. Los chismes, las discusiones, se entrecruzaban. La habitación, baja de techo, se veía de tal modo abarrotada, que no era posible rebullirse, y la luz de las bujías rosa se filtraba por entre la humareda de los cigarros, como los rayos del Sol a través de la bruma.
Se abrió la puerta de junto al diván y entró una mujer alta y enjuta, con un vestido negro de seda; a sus movimientos bruscos se entrechocaban, tintineando, los dijes de su reloj.
Aquella era la mujer entrevista por Frédéric el verano último, en el Palais-Royal. Algunos, llamándola por su nombre, estrechaban su mano. Hussonnet, por fin, consiguió echarle el guante a unos cincuenta francos. Al dar las siete el reloj, todos se retiraron.
Arnoux dijo a Pellerin que se quedara, y condujo al gabinete a la señorita Vatnaz.
Frédéric no pudo oír lo que decían, porque hablaban en voz baja.
Sin embargo, la voz femenina se elevó de pronto:
—Hace seis meses que el negocio está hecho y yo sigo aguardando.
Después de un prolongado silencio, la señorita Vatnaz reapareció.
Sin duda Arnoux le había prometido nuevamente algo.
—¡Oh, oh! Ya veremos más adelante.
—¡Adiós, hombre dichoso! —dijo la mujer, retirándose.
Arnoux penetró prestamente en el gabinete, se untó de cosmético el bigote, se arregló los tirantes y mientras se lavaba las manos dijo:
—Necesitaría dos sobrepuertas, a doscientos cincuenta francos cada una, género Boucher. ¿Estamos?
—Perfectamente --dijo el artista, que estaba arrebolado.
—¡Bueno! Y no se olvide usted de mi mujer!
Frédéric acompañó a Pellerin hasta lo alto del barrio de la Poissonnière, pidiéndole permiso para visitarle de vez en cuando, a lo que amablemente accedió su compañero.
Pellerin leía todas las obras de estética para descubrir la verdadera teoría de lo bello, en la seguridad de que cuando la encontrara haría obras maestras. Se rodeaba de todos los auxiliares posibles, dibujos, estatuas de yeso, modelos, grabados; buscaba, rebuscaba, se consumía, y acusando de su impotencia al tiempo, a sus nervios, a su estudio, se iba a la calle en busca de inspiración, estremeciéndose cuando creía atraparla, y luego abandonaba su obra, soñando con otra que debía ser más bella. Atormentado de este modo por sus ansias de gloria, malgastando su tiempo en discusiones y creyendo en mil necedades, en los sistemas, en los críticos, en la importancia de un reglamento o de una reforma en materia de arte, no había producido, a los cincuenta años de edad, más que bocetos. Su gran orgullo le impedía sufrir el más leve desaliento; pero siempre estaba irritado y en ese punto de exaltación a la vez ficticio y natural que es como la idiosincrasia de los comediantes.
Al entrar en su casa se veían dos grandes cuadros, cuyos primeros toques, acá y allá, ponían en el blanco lienzo manchones oscuros, rojos y azules. Por encima, y hecho con tiza, se extendía un enrejado de líneas, como las mallas, veinte veces zurcidas, de una red; era imposible comprender nada de aquello. Pellerin explicó el asunto de los dos cuadros, indicando con el pulgar las partes que faltaban. Uno debía representar La demencia de Nabucodonosor, y el otro, El incendio de Roma por Nerón. Ante uno y otro se extasió Frédéric.
Y se extasió igualmente ante unas figuras de mujeres desmelenadas, ante unos paisajes en los que abundaban los troncos hendidos por la tempestad y, sobre todo, ante unos caprichos a pluma, a la manera de Callot, de Rembrandt o de Goya, cuyos originales no conocía. Pellerin no estimaba ya aquellos trabajos de su juventud. Ahora le había dado por el estilo ampuloso; dogmatizó acerca de Fidias y de Winckelmann, elocuentemente. Cuanto había a su alrededor reforzaba el brío de su acento; se veía allí una calavera sobre un reclinatorio, unos yataganes, un hábito de monje, que Frédéric se puso.
Cuando llegaba temprano le sorprendía en su desvencijado catre, que ocultaba un pedazo de alfombra, pues Pellerin, como iba con asiduidad a los teatros, se acostaba tarde. Le servía una vieja haraposa, comía en un bodegón y vivía sin querida. Sus conocimientos, adquiridos a la buena de Dios, daban un cierto y divertido encanto a sus paradojas. Su odio por lo vulgar y lo burgués se desbordaba en sarcasmos de un soberbio lirismo y era tal su fervor religioso para los maestros, que gracias a él llegaba hasta ellos.
Pero ¿por qué no hablaba nunca de la señora Arnoux? Por lo que al marido respecta, unas veces le decía buen muchacho y otras charlatán. Frédéric aguardaba sus confidencias.
Un día, hojeando uno de sus cuadernos de apuntes, descubrió un retrato de gitana con un cierto parecido a la señorita Vatnaz, y como esta individua le interesaba, quiso saber algo de ella.
Creía Pellerin que en un principio había sido institutriz en provincias; pero ahora daba lecciones y procuraba escribir en los periodiquillos.
Por su manera de portarse con Arnoux, podía suponerse, según Frédéric, que era su querida.
—¡Bah! Tiene otras.
Entonces el joven, volviendo el rostro, que enrojecía de vergüenza ante la infamia de su pensamiento, añadió con tono decidido:
—Su mujer, sin duda, le pagará con la misma moneda.
—¡De ningún modo! Es honrada!
Frédéric tuvo remordimientos y asistió con más frecuencia a la reunión.
Las enormes letras que componían el nombre de Arnoux en la placa de mármol, sobre el dintel de la puerta, se le antojaban, a modo de escritura sagrada, particularísimas y llenas de significaciones. La amplia acera, en pendiente, facilitaba su marcha; la puerta se abría casi por propio impulso, y el picaporte, suave al tacto; tenía la cordialidad y como la inteligencia de una mano entre la suya. Insensiblemente se hizo tan puntual como Regimbart.
A diario, Regimbart se sentaba en su sillón, junto a la chimenea; se apoderaba, y ya no lo dejaba, de El Nacional, exteriorizando sus pensamientos con exclamaciones o simples encogimientos de hombros. De vez en cuando se enjugaba la frente con un pañuelo de bolsillo que él llevaba, hecho un rollo, entre dos botones de su levitón verde. Usaba pantalón con raya, zapatos abotinados, corbata de nudo y un sombrero de alas vueltas, por el que era reconocido de lejos entre la multitud.
A las ocho de la mañana bajaba de las alturas de Montmartre a tomar un vaso de vino blanco en la calle de Nôtre-Dame-des-Victoires.
Su almuerzo, al que seguían varias partidas de billar, lo entretenía hasta las tres; a dicha hora se encaminaba al pasaje de los Panoramas para tomar el ajenjo. Después de la sesión en casa de Arnoux, se iba al cafetín Bordelés para tomar el vermouth; luego, en vez de irse a su casa con su mujer, prefería, con frecuencia, comer solo en otro cafetín de la plaza Gaillon, donde quería que le sirviesen "platos caseros, cosas sencillas". Por último, se iba a otro billar y en él permanecía hasta las doce, hasta la una de la madrugada, hasta el momento mismo en que, apagada la luz y echadas las compuertas, el dueño, extenuado, le suplicaba que hiciera el favor de marcharse.
Y no era su afición a la bebida lo que empujaba a tales sitios al ciudadano Regimbart, sino la vieja costumbre de hablar con ellos de política; con los años su facundia había desaparecido, quedándole tan sólo una hosca misantropía. Se hubiera dicho, al ver la seriedad de su rostro, que el mundo giraba dentro de su cabeza; no decía palabra, y nadie, ni aun sus amigos, le conocía ocupación alguna, si bien el se las daba de hombre de negocios.
Arnoux parecía estimarle muchísimo. Un día le dijo a Frédéric:
—Ése sabe mucho. Es un hombre que vale! Acérquese a él.
Otra vez, Regimbart puso sobre su pupitre unos documentos concernientes a las minas de caolín de Bretaña; Arnoux se sometía a su experiencia.
Frédéric se mostró más atento con Regimbart, llegando hasta el punto de invitarle de vez en cuando un ajenjo, y aunque lo tuviese por un estúpido, permanecía a su lado horas enteras, solamente porque se trataba de un amigo de Jacques Arnoux.
Después de haber protegido en sus comienzos a los maestros contemporáneos, el mercader de cuadros, hombre de visión progresista, había procurado, sin perder su empaque artístico, ampliar sus ganancias. Buscaba la emancipación de las artes, lo sublime por poco precio. Todas las industrias del lujo parisiense sufrieron su influjo, beneficioso para las cosas de poca monta y funesto para las grandes. En su ansia por halagar a la opinión, desvió de su camino a los artistas hábiles y corrompió a los fuertes, estrujó a los débiles y ennobleció a los mediocres, disponiendo de ellos gracias a sus relaciones y a su revista.
Los principiantes ambicionaban ver sus obras en su vitrina, y los tapiceros tomaban en su casa los modelos para sus mobiliarios. Frédéric le tenía, a la vez, por millonario, por dilettante y por hombre de acción.
Muchas cosas, sin embargo, le asombraban, pues el señor Arnoux procedía con malicia en sus tratos comerciales.
Recibía lo último de Alemania o Italia un lienzo comprado en París por mil quinientos francos, y exhibiendo una factura que ascendía a cuatro mil, lo revendía en tres mil quinientos, por complacencia.
Una de sus martingalas más frecuentes con los pintores consistía en exigirles, a modo de adehala, una reducción de su cuadro, so pretexto de publicar un grabado de él; vendía siempre la reducción, pero el grabado no aparecía nunca. A los que se le quejaban de ser explotados respondía con un golpecito en el abdomen. Excelente persona, por lo demás, prodigaba los cigarros, tuteaba a los desconocidos, se entusiasmaba con una obra o con un hombre, y era tal su obstinación en este punto que, sin tener nada en cuenta, multiplicaba las idas y venidas, las cartas, los reclamos. Se creía honradísimo, y en su deseo de expansión solía contar ingenuamente sus propias faltas de delicadeza.