Kitabı oku: «Determinismo y organización», sayfa 2

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Hasta ahí, entonces, es lo que diré en el capítulo I sobre la manera en la que Claude Bernard entendía el conocimiento estrictamente causal de los fenómenos fisiológicos. Eso, sin embargo, solo nos daría una visión apenas parcial del modo en el que él consideraba la fisiología. Nos estaría faltando considerar su reconocimiento de la forma compleja en la que se manifestaba el determinismo en los procesos fisiológicos. Y también nos estaría faltando considerar su recurso a la noción de medio interno para, con base en ella, explicar ciertas evidencias que, prima facie, parecían ratificar las presunciones vitalistas sobre la espontaneidad de lo viviente. Esa cuestión, además, también es interesante porque nos permitirá explicitar ese ideal de orden natural de la fisiología que es la muerte, un ideal de orden natural que contrapone la fisiología experimental al vitalismo. Para este, la vida es parte de las causas explanantes; para la fisiología experimental ella se inscribe en el orden de los efectos a ser explicados. Pero antes de examinar esa cuestión me detendré a analizar el modo en que Claude Bernard entendía ese discurso funcional que él sabía inherente a la fisiología.

En efecto, Claude Bernard sabía que el conocimiento causal de los fenómenos fisiológicos era incompleto si no estaba complementado con una perspectiva funcional, y es ahí en donde aparece su idea de teleología intraorgánica. Bernard apela a ella para caracterizar la integración funcional de los fenómenos orgánicos, mostrando además que esta es perfectamente compatible con el determinismo y con la impugnación del vitalismo. Esa finalidad interna es efecto de una articulación causal que solo puede ser entendida a partir del determinismo que Bernard postula al caracterizar la dimensión causal de la explicación fisiológica, y es en esas coordenadas que debemos situar la noción de función supuesta en sus escritos. Esta remite a esa teleología intraorgánica compatible con el determinismo causal y se puede considerar como una especificación de la noción de función como papel causal. Pero ahí también llegaremos al límite de la epistemología bernardiana, cuya identificación y explicación será el asunto del capítulo III.

Porque, si importa decir que Bernard había comprendido la integración que existía entre las perspectivas causal y funcional supuestas en el desarrollo de la fisiología, también es necesario subrayar que, en su modo de ver las cosas, dicha integración constituía una frontera y un presupuesto más allá del cual la ciencia experimental podía ir. Eso era así porque el límite de la reflexión epistemológica de Claude Bernard coincidía con el límite de la propia fisiología experimental, y esta no puede explicar el origen de la articulación causal que genera la finalidad interna de los seres vivos. Es decir: la fisiología puede explicar el cómo de esa finalidad interna, considerándola efecto de una interacción de elementos cuya articulación tiene un origen, un porqué, que ella no consigue, ni precisa, explicar; y Claude Bernard, que no llegaba a comprender esa limitación, atribuía dicha articulación a ciertas leyes morfológicas —a veces descritas como “ideas rectoras del desarrollo”— cuyo estudio escapaba a la ciencia experimental, que era prácticamente como decir que escapaba a toda ciencia genuina. Claude Bernard no conseguía ver que había más biología que aquella que cabía en la fisiología experimental.

Eso que la fisiología experimental ciertamente no consigue explicar, y que en realidad Bernard siquiera consigue delimitar con nitidez, es el origen del diseño biológico, esa adecuación entre estructura y función que exhiben los seres vivos a la que ya me referí y a la que Claude Bernard designaba con el término de “organización”. Dicho cometido explicativo, que el programa bernardiano para la fisiología experimental dejaba del lado de los porqués inaccesibles, tendría que ser alcanzado —solo podía ser alcanzado—, por la biología evolucionaria, y particularmente por la teoría de la selección natural. Una ciencia y una teoría cuya existencia Bernard mal vislumbró, aunque ella estuviese emergiendo en el mismo momento en el que él establecía las bases de la fisiología experimental. Comprendiendo eso, aceptando esa quizá inevitable limitación en el alcance de la reflexión epistemológica de Claude Bernard, también se llega a concluir que esas leyes morfológicas a las que él aludía no estaban llamadas a suplir la falta de una teoría de la herencia aún por venir, y tampoco expresaban un compromiso o resabio de vitalismo.

Dichas leyes solo pretendían suplantar lo que solo a la teoría de la selección natural le cabía proveer: una explicación natural del diseño biológico. Y digo “suplantar” antes que “brindar” porque la postulación de esas leyes morfológicas expresa la renuncia de Claude Bernard a cualquier tentativa de conseguir una explicación del diseño biológico, que él llamaba “organización”, en la que ese ajuste de estructura y función que exhiben los seres vivos —que tan “justificadamente suscita nuestra admiración” (Darwin, 1859, p.3)— fuese pensado como efecto de procesos biológicos y no como presupuestos de estos. Bernard no pudo ver que en Sobre el origen de las especies (Darwin, 1859) se había desvendado un mecanismo causal, la selección natural, que resultaba en el diseño biológico y que, de cierta manera, explicaba el porqué de las estructuras y fenómenos biológicos. Un mecanismo que, como remarcó George Gaylord Simpson (1947, p.489), no producía la adecuación entre estructura y función por un mero accidente, sino que estaba estrictamente pautado por las exigencias de la lucha por la vida (Caponi, 2011, p.49), exigencias que, en el marco de la teoría de la selección natural, suplantaban a las exigencias de las condiciones de existencia (Caponi, 2011, p.54) postuladas en la obra de Cuvier (1817, p.6).

Ensayando una descripción rápida de lo que aquí habré de hacer, puede decirse entonces que en estas páginas asumiré el referencial conceptual desarrollado en Função e desenho na biologia contemporânea (Caponi, 2012a) y en Leyes sin causa y causas sin ley en la explicación biológica (Caponi, 2014a) para, con base en él, analizar presupuestos fundamentales del programa bernardiano para la fisiología experimental. Entiendo, sin embargo, que la lectura de estas últimas obras no es condición para la lectura de la presente. Solo marco esa continuidad para enfatizar, otra vez, la ya aludida complementación y entrelazamiento que puede y debe existir entre filosofía e historia de la ciencia. Complementación y continuidad que, infelizmente, no suelen ser reconocidas —por lo menos en lo respecta a mi medio académico— en el ámbito de la filosofía de la ciencia ni en el ámbito de la historia de la ciencia. Más allá de sus méritos, pocos o nulos, Função e desenho na biologia contemporânea y Leyes sin causa y causas sin ley en la explicación biológica son casos claros —no digo “brillantes”, no digo “ejemplares”— de lo que habitualmente se llama “filosofía de la ciencia”, y creo que aquí muestro cómo es que ese tipo de estudio puede derivar y continuarse en indagaciones histórico-epistemológicas. Indagaciones, estas últimas, que también sirven para ratificar, rectificar y perfeccionar los análisis típicos de la filosofía de la ciencia.


CAPĺTULO I

Materia que se irrita según medida

Claude Bernard, importa recordarlo antes de comenzar nuestro derrotero por su pensamiento, no fue el fundador de la fisiología experimental. En los siglos XVII y XVIII se desarrolló una ciencia experimental de lo viviente en la que ya se vislumbra la producción de un conocimiento fisiológico5, y, aún sin contar a pioneros clave como William Harvey (Morange, 2017, p.71)6 y el propio Antoine Lavoisier (Morange, 2017, p.110)7, se puede decir que ya hay una fisiología experimental en François Magendie (Morange, 2017, p.147), maestro e inspirador de Claude Bernard8. Como también la había, aunque quizá no tan claramente delimitada, en Johannes Müller, iniciador de esa fisiología alemana (cf. Grmek, 1965, p.237) que, desarrollándose paralelamente a la francesa, dio lugar a figuras tan relevantes como lo fueron Justus von Liebig, Carl Ludwig, Emil du Bois-Reymond o Hermann von Helmholtz9, fisiólogos cuyos resultados experimentales no fueron menos relevantes, aunque quizá sí menos paradigmáticos que los obtenidos por Bernard (cf. Canguilhem, 2015[1957], p.758-9). Claude Bernard, para decirlo de otro modo, no significó para la fisiología lo mismo que Darwin significó para la biología evolucionaria.

Antes de la publicación de Sobre el origen de las especies (Darwin, 1859), hubo, claro, quienes formularon tesis transformistas; y desde 1859 en adelante se ha desarrollado una copiosa e irregular literatura tendiente a recordarnos y a examinar las tesis de los precursores de Darwin. Pero antes de esa publicación no existía un espacio disciplinar, un espacio de cooperación baconeana podríamos decir, tendiente a reconstruir y a explicar los procesos evolutivos (cf. Bowler, 1996; Caponi, 2011). Sí existía, en cambio y como ya dije, una fisiología experimental anterior a los trabajos de Bernard: estos últimos fueron contribuciones, indiscutiblemente cruciales, a una ciencia ya existente. Nadie como él, sin embargo, comprendió tan tempranamente, y con tanta claridad, cuáles eran los supuestos teóricos fundamentales, los objetivos cognitivos específicos y las reglas metodológicas rectoras de ese campo disciplinar. Bernard no fundó la fisiología experimental, pero la fundamentó y señaló sus principios y objetivos cognitivos fundamentales como nadie supo hacerlo antes de él (cf. Canguilhem, 2015[1957], p.762 y Morange, 2015, p.148).

Es más: creo que la sagacidad epistemológica de Claude Bernard trasciende a la propia fisiología. Él no solo llegó a demarcar la senda por la que ya se estaban dando, y se continuarían dando, los primeros pasos de la fisiología experimental10, sino que incluso consiguió mostrar la dirección que llevaría al desarrollo de todo ese ámbito de la biología que —en la introducción y siguiendo a Ernst Mayr (1988, 1998)— ya llamé “biología funcional”. Pero es claro que no aludo aquí al modo en que Claude Bernard entendía el proceso de generación, test y validación de hipótesis al que tantos autores se han referido11 y que ciertamente prefiguraba la dialéctica popperiana de las “conjeturas y las refutaciones” (cf. Popper, 1983[1953])12; a lo que me refiero es a lo que él entendía por “determinismo” (cf. Gayon, 1996). Allí está cifrada esa actitud metodológica atomista o reduccionista que —en La lógica de lo viviente— François Jacob (1973, p.14-6) contrapuso a la actitud integrista o evolucionista (cf. Caponi, 2001, p.30). Esta última sería la que pauta a la biología evolucionaria, y la primera, esa que Bernard avizoró, sería la que pauta a la biología funcional (cf. Caponi, 2001, p.29). Actitud reduccionista, esta última, que está en la base de la biología molecular y cuyo éxito parece ratificar esto que Claude Bernard decía en la Introducción al estudio de la medicina experimental:

Si el físico y el fisiólogo se distinguen por el hecho de que el primero se ocupa de fenómenos que ocurren en la materia bruta y el segundo de fenómenos que se cumplen en la materia viviente, ellos no difieren, sin embargo, en lo que atañe al objetivo que ambos quieren alcanzar. En efecto, el uno y el otro se proponen por objetivo común remontarse a la causa próxima de los fenómenos que estudian. Y eso que llamamos la causa próxima de un fenómeno no es otra cosa que la condición física y material de su existencia o de su manifestación (1984[1865], p.106)13.

Primera aproximación al determinismo bernardiano

Es interesante ver, por otra parte, que además de haber entendido de modo semejante la dialéctica entre hipótesis y observación, Popper y Bernard también parecen aproximarse, de alguna manera, en lo que respecta al modo de entender la explicación científica. En la Introducción al estudio de la medicina experimental aparecen algunas referencias al papel de las leyes en las explicaciones causales de la fisiología, que parecen anticipaciones, no del todo precisas, al modelo nomológico-deductivo de explicación delineado por Karl Popper (1962[1934]) y muy pregonado por Carl Hempel (1979[1942]) en el siglo XX14. Según se puede leer en la introducción, “el fin en la experimentación es el mismo en el estudio de los fenómenos de los cuerpos vivos que en el estudio de los fenómenos de los cuerpos inorgánicos”: en uno y otro caso, la meta y el límite de las investigaciones “consiste en hallar las relaciones que unen el fenómeno con la causa inmediata, o, expresándolo de un modo diferente, consiste en definir las condiciones necesarias a la aparición del fenómeno” (Bernard, 1984[1865], p. 106). Pero para Claude Bernard ese vínculo causal solo podía entenderse en virtud de la mediación de una ley: para conocerlo era menester superar la mera constatación de una sucesión de acontecimientos e intentar el establecimiento de una correlación constante (Grmek, 1965, p.58). Por eso, nos decía, “toda la filosofía natural se resume en esto: conocer la ley de los fenómenos” (Bernard, 1984[1865], p.93); ese es “el objetivo en el que se detiene toda ciencia” (Bernard, 1984[1865], p.108). Y una ley, conforme pensaba Bernard,

es esa relación establecida por la observación que le permite al astrónomo prever los fenómenos celestes; y es esa misma relación, establecida por la observación y por la experiencia, que le permite al físico, al químico, al fisiólogo, no solamente predecir los fenómenos de la naturaleza, sino también modificarlos a voluntad y con seguridad, siempre que no se aparten de las relaciones indicadas por la experiencia (1984[1865], p.128).

De tal modo que

cuando tenemos la ley de un fenómeno, no solo conocemos absolutamente las condiciones que determinan su existencia, sino que tenemos también las relaciones que se aplican a todas sus variaciones, de forma que podemos predecir las modificaciones del fenómeno en cualquier circunstancia dada (Bernard, 1984[1865], p.108).

Eso, insistía Bernard (1984[1865], p.128), era así tanto en el dominio de la astronomía, de la física y de la química, como en el dominio de la fisiología. En los tres casos, explicar y predecir un fenómeno particular es subsumirlo en una ley que nos lo muestra como un cambio en una variable que resulta del cambio ocurrido en otra variable o configuración de variables. Por otra parte, en el caso de la física, de la química y de la fisiología, el conocimiento de las leyes no solo permitía explicar y predecir, sino que también permitía gobernar los fenómenos estudiados (1984[1865], p.128). La ley nos dice qué tenemos que hacer con las variables de control para así obtener tal o cual resultado con las variables controladas. Y es claro que Bernard sabía que esa subsunción del fenómeno particular en la ley general, sobre todo en el caso de los fenómenos orgánicos, nunca llegaba a realizarse plenamente.

Se trataba, en todo caso, de un ideal metodológico inmune a cualquier fenómeno de explicación difícil y problemática. “Cada caso individual y cada forma individual”, dijo alguna vez Ernst Cassirer (1967[1918], p.399), “envuelve una complicación ilimitada”; pero, aun así, decía también él, la exigencia de la subsunción nómica se debe considerar en principio realizable, “a menos que se quiera que el objeto de que se trata quede en absoluto fuera de los dominios de la naturaleza encuadrada dentro de la ley general de la conservación y sus corolarios”. Nada muy diferente de lo que hubiese dicho el propio Bernard: aunque nunca podamos cumplir acabadamente, en ningún caso real, con ese ideal, no por eso habremos de desconocer la exigencia de que cualquier referencia a una relación de causación inmediata entre dos conjuntos de fenómenos sea, por lo menos en principio, justificable en términos de alguna regularidad aceptable. Más aún: Claude Bernard también podría haber dicho que la aceptabilidad de nuestras hipótesis causales es inversamente proporcional a la distancia que nos separa de esa justificación basada en lo que él llamaba “ley”.

Fuera cual fuese la complejidad de los fenómenos estudiados, la investigación científica no podía detenerse en su esfuerzo por establecer esas conexiones regulares ni en su empeño por revisar y criticar nuestras conjeturas sobre estas. Y decir eso no es más que insistir en la tesitura de que las ciencias de la vida, al igual que la física y la química, debían someterse a ese principio, o axioma, que Bernard (1984[1865] p.87) llamaba “critérium experimental”, o “principio general del determinismo” (1947, p.264)15, según el cual “todo fenómeno se sigue de algún otro según lo establecido por alguna ley”, un principio que no era una simple teoría sobre la trama causal del mundo sino un presupuesto que pautaba nuestro modo de interrogar el mundo, definiendo también cuál era la naturaleza de las respuestas que debíamos buscar para esas preguntas (1865, p.647; 1878, p.18)16. Según Bernard, existe, en efecto, una clara distinción entre los principios que pautan la formulación de nuestros problemas científicos y las teorías que formulamos como alternativas de solución para estos (1947, p.219):

Los principios son los axiomas científicos; son verdades absolutas que constituyen un critérium inmutable. Las teorías son generalidades o ideas científicas que resumen el estado actual de nuestros conocimientos; constituyen verdades siempre relativas y destinadas a modificarse por el progreso mismo de las ciencias. Luego, si planteamos como conclusión fundamental que no hay que creer de modo absoluto en las fórmulas de la ciencia, hay que creer, por el contrario, de una manera absoluta en los principios (1984[1865], p.243).

Por eso, incluso reconociendo la actitud crítica como fundamental para el desarrollo de la ciencia, debemos aun asumir que esa crítica es siempre una crítica fundada y orientada por principios: si rechazamos una teoría por insatisfactoria, o si la consideramos como preferible a otra, deben existir criterios o principios que nos digan en qué sentido dicha teoría no es satisfactoria, o en qué sentido ella es mejor que otra que aparece como su alternativa. El investigador, decía Claude Bernard (1984[1865], p.87-8) pensando en esa dirección, debe dudar de “la exactitud de su sentimiento o de sus ideas, en cuanto experimentador”; es decir: debe dudar siempre de sus hipótesis o teorías. Debe dudar también del “valor de sus medios de investigación”, es decir de sus recursos e instrumentos de observación. Pero de lo que jamás puede dudar es del determinismo: ese es “el principio mismo de la ciencia experimental” y, en cuanto tal, él funciona siempre como criterio para la evaluación de la satisfactoriedad de nuestras teorías y del rigor de nuestras observaciones (cf. 1984[1865], p.111; 1865, p.656; 1878 p.379).

Puede ocurrir, de hecho, que “un experimentador, después de haber efectuado una experiencia en condiciones que él creía determinadas, no obtenga en una nueva serie de búsquedas el resultado que se había mostrado en su primera observación”; e incluso, “repitiendo su experiencia después de haber tomado nuevas precauciones, puede ocurrir aún que, en lugar de encontrar el resultado primitivamente obtenido, dé con otro completamente diferente” (1984[1865], p.112). Pero, ni aun así, sería el caso de admitir o declarar que estamos ante hechos indeterminables. En lugar de eso “habrá que admitir simplemente que las condiciones de la experiencia que se creían conocidas no lo son. Habrá que estudiar mejor, que buscar y precisar las condiciones experimentales, porque los hechos no pueden ser opuestos los unos a los otros; no pueden ser más que indeterminados”, nunca indeterminables. Tanto en la fisiología como en la química o la física, “si las condiciones experimentales son idénticas, el resultado es unívoco: si el resultado es diferente es porque alguna condición cambió” (1878, p.18). Por eso

si un fenómeno se presentara en una experiencia con una apariencia tan contradictoria que no se llega a ligar de una manera necesaria a condiciones de existencia determinadas, la razón debería rechazarlo considerándolo un hecho no científico. Habría que esperar saber o buscar por experiencias directas cuál es la causa de error que ha podido deslizarse en la observación. Porque es preciso, en efecto, que haya habido error o insuficiencia en la observación, pues la admisión de un hecho sin causa, es decir indeterminable en sus condiciones de existencia, no es ni más ni menos que la negación de la ciencia (1984[1865], p.90).

Pero no la ciencia entendida como conjunto de teorías establecidas, sino la ciencia entendida como modo de indagación. Para esta última solo hay dos clases de fenómenos: aquellos cuya causa está actualmente determinada, y aquellos cuya causa está aún indeterminada (1984[1865], p.194). Estos no pueden jamás constituirse en límite o fin de la investigación, sino que siempre deben ser su punto de arranque, su disparador. La indeterminación de un fenómeno nunca puede ser respuesta o conclusión, debe ser siempre pregunta: problema y no solución. Podemos, por eso, reconocer un cierto valor dialéctico o polémico en el vitalismo: su función sería la de plantearle problemas al biólogo experimental agendando desafíos cruciales para su programa. Esa fue la importancia de Xavier Bichat para Claude Bernard, y esa fue la importancia que los trabajos de embriólogos como Hans Driesch o Paul Weiss han tenido para el desarrollo de la biología contemporánea (cf. Goodfield, 1983, p. 98 y ss.). Sin la desconfianza vitalista, la investigación experimental puede amodorrarse en la certeza de un determinismo generalizado pero nunca especificado.

Con todo, el modo en que tales desafíos “vitalistas” serán afrontados no puede ser otro que aquel pautado por el propio programa experimental, porque si esa desconfianza se transforma en resignación ante la complejidad o la espontaneidad de lo viviente, el resultado no es mejor. En uno y otro caso la investigación se detiene porque se acaba prefiriendo las respuestas a las preguntas. En realidad, cuando el discurso vitalista se empeña en mostrarnos los obstáculos o los supuestos límites que debe enfrentar el enfoque experimental-determinista de los fenómenos orgánicos, lo que de hecho hace es recordarnos uno de los presupuestos básicos de esa perspectiva: el reconocimiento de que la determinación no es un dato primitivo sino un resultado obtenido tras una laboriosa indagación (cf. Canguilhem, 1965, p.90). El fenómeno nunca se encuentra determinado, y, parafraseando a Gaston Bachelard, podemos decir que siempre damos con la determinación en estado de arrepentimiento: es decir, solo la establecemos cuando asumimos que los factores, parámetros y relaciones a considerar eran otros o eran más que los que inicial e ingenuamente habíamos pensado.

Cuando el biólogo corrige o amplía la trama de factores que deben ser considerados para establecer la determinación de un fenómeno, lejos de estar multiplicando hipótesis ad hoc, o de estar recurriendo a estratagemas convencionalistas para proteger el programa experimental frente a evidencia contraria, lo que está haciendo es trabajar en la dirección propuesta por ese programa, y, de ese modo, nos muestra su fertilidad y realiza sus potencialidades. En realidad, si la descripción del viviente se torna cada vez más compleja e intrincada es porque la biología funcional presume la determinación “a la Bernard” de los fenómenos. Esta, en lugar de ser discutida y contrastada, sirve de marco y de motivación para la investigación experimental: presuponiendo que todo fenómeno orgánico se sigue de algún otro según lo establecido por alguna correlación causal general, el biólogo experimental deberá formular y contrastar hipótesis sobre tales factores sin nunca cuestionar su existencia.

Así, la discriminación entre lo que debe ser discutido y lo que debe ser presupuesto es introducida por un principio incontrastable que funda lo que podríamos llamar un programa de investigación. Pero que no se vea aquí una actitud dogmática: se trata, en realidad, de preferir un principio que nos obliga a seguir investigando en detrimento de un presunto hecho que nos exonera de esa obligación, y a eso era que aludía John Watkins (1974, p.86) cuando decía que

en cualquier ciencia se requiere usualmente un cuerpo considerable de premisas para que se puedan derivar lógicamente predicciones refutables. Generalmente no será demasiado difícil reemplazar una premisa existente sin disminuir la refutabilidad empírica del sistema. Sin embargo también puede haber premisas de las que parezca prácticamente imposible prescindir sin que disminuya seriamente la refutabilidad del sistema o sin que se convierta incluso en un sistema incontrastable. A tales premisas se les puede llamar principios, es decir, componentes privilegiados que se consideran como irrefutables en interés de la refutabilidad de todo el sistema.

Sobre el estatuto de estos principios puede discutirse mucho. Una alternativa sería pensarlos como principios metafísicos en un sentido pre o poscrítico, es decir a la manera de Leibniz o la manera de Kant. Pero, en última instancia, también cabría recurrir a las nociones de presuposición absoluta (Collingwood, 1940, p.34), proposición paradigmática (Brown, 1983, p.115), o aun presupuesto (Rescher, 1994, p.35). Todas ellas serían más o menos aptas para caracterizar esos principios que, al mismo tiempo en que guían la formulación de la agenda de preguntas que pautan nuestra investigación, también establecen la forma que habrán de tener nuestras respuestas para estas. Es posible, incluso, que Bernard, lector directo o indirecto de Kant17, haya pensado el determinismo como algo próximo a la segunda analogía de la experiencia. Lo cierto, sin embargo, es que su valoración de este principio es fundamentalmente metodológica (cf. Grmek, 1965, p.58 y Lecourt, 1999, p. 299), y, tal como Popper (1962[1934] p.61) lo apuntó, en el marco de una reflexión metodológica, en vez de recurrir a cualquier principio metafísico o trascendental para justificar la exigencia generalizada de explicaciones nomológico-causales, nos basta con aceptar una regla que, para todo fenómeno natural registrado, nos conmine a procurar una descripción de este tal que nos permita considerarlo como efecto de algún otro fenómeno conocido conforme a lo establecido por una ley a ser también determinada (cf. Delsol, 1989, p.19).

Así, lejos de pretender ofrecernos una guía para resolver problemas científicos, esta regla “hace explícito un objetivo generalizado de la investigación y formula en términos generales una condición que se exige de las premisas propuestas como explicaciones” (Nagel, 1978, p.298), es decir que expresa, como máxima, el objetivo de obtener explicaciones deterministas en el sentido de que “dado el estado de un sistema en un instante inicial, la teoría explicativa establece lógicamente un estado único del sistema para cualquier otro instante” (Nagel, 1978, p.299). Por otra parte, y dado el carácter general de esa regla, es evidente que aunque ciertas formulaciones especiales de esta puedan ser eventualmente abandonadas por resultar inaplicables, ningún experimento o serie de experimentos podría nunca forzarnos a su derogación (cf. Nagel, 1978, p.298). Es que, al ser una directiva que nos propone la búsqueda de explicaciones con características tan ampliamente delimitadas, “los repetidos fracasos en encontrar tales explicaciones para un dominio dado de hechos no constituyen un obstáculo lógico para continuar la búsqueda” (Nagel, 1978, p.298).