Kitabı oku: «Sideral», sayfa 10
—El tipo de atrás se la estaba pelando —susurra Aleix.
Begoña no da crédito.
—¿En serio?
—Completamente.
—Pero… ¿contigo o conmigo?
—Con ninguno de los dos. Es la muerte lo que le pone. Me ha escuchado hablando de ella y se le ha puesto dura —dice Aleix, que no puede aguantarse la sonrisa.
Begoña se parte la caja. Es lo que tiene la adolescencia. Y lo que tienen los viajes, el movimiento. Pasas en un segundo de hablar de tu miedo a la muerte a la depravación de tu vecino. La noche se cierra y el alumbrado nocturno despliega su hipnótica coreografía. El sueño les vence como un poste telefónico inmenso.
Aleix y Begoña.
El anillo de Gollum
Las Olimpiadas ya están aquí. Hay un montón de coches con las lunetas tintadas y muchas niñas rubias que hablan un catalán relativo y llevan un escote absoluto, niñas que se dirigen a la Barceloneta en compañía de marqueses y de condes, de hombres pequeños de apellidos interminables que llevan acreditaciones gigantes, cencerros de plástico que les glorifican como VIPS y que, a menudo, encubren la historia de un pederasta o de un delincuente. Los marqueses y los condes han conocido a voluntarios que les bajan las braguetas, a niñas cubanas que harán lo que sea por quedarse y a atletas rumanas lesionadas, a las que, ahora, pasean por los escenarios del desfalco y la recalificación, lugares donde antes había gitanos y chiringuitos, descampados adecuados para jugar a fútbol, grabar anuncios con Maradona, chutarse y comer barato. O para llevarte a tu novia y sumergirte en una playa cuajada de medusas y de pelusas. Hay cosas que han cambiado para bien. Hay otras que siempre serán un puto desastre.
Ayer por la noche Barcelona tenía más agujeros que el gueto de Varsovia. Esta mañana, sin embargo, no quedaba ni uno. Alguien ha enmasillado los orificios y ha escondido las vergüenzas debajo de la alfombra. Hay muchas putas encerradas en sótanos, mujeres atravesadas como mariposas en cajitas de cristal que están a punto de hacer el agosto de sus vidas, que podrán mantener a sus nietos o sus vicios a costa de un puñado de presidentes de repúblicas fallidas, ministros bananeros y consejeros delegados del Deporte y el Mamoneo internacional que viajan con maletines portentosos, valijas que han suplantado el sudor de cientos de miles de currantes por gloriosos fajos de billetes. La divisa de la honradez patrocina los excesos y las cúpulas, las acreditaciones VIP y los palcos privados.
En Montjuich, el Estadi Olímpic se eleva como un monumento nacionalsocialista. Un poco más allá, en el margen de la montaña que mira al cementerio, las plataformas del salto olímpico relucen como figuras riefenstahlianas.
Las Olimpiadas son un pretexto cojonudo para intercambiar maletines y pins con las banderitas de todos los países desfalcados, que son casi todos los que se presentan. La pasta corre a espuertas. Es un discurrir incoloro, inadvertido, mucho más discreto que el de la sangre de hace solo cinco décadas.
Ahora los más listos del lugar abren sus bolsillos, y los crímenes contra el suelo y contra el cielo, contra la arquitectura y la población sin recursos, se encubren con los tirabuzones, los dobles mortales y las piruetas semidesnudas en el aire de adolescencias vietnamitas, croatas, norteamericanas, inglesas, nepalíes y chinas, figurines de mazapán, de plástico y purpurina; de cuellos de cisne y muslos superdotados que se desploman en el aire como palomas fusiladas.
Aleix los observa boquiabierto en las piscinas Picornell. Lleva unas Adidas teñidas y las bermudas desabrochadas. Las anillas olímpicas están por todas partes. Esta mañana ha visto a Angola jugar contra España en Badalona y mañana tiene un partido de waterpolo, de nuevo aquí, en las Picornell, su escenario favorito, un lugar en el que verá a mucha gente de su edad vestida con camisetas que llevan los cinco aros del taladro estampados en el pecho. Niños y niñas que trabajarán sin descanso, de sol a sol, por amor a su ciudad, a la retransmisión mundial de su belleza, de sus mañanas soleadas y de sus crepúsculos calientes. Son voluntarios, una especie en extinción. En unos años volverán a ponerse de moda. Será una de las exigencias de la recesión: fabricar voluntarios.
Aleix ha visto a unos tipos que llevaban el dorsal en los gorros, que movían mucho las piernas para no hundirse y que apenas podían abrazarse después de marcar goles que no se veían. España ha ganado a Hungría, y Aleix mira más allá y ve los rascacielos de la Barceloneta, los helicópteros de los sultanes árabes y las bragas de las niñas danesas, y tiene unas ganas irresistibles de volver a colgarse la guitarra del cuello, de quedar con Néstor y con Mario, y volver a tocar versiones de los Héroes del Silencio. En unos años, acaso doce, tendrá un romance con una mujer de la que se enamorará pérdida e imposiblemente, como tantas otras veces: una chica de Zaragoza que se llama Nona y que tal día como hoy, una mañana de julio del 92, lo mismo ande por el Pilar, en Zaragoza, de la mano de un tipo que se hace llamar Enrique Bunbury. Es posible que todavía no se conozcan. Que Nona solo le haya visto pinchar un par de veces en el garito más cool de Zaragoza. Lo que es seguro es que, en unos años, cerca del cambio de siglo, se casarán. Aleix no había considerado jamás la música de los Héroes hasta que se ha incorporado a su nueva banda, Marea Baja, su primera aventura musical después de los Impresentables, un grupo de tres chavales que iban al Liceo Francés y tienen tendencias neogóticas y le descubren la poesía del apellido más pintoresco de Zaragoza. Marea Baja tocarán «Mar adentro» y «Entre dos tierras», canciones que hablan de la distancia del agua y de la proximidad del desierto, que ahora, aquí, en lo alto de Barcelona, en las Picornell, suena como un horizonte prometido.
Los catalanes de siempre se frotan las manos. Barcelona se convertirá en una callejón de Ámsterdam. O en un descampado de Teherán. O de Lima. Los que no tengan apellidos compuestos, ni conexiones con Madrid o con la senyera, los que no se llamen Vila d’Abadal, Muntanyola, Pujol Ferrusola, Trias Fargas o Trias de Bes, Vidal-Trias, Tria Ta Puta Mare, Mas i Gavarró o Sentmenat observarán el desembarco como sus abuelos hace cincuenta años, el día en que el cielo se pobló de mariposas erráticas que eyaculaban cilindros explosivos. El día H, después de una noche cualquiera, en que el enano del bigote cambió el destino de millones de individuos que no tenían ni puta idea de nada, que lo más parecido a la sociedad de la información que habían conocido eran las noticias transmitidas por vía oral sobre el precio del pan en la provincia vecina. Ayer por la noche, Barcelona era un pueblo. Esta mañana, es la sede mundial del Despiporre. Está todo lleno de cámaras, de círculos rojos que parpadean. Los precios del suelo, los del cielo y los del duelo se multiplican para los ciento cincuenta millones de ojos de todas partes que asisten alucinados a la desfloración de una ciudad virgen, pueblerina, de una capital de provincia que hasta el día de hoy no había tenido el arrojo de mirarse al ombligo, que, de hecho, vivía replegada en el entresuelo de la modestia y de la paranoia, de la vergüenza y del miedo a una invasión inminente. Pero lo cierto es que Pasqual Maragall ha hecho cosas muy buenas por un país al que su clase política, una clase masónica y españolista que simula hablar catalán y que forma parte de los Consejos de Administración de la Falange y del Valle de los Caídos, ha llevado hasta su última desembocadura.
Ha pasado el tiempo y han cambiado las nubes y la naturaleza de los crímenes, que ya no salpican ni circulan en bimotores estropeados. Ahora los crímenes se llaman Suiza y se llaman ceros, se llaman violaciones y derechos humanos, y se ejecutan impunemente, sin otras armaduras o uniformes que los trajes de esmoquin y de chaqué y un ligero olor a puta maltratada en el cogote. Ahora los asesinos se llaman Presidente del Comité Olímpico Internacional y marqués de Sentmenat, Montoliu o Vilallonga. Tipos que tienen nombres largos como lagartijas, que no tienen ni puta idea de hablar catalán y se reparten los edificios que, en unos años, abrirán el tajo más chungo de la triste historia de este suelo, cuando se derrumbe el cielo y se multipliquen los desalojos y el duelo, cuando sus cuentas corrientes se hayan largado de vacaciones con sus ceros a todos los paraísos cómplices de la desvergüenza.
SEGUNDA PARTE
1993, after the shame
Albert se ha despertado con una resaca de órdago. Abre un ojo y nota una sustancia viscosa depositada sobre su párpado izquierdo. Podría ser un mierda de paloma. O podría ser Baileys con purpurina. Intenta recordar lo que pasó, pero su memoria está tan espesa como la deyección. Se acuerda del concierto en el Plataforma. De un desliz en el cuarto tema y de un final inspirado. Luego la gente se agolpó en el escenario y él se puso a revolver sus bolsillos y descubrió la pastilla. Llevaba medio año persiguiéndola por los bolsillos de todas sus chupas, de todos sus pantalones y de todas sus camisas. Se la comió antes de recoger los instrumentos. Y ahora no recuerda si, después del concierto, los dejaron en el local de ensayo o en casa de Ana. ¿O era en la de Diana? Recuerda que cerró los ojos y que vio a su abuela. Todos sus ciegos arrancan con la misma imagen. Especialmente los más gloriosos. Luego la gloria se desvanece e irrumpe el mazo del olvido: el futuro es un lugar plagado de episodios memorables completamente borrados de cuajo.
Albert recapitula. Se acuerda de llegar al local de ensayo, pero no sabe si alguien le bajó la cremallera en el lavabo del bar Kentucky, un submarino rojo y etílico de la calle Arc del Teatre.
Aleix se puso los cuernos y Ana y Diana le tiraron las cartas. Albert tiene flashbacks. Ana y Diana se sacaron un tarot de la manga. El Kentucky era como Saigón, como una noche de marines colocados, de lámparas de queroseno estropeadas y kimonos arrasados por pintalabios. Había bebidas rojas y sombrillas dibujadas en el papel de la pared. Salió una carta con un anoréxico acurrucado. Parecía el caganer. Seguro que era un vaticinio funesto. Aleix dijo que las cartas eran como cuadros de Caravaggio. Y luego añadió: «Son como islas musulmanas ardiendo en la noche yugoslava». Exacto. Esa era la frase. Islas musulmanas ardiendo en la noche yugoslava. ¿De dónde coño la había sacado? Estaba sobrio como el Papa. Y entonces Aleix pilló otra carta y le salió la mujer encapuchada. Y ahí se rayó. Agarró otra carta, pilló el mechero y le prendió fuego. El Kentucky estaba muy rojo y las llamas eran muy amarillas. Menuda resaca. Su puta madre.
Albert se incorpora y se queda sentado al borde de la cama. Hay una mancha violeta en el trasero de sus pantalones de campana. El Kentucky era un desierto rojo. Pinchaba un finlandés. Dentro de unos años se hará famoso y le devolverá un disco que ayer le perdió. Hace música del fin del mundo, como buen finlandés. Cuando pincha se vuelve un poco más mediterráneo.
Albert se acercó a la cabina y Mika le dio vodka; el deshielo del Norte ardió en su tráquea sintética, y entonces le prestó el disco de Kevin Ayers que se acababa de comprar en el Wah Wah. Los finlandeses le despiertan una generosidad que sería inconcebible que le despertaran los catalanes. Se imagina un iglú y una sauna, y sonríe.
Se incorpora y tropieza con el tambor de detergente que ha reconvertido en batería. Coge el disco de Syd Barrett que yace bajo la tapa de yogur, aparta un puñado de espaguetis que han sucumbido al desierto del exilio y vuelven a estar duros, conecta el plato Vestax de juguete y limpia el tomate de la aguja.
El vinilo cruje como una salsa de alcaparras secas. Es un sonido orgánico, siciliano. La pastilla todavía flota entre sus pupilas y su saliva. Lo piensa y nota un pinchazo en la espalda. Se da media vuelta a cámara lenta y los rayos de sol le estallan en la cara. Ve claramente una radiografía en movimiento, a contraluz. Es una silueta como un negativo, que descorre las cortinas de plástico que cubren la ventana.
Ha sido esta mañana, sin duda. Al llegar de fiesta. Ha pillado el mantel de la mesa del comedor, se lo ha llevado a su cuarto y lo ha clavado con cuatro chinchetas en la ventana. Y ahora, una criatura que podría ser el padre del agente Mulder descorre el mantel y lo atraviesa. Albert se frota los ojos y se siente como un buceador con las gafas empañadas. Como un Travolta submarino abriendo la maleta de Pulp Fiction. Contempla el resplandor, el movimiento hipnótico de la figura que emerge de los pliegues de plástico, y le sube todo de nuevo. Se le acelera el pulso y hace ademán de llevarse el inhalador a la boca. Y entonces lo entiende. Y respira. O lo intenta.
—Ma cagu en la mare que et va parir fill de puta!10 —exclama.
Y se lleva la mano al pecho y luego se palpa los bolsillos como si llevara pantalones y percibe el sudor frío que se le desliza por las piernas. Siente a Syd Barret en los muslos, su voz invertebrada que se sincroniza con la distancia del inhalador, el puto Ventolin, que debe de estar en algún lugar del suelo de su madriguera, que ahora, literalmente, cruje bajo los pies de Aleix.
Aleix mide metro noventa y siete, y Albert vive en un entresuelo a dos manzanas de su casa y duerme con la ventana abierta. Hoy será la primera vez que trepe por la fachada y lo agarre por sorpresa por la espalda. Lo hará cincuenta mil veces más, pero nunca jamás se descojonará tanto del careto de su colega como lo ha hecho hoy. Es lo que tienen las primeras veces.
—Fill de puta —repite Albert. Y la voz le patina por la garganta ahogada como su respiración, como el asma que le obstruye el diafragma y le matiza la voz de un modo subatómico.
—Sembles un extraterrestre en calçotets11 —le dice Aleix mientras escruta el yacimiento de vinilos que se esparce por el suelo.
—I tu sembles un fill de puta a pal sec12 —le contesta Albert. Su elocuencia matutina se concentra en un insulto que podría repetir hasta la saciedad.
—Però nen, què cony tens a l’ull?13 —exclama Aleix.
—Hòstia puta… No ho sé? Què cony és?14
Aleix cierra los ojos y hunde sus manos en el suelo. Quiere pillar un disco al azar. Es lo que hace en El Corte Inglés y en Discos Castelló, en Wah Wah y en CD Drome. Y en casa de Pedro, de Albert y de Hache. La semana pasada le salió el de Spyro Gyra en El Corte Inglés. La primera vez que lo intentó le salió Bowie, el Space Oddity, en Galerías Preciados, hace tres años. Barcelona tiene cada vez más tiendas, y Aleix combate el tedio de la superabundancia con dosis de intuición. Siempre le funciona. Lo hace cuando la vista se le cansa. O cuando la fatiga le nubla el instinto. No le pasa muy a menudo, pero le pasa. Y entonces cierra los ojos y pilla los discos a boleo. Ahora los abre y el Screamadelica de Primal Scream afluye de los escombros como una piedra preciosa. Aleix contempla la portada y siente un escalofrío. Se le derriten los cojones, se le ponen los ojos como estrellas y percibe, de nuevo, que hay un hilo invisible que le conecta la nuca con la Vía Láctea.
—Albert, alguna vegada t’has sentit com un satèl·lit espatllat?15 —pregunta Aleix.
Albert le mira y sonríe.
—Cada dia quan em llevo… Cada matí sento que sóc un putu error sideral16 —dice Albert.
—Hòstia. Error sideral! —exclama Aleix. Y saca la libreta de su bolsa de mano, agarra el boli e incorpora el nombre a la lista. Es una lista escrita con su proverbial caligrafía anti Gutenberg. Parece que se haya tirado dos años para escribir cada palabra. Pero ahora lo hace en un santiamén y escribe «Error Sideral» sin más florituras. Y luce igual de retórica y elaborada que el resto de su caligrafía.
Super Eyes, Completo Cincomil, Deserted Venue y La Gran Espe-ranza del Pop. Y ahora, Error Sideral. Cinco nombres y una sola banda. Hoy se llaman Mushrooms. Ayer eran La Quinta Planta. Mañana está al caer.
Claro que para nombres, Screamadelica. Aleix lo repite y se le llena la boca: «ES-CRI-MA-DÉ-LI-CA». Qué gran título. Frambuesa. Escuálidos superdotados. Escrimadélica. La juventud es tan corta como largo es el léxico. Lo piensa. Luego lo anota. Y piensa en su nombre y en el léxico y entonces le sale otra palabra: Aléxico. Y la escribe. Aléxico. Le gusta. Mucho más que su nombre.
—L’has escoltat?17 —se pregunta Albert.
—El què? El so de les paraules o el disc?18
—Hòstia nen, a tu les drogues no et fan puta falta. El disc, collons! Si has escoltat Screamadelica, tros d’ase!19 —exclama Albert.
La aguja se desliza sobre vinilo y las guitarras del «Movin’ On Up» sugieren una playa jamaicana. Y entran los teclados, que prometen góspel del Misisipi. Y entonces afluye la boca de fresa de Bobby Gillespie y nace el futuro de la poesía sideral, el principio de otra odisea que conquistará el espacio y sobrevivirá a un puñado de simios.
Aleix Vergés nota el hilo invisible de la espina dorsal como nunca antes. Lo ve, ve el hilo, y piensa en el cable desprendido de un satélite, en una cuerda de fibra óptica que cuelga salvaje del espacio exterior.
Un puto error sideral.
«I was blind, now I can see.20»
—La Mare de Déu i la filla de puta que la va parir21 —dice embriagado de música. Cierra los ojos y se le abre la cabeza. Y entonces se deja caer panza arriba en la cama de su batería, que esgrime una sonrisa abierta y animada. Una sonrisa noventa por ciento pirula.
El Screamadelica suena durante una hora imperecedera. Se filtra por los orificios del cerebelo que regulan la eternidad y ya nunca dejará de existir en la memoria de sus grandes descubrimientos musicales. Cuando un disco le gusta, el disco muere con él. Y él con el disco. Es una historia de amor que arranca en Grecia y que termina en Can Tunis, como todas las historias de amor.
Albert y Aleix bailando en una rave, 1995.
Hay pocos discos que soporten la intensidad de Aleix sin un rasguño, sin una interrupción. Sabe que nunca había escuchado nada parecido. Y que, en adelante, esa es exactamente la sensación a la que consagrará cada segundo de su vida.
1984
Gemma tiene nueve años y está viva de milagro. Se ha muerto dos veces. La primera fue a las pocas semanas de nacer. Estaba en la cuna y dejó de respirar. Eran las doce de la noche y su padre se había acercado a darle el penúltimo beso, el que le «hidratara» la noche. Su padre se llama Bertín y se parece mucho al cantante. A menudo, distorsiona las letras y las incorpora a su vida: «Mi beso te hidrata la noche», le cantaba cada noche a la misma hora. Quizá el reloj biológico de Gemma lo registrara. Lo mismo su instinto de supervivencia se sobrepusiera a la guadaña: la muerte súbita se quedó en simulacro. Bertín la agarró entre sus brazos, le ventiló los pulmones y se la llevó al hospital.
Gemma juega con sus canicas siderales y prepara una sopa de estrellitas en su cocina de juguete en el piso de Cornellà. Tiene nueve años y una prótesis de titanio en la espalda. A falta de elasticidad vertebral, relaja las sienes y sueña constelaciones. Hoy es el cumpleaños de su hermano y han hecho una fiesta en casa. A Gemma le da vergüenza relacionarse con los amigos de su hermano. Al fin y al cabo se llevan cinco años y una prótesis. Ella juega con las canicas, se imagina que son planetas y traza un mapa astronómico sobre la tarima flotante de su habitación. Se ha quedado a oscuras, apenas iluminada por el resplandor de las esferitas y por la luz amarilla de las farolas largas y tristes que se levantan en la plaza en la que vive. Quiere hacerle un anillo a la canica Saturno, pero no encuentra la manera. Y de pronto, un destello cubre el diámetro de su bola y se queda boquiabierta. Levanta la vista en lugar de desviarla y descubre el zarpazo de una mirada azul. Es el ojo izquierdo del Jonathan, que le espía por la rendija de la puerta. Gemma no había visto nunca antes un color de ojos como el suyo. Se queda hipnotizada. Así será durante muchos años.
Aleix le pide a Albert que vuelva a poner «Damaged». Llevan cuatro escuchas consecutivas y Albert contempla las formas del techo y murmulla obscenidades. De repente llaman débilmente a la puerta. Albert se incorpora como un soldado llamado a filas. Siente el escroto en el párpado y la pirula en el culo.
—Què vols?22 —pregunta.
Y la vocecita de su abuela le dice que tiene a alguien al teléfono.
Albert le dice a Aleix que no se mueva y sale de la habitación. Aleix escucha cómo la abuela le pregunta a Albert:
—Què tens a l’ull?23
Aleix también se lo pregunta. Albert es cinco años mayor y podría ser el batería de los Doors. Aleix no había conocido nunca antes a nadie que se pareciera a los músicos de las revistas. Albert se viste con ropa de los sesenta y lleva una melena que parece una escarola. Tiene la mandíbula cuadrada como los griegos y los ojos azules como el Mediterráneo. Sus estilismos son un desafío al paso del tiempo y un homenaje a los sesenta. Le gusta hablar de música y de Historia. De subidones y discos descatalogados.
Aleix y Albert se conocieron hace dos años. Aleix coincidió con la hermana de Albert en el San Ignacio. Es la mejor amiga de Begoña. Se llama Isabel y tiene los ojos igual de azules y la piel mucho más elástica que su hermano. A Isabel le gustan Debussy y Dostoyevski. Su madre murió hace poco, lo que despierta el interés y la fascinación de Aleix, tan rebosante de empatía como de curiosidad. Ha aprendido a moverse delicadamente entre huérfanos heridos, a verbalizar los traumas de Astrid y de Hache. Así que ahora lo hace con Isabel, le pregunta por su madre suavemente, e Isabel se desahoga y se siente comprendida hasta el infinito. Es una de las virtudes de Aleix: empatiza como nadie con el conflicto y el desarraigo. Luego, con el tiempo, será capaz de dictar él mismo los términos del conflicto y de provocar el desarraigo. Será la naturaleza de la mayoría de sus relaciones, algo que de nuevo le conecta con el límite: un día son carne de paraíso y al siguiente son el pescado del infierno.
Es una tarde de septiembre del 91 e Isabel le dice a Aleix que su hermano toca en el KGB, una sala legendaria del barrio de Gracia por la que han desfilado las promesas del punk, el rock y el indie barcelonés y también algunos grandes nombres del pop británico, como Ride. Aleix dice que la acompaña. Se muere de ganas.
El escenario es una tarima armada con tablas de madera y rematada por unas cortinas de terciopelo falso en las que reluce un escudo forrado con piel de vaca. Se leen las siglas de los servicios secretos de la Unión Soviética. Aleix Vergés asiste al concierto y se siente como un comunista frente a la hoz y el martillo. No hay nada que le interese menos que estudiar; nada que le encienda tanto como la música. Le pregunta a Isabel quién compone las canciones de la banda. Isabel le dice que es Pedro, el guitarrista, y que, de hecho, Pedro es también su profesor particular de Matemáticas. «Un gran home24», dice Isabel. A la semana siguiente, Aleix ya le ha pasado el teléfono del guitarrista a su madre. Y Chisca le llama y le ficha. El fracaso matemático señala el sendero musical. Pedro es el único candidato de toda la ciudad capaz de reemplazar a Nando Cruz, y de superarlo: en cinco meses Aleix será el bajista de La Quinta Planta.
«Las clases eran exactamente igual que las que cuenta Nando Cruz, es decir, una negociación. A mí me agobiaba que su madre me estuviera pagando. La música era su único interés. Recuerdo que en una de las primeras clases, seguramente la primera, me puso nuestra maqueta, la de La Quinta Planta. Y de repente me pregunta: «¿Me puedes decir qué acorde es este?». El muy cabrón había sacado todas las guitarras de la maqueta, a excepción del acorde treinta y siete del tercer tema. Y me insistió e insistió. Hasta que no se lo dije, la clase no avanzó. Y cuando se lo dije, avanzó rumbo a otro acorde que no tenía claro. Aleix era un apasionado incombustible. Y era obsesivo e insaciable. Una auténtica esponja. Supongo que aquel día supe que mi carrera como profesor particular iba a ser un infierno», recuerda Pedro.
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