Kitabı oku: «El canto de la essentia», sayfa 3
El gusto por la cocina de da Vinci era un derivado natural de sus angurrias de siempre. Ahora que se habían afirmado en él las carnes del trabajo y de los esfuerzos, las de hombre adulto, iniciaba a desarrollar un cuerpo más estilizado, pero hasta la tardía juventud Leonardo había sido más bien rollizo, de medidas generosas. Aquello se había debido a su glotonería por la comida en general, y su delirio por lo dulce en particular, hasta que había iniciado a desarrollar una nueva filosofía sobre las costumbres del comer y que ahora pretendía materializar en su taberna. Aunque bastardo y nunca reconocido como hijo legítimo por su padre, messer Piero Fruosino di Antonio da Vinci, por ser fruto de un desliz carnal de este con una humilde campesina, Caterina, tampoco creció con privaciones y fue mimado en demasía por las mujeres con las que se había ido casando el padre. Un día, pocas semanas antes de nuestros episodios en la taberna, había decidido que quería cocinar y, como todo lo que emprendía Leonardo, aquello no se limitaría únicamente a la tarea vulgar, sino que conllevaría amplias reflexiones filosóficas, estudiadas conclusiones alimenticias y acérrimas dosis de egolatría. Lo que no podía todavía exhibir Leonardo era la experiencia, la experimentación previa, el oficio aprendido. Había regentado, tiempos antes, una taberna de dudosa calificación, pero era ahora cuando proyectaba soltarse la melena y volcar en sus guisos toda su mareante cantidad de suposiciones teóricas nunca antes probadas. Al igual que para muchos otros de sus talentos, confiaba en su razón, por lo que se atrevió con la idea y la llevó adelante.
Un tufillo ocasional, pero repugnante, se fundía con los aromas agradables de los alimentos que manipulaban. Leonardo frunció el ceño y le explicó a Botticelli su ocurrencia.
—A las seis de la mañana encenderemos los fogones y herviremos manzanas, menta y anís. Dejaremos que aromaticen la taberna todo el día. ¡El olor que llega desde el puente es nauseabundo!
Efectivamente, según soplaran los vientos, desde las carnicerías insalubres del Ponte Vecchio llegaban los hedores de las carnes vencidas. Estaba prohibido deshacerse de ellas en el río, por lo que se apilaban en las traseras de los comercios hasta que, ocasionalmente, pasaba un carretillero para llevárselas. Los comerciantes no entendían como obligación suya ocuparse de los deshechos, y así se impuso la bien merecida fama de pestilencia del señorial puente. Para la nobleza y la plebe por igual, para los que debían cruzar por ahí, la hediondez se volvía un suplicio.
Leonardo volvió a sus zanahorias. Tenía por costumbre refregarse las manos en una palangana con leche de cabra, agua y ceniza de abedul, con las que se restregaba concienzudamente para luego enjuagarlas en otra de agua limpia. La lluvia había amainado, lo que impulsó a Botticelli a ponerse en marcha.
—Iré al taller a terminar el letrero —avisó, y se despidió con sorna, echándose a la boca otra de las rebanadas maceradas.
—Para cuando vuelvas te afinaré el paladar con otras delicias —prometió da Vinci, y ambos rieron con la carga nerviosa que la víspera de inaugurar la taberna les provocaba.
Leonardo se concentró en sus notas. Nada se alejaba más de su natural que la improvisación, y tenía bosquejadas cada una de las preparaciones, apuntados sus tiempos y cantidades en cuartillas sueltas que, con orden y simetría, dispuso sobre uno de los mesones. Remataba las recetas con meritorias ilustraciones de los montajes sobre los platos de barro o madera que él mismo había diseñado de acuerdo con una estética llena de simbolismos y cuidada geometría. Detestaba la pomposidad de escudillas y platos con ornamentaciones doradas o plateadas; sus propias reglas le imponían llaneza y sencillez en los recipientes para concederles el protagonismo a los elementos comestibles. Sus platos, jarras, bandejas, aguamaniles, copas y demás receptáculos eran piezas maestras en sí, cada cual con su talla o moldeado individual, en tonos neutros para no eclipsar el colorido de las viandas. Pero, más allá de la pomposidad florentina de los nobles en cuanto al menaje, reprobaba sus fastuosas costumbres de atiborrarse en sus banquetes con hábitos de cerdos zampones, al igual que el vulgo troglodita era propenso a comer incluso bazofias mientras fuera en buena cantidad.
Leonardo trabajó con afán hasta la medianoche, cuando ya le venció la fatiga y se rindió al sueño tumbando la cabeza sobre los brazos cruzados encima del mesón de faena.
Con no poco enfado reaccionó a un nuevo martilleo que lo despertó con violencia. Tomó conciencia de la claridad. Tardó unos segundos en desentumecerse el cuerpo, con el cuello rechinando y, montado en furia, fue a ver quién osaba a despertarlo de forma tan indecente. Su temperamento se apaciguó cuando vio a Botticelli clavando con solemnidad el gigante letrero, ayudándole Alessio el Cojo, uno de sus fieles sirvientes que ya había servido en casa del padre Mariano y, antes de eso, en la del abuelo materno, por lo que era de edad indescifrable. Leonardo cruzó la calle para admirar mejor el aparatoso letrero, lo que de inmediato hizo iluminársele el rostro somnoliento para soltar unas cuantas lisonjas extasiadas.
—¡Eres un demonio, Filipepi, un demonio grande y de enorme genialidad! —felicitó a su amigo.
Rezaba ahí en letras góticas, sobre un fondo de nubes espesas y enmarcadas por cenefas de parras, el nombre que habían decidido dar a su taberna, «La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo». Botticelli había trabajado el cielo nuboso con tanto esmero, imitando los reflejos ambarinos de los atardeceres toscanos, que le daban a este simple letrero un aire de obra maestra.
—Corre, ve a cambiarte el jubón, da Vinci, que pareces el matarife y no el cocinero —le lanzó Botticelli divertido, de pie aún sobre su andamio improvisado.
A da Vinci le tomó un tiempo destrabar su hechizo por el magnífico letrero hasta que, volviendo en sí y observándose la vestimenta manchada de sangre y mugre, de un sobresalto reaccionó ruboroso y emprendió la carrera hacia su casa.
Desde la iglesia de Santa Felicita, la campana anunciaba las siete de la mañana cuando Leonardo volvió, ataviado con su mejor blusón color violeta y un tabardo blanco marfil, demasiado exquisito para las tareas de cocinar. Pero así lo había determinado con premeditación y sensata lógica. Era bien parecido, alto y solemne en apostura. El cabello castaño, corto y abundante, lo portaba revuelto, aguzado en la coronilla, y las facciones armoniosas de su rostro eran heredadas de su bella madre Caterina. A menudo, su atractivo incitaba al despiste a quienes no lo conocían y, tras su apariencia suave e inofensiva, escondía un temperamento enérgico y dominante. Era, probablemente, su manera de reaccionar a su condición bastarda, de padre notario y madre campesina, acostumbrado a batallarse su respetabilidad si no con sus orígenes, al menos con sus conductas. Con esto conseguía disimular una leve timidez de la que nunca se desprendía del todo salvo en círculos de intimidad con sus más allegados y amigos cercanos.
El día había amanecido fresco, pero el manto azul del cielo vacío de nubes auguraba una jornada soleada y de pureza otoñal. En la calle habían iniciado los barullos, la actividad comercial y artesanal, y los cánticos de las doncellas mientras barrían los portales y enjuagaban las entradas para asentar el polvo. La nobleza se dejaría ver más tarde, no eran horas para ellos. Era un ritual protocolar que la secuencia se mantuviera; primero amanecía la plebe, luego el señorío y los comerciantes, para más tarde presentarse los nobles con la ciudad ya encaminada y lista para ellos. La calle de la taberna era de paso hacia el río y el Ponte Vecchio, que unía sus orillas y por el que se cruzaba para ir al Palazzo Pitti. Era una ordenanza el que los recorridos más habituales de preclaros y cortesanos se mantuvieran limpios, y hábitos como arrojar excrementos, orines y todo tipo de porquerías sobre la vía pública se castigaba severamente.
En la taberna corría ya una importante actividad. Botticelli se había puesto al mando con enérgicas instrucciones para asignar los quehaceres a la cuadrilla de ayudantes. Alessio el Cojo frotaba las mesas con aceite de junípero, con nervio y braveza, para bruñir las superficies y dotarlas de una sugestiva fragancia. La mujer de este, Brunella, anciana de aspecto, pero robusta como un buey, fregaba el solado con vinagre. Una y otra vez repasaba el empedrado siguiendo las indicaciones de Botticelli de no dejar una sola partícula de roña en las juntas. El propio pintor mareaba a sus sirvientes descomponiendo insatisfecho la colocación de sillas y mesas, no conforme nunca con su ubicación, pretendiendo que cada elemento tuviese su iluminación adecuada y un sitio destacado, afán que era imposible, pero respecto al cual no se dejaba asesorar.
Leonardo se encontró en la cocina con un ambiente más reposado, casi luctuoso. Botticelli había contratado a tres ayudantes que, en apostura y condición, no podían ser más disparejos. Giuseppina da Rufina, una mujerona más ancha que alta, con pecas tan abundantes y mal distribuidas que le daban apariencia de cargar barba, con ojos saltones como de borrego, era pescadera en la plaza y manejaba con maestría los cuchillos y la retórica, poseyendo una lengua tan afilada como sus herramientas. Esta recibió al maestro con su mofa viperina:
—¡Da Vinci, aquí no hay quien se aclare! Esto es tan confuso como vuestra pintura. Parece el taller de un boticario y no una cocina.
Leonardo se plantó con la misma ironía.
—Calla, vieja emponzoñada. ¿Qué sabrás tú de cocina? Ponte alerta, porque hoy has de aprender si tus musarañas aún no te han atrofiado el intelecto.
De inmediato se fijó en sus otros dos ayudantes que planteaban una escena tan inesperada como estrafalaria. Ferruccio el Jayán, de estatura interminable y espantosamente desgarbado, sentado en un taburete, lo miraba con un aturdimiento doliente mientras Nataele D’Anna, un joven aprendiz del taller de Botticelli, le vendaba la cabeza.
—Casi se la parte, maestro. Sangraba más que un becerro en el matadero.
El muchacho tenía quince años, era menudo y espabilado. Resumió para el maestro, que el larguirucho, cuya testa quedaba muy por encima de algunas viguetas que soportaban la estructura, en un descuido había girado con violencia para incrustarse una de estas en la mollera, con tan mala fortuna, que se había abierto una herida violenta. Da Vinci, lejos de mostrar compasión, injurió al victimado con palabras gruesas.
—¡Como hayas salpicado tu sangre sobre mis ingredientes te prometo que te convierto en morcilla, Ferruccio!
El muchacho creyó su deber defender al otro.
—No, maestro. Para cuando reventó la herida, yo ya le tenía atenazada la cabeza que, si no lo hacía, caía en redondo del desmayo y se la partía por segunda vez.
—¿Puedes trabajar, Ferruccio? —fue lo único que Leonardo añadió al asunto, consiguiendo que el mencionado se estirara de un honroso salto, pero de inmediato le flaquearon las piernas y tuvo que apoyarse en el hombro de Nataele.
De Ferruccio el Jayán, Leonardo sabía que había vivido y servido en la corte de Venecia y que Botticelli lo había rescatado de una posterior indigencia para que le valiera de ayudante en el palacio de los Médici. Al parecer, poseía el talento del trabajo duro. Se desenvolvía con cierta prestancia en el arte de asistir en banquetes y ceremoniales y, nunca dudando del criterio de su amigo, Leonardo había aceptado la ayuda de buen grado.
Del muchacho, Nataele, lo sabía todo porque, aunque aprendía en el taller de Botticelli, era como un cardo adherido a da Vinci desde que había aparecido de la nada con doce años, poseedor de habilidades importantes y una lealtad acérrima. —Cuando tengáis vuestro taller, maestro Leonardo, me voy pa’llá, que me enseñaréis vuestra alquimia— había manifestado el joven en no pocas ocasiones y da Vinci le profesaba simpatía. El chico poseía una sensibilidad casi milagrosa en las yemas de sus dedos y podía pellizcar un único grano de sal con sorprendente destreza. Esta habilidad natural auguraba finura y precisión y, en las artes, Leonardo encuadraba a estos atributos dentro de los requisitos imprescindibles.
La amistad con Giuseppina da Rufina venía de años, con ella y con su díscolo marido, Orsino, que gustaba de armar trifulcas en la plaza con los compradores que intentaban el regateo desde primera hora. Juzgaba tal conducta como una vergüenza de pobres y, cabal como era, aun siendo pobre, aquello le indignaba. Giuseppina era de las pocas en la plaza que aún le fiaban a Leonardo cuando andaba con la faltriquera vacía. Los demás huían del levantisco pintor que, a más del carácter altanero, tenía una fama merecida de mal pagador. No todos se dejaban enredar como Giuseppina quien, alguna vez que la deuda se había desmedido, había aceptado no poco recelosa que Leonardo dibujara de ella un retrato a manera de pago. El recelo había amainado ni bien había visto los primeros trazos del artista que, con ojo bondadoso y técnica magistral, la había ido retratando, obviando las imperfecciones y resaltando las virtudes de aquel rostro mofletudo. En el dibujo, las pecas se habían reordenado de sitio salpicando pómulos y nariz, pero las de la barbilla y las mejillas el artista las había escondido resultando el dibujo una hermosa representación de una mujer poco hermosa.
El galimatías de las preparaciones cocinadas o por cocinar, dispuestas en cuencos y bateas, pucheros y chisteras, le daba la razón a Giuseppina; aquello se asemejaba a un taller de botica con los componentes dispuestos en un orden quimérico que solo Leonardo entendía. La extrañeza de los tres guisanderos subalternos se reflejaba en sus rostros suspendidos por el asombro. La pescadera tomó nuevamente la iniciativa.
—Explicaros, maestro Leonardo. Dadme una buena razón para no salir huyendo hacia el puesto de pescados. Dejé al Orsino a cargo por estimación hacia vos, pero aquí no veo yo que pueda resultar una comida decente.
A da Vinci le emergió una sonrisa en el rostro. De igual manera que encolerizaba con facilidad, en jactancia y petulancias retornaba su talante animoso. Hizo unirse a Botticelli y a sus sirvientes al corrillo y, metido en el papel de orador, arrancó con una disertación colosal que vapuleó a los asistentes hacia emociones tan contradictorias como la fascinación o la repugnancia. Desgranó para ellos la composición del menú explicando las preparaciones y ayudándose de su recetario con los dibujos. En las caras de los ayudantes fue combinándose una amalgama de trastornos, aunque nadie se atrevió a interrumpir lo que parecía una prédica. Botticelli tampoco quedó ajeno a la turbación general. Leonardo se había mantenido hermético durante los preparativos y el pasmado socio se enfrentaba por primera vez a las intenciones del amigo. Sobre el fogón hervía el agua con las manzanas, la menta y el anís, perfumando la taberna de manera sugerente.
En resumen, las excentricidades que Leonardo pretendía guisar y cuya descripción le había tomado más de media hora, eran caprichosas afrentas a las costumbres taberneras tradicionales. Todo se enmarcaba en un concepto que el maestro no dejaba de repetirles. Una y otra vez ensalzaba sus propias creaciones llamándolas «comida consciente», término que intentó explicar con enunciados como «con los cinco sentidos», «dignas del alma» o «perlas en la boca», y que ninguno, ni el culto Botticelli, entendieron. Pero todos se pusieron en marcha con ahínco, con escaso convencimiento, pero con buenas dosis de altruismo.
Y así se componía el menú que se les serviría a los invitados en riguroso orden y ceremonial:
• Atadillo de pepino y manzana, en finas tiras, para limpiar el paladar, servido con gotas de infusión de tréboles y galanga
• Rodajas de zanahorias maceradas, ligeramente tostadas sobre madera de majuelo
• Sesos de cordero con salvia y huevo de codorniz en saquitos de piel de gallina, asados sobre rejilla
• Pezuña de vaca deshuesada y migada, con ajo asado y bulbo de gladiolo, envuelto en hojas de repollo
• Leche de almendra y hierbabuena con albóndigas de sangre de ternero con arroz
• Gelatina de panza de puerco sobre hojas de parra
• Perca en polenta de centeno con yema de huevo y miga de remolacha seca
• Sardinilla confitada en miel de chirivía y suero de leche
• Majado de queso de cabra vieja con mosto, tostado sobre plancha engrasada
• Cuajada frita de huevo, leche y miga de pan, con miel de naranja, anís y nabo dulce
• Uvas en compota
• Sopa de membrillo y almendra tostada
Era un menú tan ilógico como extraordinario, desmarcado de los hábitos de voracidad usuales, huérfano de suculencia, pero generoso y rimbombante en variedad. Visto así, podía parecer un conjunto conseguido, armonioso, aunque raro en sus mezclas y arbitrariedades contra la tradición.
Leonardo asignó las tareas según las habilidades de cada uno. Mientras el magullado Ferruccio, más torpe con las manos, meneaba los cocidos, majaba el queso y controlaba el burbujeo de la polenta, Giuseppina limpiaba percas y sardinillas, moldeaba albóndigas y despepitaba las uvas. Leonardo y Nataele, en cambio, se ocuparon de los ensamblajes más delicados, los que exigían pericia de artesano, manos sensitivas. Las pezuñas de vaca habían hervido durante todo el día anterior sobre fuegos mansos, que era como no se rompían pero adquirían una textura melosa y «mantenían el alma», tal como explicó el cocinero pintor. Los dedos habilidosos de Nataele las deshuesaron velozmente; picó todo fino: los cueros, cartílagos, tendones, la carne, y aquello se mezcló en un chirimbolo con ajo asado triturado, pasta de bulbo de gladiolo y hierbas frescas. De toda esa mezcla, el maestro Leonardo tomó pequeñas porciones con una cucharilla y las dispuso con precisión sobre unas hojas de repollo blanqueadas, suaves y blandengues. Las fue doblando con tal regularidad, que creó envolturas uniformes, ligeramente abultadas, todas iguales, pálidas y cuadriformes.
—¡Maestro, únicamente nos alcanza para veintisiete! —exhaló Nataele inquieto.
—Son los justos —contestó Leonardo, satisfecho después de ordenarlas todas equidistantes sobre un plancha engrasada—. Veinte convidados y nosotros.
Hizo caso omiso de las miradas de conmoción de sus ayudantes; da Vinci se lanzó a la siguiente tarea, no sin antes recordar a todos que hicieran uso de las palanganas dispuestas para lavarse las manos frecuentemente.
Los saquillos de piel de gallina suscitaron otro hechizo. De manera igual que las pezuñas, los sesos habían hervido sobre fuego suave, aunque por menos tiempo. La salvia los había enverdecido. Leonardo los recalentó hasta que quedaron de nuevo blandos, cortó pequeñas porciones que dispuso sobre las lonjas de piel de gallina, algo más grandes que los trozos de seso, y con el dedo índice formó unos hoyuelos cóncavos en cada una. Nataele seccionó los huevos de codorniz haciendo malabares con los dedos, separó las yemas de las claras, y fue rellenando con ellas cada cavidad con mimo y sin romperlas. Para cuando hizo esto, Giuseppina y Ferruccio ya se habían desentendido de sus labores, embelesados por la exhibición. Entonces fue Leonardo a pellizcar la piel desde los bordes, alzarla delicadamente, y Nataele ató un cordel trenzado en el extremo bajo los dedos del maestro. Formaron así los misteriosos saquillos de piel flácida y amarillenta. Leonardo colocó los veintisiete —de todo veintisiete— sobre una rejilla forjada en hierro fino y que después asentó sobre las brasas que Ferruccio avivaba con furor para el maestro.
La siguiente genialidad ocurrió con el queso de cabra y el mosto amalgamados en una pasta viscosa. Ayudándose de una espátula, da Vinci la extendió dentro una caja rectangular poco profunda y con minúsculos orificios en el fondo. Encajó después una tapa precisa que se asentó sobre aquella argamasa y colocó encima, a manera de peso, dos combos de hierro de esos que usan los herreros. Prensó así el preparado y desde los orificios inició a gotear el exceso de líquido para satisfacción del maestro.
—Luego cortaremos las raciones y las tostaremos sobre la plancha —explicó con la mayor naturalidad, repitiendo los demás sus exhalaciones de desconcierto y respeto.
La faena se aceleró al mediodía y se hizo difícil mantener controlados tantos frentes. El maestro da Vinci había ido trasmutando hacia su natural histerismo y, con gritos y arengas, disparaba órdenes nerviosas e imprecisas. La gorda Giuseppina era la única que lo plantaba; hasta Botticelli prefirió refugiarse en la tranquilidad del comedor para no exponerse a la mala uva del amigo.
—Da Vinci, todo esto sigue siendo una locura, pero al menos está controlada. ¿Por qué no paseáis vuestras cóleras un rato al aire libre? Tantos vapores y olores os están atolondrando.
La pescadera le habló desafiante. Cinco horas habían bastado para dominar las intenciones del maestro y sus preparados y, con criterio de mujer curtida, se había hecho dueña del caos y sabía lo que quedaba por hacer. Rendido, da Vinci estuvo a nada de seguir el consejo, llegó incluso a cruzar la puerta de calle cuando, de un brinco y aullando una maldición, volvió a entrar más enardecido aún.
—¡Llega Verrocchio! —tronó, tumbando a su paso tres sillas y arrollando a la pobre Brunella que no cayó por ser de piernas firmes y ágil de cintura—. ¡Los delantales blancos! —siguió gritando—. ¡Quiero a todos de blanco, ni una mancha, todo blanco!
Era la consigna que anunciaba la llegada de los invitados. Giuseppina, Ferruccio, Nataele, Brunella y Alessio se ataviaron con las prendas limpias, mientras Botticelli, haciendo de anfitrión, repartía saludos y finezas en el comedor. Los convidados fueron arribando con visible buen humor y expectación, un tropel de gente insigne, dispar y hambrienta. Sandro Botticelli tuvo cumplidos para todos, asignó las mesas guardando los cánones jerárquicos, pero Leonardo no apareció tras el cortinaje; lo suyo era la comida, aunque más se escondía por nervios y recelo.
Había sido el deseo de los socios extender la invitación a un grupo selecto de ilustres, y a cuya cabeza le fueran los dignatarios y representantes del arte florentino.
—Si los artistas comprenden la sutileza de mis bocados, Florencia también lo hará —había decretado Leonardo, aunque Botticelli aún no había estado a la altura de comprender el enunciado.
Así fue cómo llegó el maestro Verrocchio, amigo y mentor de ambos, con su dignísima apostura y entrañable modestia. Se acompañó de otros dos antiguos discípulos, ya madurados, compinches en las juergas, pero rivales de Leonardo y Sandro en el arte: Doménico Ghirlandaio el Guapo y Pietro Perugino. Los tres rodeaban solemnemente a un cuarto, mayor en años y de rectísima seriedad. Llegado de Urbino, a Piero della Francesca le placía hacerse reverenciar por sus colegas y con tal pompa se presentó, sobrio y orgulloso.
Otros concurrentes hicieron su entrada: el poeta Filippo Buonaccorsi, el abogado Bernardo dei Machiavelli con su escuálida mujer, Bartolomea di Stefano Nelli, y el pensador y traductor Marsilio Ficino, artífice de la nueva academia platónica.
No tardaron en aparecer también los representantes de la signoria: Tomasso Gariboli, Nuno Marinazzo y Pico Soderini, con sus esposas en comitiva, trajeadas de banquete y sintiéndose importantes.
Desde el palazzo, Lorenzo de Médici, quien en su magnificencia tenía especial apego a los artistas y en especial a Botticelli, se había excusado con no poco fastidio. Haría cinco meses que minimizaba sus apariciones públicas, desde la abominable conspiración que la familia Pazzi había perpetrado contra los Médici y en la que resultó asesinado su hermano Giuliano. Lorenzo se había salvado con una importante herida. La prudencia aconsejaba su encierro, pero afecto como era a sus artistas, había prometido enviar una comitiva digna en su representación. A nadie sorprendió, por lo tanto, que la misma fuera encabezada por Lucrezia Donati, favorita de Lorenzo y amante reconocida sin objeción por los florentinos. De notoria belleza y carnes generosas, Lucrezia era admirada no solo por su fortunio de concubina, sino en buena medida, por sus afables maneras sociales, su vasta cultura y sus encantos subyugantes. Meritoria como era, a Lucrezia la acompañaban dos primas aún púberes pero desenfadadas, doncellas de buen ver, pero escasa lucidez. Lorenzo también había delegado en escolta a dos mozalbetes de poco renombre, unos estudiantes de humanidades y que algún día se foguearían como intelectuales importantes, aunque en aquel momento no eran sino meros comparsas de las presumidas señoritas.
Piero Fruosino di Antonio da Vinci, notario ilustre y padre de Leonardo, completó la caterva de invitados. Era un hombre de meritoria popularidad en Florencia y, en su fascinación por las locuras de su hijo, por nada se hubiera perdido el acontecimiento.
Florencia era una ciudad emancipada, republicana por devoción y, aunque regida por nobles, muy liberal en sus posturas sociales. Los convidados, sin distinciones, se formaron en corrillos, unos para elogiar al maestro Verrocchio que había donado desinteresadamente sus lienzos inconclusos pero cargados de arte, otros para debatir, y muchos para rendir pleitesía a doña Lucrezia que, con su gracia, gustaba de las adulaciones. Los invitados bebieron vino en abundancia, del dulce y del rancio, según los gustos, parlotearon con relajación, hasta que el servicio estuvo listo y todos buscaron su sitio siguiendo las indicaciones de Botticelli.
La media hora que duró el ritual de llegada, Leonardo la vivió con preocupación. Todo estaba medido en tiempos exactos y los intervalos del servicio hablados con los ayudantes que se esforzaban por mantener controladas sus labores. Cuando el último de los abrebocas quedó atado, las manzanas y los pepinos dispuestos, Leonardo dio una señal sin aparecer por el comedor, y Botticelli anunció el comienzo de la comida.
Con un cuidado ceremonial en procesión, los subalternos sirvieron ordenadamente el primer bocado, pulcramente goteado con la infusión verde de tréboles y galanga.
—Nuestro amigo Leonardo me aleccionó con su genialidad —anunció Botticelli inquieto—. Este abreboca es de refresco, para estimular y limpiar los paladares.
La observación fue bien recibida por los demás y pellizcaron cada uno su atadillo para engullirlo sin demora.
—Magnífica emoción en mi boca —exclamó Bernardo dei Machiavelli, que era lenguado y gran charlista. Muchos asintieron y doña Lucrezia incluso añadió:
—¡Emoción de cosquillas en el paladar! Son las gotitas verdes y que da Vinci le habrá robado a algún druida.
Estallaron risas por la ocurrencia y se elevaron las copas.
—¡Por da Vinci y los druidas! —vitoreó Botticelli y todos lo secundaron.
Desfiló entonces nuevamente el servicio portando los platillos con las zanahorias maceradas y tostadas sobre la madera de majuelo. Tres tajadas por comensal. Botticelli se iba animando al ver a sus convidados alborozados.
—El maestro juega con nosotros y tienta nuestra gula. Ayer probé este delicado bocado y, desde entonces, solo pienso en convertirme en conejo.
Cosechó con esto otra risotada unánime, y los veinte, con arranques de juerga, se lanzaron sobre su ración.
—¡Sabe a bosque! —comentó ahora Pico Soderini.
—No, a bosque no —lo corrigió Ghirlandaio—. ¡Sabe a verano, a campo segado!
Cada cual empezó a dar su explicación y comentaron entre vecinos de mesa sus pareceres. Desde la cocina, Leonardo los oía reír y esto fue incendiando su vanidad. Mandó entonces los saquitos de piel de gallina, tiernamente dorados, sobre tablillas de madera. Los murmullos se elevaron hasta convertirse en nuevas exclamaciones de «oh», «bella delicatezza», «sublime», y a Lucrezia Donati se le escapó un pequeño gritito de excitación. Aquel invento no era más grande que un huevo de perdiz. Se dejaba apresar por el cordoncillo que lo ataba y comer de un mordisco. Iniciaron a especular sobre el cremoso contenido, confundidos por el dulzor de la salvia y la sorpresa de la yema de huevo cuajada.
—Sesos de cordero —aclaró don Piero, el padre del artista y buen comedor de paladar curtido.
A la aclaración le siguieron aplausos y, en la cocina, Leonardo se sonrojó por primera vez.
—Maestro, estáis triunfando. —Nataele sonreía, al tiempo que controlaba los envoltorios de col con pezuña asándose.
—Árboles más altos he visto caer —rezongó Giuseppina, pero da Vinci la ignoró porque tenía ya puesto el alma en la sazón de las albóndigas de sangre.
Como era de esperar, el júbilo creció aún más cuando salieron al comedor los envoltini. Piero della Francesca, comedido y circunspecto a su llegada, había ido acalorándose con los manjares y el vino. Sin poder contenerse se levantó, puso los brazos en jarras y rugió a todo pulmón:
—¿Dónde está este endiablado cocinero? ¡Da Vinci! Haceos presente y dadnos explicación sobre estos preparados. En mi vida me he llevado a la boca manjares parecidos. Apuesto que esto es obra de algún iluminado, no puede ser vuestra, que sois un bribón.
Ya las risas adquirieron trazas de histeria. El maestro Verrocchio se atragantó con el exabrupto de su amigo pintor, a Lucrezia de la risa le entraron sofocos y espasmos que los comparsas le aventaron, y Botticelli, feliz, siguió llenando jarras de vino y cerveza para que la algarabía no decayese.
Leonardo, desde el escondite de su cocina, sudaba copiosamente atento a sus labores y a las adulaciones que oía llegar desde el comedor. Sudaba por calor y rubor, pero no se distrajo de servir la leche de almendra en diminutos pocillos y con una albóndiga en cada uno. También esta sopa, que daba para dos cucharadas y poco más, fue alabada con ardor. Luego la gelatina de puerco, la perca, las sardinillas y el bocado de queso, cada delicia se sirvió en porciones pequeñas sobre menaje especial, y cada una fue vitoreada hasta que, en un arranque, el pintor Perugino se contagió de las divagaciones de los demás y también creyó tener que poner su guinda al festejo.